La clave de Einstein (43 page)

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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

BOOK: La clave de Einstein
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Se apartó del borde del acantilado y empujó a Monique detrás del afloramiento.

—¡Venid aquí! —le gritó a Graddick, que inmediatamente se llevó a Michael a la sombra del saliente de roca. Arrodillado en el polvo, Graddick echó un vistazo por encima del saliente y torció el gesto.

—¡La bestia escarlata! —susurró—. ¡Llena de abominaciones!

Los coches aminoraron la velocidad al llegar al principio del sendero. Estaba claro que los agentes habían estudiado los mapas topográficos de la zona y habían averiguado la forma más rápida de llegar a la cumbre de la montaña. El plan de David era permanecer escondido hasta que el equipo de asalto hubiera ascendido el sendero, de modo que los hombres del FBI no tuvieran tentaciones de dispararles tiros al azar; una vez que los agentes estuvieran suficientemente cerca para oírles, David daría un grito para revelarles dónde estaban escondidos. Entonces, presumiblemente, el líder del equipo les ordenaría que salieran lentamente, con las manos en alto. Parecía la forma más fácil de rendirse. Por supuesto, a los agentes no les haría mucha gracia descubrir el destino de la teoría unificada. Pero a ese respecto no se podía hacer nada.

Mientras los todoterrenos aparcaban en el arcén de la carretera, David se volvió a Graddick. Con cierto retraso se dio cuenta de que desconocía su nombre de pila.

—Esto…, ¿hermano? Ha llegado el momento de que te vayas.

Con los puños cerrados, Graddick se quedó mirando los todoterrenos. Uno a uno abrían sus puertas y hombres de traje gris salían de ellos.

—Sí, son tan numerosos como la arena del mar —recitó—. ¡Pero el fuego bajará del cielo y los devorará!

A David le preocupaba Graddick. No había ninguna razón para que siguiera con ellos. El FBI no sabía su nombre. Si se iba ahora, podría salir de ésta indemne.

—Escucha, hermano. Debemos dar al César lo que es del César. Pero tu lugar es la montaña, ¿comprendes? Tienes que irte.

El hombre hizo una mueca. Seguramente hubiera deseado tener unas cuantas serpientes de cascabel más para tirárselas a los agentes. Pero después de un momento le dio a David una palmada en el hombro.

—Me iré, pero no muy lejos. Si hay algún problema, volveré.

Antes de irse le puso la mano en la frente y pronunció otra bendición ininteligible. Luego se dio la vuelta, se dirigió hacia la ladera occidental de Haw Knob y desapareció por entre las densas sombras de las ramas de los pinos.

Los agentes federales habían comenzado a subir el sendero en fila india. El camino era empinado, estrecho y rocoso, lo cual obligaba a algunos hombres a escalarlo a cuatro patas. David supuso que debían de estar a unos diez minutos. Se volvió a agachar detrás del afloramiento y miró a Michael, que estaba estudiando tranquilamente las fracturas en paralelo del saliente de roca, inconsciente del peligro que se acercaba. Aunque, para ser honestos, David estaba más preocupado por Monique. Como era experta en física teórica, era a ella a quien los agentes interrogarían más duramente. Tomó de nuevo su mano y la apretó.

—Nos separarán para interrogarnos. Puede que no nos veamos en un tiempo.

Ella sonrió y lo miró burlonamente.

—Oh, quizá no. Puede que nos encontremos en Guantánamo. He oído decir que las playas están bien.

—No les tengas miedo, Monique. Sólo siguen órdenes. No…

Ella se inclinó sobre él y le puso el dedo índice en los labios.

—Shhh, deja de preocuparte, ¿de acuerdo? No pueden hacerme daño, porque no tengo nada que decir. Ya he olvidado las ecuaciones.

Él no la creyó.

—Venga ya.

—De verdad. Se me da bien olvidar cosas —se puso seria—. Crecí en uno de los peores agujeros de Norteamérica, un lugar que normalmente te marca de por vida. Pero olvidé todo eso y ahora soy profesora en Princeton. El olvido puede ser una habilidad muy útil.

—Pero anoche tú…

—Ni siquiera recuerdo el título del artículo. ¿Untersuchik qué? Recuerdo que estaba en alemán, pero eso es todo.

Michael dejó de examinar el saliente de roca y se volvió hacia Monique.


Neue Untersuchung über die Einheitliche Feldtheorie
—dijo en un alemán impecable.

David se quedó mirando fijamente al muchacho. ¿Cómo podía ser que conociera el título del artículo de Einstein?

Monique se llevó la mano a la boca y miró a David. Los dos estaban pensando lo mismo. La noche anterior Michael no pudo ver el documento en el portátil, de modo que debía de haber visto el título en algún otro lugar.

David agarró al muchacho por los hombros. Intentó hacerlo de forma suave pero las manos le temblaban.

—Michael, ¿dónde has oído esas palabras?

El adolescente notó el miedo en la voz de David. Entonces volvió los ojos a la izquierda, evitando el contacto. David recordó las habilidades mentales del adolescente, su capacidad para memorizar guías telefónicas completas. Dios, pensó, ¿cuánto sabía?

