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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (44 page)

BOOK: La clave de Einstein
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Entonces, sin previo aviso, sintió un fuerte golpe en la parte posterior de la cabeza. Su visión se volvió borrosa y se cayó al suelo.

Justo antes de perder el conocimiento vio que dos hombres se le acercaban. Uno era un tipo calvo y corpulento vestido con unos pantalones de camuflaje y que sostenía una Uzi.

El otro era el profesor Gupta.

Simon siempre había creído que uno se buscaba su propia suerte. Cuando la noche anterior Gupta recibió la llamada de su hija, Simon y el profesor fueron inmediatamente a las Great Smokies y recogieron a Elizabeth. A cambio de una pequeña dosis de metanfetamina, ella les dijo dónde habían pasado la noche Swift y Monique. Desafortunadamente, los fugitivos ya habían abandonado el lugar de acampada, anticipando correctamente que Elizabeth los delataría. Sin embargo, Simon sospechaba que todavía estaban cerca. Por la mañana se encontró con el agente Brock y le ordenó que pusiera la frecuencia de emergencia en su radio del FBI. Cuando oyó las transmisiones acerca del asalto a Haw Knob, Simon se puso en marcha. Aparcaron sus vehículos en una polvorienta carretera cerca de la montaña y, cuando se dirigían a toda prisa hacia la cumbre, Gupta oyó los gritos de su nieto. El profesor dijo que el destino estaba de su parte, que su éxito estaba predestinado y que ningún poder en la tierra podría detenerlos. Pero Simon sabía que el destino no tenía nada que ver. Él se había buscado su suerte en cada paso del camino, y la recompensa estaba a punto de llegar.

Después de dejar inconsciente a Reynolds, arrastró su cuerpo inerte a través de los árboles hasta la carretera de tierra. Gupta renqueaba a su lado, todavía parloteando acerca del destino. Brock estaba a unos cien metros al norte, buscando a Swift y al adolescente de los gritos. Cuando Simon llegó a la camioneta
pickup
, ató rápidamente las muñecas y tobillos de Reynolds con un cable y luego abrió la puerta del asiento del acompañante. Elizabeth ya estaba tumbada en el asiento trasero, atada, amordazada y colocada. Empezó a forcejear cuando Simon arrojó a Reynolds a su lado, y sus sacudidas despertaron a la aturdida física. Reynolds abrió los ojos y también empezó a dar sacudidas.

—¡Me cago en Dios! —gritó—. ¡Hijo de puta! ¡Suéltame!

Simon frunció el ceño. No había tiempo de amordazarla; tenía que conducir hacia el norte tan rápido como pudiera para ayudar a Brock a interceptar a los demás. Se sentó en el asiento del conductor y metió la llave en el contacto.

Gupta iba en el asiento del acompañante. Mientras Simon arrancaba el coche, el profesor miró por encima del hombro a las dos mujeres, que no dejaban de retorcerse.

—Lamento las incomodidades, doctora Reynolds, pero hasta que podamos llevarla a la furgoneta, tendrá que compartir el asiento trasero con mi hija.

Reynolds dejó de forcejear y se quedó mirando boquiabierta.

—Dios mío, ¿qué está haciendo usted aquí? ¡Pensaba que estaba con los agentes del FBI!

—No, tardaron demasiado. Mi socio llegó primero —y señaló a Simon.

—¡Pero él es uno de los terroristas! ¡Es el calvo hijo de puta que conducía el Ferrari!

Gupta negó con la cabeza.

—Eso fue un malentendido. Simon no es un terrorista, trabaja para mí. Le encargué hacer lo mismo que usted está haciendo, doctora Reynolds: ayudarme a encontrar la
Einheitliche Feldtheorie
.

Reynolds no respondió. En la camioneta
pickup
se hizo el silencio mientras Simon conducía por la serpenteante carretera de tierra, tan llena de baches y arena que apenas podía pasar de los quince kilómetros por hora. Cuando Monique volvió a hablar, lo hizo con voz quebrada.

—¿Por qué hace esto, profesor? ¿Es consciente de lo que podría pasar si…?

—Sí, sí, lo he sabido durante años. Lo que no sabía eran los términos exactos de las ecuaciones, que son cruciales para el proceso. Pero ahora que tenemos la teoría, podemos dar el siguiente paso. Finalmente podemos desenvolver el regalo de
Herr Doktor
y dejar que transforme el mundo.

—¡Pero ya no tenemos la teoría! Hemos destruido la memoria USB y era la única copia.

—Sí que la tenemos. La hemos tenido siempre, pero yo he sido tan tonto que no me había dado cuenta. Michael memorizó las ecuaciones, ¿a que sí?

Reynolds no dijo ni una palabra, pero la expresión de su rostro la delató. Gupta sonrió.

