Lucille negó con la cabeza. Estaba harta de estas tonterías.
—Lo siento, señor, pero no puedo hacer eso.
El vicepresidente se inclinó sobre su escritorio. Su rostro volvió a adoptar su característica mueca desdeñosa.
—Esto es tan importante como encontrar a los sospechosos, Parker. Necesitamos herramientas para luchar contra los terroristas. Y el Congreso está intentando quitarnos estas herramientas. Lo último que necesitamos es una revelación de esta magnitud.
Ella suspiró y se puso en pie. Había llegado la hora de regresar a Texas.
—Será mejor que me vaya. He de limpiar mi escritorio.
El vicepresidente también se puso de pie.
—Bueno, he de admitir que esto es toda una decepción. El director del Bureau me aseguró que era usted una mujer con pelotas.
Lucille se lo quedó mirando.
—Créame, la decepción es mutua.
La furgoneta se detuvo. Como tenía las manos atadas a la espalda, Karen no pudo mirar la hora, pero supuso que debían de haber dejado el bosque de pinos unas seis horas atrás. Temblando, se acercó a rastras a Jonah. «Dios, por favor, Dios», susurró, «no dejes que esos cabrones se lo vuelvan a llevar». La última vez que se habían llevado a su hijo, Karen casi se vuelve loca, y aunque Brock lo había traído de vuelta a la furgoneta veinte minutos después, luego el niño lloró durante horas.
Brock bajó del asiento del conductor y rodeó la furgoneta. Cuando abrió las puertas traseras, a Karen le llegó un tufo a humedad y vio un garaje grande y oscuro con las ventanas rotas y las paredes medio desmoronadas. Estaban en una especie de almacén destartalado o muelle de carga, un viejo edificio que había sido abandonado años atrás. Tres camiones blancos de reparto estaban aparcados cerca y una docena de jóvenes permanecía de pie junto a los vehículos. Tenían el aspecto inconfundible de estudiantes universitarios: delgados, pálidos y pobremente vestidos. Se quedaron con los ojos abiertos al ver a Jonah y Karen y a las otras dos prisioneras, todos atados y amordazados y tumbados sobre el suelo de la furgoneta. Luego Brock les gritó:
—¿A qué diablos estáis esperando? —Y los estudiantes se acercaron.
Jonah se revolvió frenéticamente cuando dos de ellos subieron a la furgoneta para cogerlo. Karen gritó «¡No!» por debajo de la mordaza mientras otro par de estudiantes iban a por ella. Dobló el cuerpo, pero ellos la cogieron con fuerza, la sacaron de la furgoneta y la llevaron al otro lado del garaje.
Se acercaron a uno de los camiones de reparto. En los laterales tenían impresas las palabras «Acelerador del Laboratorio Nacional Fermi». Un estudiante desgarbado que iba particularmente desaliñado —llevaba una camiseta raída con la tabla periódica— levantó la puerta elevadora del compartimento de carga. El par de estudiantes que sostenían a Jonah metieron al niño en el camión, y luego el par que sostenía a Karen hizo lo mismo. Ella sollozó aliviada cuando la colocaron al lado de su hijo. Todavía estaban juntos. Al menos de momento.
Desde el suelo del compartimento de carga vio cómo transportaban a las otras dos prisioneras, la tranquila mujer negra y su nerviosa compañera, a otro camión. Éste debe de ser un punto de encuentro, supuso Karen, donde los cabrones vienen a buscar nuevos vehículos y suministros. Examinó el lugar en busca de algún signo distintivo, alguna pista que le revelara dónde diantres estaban, pero no vio nada. Y entonces advirtió que había cierta conmoción en el otro extremo del garaje. Dos estudiantes más estaban de pie junto a una camioneta
pickup
, y llevaban con mucho esfuerzo a otro prisionero atado. A Karen se le hizo un nudo en la garganta: era David. Se resistía y retorcía con tanta violencia que a los estudiantes se les escapó y se cayó al suelo. Karen volvió a gritar por debajo de la mordaza. Luego un tercer estudiante se acercó a los otros y juntos levantaron a David y lo llevaron al último camión de reparto.
Era tarde, bien pasada la medianoche. Los camiones avanzaban despacio por una carretera sinuosa. Aunque no podía ver el exterior, Monique oía el retumbar de las ruedas y sentía las curvas en el estómago. Seguramente iban por carreteras secundarias para evitar los controles que pudiera haber en la interestatal.
A su izquierda, el profesor Gupta y sus estudiantes rodeaban un ordenador que habían colocado en la esquina opuesta del compartimento de carga. Michael estaba sentado en el suelo a unos metros, jugando de nuevo al
Warfighter
en su
Game Boy
. (Alguien le había recargado las pilas). Gupta se había acurrucado con su nieto durante varias horas, susurrándole preguntas mientras los estudiantes tomaban notas, pero al parecer ahora el profesor ya tenía todo lo que necesitaba. Sonrió triunfante ante la pantalla del ordenador, luego se apartó del grupo y se dirigió hacia donde Monique estaba tumbada. El primer instinto de ésta fue estrujarle la garganta al cabrón, pero desafortunadamente todavía estaba atada y amordazada.
