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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (14 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—Sí, lo era. Pero todo esto ocurrió unos pocos años después de Hiroshima. Y a pesar de que Einstein no tuvo nada que ver con la construcción de la bomba atómica, sabía que fueron sus descubrimientos los que la hicieron posible. Eso lo atormentaba. En una ocasión dijo que «de haber sabido que iban a hacer esto me hubiera hecho zapatero».

—Sí, sí, todo esto ya lo he oído.

—Bueno, piensa un momento en ello. Si Einstein hubiera descubierto una teoría unificada, ¿no habría temido que volviera a ocurrir lo mismo? Ahora era consciente de que debía tener en cuenta las implicaciones del descubrimiento, todas sus posibles consecuencias. Creo que previó el posible uso militar de la teoría. Quizá para crear algo todavía peor que una bomba nuclear.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué podría ser peor?

David negó con la cabeza. Éste era el punto más débil de su argumentación. No tenía ni idea de lo que era la
Einheitliche Feldtheorie
, menos todavía lo que podía desencadenar.

—No lo sé, pero debe tratarse de algo terrible. Tanto como para que Einstein decidiera que no podía publicar la teoría. Pero tampoco pudo abandonarla. Creía que la física era una revelación de la obra de Dios. No podía olvidar la teoría y hacer ver que nunca había existido, de modo que se la confió a sus ayudantes. Seguramente, a cada uno de ellos les dio un fragmento de la teoría y les dijo que la mantuvieran a salvo.

—¿De qué serviría eso? Si la teoría era tan terrible, sus ayudantes tampoco podían publicarla.

—Pensaba en el futuro. Einstein era un optimista incorregible. Realmente pensaba que en unos años los rusos y los norteamericanos depondrían sus armas y formarían un gobierno mundial. Entonces la guerra sería prohibida y todo el mundo viviría en paz. Sus ayudantes sólo tendrían que esperar hasta ese día para poder revelar la teoría. —Inesperadamente, David empezó a sentir un escozor en los ojos—. Y tuvieron que esperar toda su vida.

Monique lo miró comprensiva mientras él recobraba la compostura. Sin embargo, estaba claro que seguía sin creer una sola palabra de lo que había dicho.

—Es una hipótesis extraordinaria, David. Y las afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias.

David se armó de valor.

—Kleinman me ha dado una serie de números cuando lo he visto esta noche en el hospital. Me ha dicho que era una clave que Einstein le había dado, y que ahora él me la daba a mí…

—Bueno, eso no…

—No, eso no es la prueba. La prueba es lo que ha pasado luego.

Le contó lo del interrogatorio en el complejo del FBI y la masacre posterior. Al principio ella se limitó a mirarlo fijamente, incrédula, pero al describirle cómo se apagaron las luces y el eco de los disparos por los pasillos, de forma inconsciente Monique se agarró al dobladillo de su camisón y lo arrebujó con el puño. Cuando David hubo terminado, ella parecía tan traumatizada como lo había estado él al salir del aparcamiento de la calle Liberty. Lo cogió del hombro.

—Dios mío —susurró—. ¿Quién ha atacado el lugar? ¿Eran terroristas?

—No lo sé, no he llegado a verlos. Sólo he visto, los agentes del FBI muertos. Pero estoy seguro de que se trata de la misma gente que ha asesinado a Kleinman, Bouchet y MacDonald.

—¿Cómo lo sabes? Quizá ha sido el FBI. Parece que el gobierno y los terroristas van detrás de lo mismo.

Él negó con la cabeza.

—No, el FBI los habría interrogado. Lo que yo pienso es que los terroristas descubrieron antes la existencia de la teoría unificada. Quizá se le escapó algo a Kleinman, a Bouchet o a MacDonald. De modo que los terroristas fueron a por ellos y los torturaron para obtener la información. Cuando dos aparecieron muertos, sin embargo, los servicios de inteligencia norteamericanos debieron de suponer que algo estaba pasando. Por eso los agentes del FBI habrían aparecido con esa rapidez en el hospital. Probablemente debían de tener a Kleinman bajo algún tipo de vigilancia.

David había ido subiendo el volumen de su voz a medida que iba detallando la situación, y sus últimas palabras habían traspasado las paredes de la cocina. Hizo una pausa y se quedó mirando a Monique para observar su reacción. Ya no había escepticismo en su rostro, pero todavía no estaba convencida. Ella retiró la mano del hombro y volvió a mirar atentamente la pantalla de su portátil, en la que había aparecido el salvapantallas, una animación de una variedad Calabi-Yau en movimiento.

—Sigue sin tener demasiado sentido —dijo ella—. Es decir, quizá tienes razón acerca de los asesinatos, quizá los terroristas iban detrás de Kleinman y los demás a causa de algún proyecto secreto en el que estuvieran trabajando. Pero no me puedo creer que este proyecto fuera una teoría del campo unificado que los ayudantes de Einstein hubieran escondido durante cincuenta años. Es demasiado inverosímil.