—Por favor, Michael, esto es importante. ¿Leíste el artículo mientras jugabas al
Warfighter
?

Las mejillas de Michael se sonrojaron, pero siguió sin contestar. David apretó con más fuerza los hombros del muchacho.

—¡Escúchame! ¿Llegaste a descargar el archivo del servidor? ¿Quizá hace mucho tiempo, cuando todavía vivías con tu madre?

Michael negó con la cabeza en movimientos rápidos, como si estuviera temblando.

—¡Era un lugar seguro! ¡Hans me dijo que era un lugar seguro!

—¿Cuánto leíste? ¿Cuánto, Michael?

—¡No tuve que leerlo! —gritó—. ¡Ya me lo sabía! ¡Yo lo pasé al ordenador y lo subí al servidor! ¡Hans me dijo que era un lugar seguro!

—¿Qué?, pensaba que fue Kleinman quien puso el archivo ahí.

—¡No, me hizo memorizarlo! ¡Ahora suéltame!

El muchacho intentó liberarse de su presa, pero David lo tenía bien agarrado.

—¿Qué quieres decir? ¿Memorizaste toda la teoría?

—¡Déjame en paz! ¡No tengo que decirte nada a no ser que tengas la clave! —Entonces, con un tremendo tirón, Michael liberó el brazo y le dio a David un puñetazo en el estómago.

Fue un buen puñetazo, firme y suficientemente fuerte como para dejarlo tumbado. David perdió el equilibrio y cayó de espaldas. El cielo azul pareció dar vueltas encima de él. Y mientras permanecía tumbado en el suelo, intentando respirar, una cadena de números pasó lentamente ante sus ojos. Eran los dieciséis dígitos que el doctor Kleinman le había susurrado en su lecho de muerte, la secuencia que llamó «la clave». Los doce primeros eran las coordenadas del Instituto de Robótica en la Carnegie Mellon; los últimos cuatro eran la extensión telefónica de la oficina del profesor Gupta. Pero David recordó que esa extensión no era la del teléfono directo de Gupta; era el número de la recepción, el escritorio en el que Michael se sentaba. En el mismo momento en el que el aire conseguía regresar a sus pulmones, David se dio cuenta de la verdad. La secuencia de Kleinman no señalaba a Gupta.

Señalaba a Michael.

David se quedó tumbado inmóvil durante varios segundos. Monique se inclinó encima de él y le sacudió el brazo.

—Eh, ¿estás bien?

Él asintió. Mientras se le pasaba el mareo, se arrastró hasta el saliente de roca y miró por encima. Los agentes ya estaban a pocos cientos de metros, recorriendo a toda prisa el tramo final del sendero. Seguramente habían oído los gritos de Michael y ahora se daban prisa para averiguar qué sucedía.

El adolescente estaba encorvado, apoyado contra el afloramiento, mirando fijamente el suelo. David no lo tocó. En vez de eso, empleó la misma técnica que Elizabeth había utilizado para obtener números de teléfono del muchacho: chasqueó los dedos delante de su nariz y recitó los números que el doctor Kleinman le había dado:

—Cuatro, cero…, dos, seis…, tres, seis…, siete, nueve…, cinco, seis…, cuatro, cuatro…, siete, ocho, cero, cero.

Michael levantó los ojos. Todavía tenía las mejillas sonrojadas, pero su mirada ya se había tranquilizado.


Neue Untersuchung über die Einheitliche Feldtheorie
—empezó—.
Die allgemeine Relativitatstheorie war bisher in erster Linie eine rationelle Theorie der Gravitation und der metrischen Eigenschaften des Raumes…

Era el texto del artículo de Einstein, recitado con un acento alemán idéntico al del doctor Kleinman. El viejo físico había encontrado un escondite increíblemente astuto. Michael podía memorizar fácilmente toda la teoría, pero a diferencia de un científico, él nunca tendría la tentación de comprobar las fórmulas o compartirlas con sus colegas, porque no comprendía una sola palabra o símbolo. Y en circunstancias normales, a nadie se le ocurriría buscar las ecuaciones dentro de la mente de un adolescente autista. Sin embargo, las circunstancias ahora eran todo menos normales.

David agarró el brazo de Monique.

—¿Oyes esto? ¡Se sabe toda la puta teoría! ¡Si el FBI nos detiene, interrogarán al chaval, y estoy seguro de que descubrirán que esconde algo!

Mientras Michael seguía recitando de tirón la teoría, David oyó un ruido familiar. Echó un vistazo por encima del saliente de roca otra vez y vio que un par de helicópteros Blackhawk se cernían sobre la carretera. Asustado, cogió el teléfono móvil del bolsillo y lo lanzó al suelo. Luego tiró de Monique y Michael para que se pusieran en pie.

—¡Vamos! —gritó—. ¡Salgamos de aquí!

