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Authors: Mark Alpert

Tags: #Ciencia, Intriga, Policíaco

La clave de Einstein (48 page)

BOOK: La clave de Einstein
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—Fíjate en esto. Hay suficiente para mucho, mucho tiempo.

Arrodillándose en el borde de la piscina, Brock metió la mano en el aceite mineral. Luego se puso en pie y sostuvo la mano reluciente en el aire. Miró fijamente a David mientras se frotaba los dedos.

—Tenemos cuentas que arreglar, Swilt. En esa cabaña de Virginia Occidental me cogiste desprevenido y me destrozaste la cara. Ahora te voy a joder vivo.

A David se le cerró la garganta. Durante un momento no pudo respirar. Intentó tragar.

—Adelante —consiguió decir—. Pero no les hagas daño a los demás.

Brock se quedó mirando a Karen unos segundos, luego a Monique. El aceite mineral le resbalaba de los dedos.

—No, a ellas también les voy a hacer daño.

La toma de la sala de control del
Tevatron
fue fácil. En cuanto Simon entró por la puerta con su Uzi, todos los operadores sentados en sus consolas se apartaron del panel de pantallas de ordenador y pusieron las manos en alto. Mientras los estudiantes del profesor Gupta ocupaban sus sitios, Simon escoltó a los empleados de
Fermilab
a un cuarto de almacenaje cercano y los encerró dentro. A cuatro de los estudiantes les dio una radio y una Uzi y les asignó tareas de vigilancia. A dos de ellos los envió al aparcamiento, mientras que el otro par patrullaría las entradas del túnel acelerador del colisionador. Si aparecían más empleados, Simon había planeado detener a los recién llegados y encerrarlos en el cuarto de almacenaje con los demás. Las autoridades no se darían cuenta de lo que sucedía hasta dentro de al menos dos o tres horas, tiempo más que suficiente para que Gupta y sus estudiantes prepararan su experimento en el
Tevatron
.

El profesor permanecía en el centro de la sala y dirigía a sus estudiantes como un director de orquesta. Sus ojos estudiaban minuciosamente el embrollo de interruptores, cables y pantallas, supervisando todos los indicadores. Cuando algo en particular llamaba su atención, se abatía sobre el estudiante que manejaba esa consola y le pedía un informe de la situación. La intensidad de Gupta era tan extrema que le tensaba la piel alrededor de los ojos y la frente, borrando todo signo de edad y fatiga. Simon tenía que admitir que era una representación impresionante. Hasta el momento todo salía de acuerdo con el plan.

Al cabo de un rato, uno de los estudiantes dijo:

—Iniciando inyección de protones.

A lo que el profesor replicó:

—¡Excelente! —y pareció relajarse un poco. Miró por encima del hombro y sonrió a su nieto autista, que permanecía sentado en un rincón de la sala de control, jugando con su
Game Boy
. Luego, todavía sonriendo, Gupta echó atrás la cabeza y se quedó mirando el techo.

Simon se le acercó.

—¿Ya queda poco?

Gupta asintió.

—Sí, muy poco. Hemos tenido suerte. Los operadores ya estaban preparando una nueva carga de partículas cuando hemos llegado. —Volvió a supervisar las pantallas de ordenador—. Ahora hemos hecho los ajustes necesarios y empezaremos a transferir los protones del Inyector Principal al anillo del
Tevatron
. Tenemos que mover 36 racimos, cada uno de los cuales contiene doscientos miles de millones de protones.

—¿Cuánto tardará?

—Unos diez minutos, más o menos. Normalmente los operadores insertan los racimos alrededor del anillo, pero tenemos que alterar la colocación para producir el patrón esférico de colisión. También hemos modificado alguno de los imanes del anillo para crear la geometría adecuada para los enjambres de protones. Ésa es la finalidad del equipo que hemos traído en cajas.

—¿O sea que en diez minutos empezarán las colisiones?

—No, cuando terminemos de transferir los protones tenemos que inyectar los antiprotones. Ésta es la parte más complicada del proceso, así que puede que tardemos más, quizá veinte minutos. Hemos de tener cuidado con provocar un enfriamiento.

—¿Un enfriamiento? ¿Qué es eso?

