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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (46 page)

BOOK: La clave de Einstein
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David se esforzó para controlar su rabia. Respiró hondo a través de la fétida mordaza y focalizó toda su atención en la voz del asesino. A pesar de su fuerte acento ruso, tenía un gran dominio del inglés. Al contrario de lo que parecía, este tipo no era un matón descerebrado.

Simon tomó otro trago de vodka, y luego metió la mano en el bolsillo.

—Las últimas horas han sido un poco aburridas para mí. Antes de la última parada iba en el camión del profesor, que va delante de nosotros, pero estaba demasiado ocupado hablando con su nieto y dándoles órdenes a sus estudiantes. Para pasar el rato he charlado con la hija de Gupta, y he descubierto algo que le puede interesar.

Sacó un objeto circular del bolsillo de sus pantalones y lo sostuvo en su palma. David lo reconoció de inmediato: era el medallón dorado que Elizabeth llevaba alrededor del cuello. Simon lo abrió y se quedó mirando la fotografía que había dentro.

—En su línea de trabajo supongo que esto se consideraría una prueba. Una adición tardía a su investigación histórica, ¿no? Desde luego explica algunas cosas.

Le dio la vuelta al medallón para que David pudiera ver la fotografía. Era antigua, un retrato en sepia de una madre y una hija. La madre era una belleza de pelo negro y largo; la niña tenía unos siete años. Ambas miraban inexpresivamente a la cámara, sin sonreír.

—Esta foto fue tomada en Belgrado antes de la guerra —indicó Simon—. A finales de los años treinta, seguramente. Elizabeth no estaba segura de la fecha. —Primero señaló a la hija—: Ésta es Hannah, la madre de Elizabeth. Vino a Estados Unidos después de la guerra y se casó con Gupta. Una elección desafortunada. —El dedo pasó ahora a la madre de pelo negro—. Y ésta es la abuela de Elizabeth. Murió en un campo de concentración. Era medio judía, sabe. Mire, se lo enseñaré.

Extrajo la fotografía del medallón y le dio la vuelta. En el reverso de la fotografía, alguien había garabateado «Hannah y Lieserl».

Simon volvió a sonreír.

—Reconoce ese nombre, ¿no? Le puedo asegurar que no es una coincidencia. Elizabeth me lo ha contado todo. Su abuela era la hija bastarda de
Herr Doktor
.

En otras circunstancias, David se habría quedado boquiabierto. Para un historiador de Einstein, esto era el equivalente de encontrar un nuevo planeta. Como la mayoría de los investigadores, David había supuesto que Lieserl murió de pequeña; ahora sabía que no sólo había sobrevivido, sino que tenía descendientes con vida. En su estado actual, sin embargo, David no sintió alegría alguna por la revelación. No era más que otro recordatorio de lo ciego que había estado.

Simon volvió a meter la fotografía en el medallón.

—Después de la guerra,
Herr Doktor
descubrió lo que le había sucedido a su hija. Entonces mandó a buscar a su nieta Hannah, que había estado escondida con una familia serbia, pero nunca reconoció su parentesco con la niña. Como usted bien sabe, el viejo no era un hombre de familia, precisamente. —Cerró el medallón y se lo volvió a meter en el bolsillo del pantalón—. Pero Hannah sí se lo contó a Gupta. Y también a Kleinman. Por eso se pelearon. Los dos se querían casar con la nieta de
Herr Doktor
.

Echó otro trago de vodka, inclinando la botella hasta que quedó en posición casi vertical. Ya se había bebido más de la mitad y empezaba a arrastrar las palabras.