La madre que parió al coronel Tarkington, pensó Lucille mientras subía el sendero a toda prisa. El comandante de la Fuerza Delta había prometido mantener a sus soldados en reserva, pero dos de sus helicópteros habían aparecido en el horizonte, a la vista de cualquiera que se encontrara en un radio de ocho kilómetros, y ahora su equipo tenía que subir corriendo hasta la cima de Haw Knob antes de que los sospechosos se asustaran. El último tramo del sendero era una cuesta empinada y resbaladiza, pero Lucille escaló sin romperse los tobillos y consiguió llegar hasta un afloramiento grande y gris que había en medio de un claro con hierba. Una docena de sus agentes movían los brazos de derecha a izquierda, apuntando con sus Glocks en todas direcciones. Sosteniendo su automática con ambas manos, Lucille se acercó sigilosamente al borde del saliente de roca. Nadie se escondía detrás. Luego examinó la ladera occidental de la montaña, y divisó a tres personas que corrían por debajo de los pinos.

—¡Alto ahí! —gritó, pero por supuesto no se detuvieron. Ella se volvió hacia los agentes y apuntó hacia los árboles—. ¡Vamos, vamos, vamos! ¡Están ahí delante!

Los jóvenes agentes se precipitaron ladera abajo, moviéndose al doble de velocidad que Lucille. Ella tuvo la sensación de que su alivio era inminente: de un modo u otro esta misión terminaría pronto. Pero cuando el equipo de asalto llegó al lindero del bosque, el agente Jaworsky soltó un grito y cayó al suelo. Los demás hombres se detuvieron de golpe, desconcertados. Un momento después, Lucille vio que una piedra del tamaño de un puño salía de entre las ramas y alcanzaba al agente Keller en la frente.

—¡Cuidado! —gritó ella—. ¡Hay alguien en los árboles!

Los agentes se agacharon en la hierba y empezaron a disparar a lo loco. No hubo ninguna orden, ni tampoco había objetivo. El eco de los disparos se oyó por toda la ladera y montones de hojas de pino cayeron de las ramas, pero Lucille no vio nada más moviéndose por entre los pinos. Mierda, pensó, ¡esto es ridículo! ¡Todo el equipo permanecía inmóvil porque alguien había tirado un par de piedras!

—¡No disparen! —gritó, pero nadie pudo oírla en medio del estruendo, de modo que atravesó corriendo el claro. Antes de llegar a donde estaban sus hombres, sin embargo, los helicópteros de la Fuerza Delta llegaron a la cumbre.

Los
Blackhawks
volaban bajo, a sólo sesenta metros del suelo. Los dos helicópteros se colocaron en posición por encima de los agentes agachados y se pusieron en paralelo a la línea de árboles. Luego los artilleros abrieron fuego con sus ametralladoras M-240.

La descarga de fuego, que arrancó ramas de los pinos y astilló sus troncos, duró al menos un minuto. Los agentes del claro se echaron sobre sus estómagos y se taparon los oídos.

Lucille buscó a tientas la radio, pero sabía que era inútil: esas bestias necias no podían ser detenidas. Finalmente vio que caía algo de uno de los árboles. Rebotó contra una rama baja y aterrizó con un ruido seco sobre el suelo del bosque. Las ametralladoras enmudecieron y los agentes salieron corriendo hacia un hombre corpulento y con barba cuyo pecho habían destrozado las ráfagas de ocho milímetros.

Lucille negó con la cabeza. No tenía ni idea de quién era ese hombre.

Monique perdió de vista a David y a Michael poco después de que empezara el tiroteo. En cuanto las Glocks empezaron a disparar y las balas a pasar zumbando por encima de sus cabezas, ella se puso a correr a ciegas entre los árboles, ladera abajo, saltando por encima de las raíces y las piedras y los morones, olvidándose de todo excepto de la necesidad de poner tanta distancia como fuera posible entre ella y el escuadrón de agentes del FBI. Pasó por debajo de ramas de pinos y resbaló sobre pilas de hojas muertas. Cuando llegó a un arroyo poco profundo que había al final de la ladera se metió dentro sin pensárselo dos veces y cruzó al otro lado. Mientras oyera disparos, seguiría corriendo, impulsada por un instinto de supervivencia que creía olvidado, una lección que su madre le enseñó de niña en Anacostia: si oyes disparos, mueve el culo.

Después de lo que pareció una eternidad, el tiroteo cesó. Fue entonces cuando Monique se dio cuenta de que estaba sola. En el bosque no había nadie por ningún lado. Corrió hacia la siguiente cresta, avanzando en la dirección en la que creía que estarían David y Michael, pero cuando finalmente llego lo único que vio fue, delante de ella, una carretera de tierra y, detrás, los dos helicópteros que se cernían sobre los árboles. Estaban a casi dos kilómetros, pero el veloz repiqueteo de sus aspas todavía se podía oír. Rápidamente buscó el abrigo de un matorral y mientras seguía bajando la ladera oyó otro ruido a la derecha, un alarido distante pero familiar. Era Michael.

Monique esprintó hacia el eco de sus gritos, esperando que no estuviera herido. Le resultaba imposible saber lo lejos que estaba, pero, teniendo en cuenta la cantidad de tiempo que había pasado, calculaba que tenía que ser menos de media milla. Pasó por encima de otro arroyo y atravesó un matorral cubierto de kudzu.

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