La clave de Einstein (50 page)

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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

BOOK: La clave de Einstein
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Con el hacha en la mano, corrió hacia la entrada E-Cero, una estructura de bloques de hormigón idéntica a la anterior. Una voluminosa carretilla eléctrica de color amarillo estaba aparcada junto al edificio; probablemente lo utilizaban los trabajadores de mantenimiento para remolcar material de un punto de acceso a otro, pero los trabajadores todavía no habían llegado. Lo único que oía era el canto de los pájaros y un leve zumbido que provenía de la escalera que bajaba hacia al túnel acelerador.

Rápidamente examinó la entrada que había en lo alto de las escaleras. Estaba cerrada con una cadena y un candado Master, pero la cadena era fina y barata. David cogió el mango del hacha como si fuera un bate de béisbol e hizo un par de movimientos de práctica. Luego la echó hacia atrás del todo y golpeó con la hoja los débiles eslabones de la cadena. La sacudida del impacto en las manos fue tremenda y casi se le cae el hacha, pero cuando volvió a mirar la cadena estaba partida en dos.

Abrió la puerta y bajó corriendo las escaleras. Al final de los escalones, sin embargo, tuvo que detenerse: había otra puerta cerrada que bloqueaba la entrada al túnel. A través de los barrotes de la puerta podía ver el tubo de aceleración, largo, curvado y plateado, a medio metro del suelo del túnel. Esto también lo había leído en
Scientific American
. Los imanes superconductores encajonaban casi todo el tubo, y quedaban ensartados como cuentas en un collar gigante, con la diferencia de que cada imán medía casi tres metros de largo y tenía forma de ataúd. Los imanes mantenían la dirección de los protones y antiprotones, guiaban su recorrido dentro del tubo de acero. Al encender el interruptor, estos mismos imanes harían chocar los rayos y darían inicio al apocalipsis.

David volvió a levantar el hacha, pero la segunda puerta era un obstáculo más duro que la primera. Estaba cerrada con dos cerrojos de seguridad que salían de las jambas. Cuando las golpeó, la hoja del hacha no les hizo mella. Decidió entonces golpear el centro de la puerta, pero no consiguió siquiera abollar los barrotes. Parte del problema era que el pasillo era demasiado estrecho; no tenía espacio suficiente para golpear bien. Frustrado, volvió a intentar romper los cerrojos, pero esta vez lo que se rompió fue la cabeza del hacha. David dejó escapar un «¡Joder!» y aporreó la puerta con el mango roto. Estaba a dos pasos del tubo de aceleración, pero no podía acercarse más.

No se le ocurrió nada mejor, así que volvió a subir la escalera. Aunque probablemente podría encontrar otra hacha en algún lugar de las instalaciones, sabía que no serviría de nada. Quizá conseguía abrir una brecha en la puerta si se pasaba media hora golpeándola, pero como mucho tenía unos pocos minutos. Al salir fuera miró alrededor en busca que algún tipo de ayuda —una llave, una sierra, un cartucho de dinamita—. Y entonces sus ojos se posaron en el cochecito eléctrico.

Afortunadamente, el motor del cochecito se arrancaba presionando un botón. David se sentó en el asiento del acompañante y condujo el vehículo hacia la entrada del túnel, que parecía ser suficientemente ancha. Pisando el pedal al máximo, aceleró el cochecito hasta los treinta kilómetros por hora. Luego saltó del vehículo y vio cómo bajaba los peldaños a toda velocidad.

El choque fue fortísimo, lo cual hizo que aumentaran las esperanzas de David. Bajó a toda prisa la escalera y vio el cochecito amarillo en equilibrio sobre un montón de escombros. La parte frontal del vehículo estaba dentro del túnel, mientras que la trasera colgaba fuera de la puerta. Las ruedas traseras daban vueltas frenéticamente en el aire —el motor del cochecito todavía funcionaba y seguramente el pedal del acelerador había quedado atascado— pero David consiguió subirse al chasis y cruzar la brecha.