—Quiero que vea esto, doctora Reynolds —dijo—. Para un físico se trata de un sueño hecho realidad. —Y se volvió hacia un par de estudiantes de gruesas gafas, pálidos y desgarbados—. Scott, Richard, ¿podríais acompañar a la doctora Reynolds al terminal?
Agarrándola por los hombros y los tobillos, los estudiantes la llevaron al otro lado del compartimento de carga y la depositaron en una silla plegable que había delante de la pantalla del ordenador. Gupta se inclinó sobre su hombro.
—Hemos desarrollado un programa que simula la creación de un rayo de neutrinos extradimensional. Después de que Michael nos desvelara las ecuaciones de campo, hemos calculado los ajustes necesarios para el
Tevatron
. Ahora podemos hacer pruebas en el ordenador y cuando lleguemos a
Fermilab
ya sabremos cómo proceder. —Presionó el botón ENTER del teclado y señaló la pantalla—. Observe con atención. Lo primero que verá es una simulación de la colisión de partículas en el
Tevatron
.
Ella no tuvo más remedio que mirar. En la pantalla apareció un entramado tridimensional, una cuadrícula rectilínea de tenues líneas blancas que parpadeaban ligeramente. Obviamente se trataba de la representación de un vacío, una región exenta de espacio-tiempo con leves fluctuaciones cuánticas. Pero no permaneció vacía mucho rato. Unos segundos después, Monique vio cómo de los laterales izquierdo y derecho de la pantalla surgían enjambres de partículas.
—Es una simulación de rayos de protones y de antiprotones que se desplazan a través del
Tevatron
—observó Gupta—. Vamos a hacer oscilar las partículas en ondas convexas para que colisionen en un patrón esférico perfecto. ¡Observe!
Mientras Monique miraba con atención las partículas advirtió que en realidad eran diminutos racimos replegados, cada uno de los cuales se deslizaba a través del entramado espacio-temporal como un nudo corredizo en una cuerda. En el momento del impacto, las colisiones iluminaron el centro de la pantalla y todos los nudos se deshicieron simultáneamente, combando violentamente el entramado circundante. Luego la cuadrícula de líneas blancas se rompió y una descarga de nuevas partículas salió disparada a través de la brecha. Los neutrinos estériles.
Gupta señaló con excitación las partículas.
—¿Ve cómo se escapan? Las colisiones combarán el espacio-tiempo lo suficiente como para propulsar un rayo de neutrinos estériles fuera de nuestra brana y hacia las dimensiones adicionales. Mire, deje que amplíe la imagen.
Tecleó de nuevo y la pantalla mostró una lámina arrugada y ondulante de espacio-tiempo sobre un fondo negro. Era la brana de nuestro universo, alojada en el bulk de diez dimensiones. El enjambre de neutrinos surgió de una pronunciada curvatura de la lámina.
—Tendremos que configurar el experimento con una precisión absoluta —dijo—. El rayo ha de apuntarse para que regrese a nuestra brana, preferiblemente a un punto a unos cinco mil kilómetros por encima de América del Norte. De este modo todo el continente podrá ver el estallido.
Las partículas siguieron un camino recto a través del bulk, iluminando y acelerando a medida que surcaba las dimensiones adicionales. El rayo cruzó el espacio vacío entre los dos pliegues de la brana y luego volvió a entrar en la lámina espacio-temporal, que se retorció, sacudió y se puso al rojo blanco en el punto de impacto. Obviamente, se trataba del estallido al que había hecho referencia Gupta. Éste le dio unos golpecitos a la pantalla del ordenador con una de sus largas uñas.
—Si lo hacemos bien, al volver a entrar, el rayo debería liberar varios miles de terajoules de energía en nuestra brana. Esto viene a ser el equivalente de una explosión nuclear de un megatón. Como apuntaremos el rayo a esas alturas de la atmósfera, no causará daño alguno en la tierra. Pero será una visión espectacular. ¡Durante varios minutos brillará como si fuera un nuevo sol!
Monique se quedó mirando la sección brillante de la brana, que gradualmente se apagaba al disiparse la energía a través del espacio-tiempo. Dios, pensó, ¿por qué diantres quiere Gupta hacer esto? Al no poder formular la pregunta en voz alta, se volvió hacia el profesor y le lanzó una mirada de desprecio.
Él interpretó su mirada y asintió.
—Tenemos que realizar una demostración pública, doctora Reynolds. Si nos limitáramos a intentar publicar la teoría unificada, las autoridades impedirían que la información se publicara. El gobierno quiere la teoría para sí, y poder de este modo construir sus armas en secreto. Pero la
Einheitliche Feldtheorie
no pertenece a ningún gobierno. Y es mucho más que un plano para construir nuevas armas.