—Hace varios años le pregunté a Hans qué iba a hacer con la teoría cuando muriera. No quiso decírmelo, por supuesto, pero tras insistirle un poco me dijo: «No te preocupes, Amil, seguirá en la familia». En ese momento pensé que se refería a la familia de los físicos, algo así. No me di cuenta de la verdad hasta ayer, cuando descubrí que en el
Warfighter
había una copia de la teoría. —Gupta se reclinó en su asiento y apoyó su pierna herida en el salpicadero—. Hans no pudo haberla puesto ahí. Era pacifista. Meter la teoría de
Herr Doktor
en un juego de guerra habría sido un anatema para él. Pero Michael adora el
Warfighter
, y adora hacer copias de todo lo que memoriza. Por eso transcribió todas esas guías telefónicas en el ordenador, ¿recuerda? Y, además, es un miembro de la familia. Tanto de mi familia como de la de
Herr Doktor
.

Reynolds permaneció callada, aparentemente perdida en su desesperación. Pero Simon apartó la vista de la peligrosa carretera un momento y se quedó mirando al profesor.

—¿Cómo? ¿El viejo judío era su padre?

Gupta volvió a reír entre dientes.

—Por favor, no seas ridículo. ¿Acaso me parezco a
Herr Doktor
? No, el parentesco viene por parte de mi esposa.

Simon no tenía tiempo para más preguntas. Acto seguido tomó una curva y vio enfrente el vehículo de Brock, la vieja furgoneta Dodge que previamente había pertenecido al doctor Milo Jenkins. Simon aparcó al lado y vio que el asiento del conductor estaba vacío; Brock había dejado aquí la furgoneta para seguir a pie la búsqueda de Swift y del adolescente. Cuando Simon bajó la ventanilla, oyó los alaridos del adolescente con bastante claridad. Provenían de un barranco que había al este de la carretera.

David no podía hacer que Michael dejara de gritar. Había empezado cuando los agentes del FBI abrieron fuego, y siguió aullando en largas y agónicas rachas mientras él y David corrían por el bosque. Después de cada alarido, el muchacho cogía aire frenéticamente, y mientras tanto seguía atravesando la maleza como una bala. David se tenía que esforzar para poder seguir su ritmo: le ardían los pulmones. Unos minutos después, el ruido de los disparos cesó y Michael aflojó el paso, pero los gritos siguieron surgiendo de la garganta del adolescente, cada uno de ellos tan largo y potente como el anterior.

A juzgar por la posición del sol, David supuso que se dirigían hacia el oeste. Había perdido de vista a Monique, pero no se podía detener a buscarla. Temía que los gritos de Michael hicieran que el FBI los encontrara; aunque por alguna razón los agentes se habían detenido en el lindero del bosque, tarde o temprano seguirían adelante. En un arrebato desesperado, David alcanzó al muchacho y lo cogió del codo.

—Michael —dijo jadeante—, tienes que… dejar de gritar. Todos… pueden oírte.

El adolescente sacudió el brazo para zafarse y volvió a gritar. David le tapó la boca con la mano, pero el muchacho lo empujó y huyó a toda prisa por una cresta, descendiendo luego hacia un estrecho barranco con riscos a ambos lados y un claro arroyo en medio. El eco de los gritos resonaba por los riscos, provocando que sonaran todavía más alto. Aunque David estaba al límite de su aguante, descendió a toda prisa la ladera y agarró a Michael por detrás. Luego le volvió a tapar la boca al muchacho, intentando impedir que gritara, pero el chaval le clavó el codo en las costillas y David se cayó hacia atrás, aterrizando sobre el barro del margen del río. Dios, pensó, ¿qué diablos voy a hacer? Y mientras negaba con la cabeza, exasperado, miró río abajo y vio un hombre vestido con un traje gris.

David se quedó helado. Éste no era uno de los agentes del equipo de asalto. Aunque estaba a unos cien metros hacia el sur, David lo reconoció de inmediato porque tenía todavía el rostro marcado con grandes moratones morados. Era el agente renegado, el hombre que había intentado secuestrarlos dos días antes en Virginia Occidental. Salvo que ahora llevaba una Uzi en vez de una Glock.

David cogió a Michael de la mano y empezó a correr en dirección opuesta. Al principio, Michael se resistió, pero cuando oyó una ráfaga de la Uzi empezó a correr. Atravesaron un matorral que David creía al lado del arroyo y que parecía ser el mejor refugio posible, pero al cabo de poco se dio cuenta de que habían cometido un error. Mientras se dirigían hacia el norte advirtió que los riscos que tenían a los lados eran cada vez más altos, y unos cientos de metros después descubrieron que el barranco no tenía salida. Estaban atrapados en una hondonada, en un cañón cerrado por tres sitios; enfrente tenían otro risco, pero era demasiado empinado para poderlo escalar.

Frenético, David examinó la pared de roca. Justo encima de la base vio una grieta horizontal que parecía una boca gigante.

La abertura era del tamaño del parabrisas de un coche, pero la fisura era oscura y parecía profunda. Una caverna de piedra caliza, pensó. Graddick dijo que había muchas en la zona. David se encaramó a la grieta tan rápido como pudo, y luego ayudó a subir a Michael. Mientras el muchacho se introducía en las profundidades de la fisura, David se tumbó boca abajo y miró hacia fuera. Luego metió la mano en uno de los bolsillos traseros del pantalón y sacó su pistola, la que le había cogido al agente que ahora iba detrás de ellos.