Se deslizó hasta el suelo de hormigón del túnel, que estaba repleto de trocitos de cristal de los faros del cochecito. El tubo de aceleración, sin embargo, parecía intacto. A unos metros David vio un panel de control en la pared. Tras murmurar una rápida oración, abrió el panel y tiró del interruptor de cierre manual. Pero no pasó nada. La larga hilera de imanes superconductores siguió zumbando. Gupta había inutilizado los interruptores, tal y como Monique había predicho.

David cogió un escombro del choque, una pesada barra de acero que había salido despedida de la puerta. Era la única opción que se le ocurría. Era imposible inutilizar los imanes superconductores —las bobinas estaban situadas detrás de gruesas columnas de acero— y los cables eléctricos del colisionador iban por el arqueado techo del túnel, fuera de su alcance. No, la única forma de apagar el
Tevatron
era abrir una brecha en el túnel de aceleración. Tenía que aporrearlo con fuerza suficiente para interrumpir el flujo de partículas, que luego impregnarían su cuerpo como si de un trillón de dardos diminutos se tratara. David empezó a notar un escozor en los ojos. Bueno, pensó, al menos será rápido.

Se frotó los ojos y susurró «Adiós, Jonah». Luego levantó el barrote de acero por encima de su cabeza. Pero al avanzar hacia una sección del tubo de aceleración entre dos imanes, advirtió que había otro tubo justo por encima, en el que ponía «HE» en letras negras. Era el tubo que suministraba el helio líquido ultrafrío a los imanes. El helio era lo que convertía en superconductores a los imanes; bajaba la temperatura de sus bobinas de titanio hasta que podían conducir la electricidad sin ninguna resistencia. Mientras David lo observaba, se dio cuenta de que había otra forma de detener los rayos de partículas.

Agarró bien el barrote de acero y apuntó al tubo de helio. Sólo necesitaba una grieta. Una vez expuesto al aire, el helio líquido se convertiría en gas y escaparía; entonces, los imanes se sobrecalentarían y el
Tevatron
se apagaría automáticamente. David golpeó con todas sus fuerzas directamente sobre el «HE» negro. Un agudo sonido metálico resonó por todo el túnel. El golpe hizo una abolladura de un par de centímetros; estaba bien, pero no era suficiente. Golpeó el tubo otra vez en el mismo punto, aumentando el tamaño y la profundidad de la abolladura. Un golpe más bastaría, pensó mientras levantaba una vez más el barrote de acero. Entonces alguien le cogió el barrote de las manos y lo apartó del tubo de aceleración.

—No, señora, no pasa nada. Otro maravilloso día más en el laboratorio. Veinticinco grados y ni una sola nube en el cielo.

Adam Ronca, el jefe de seguridad de
Fermilab
, hablaba con un divertido acento de Chicago. Mientras hablaba con él por teléfono, Lucille se imaginó su aspecto: fornido, rubicundo, de mediana edad. Un tío de trato fácil que había encontrado un trabajo no demasiado estresante.

—¿Y qué hay de los informes de incidentes? —preguntó ella—. ¿No hay ninguna señal de actividades inusuales en las últimas horas?

—A ver, veamos —Hizo una pausa y le oyó pasar unas hojas—. A las 4.12 de la madrugada, la guarda de la Puerta Oeste vio algo moviéndose entre los árboles. Resultó ser un zorro. Y a las 6.07, el Departamento de Bomberos respondió a una alarma en el Detector Número Tres.

—¿Una alarma?

—Probablemente no es nada. Suelen tener problemas con el sistema de rociado. La maldita cosa siempre… —Un crepitar de estática lo interrumpió—. Esto, perdone, agente Parker. El jefe de bomberos me llama por radio.