—Probablemente se estará preguntando por qué le estoy contando todo esto. Pues porque es un historiador. Debería conocer la historia que hay detrás de esta operación. Cuando Gupta se casó con Hannah pasó a ser el protegido de
Herr Doktor
, su asistente más cercano. Y cuando
Herr Doktor
confesó que había descubierto la
Einheitliche Feldtheorie
, Gupta supuso que el viejo judío compartiría el secreto con él. Pero
Herr Doktor
debió de notar que, ya entonces, había algo raro en Gupta así que el viejo judío le reveló la teoría a Kleinman y los demás. Y eso volvió loco a Gupta. Pensaba que la teoría tenía que ser suya.

Simon hablaba cada vez más alto. David se inclinó hacia delante y estudió al tipo con atención, en busca de más signos de vulnerabilidad. Quizá se presentara una oportunidad. Quizá el hijo de puta hiciera algo estúpido.

El mercenario se volvió y se dirigió hacia la parte delantera del camión. Permaneció callado durante más o menos medio minuto, mirando fijamente las paredes del compartimento de carga. Entonces se volvió hacia David.

—Gupta lleva años planeando esta demostración. Se ha gastado millones de dólares en armar su pequeño ejército de estudiantes. Está convencido de que van a salvar el mundo, de que la gente comenzará a bailar por las calles en cuanto vea el destello del rayo de neutrinos en el cielo. —Hizo una mueca de disgusto y escupió en el suelo—. ¿Se puede creer que alguien se trague estas tonterías? Gupta sí, y ahora sus estudiantes también. Como puede ver, está loco. Y los locos pueden resultar muy persuasivos.

Simon tomó otro trago más de
Stoli
y luego le volvió a ofrecer la botella a David.

—Tiene que beber algo, no aceptaré un no por respuesta. Tenemos que brindar. Por la demostración de mañana. Por la nueva era de ilustración de Gupta.

Empezó a deshacer torpemente el nudo que apretaba la mordaza que tapaba la boca de David. El vodka le había entorpecido los dedos, pero finalmente consiguió aflojar la tela. David sintió una oleada de adrenalina. Era la oportunidad que había estado esperando. Ahora que ya no estaba amordazado podía gritar pidiendo ayuda. Pero ¿de qué serviría eso? Con casi toda probabilidad iban conduciendo por carreteras desiertas, a través de los bosques y campos de Kentucky o Indiana. No, gritando no conseguiría nada. Tenía que hablar con Simon. Tenía que convencer al mercenario de que lo liberara. Era su única oportunidad.

Al quitarle la mordaza, David notó lo mucho que le dolía la mandíbula. Dio una boqueada de aire fresco y miró a Simon a los ojos.

—¿Y cuánto te paga Gupta por tus servicios?

Simon frunció el ceño. Durante un segundo, David temió que el mercenario cambiara de opinión y volviera a amordazarlo.

—Ésa es una pregunta descortés, doctor Swift. Yo no le he preguntado cuánto dinero ha ganado con su libro, ¿no?

—Esto es distinto. Sabes muy bien lo que va a pasar después de que todo el mundo vea la explosión. El Pentágono comenzará a investigar y…

—Sí, sí, ya lo sé. Todos los ejércitos del mundo intentarán desarrollar esta arma. Pero nadie investigará nada en el Pentágono. Ni en ningún otro sitio cercano a Washington, D.C.

Desconcertado, David se quedó mirando al mercenario.

—¿Qué? ¿Qué quieres decir?

Simon todavía tenía el ceño fruncido, pero en sus ojos había un destello de satisfacción.

—La demostración del profesor Gupta será más impresionante de lo que espera. Voy a modificar la orientación del rayo de neutrinos para que vuelva a entrar en nuestro universo hasta el interior del Monumento a Jefferson. —Señaló la parte trasera del camión con la botella de
Stoli
y cerró un ojo, como si apuntara con el cuello de la botella—. No es que le tenga especial manía a Thomas Jefferson. He escogido este objetivo porque su localización resulta convenientemente central. Equidistante del Pentágono, la Casa Blanca y el Congreso. Los tres quedarán completamente incinerados por la explosión. Junto con todo lo demás en un radio de diez kilómetros.