—Algo a evitar como sea. Los imanes que dirigen las partículas son superconductores, lo cual significa que sólo funcionan si se enfrían hasta los 450 grados bajo cero. El sistema criogénico del
Tevatron
mantiene fríos los imanes bombeando helio líquido alrededor de las bobinas.

Simon empezó a sentirse intranquilo. Recordó los tanques de helio comprimido que había visto al pasar al lado del túnel acelerador con el camión.

—¿Y qué puede salir mal?

—La energía de cada partícula del rayo es de diez millones de joules. Si erramos el tiro, el rayo podría atravesar el tubo. Aunque el error sea muy pequeño, las partículas podrían rociar uno de los imanes y calentar el helio líquido de su interior. Si se calienta demasiado, el helio se convierte en gas y explota. Entonces el imán dejaría de ser superconductor y la resistencia eléctrica derretiría las bobinas.

Simon frunció el ceño.

—¿Y podrías arreglarlo?

—Posiblemente. Pero llevaría unas cuantas horas. Y otras cuantas horas más recalibrar la trayectoria del rayo.

Joder, pensó Simon. Debería haber tenido en cuenta que esta operación tenía más riesgos de los que el profesor había admitido previamente.

—Debería habérmelo dicho antes. Si el gobierno descubre que estamos aquí enviará un equipo de asalto. ¡Podría contenerlos un rato, pero no durante varias horas!

Algunos estudiantes se volvieron y lo miraron con nerviosismo. Gupta, sin embargo, le puso la mano en el hombro.

—Ya te lo he dicho, tendremos mucho cuidado. Todos mis estudiantes tienen experiencia en el manejo de aceleradores de partículas, y hemos llevado a cabo docenas de simulacros en el ordenador.

—¿Y qué hay de la trayectoria de los neutrinos? ¿Cuándo introducirá las coordenadas del estallido?

—Lo haremos cuando inyectemos los racimos de antiprotones. La trayectoria de los neutrinos dependerá del momento exacto en el que… —Se detuvo a mitad de la frase y se quedó con la mirada perdida. Abrió la boca y por un momento Simon pensó que al anciano le había dado un ataque. Pero pronto volvió a sonreír.

—¿Oyes eso? —susurró—. ¿Lo oyes?

Simon prestó atención. Oyó un pitido leve y rápido.

—¡Esto significa que los protones ya circulan por el tubo acelerador! ¡La señal empieza en un tono bajo y va subiendo a medida que lo hace la intensidad del rayo! —Por el rabillo de los ojos del profesor asomaron unas lágrimas—. ¡Qué sonido más glorioso! ¿No es bello?

Simon asintió. Parecía un latido inusualmente rápido. El frenético latido de un músculo antes de morir.

Brock se acercó a Karen y Jonah. Aunque el cable se le clavaba en las muñecas, David hizo un último intento desesperado de soltarse las manos, retorciendo frenéticamente los brazos que tenía sujetos a la espalda. Todas las horas que se había pasado la noche anterior forcejeando en el compartimento de carga del camión habían conseguido aflojar unos milímetros el cable, pero no lo suficiente. Gritó de frustración cuando el agente se acercó a Karen, que estaba encorvada sobre Jonah, cubriéndolo con su cuerpo. Inclinándose sobre ella, Brock la agarró por la parte posterior del cuello. Iba a apartarla del niño de un empujón cuando David se puso en pie y se abalanzó sobre ellos.

Su única esperanza era coger suficiente impulso. Bajó el hombro derecho y cargó contra el agente como un ariete, con el torso en paralelo al suelo. Pero Brock lo vio venir. En el último momento se apartó y puso el pie en la trayectoria de David para que tropezara. David salió volando y se dio de frente contra el hormigón. Empezó a salirle sangre de la nariz y se le metía en la boca.

Brock se rió.

—Buen intento, payaso.

La habitación se oscureció y empezó a dar vueltas. David se desvaneció unos segundos y cuando volvió a abrir los ojos vio a Monique corriendo hacia el agente. Su intento también resultó fútil. En cuanto estuvo cerca, Brock le dio un puñetazo en el pecho. Monique cayó hacia atrás y el agente se volvió a reír. Tenía la cara sonrosada alrededor de los moratones y la mirada exultante. Mientras se acercaba a ella, Brock se pasó la Uzi a la mano izquierda y se metió la derecha en el bolsillo de los pantalones. Parecía que iba a sacar otra arma, una navaja, un garrote o un puño americano, pero Brock dejó la mano dentro del bolsillo y comenzó a moverla arriba y abajo. El cabrón se estaba tocando.