—¡Espere! —gritó Lucille, pero ya la había puesto en espera. Durante casi un minuto ella tamborileó con los dedos en el escritorio mientras miraba los informes de seguimiento del teléfono móvil de George Osmond.
Fermilab
era un objetivo terrorista muy improbable; en ese laboratorio se guardaba muy poco material radiactivo y ningún diseño de armamento. Pero quizá el señor Osmond estaba interesado en otra cosa.

Finalmente, Ronca volvió a ponerse al teléfono.

—Lo siento, señora. El jefe de bomberos necesitaba mi ayuda en algo. ¿Qué estaba usted…?

—¿Por qué necesitaba su ayuda?

—Oh, ha visto una pareja de intrusos. Una loca que iba con su hijo. Sucede más a menudo de lo que se imagina.

Lucille apretó con fuerza el auricular del teléfono. Pensó en la ex esposa de Swift y el hijo de ambos, que llevaban dos días desaparecidos.

—¿Era una mujer de treintaitantos, rubia, uno setenta y cinco de altura, más o menos? ¿Con un niño de siete años?

—¿Oiga, cómo sabe…?

—Escúcheme atentamente, Ronca. Puede que estén sufriendo un ataque terrorista. Tiene que cerrar el laboratorio.

—Eh, Eh, un momento. No puedo…

—Mire, conozco al director de la oficina del Bureau en Chicago. Le diré que envíe unos agentes. ¡Usted asegúrese de que nadie abandona las instalaciones!

El profesor Gupta sabía exactamente dónde estaba. El cuarto en el que lo habían encerrado no quedaba muy lejos del detector del colisionador, la joya de la corona de
Fermilab
. Sentado con la espalda contra la pared podía oír el leve zumbido del artefacto y sentir las vibraciones en el suelo.

El detector tenía la forma de una rueda gigante, de más de diez metros de altura, y el tubo de aceleración estaba colocado en su eje y rodeado de anillos concéntricos de instrumentos —cámaras de difusión, calorímetros, contadores de partículas—. Durante el funcionamiento normal del
Tevatron
, estos instrumentos siguen las trayectorias de los quarks, mesones y fotones que se desprenden de las colisiones de alta energía. Pero hoy no saltarían partículas del centro de la rueda. En vez de eso las colisiones provocarían un agujero en nuestro universo, desde el que los neutrinos estériles escaparían a las dimensiones adicionales, y ningún instrumento en el planeta podría detectar su presencia hasta que regresaran a nuestro espacio-tiempo. Gupta había podido oír las coordenadas del nuevo blanco que Simon les había dado a sus estudiantes, así que podía prever el punto en el que los neutrinos volverían a entrar en nuestro universo. Aproximadamente a mil kilómetros al este. En algún lugar de la Costa Este.

El profesor bajó la cabeza y se quedó mirando el suelo. No era culpa suya. Él nunca quiso hacerle daño a nadie. Desde el principio fue consciente de que el esfuerzo podía requerir algún sacrificio, claro está. Sabía que Simon tendría que ejercer cierta presión a Kleinman, Bouchet y MacDonald para extraerles la
Einheitliche Feldtheorie
. Pero eso era inevitable. En cuanto las ecuaciones estuvieran en manos de Gupta, él hubiera evitado todo acto violento que pudiera echar a perder su demostración de la teoría unificada. Él no tenía la culpa de que sus órdenes no se hubieran cumplido debidamente. El problema era la mera perversión humana. El mercenario ruso lo había engañado desde el principio.

Mientras Gupta permanecía sentado en la oscuridad oyó un nuevo ruido, una vibración lejana. Era el sonido del sistema RF, que estaba generando un campo magnético oscilante para acelerar los protones y antiprotones. Cada vez que las partículas daban la vuelta al anillo, 50.000 veces por segundo, el campo magnético les daba un nuevo impulso. En menos de dos minutos, los enjambres de protones y antiprotones llegarían a la energía máxima y los imanes superconductores harían que los dos rayos chocaran. El profesor levantó la cabeza y escuchó atentamente. Puede que no pudiera oír la ruptura del espacio tiempo, pero sí se enteraría de si el experimento había funcionado.