Michael seguía gritando, y a pesar de que la caverna amortiguaba el ruido, parte se oía fuera. Más o menos un minuto después, David vio que el agente se acercaba al risco, intentando averiguar de dónde provenían los gritos. Estaba unos seis metros por debajo, de modo que todavía no podía ver dentro de la fisura, pero se estaba acercando. David apoyó la Glock en el borde de la grieta, apuntando hacia el suelo, justo delante del agente. Entonces disparó.

El tipo se dio media vuelta y salió corriendo hacia el matorral. Pocos segundos después comenzó a disparar su Uzi hacia el risco, pero las balas rebotaban inofensivamente contra la roca. David estaba dentro de un búnker natural, una posición defensiva ideal. Podía mantener a raya a este cabrón durante horas. En algún momento los auténticos agentes del FBI ocuparían la zona, junto con unos cuantos regimientos de soldados; y cuando se acercaran, David dispararía para llamar su atención. Entonces él y Michael se entregarían a los hombres del gobierno. No era una perspectiva muy halagüeña, pero sí mil veces mejor que rendirse a los terroristas.

Un rato después, los gritos de Michael comenzaron a disminuir. David echó un vistazo por el borde de la grieta y vio que el agente todavía estaba escondido en el matorral. Entonces divisó a otro hombre, éste calvo, que estaba de pie junto al arroyo, en medio del barranco. Llevaba pantalones de camuflaje y una camiseta negra. Con la mano derecha sostenía un cuchillo Bowie mientras con la izquierda tenía agarrado por el pescuezo a un muchacho que no dejaba de retorcerse. La escena era tan rara que a David le llevó varios segundos reconocer al chico. Cuando lo hizo, el dolor que sintió en el pecho fue tan agudo que dejó caer la pistola y se le encogió el corazón.

—¿Doctor Swift? —gritó el tipo calvo—. Su hijo quiere verlo.

12

Lo más extraño del vicepresidente, pensó Lucille, era que parecía un maldito comunista. Ese pecho fuerte y grueso, esa calva y ese traje azul demasiado holgado le daban un aire de comisario soviético. No se había dado cuenta de esta similitud cuando lo había visto por televisión, pero resultaba difícil no advertirla ahora que estaba sentada en su oficina del Ala Oeste. Con la boca hacía una asimétrica mueca desdeñosa mientras miraba los periódicos que tenía sobre el escritorio.

—Así pues, agente Parker —empezó a decir—. He oído que esta mañana ha tenido un pequeño problema.

Lucille asintió. A estas alturas todo le daba igual. Ya había escrito su carta de dimisión.

—Asumo toda la responsabilidad, señor. En medio de la confusión para capturar a los sospechosos, no supimos coordinarnos debidamente con el Departamento de Defensa.

—¿Qué salió mal, exactamente? ¿Cómo consiguieron escapar?

—Seguramente por una de las carreteras de tierra que se dirigen hacia el oeste. Se suponía que el ejército iba a acordonar el perímetro, pero no se desplegaron con suficiente rapidez.

—Y esto ¿en qué situación nos deja?

—De vuelta al principio, desafortunadamente. Necesitamos más recursos, señor, más botas en el suelo. Tenemos que atrapar a estos hijos de puta antes de que compartan la información con alguien más.

El vicepresidente frunció el ceño e hizo una mueca con sus labios sin sangre.

—La Fuerza Delta se ocupará de ello. El secretario de Defensa y yo hemos decidido que la misión ya no requiere la ayuda del FBI. A partir de ahora la operación será estrictamente militar.

Aunque ella ya se lo esperaba, la destitución le dolió de todos modos.

—¿Y por eso estoy aquí? ¿Para que me eche del caso?

Él intentó sonreír pero no le salió del todo. Se le torció la sonrisa hacia la derecha de la cara.

—No, en absoluto. Tengo una nueva misión para usted. —Cogió un ejemplar del
New York Times
y señaló el titular de la portada: «Periodista asesinada a tiros en Brooklyn»—. Tenemos un problema de contención. El
Times
acusa al FBI de haber asesinado a una de sus periodistas, la que protegía a la esposa de Swift. Al parecer tienen un testigo según el cual el asesino parecía ser un agente. Es una afirmación absurda, pero merece la pena prestarle cierta atención.

—Me temo que podría ser cierto. Uno de nuestros agentes ha desaparecido, y hay pruebas que indican que trabaja para los otros. Puede que haya disparado a la periodista para atrapar a la esposa de Swift.

Lucille supuso que al vicepresidente le diría algo cuando se enterara, pero no le hizo el menor caso.

—Eso es irrelevante. Ya he convocado una rueda de prensa. Quiero que niegue esta historia con contundencia. Siga con lo de las drogas. Diga que su equipo está investigando la posibilidad de que los socios narcotraficantes de Swift secuestraran a su esposa y asesinaran a la periodista.

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