Al principio, David pensó que el mercenario bromeaba. Tenía un extraño sentido del humor. Pero el rostro de Simon pareció endurecerse al mirar dentro del cuello de la botella de vodka. Torció el labio superior, y al observar la maliciosa mueca del tipo, a David se le secó la boca.

—¿Quién te paga para hacer esto? ¿Al Qaeda?

Simon negó con la cabeza.

—No, esto lo hago por mí. Por mi familia,, en realidad.

—¿Tu familia?

Muy lentamente, Simon dejó a un lado la botella de vodka y volvió a meter la mano en el bolsillo. Esta vez sacó un teléfono móvil.

—Sí, yo tenía una familia. No muy distinta de la suya, doctor Swift. —Encendió el teléfono y lo sostuvo para que David pudiera mirar la pantalla. Un par de segundos después apareció una fotografía: un niño y una niña sonreían a la cámara—. Éstos eran mis hijos. Sergéi y Larissa. Murieron hace cinco años en Argun Gorge, al sur de Chechenia. Supongo que habrá oído hablar del lugar.

—Sí, pero…

—¡Cállese! ¡Cállese y mire! —Se inclinó hacia delante y le puso el teléfono delante de la cara—. Mi hijo, Sergéi, tenía seis años. Se parece un poco al suyo, ¿no? Y Larissa sólo tenía cuatro. Fueron asesinados junto su madre en un ataque con misiles. Un misil
Hellfire
lanzado por un helicóptero de la Fuerza Delta que operaba cerca de la frontera chechena.

—¿Un helicóptero norteamericano? ¿Qué estaba haciendo allí?

—Nada útil, se lo puedo asegurar. Otra chapucera operación de contraterrorismo que asesinó más mujeres y niños que terroristas. —Volvió a escupir al suelo—. Pero me dan absolutamente igual cuáles fueran las razones. Voy a eliminar a todos aquellos implicados en el mando y despliegue de esa unidad.

Por eso mi blanco es el Pentágono y los líderes civiles. El presidente, el vicepresidente, el secretario de Defensa. —Cerró el teléfono de un golpe de muñeca—. Sólo tendré una oportunidad, así que necesito que la zona de la explosión sea bien amplia.

David sintió ganas de vomitar. Esto era exactamente lo que Einstein había temido. E iba a ocurrir en unas pocas horas.

—Pero parece que lo que le pasó a tu familia fue un accidente. ¿Cómo puedes…?

—¡Ya se lo he dicho, me da igual! —Cogió al botella de
Stoli
por el cuello y empezó a blandiría como si fuera un bate—. ¡Es intolerable! ¡Es imperdonable!

—Pero vas a matar a cientos de miles…

David sintió un fuerte golpe en la mejilla. Simon le había golpeado en la cara con la botella. David se cayó de lado y se dio con la frente en el suelo del camión. Se hubiera desmayado, pero Simon lo cogió del cuello y lo volvió a levantar.

—¡Sí, van a morir! —gritó—. ¿Por qué deberían seguir con vida si mis hijos están muertos? ¡Van a morir todos! ¡Los voy a matar a todos!

A David le pitaban los oídos. Le salía sangre del corte de la mejilla y pequeños puntos verdosos nublaban la periferia de su visión. Lo único que podía ver era el enfurecido rostro del mercenario e incluso esa imagen se emborronaba poco a poco, mezclándose con virutas rojas, rosas y negras. Mientras sostenía a David con una mano, Simon levantó la botella de
Stoli
con la otra. Sorprendentemente, no se había roto y todavía quedaba un poco de vodka. Se la metió a David en los labios y le vertió el alcohol en la boca.

—¡Por el final de todo! —gritó—. ¡El resto es silencio!

El vodka le escoció la parte posterior de la garganta y le encharcó el estómago. Cuando la botella quedó vacía, Simon la tiró a un lado y soltó el cuello de David. Entonces éste cayó al suelo y lo envolvió la oscuridad.