David estaba tumbado en el suelo del túnel de aceleración. Simon se acercó amenazante y le puso un pie sobre el pecho, haciéndole difícil respirar e imposible ponerse en pie. Mareado y jadeante, David se agarró a la bota de piel del tipo e intentó apartarla de su caja torácica, pero el mercenario se limitó a hacer todavía más presión y a clavarle el talón. Por si acaso, Simon también apuntaba con su Uzi a la frente de David, pero no parecía particularmente inclinado a disparar. Quizá le preocupaba que una bala perdida pudiera impactar en el tubo de aceleración. O quizá simplemente quería regodearse. Mientras aplastaba con el talón de su bota el esternón de David, el volumen del zumbido de los imanes superconductores era cada vez más alto y el suelo del túnel comenzó a vibrar.

—¿Oye eso? —preguntó Simon mientras una amplia sonrisa le cruzaba la cara—. Es la aceleración final. Sólo quedan dos minutos.

David se retorció, pataleó y golpeó con los puños la pierna de Simon, pero el cabrón permaneció ahí, impertérrito. Parecía un hombre enajenado por la pasión, mirando boquiabierto a la víctima que mantenía inmóvil en el suelo. Después de un rato, las fuerzas de David comenzaron a menguar. Sentía punzadas en la cabeza y le salía sangre de los cortes de la cara. Iba a llorar, a llorar de dolor y desesperación. Todo era culpa suya de principio a fin. Pensó que podría echarle un vistazo a la Teoría del Todo sin sufrir las consecuencias, y ahora estaba siendo castigado por su pecado de orgullo, esta absurda tentativa de querer leer la mente de Dios.

Simon asintió.

—¿A que duele? Y sólo lleva unos pocos segundos. Imagine lo que es vivir así durante años.

A pesar de la presión en el pecho, David consiguió aspirar algo de aire. Aunque fuera completamente inútil, iba a seguir plantándole cara a este cabrón.

—¡Cabrón! —dijo jadeante—. ¡Puto cobarde!

El mercenario se rió entre dientes.

—No me va a estropear el humor, doctor Swift. Ahora soy feliz, por primera vez en cinco años. He hecho lo que mis hijos querían que hiciera. —Miró por encima del hombro el tubo de aceleración—. Sí, lo que querían.

David negó con la cabeza.

—¡Eres un loco de mierda!

—Puede que sí, puede que sí. —Tenía la boca abierta y la lengua le colgaba obscenamente del labio inferior—. Pero de todas formas lo he hecho. Como Sansón y los filisteos. Voy a derribar los pilares de sus casas y hacer que caigan sobre sus cabezas.

Simon cerró el puño de la mano que tenía libre. Volvió un momento la mirada hacia la pared del túnel.

—Nadie se va a reír en mi tumba —murmuró—. Ni risas, ni compasión. Nada excepto… —Su voz se fue apagando. Parpadeó unas pocas veces y se pellizcó el puente de la nariz. Luego, retomando el hilo, miró con odio a David y le volvió a clavar el talón—. ¡Nada más que silencio! ¡El resto es silencio!

David sintió una sacudida en el pecho, pero no a causa de la bota de Simon. Miró atentamente el rostro del mercenario. El bastardo parecía estar adormilado. Arrastraba la mandíbula y se le caían los párpados. Entonces David miró el tubo de helio líquido que había intentando perforar. La sección cercana al «HE» todavía estaba intacta, pero el tubo estaba ligeramente torcido en el empalme, unos metros más a la izquierda. Parecía como si hubiera una pequeña filtración en la juntura; no suficientemente grande para sobrecalentar los imanes, pero quizá sí para reemplazar parte del oxígeno del túnel. Y como el helio era el segundo elemento más ligero, se habría propagado más rápidamente por la parte superior del túnel que en el espacio cercano al suelo.

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