Él volvió a asentir. Podía comprender su incredulidad. No se trataba únicamente de la mera preferencia de la cuántica sobre las teorías clásicas. Lo que estaba en juego aquí era toda su vida profesional. Lo que David estaba sugiriendo era que todos los logros que tanto ella como sus colegas dedicados a la teoría de las cuerdas habían obtenido a lo largo de las últimas dos décadas, todos los laboriosos avances, los costosos descubrimientos y las brillantes reformulaciones, conseguidos con tanto esfuerzo, eran irrelevantes. Un científico fallecido antes de que la mayoría de ellos hubiera siquiera nacido ya había obtenido el premio gordo, la Teoría del Todo. Y esta posibilidad era, para decirlo suavemente, un poco difícil de aceptar.

Se acercó un poco más a Monique y se colocó entre ella y la enrevesada variedad que lentamente daba vueltas en la pantalla del portátil. Esto iba a doler.

—Mira a tu alrededor, Monique. Mira la cocina. Intacta, sin grafitis, ni esvásticas. ¿Por qué una pandilla de asquerosos
skinheads
de Nueva Jersey querría destrozarlo todo excepto la cocina?

Ella se lo quedó mirando, sin comprender a qué se refería.

—¿Qué tiene eso que ver con…?

—No fueron
skinheads
quienes lo hicieron. Quien puso patas arriba este lugar lo hizo buscando los cuadernos de Einstein. Buscaron debajo de las tablas del suelo y cavaron en el patio trasero y golpearon el yeso en busca de espacios entre las paredes. Y luego pintaron esvásticas por todas partes para que pareciera un acto de vandalismo. Pero dejaron intacta la cocina porque fue añadida a la casa mucho después de que Einstein muriera, de modo que no pudo haberlos escondido aquí. Y dejaron en paz tus muebles por la misma razón.

Monique se llevó la mano a la boca. Sus largos y esbeltos dedos le cubrieron los labios.

—A mí me parece —continuó David—, que fue el FBI quien realizó esta búsqueda. Los terroristas no se habrían tomado la molestia de esperar a que estuvieras fuera de casa un fin de semana. Te habrían matado mientras dormías. Y también me inclino a pensar que los agentes no encontraron ningún cuaderno. Einstein era demasiado inteligente para eso. No creo que dejara nada por escrito.

Aunque la mano de Monique le tapaba la mitad de la cara, David pudo ver cómo le cambiaba la expresión. Primero, los ojos se abrieron mostrando su miedo y sorpresa, pero en cuestión de segundos los entrecerró y apareció una profunda arruga vertical entre las cejas. Se tornó lívida y se puso tremendamente furiosa. Lo de los
skinheads
neonazis ya era malo, pero ¿agentes federales pintando esvásticas para encubrir una operación clandestina? Eso era un tipo de maldad absolutamente distinto.

Finalmente apartó la mano de la cara y volvió a ponerla sobre el hombro de David.

—¿Qué números te ha dado Kleinman?

Simon no tuvo problema alguno para cruzar el río Hudson. En un control que había en la entrada del túnel Lincoln, una pareja de agentes de policía le ordenaron que bajase la ventanilla y un perro detector asomó el hocico, pero Simon se había cambiado de ropa en el
Waldorf
y una ducha había eliminado cualquier rastro de C-4 de su piel, de modo que el pastor alemán se limitó a mirar tontamente el volante. Simon les enseñó la documentación a los agentes —una experta falsificación de un permiso de conducir del estado de Nueva York— y éstos lo dejaron pasar.

Cinco minutos más tarde ya estaba en la autopista de Nueva Jersey, conduciendo a toda velocidad por el paso elevado que atravesaba las oscuras y húmedas Meadowlands. Podía ir tan deprisa como quisiera porque a las cuatro de la madrugada la autopista estaba prácticamente vacía y la Policía Estatal estaba ayudando a la de Nueva York en los controles de túneles y puentes. Pasó junto al aeropuerto de Newark a 150 kilómetros por hora, y luego se dirigió hacia al oeste, en dirección a la cada vez más extensa refinería Exxon.

No había una alma, era noche cerrada. A lo lejos, las torres de destilación de la refinería se dibujaban en la oscuridad. De una de las chimeneas salía un fuego de gas, pero las llamas eran delgadas y parpadeantes, tan débiles como un piloto encendido. A medida que Simon avanzaba a toda velocidad por el laberinto de oleoductos y tanques de petróleo la carretera parecía oscurecerse cada vez más, y por un momento se sintió como si condujera bajo el mar. En la pantalla en blanco de su mente vio dos caras, las caras de sus hijos, pero no se trataba de la reconfortante imagen que había descargado en su teléfono móvil. Ahora Sergéi y Larissa no sonreían. Sergéi tenía los ojos cerrados y yacía en una cuneta embarrada, los brazos llenos de quemaduras largas y negras y el pelo cubierto de sangre. Los ojos de Larissa, en cambio, estaban completamente abiertos, como si todavía estuviera viva, como si todavía estuviera mirando horrorizada la bola de fuego que la había envuelto.