Gupta se inclinó sobre el teclado y, tras pulsar unas pocas teclas, en la pantalla del ordenador apareció el dibujo arquitectónico de una planta de energía.
—Al explotar el fenómeno extradimensional podremos producir cantidades ilimitadas de electricidad. Ya no harán falta más generadores de carbón ni reactores nucleares. Aunque esto no será más que el principio. Podremos utilizar los rayos de neutrino para lanzar cohetes y propulsarlos a través del sistema solar. ¡Podremos incluso hacer que las naves espaciales viajen casi a la velocidad de la luz! Se alejó de la pantalla y se quedó mirando a Monique. Había lágrimas en los ojos de ésta.
—¿Es que no lo entiende, doctora Reynolds? Cuando la humanidad se despierte mañana por la mañana, podrá ver la teoría unificada en su máximo esplendor. ¡Nadie podrá ocultarla nunca más!
Monique ya había oído suficiente. No dudaba de la verdad de lo que decía Gupta. La teoría unificada lo abarcaba todo, y podía conducir a muchas invenciones maravillosas. Pero había un precio, un precio terrible. No podía dejar de pensar en el estallido al rojo blanco del centro de la pantalla del ordenador. El profesor había dicho que sería una demostración, un gran anuncio escrito en el cielo, pero Monique se preguntaba qué pensaría al respecto la gente que lo viera desde abajo. Hiroshima también había sido una demostración.
Por supuesto, no podía exponer todo con una mordaza sobre la boca. En vez de eso se quedó mirando a Gupta fijamente, negando con la cabeza.
El profesor enarcó una ceja.
—¿Qué ocurre? ¿Tienes miedo?
Ella asintió enérgicamente.
Gupta dio un paso hacia ella y le puso la mano sobre el hombro.
—El miedo puede ser una emoción muy debilitadora, querida.
Herr Doktor
también tenía miedo, y mire lo que ocurrió. Kleinman y los demás mantuvieron la
Einheitliche Feldtheorie
oculta durante medio siglo. ¿Y acaso su reserva ayudó a alguien? No, fue una pérdida de tiempo, una lamentable pérdida de tiempo. Tenemos que superar nuestros miedos antes de que podamos entrar en una nueva época. Y esto es lo que he hecho. El mundo nos aclamará como salvadores cuando desvelemos la teoría. Nos perdonarán todo en cuanto vean…
Un crujido de estática interrumpió a Gupta. Éste descolgó una radio de su cinturón, murmuró «perdone», y se fue al otro extremo del compartimento de carga. Unos veinte minutos después regresó con sus estudiantes y alzó los brazos en un gesto de bendición.
—Caballeros, haremos otra parada antes de llegar a
Fermilab
. Tenemos que recoger unos equipos para modificar el
Tevatron
.
David estaba sentado con la espalda apoyada en la pared del compartimento de carga. El camión se había detenido hacía quince minutos y los estudiantes habían cargado una docena de cajas de madera. Como estas cajas ocupaban casi todo el espacio del compartimento, los estudiantes se habían trasladado a otro camión del convoy y ahora David iba solo con el maníaco calvo de los pantalones de camuflaje, que alternaba la limpieza de su Uzi con los tragos de una botella de
Stolichnaya
.
Por enésima vez, David intentó rotar las muñecas para aflojar la cuerda que se las ataba en la espalda. Tenía las manos dormidas pero seguía intentándolo de todos modos, girando las manos hasta sentir que los tendones se tensaban y crujían. El sudor le corría por las mejillas y humedecía la mordaza, que ya estaba empapada. Mientras forcejeaba con la cuerda, David fijó la mirada en el mercenario calvo, el hijo de puta que había sostenido un cuchillo contra el cuello de Jonah, y por un momento la furia fortaleció sus tendones. Un minuto después, sin embargo, David cerró los ojos. Era culpa suya. Debería haberse rendido a los agentes del FBI cuando tuvo la oportunidad.
Cuando volvió a abrir los ojos vio que el tipo calvo estaba de pie junto a él. El mercenario le ofrecía la botella de vodka.
—Relájese, camarada. Dele un respiro a sus valerosos esfuerzos.
Asqueado, David intentó apartarse, pero el tipo calvo se arrodilló a su lado y le puso la botella de
Stoli
debajo de sus narices.
—Venga, tómese un trago. Tiene pinta de necesitar uno.
David negó con la cabeza. El olor del vodka le resultaba nauseabundo.
—¡Que te jodan! —gritó por debajo de la mordaza, pero lo que se oyó fue un balbuceo desesperado.
El mercenario se encogió de hombros.
—Muy bien. Pero me parece una pena. Tenemos toda una caja de
Stolichnaya
y no nos queda mucho tiempo para beberlo. —Sonriendo, inclinó la botella y le dio un largo trago. Luego se limpió la boca con el dorso de la mano—. Me llamo Simon, por cierto. Quiero felicitarle, doctor Swift. El libro que escribió sobre los ayudantes de Einstein me resultó muy útil. Lo he consultado a menudo desde que empecé este trabajo.