El lunes por la mañana, Lucille llegó a la oficina central del FBI a primera hora para no tener que encontrarse con ninguno de sus colegas. Sin embargo, cuando llegó, descubrió que los tontainas de la Agencia de Inteligencia de la Defensa ya habían limpiado su escritorio. Sus expedientes sobre Kleinman, Swift, Reynolds y Gupta ya no estaban. Ni tampoco su ejemplar de
Sobre hombros de gigantes
. Lo único que habían dejado eran sus efectos personales: el talonario de sus nóminas, sus certificados de recomendación, un pisapapeles de cristal con la forma de un revólver tejano y una fotografía enmarcada en la que le está dando la mano a Ronald Reagan.

Bueno, pensó, rae han hecho un favor. Así no me llevará tanto rato recogerlo todo.

Lucille cogió una caja de cartón y en medio minuto metió todo dentro. Era increíble; todo junto no llegaba a los tres kilos. Durante treinta y cuatro años se había entregado en cuerpo y alma al Bureau, pero nadie lo diría. Observó con resentimiento el anticuado ordenador que había sobre el escritorio y la barata bandeja de plástico de entrada de documentos. Era deprimente.

Y entonces vio la carpeta en la bandeja. Uno de los agentes del turno nocturno la debía de haber dejado después de que pasaran por ahí los tontainas de la AID. Durante varios segundos Lucille se la quedó mirando, diciéndose a sí misma que lo dejara estar. Pero al final la curiosidad pudo con ella. La cogió.

Era un listado de las llamadas telefónicas del profesor Gupta. Lucille había solicitado la información desde su teléfono móvil tres días atrás, pero los idiotas de la compañía telefónica se habían tomado su tiempo. El registro era escaso: Gupta no utilizaba mucho su teléfono, sólo dos o tres llamadas diarias. Mientras pasaba las páginas, sin embargo, advirtió algo inusual. Cada día de las últimas dos semanas había realizado una llamada al mismo número. No era el número de Swift, ni el de Reynolds, ni tampoco el de Kleinman. Lo sospechoso era que Gupta siempre hacía la llamada a las 9.30 en punto de la mañana. Ni un minuto antes o después.

Lucille se recordó a sí misma que ya no trabajaba en el caso. De hecho, ya había rellenado los formularios de su jubilación.

Pero todavía no los había enviado.

Simon conducía el camión a la cabeza del convoy que se dirigía a toda velocidad hacia a la Puerta Este del laboratorio. Eran las cinco en punto de la mañana, había amanecido hacía apenas unos minutos, y la mayoría de las casas de Batavia Road todavía estaban a oscuras. Una mujer solitaria vestida con unos pantalones cortos de color rojo y una camiseta blanca hacía footing por los caminos de entrada y el césped de los patios delanteros. Simon se la quedó mirando un momento, admirando su larga melena rojiza. Luego se pellizcó el puente de la nariz y bostezó. Todavía estaba un poco atontado de la borrachera de anoche. Para despertarse, metió la mano dentro de la cazadora y agarró el mango de su Uzi. El día de la venganza había llegado. Muy pronto todo habría terminado.

Justo al pasar el cruce con Continental Drive, el camión pasó por encima de un paso a nivel y de repente el paisaje se despejó a ambos lados de la carretera. En vez de casas suburbanas y patios con césped, lo que ahora veía Simon eran amplios campos verdes, una muestra de la pradera virgen de Illinois. Ya estaban en propiedad federal, en la frontera oriental de los terrenos del laboratorio. Más adelante había una pequeña caseta, y sentada dentro una mujer extremadamente gorda con un uniforme azul. Simon negó con la cabeza. Era difícil de creer que el laboratorio contratara a una persona tan obesa para realizar tareas de vigilancia. Estaba claro que nadie en estas instalaciones esperaba que hubiera ningún problema.

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