Simon pisó el acelerador y el Mercedes aceleró. Pronto llegó a la Salida 9 y cogió a toda velocidad la Ruta 1 Sur. Llegaría a Princeton en 15 minutos.

40     26     36     79     56     44     7800

David escribió los números a lápiz en una hoja de papel de un cuaderno. Luego se la pasó a Monique y, casi de inmediato, sintió una poderosa necesidad de quitarle el papel de las manos y hacerlo pedazos. Tenía miedo de esos dieciséis dígitos. Quería destruirlos, enterrarlos, eliminarlos para siempre. Pero sabía que no podía. No tenía nada más.

Monique sostuvo el papel con ambas manos y examinó los números. Sus ojos iban a toda velocidad de izquierda a derecha en busca de patrones, progresiones, secuencias geométricas. Tenía la misma mirada de concentración que David le había visto durante su charla sobre las variedades Calabi-Yau en la conferencia de teoría de cuerdas. Como la de la diosa Atenea preparándose para la guerra.

—La distribución parece aleatoria —observó—. Hay tres ceros, tres cuatros y tres seises, pero sólo una pareja, los dos sietes. En una secuencia numérica de esta longitud, es improbable que haya más tripletes que parejas.

—¿No podría ser la clave para descodificar un archivo informático? Kleinman utilizó la palabra «clave», de modo que tendría sentido.

Ella siguió observando los números.

—La longitud sería la correcta. Dieciséis dígitos, cada uno de los cuales puede ser transformado en cuatro bits de código digital. Esto supondría un total de sesenta y cuatro bits, que es la longitud estándar para un código encriptado. Sin embargo, la secuencia ha de ser aleatoria para que funcione. —Ella negó con la cabeza—. Si no lo fuera, se podría descifrar el código con demasiada facilidad. ¿Por qué iba Kleinman a elegir una clave imperfecta como ésta?

—Bueno, quizá se trata de otro tipo de clave. Quizá es más una etiqueta identificativa. Algo que nos ayude a encontrar el archivo, en vez de descifrarlo.

Monique no contestó. Se acercó el papel a la cara, como si no viera bien los números.

—Has escrito esta secuencia de una forma extraña.

—¿A qué te refieres?

Cogió el papel. Tenía razón, los primeros doce dígitos estaban dispuestos en boques de dos dígitos. No lo había hecho conscientemente, pero así era.

—Vaya —masculló—. Esto sí que es extraño.

—¿Te dijo Kleinman que los agruparas así cuando te dio la secuencia?

—No, no exactamente —cerró los ojos y volvió a ver al profesor Kleinman, recostado en su cama del hospital mientras balbucía sus últimas palabras—. Le fallaban los pulmones, así que fue diciendo los números a boqueadas, de dos en dos. Y así es como ahora veo la secuencia mentalmente. Una media docena de números de dos dígitos y uno de cuatro al final.

—¿Y no sería posible que esta agrupación fuera intencionada? ¿Que Kleinman quisiera que organizaras los números de esta forma?

—Sí, supongo que sí. ¿Pero en qué cambiaría eso las cosas?

Monique cogió el papel y lo colocó sobre la mesa de la cocina. Luego cogió un lápiz y dibujó unas líneas entre los bloques de dos dígitos.

40 / 26 / 36 / 79 / 56 / 44 / 7800

—Si ordenas la secuencia de esta forma ya no parece tan aleatoria —dijo ella—. Olvídate por ahora del número de cuatro dígitos y observa los de dos. Cinco de los seis están entre el 25 y el 60. Sólo el 79 queda fuera. Es un margen bastante estrecho.

David observó los números con atención. A él todavía le parecían más bien aleatorios.

—No sé. Parece que los estás seleccionando deliberadamente para poder elaborar un patrón.

Ella torció el gesto.

—Sé lo que estoy haciendo, David. Me he pasado mucho tiempo estudiando los datos de experimentos de física de partículas, sé reconocer un patrón cuando veo uno. Por alguna razón, los números están agrupados en un margen estrecho.

David volvió a mirar atentamente la secuencia e intentó verla desde el punto de vista de Monique. Muy bien, pensó, los números parecen estar por debajo del 60, ¿acaso no podía ser esa disposición azarosa? A los ojos de David la secuencia parecía tan aleatoria como los números ganadores de la lotería de Nueva York, a la que jugaba de vez en cuando a pesar de las reducidísimas posibilidades. Los números de lotería también solían estar por debajo del 60, aunque eso era porque el más alto que se podía escoger era el 59.

Y de repente lo vio, tan claro como el día.

—Minutos y segundos —dijo.

Monique no pareció haberlo oído. Seguía inclinada sobre la mesa de la cocina, estudiando la secuencia.

—Lo que ves son minutos y segundos —dijo, esta vez más alto—. Por eso los números están por debajo del 60.

Ella levantó la mirada.

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