De repente Brock se dio la vuelta y regresó al tanque de aceite mineral. Esta vez dejó la Uzi colgando del hombro y metió ambas manos en la piscina.

—¡Vamos, Swift! —exclamó—. ¿Ya no quieres pelear más? ¿Te vas a quedar sentado ahí, mirando?

David apretó los dientes. Levántate, se dijo a sí mismo, ¡levántate! Logró ponerse en pie y avanzó tambaleante, pero ahora parecía moverse a cámara lenta. Brock lo volvió a esquivar y agarró el trozo de cable que ataba las muñecas de David, le hizo dar la vuelta y lo obligó a ponerse de rodillas. El agente tenía las manos aceitosas y frías.

—La negra estará bien —susurró—. Pero no tanto como tu esposa. Le quitaré la mordaza para que la puedas oír gritar.

Brock lo tiró al suelo. David se golpeó la cabeza con el hormigón por segunda vez y el dolor le atravesó el cráneo. Sin embargo esta vez no se desmayó. Se clavó las uñas en las palmas de las manos y se mordió el labio inferior hasta sangrar, intentando permanecer consciente como fuera.

Mareado, con náuseas y aterrado, vio como Brock apartaba a Karen de Jonah y la arrastraba hacia el tanque de acero. El agente le arrancó la mordaza y David pudo oír como ella dejaba escapar un gimoteo apenas audible, más desgarrador que cualquier grito. El sonido puso histérico a David, que se retorcía en el suelo intentando ponerse otra vez en pie. Y mientras se esforzaba, la mano derecha se soltó al fin de la atadura del cable. Sin querer, Brock la había mojado con aceite mineral.

David se quedó tan sorprendido que permaneció en el suelo unos segundos, con ambas manos a la espalda. De repente su mareo se disipó y pudo volver a pensar con claridad. Sabía que estaba demasiado débil para pelear. Si intentaba quitarle la Uzi a Brock, el agente lo empujaría y le dispararía. Tenía que incapacitar al cabrón, y, gracias a su renovada claridad mental, supo exactamente cómo conseguirlo. Se metió la mano en el bolsillo y cogió el encendedor que le había cogido a la agente Parker, el Zippo con la bandera de Texas en relieve.

Simulando que todavía tenía las manos atadas, David se puso en pie. Brock sonrió y soltó a Karen.

—Así me gusta —cacareó, mientras se apartaba de ella y se ponía en guardia—. ¡Vamos, tío duro! ¡Demuestra qué es lo que sabes hacer!

Esta vez no corrió. Se acercó tambaleante hasta quedar delante del agente. Brock negó con la cabeza, decepcionado.

—¿Sabes? No tienes buen aspecto. Pareces…

David encendió el Zippo y se lo tiró a la cara. En un acto reflejo, el agente levantó los brazos para protegerse del golpe, con lo que las dos manos aceitosas prendieron.

Con todas las fuerzas que le quedaban, David agarró a Brock por la cintura y lo empezó a empujar hacia atrás. El agente agitaba las manos, pero esto no hizo más que avivar las llamas. David contó dos pasos, tres pasos, cuatro. Y entonces tiró a Brock dentro del tanque de aceite mineral.

La llamas se propagaron por la piscina en cuanto las manos de Brock tocaron la superficie. Pero independientemente del fuego, el agente habría estado perdido de todos modos. Se hundió en el líquido como una piedra y desapareció inmediatamente. Además de ser altamente inflamable, el aceite mineral es menos denso que el agua. Y como el cuerpo humano está básicamente compuesto de agua, le resulta imposible nadar en un fluido que es mucho más ligero. David se había olvidado de gran parte de la física que había estudiado en la escuela, pero afortunadamente no de esa parte.

La señal de la sala de control ya no parecía un latido. El tono de cada pitido había ido subiendo hasta convertirse en un estridente chillido inhumano. Sonaba como una alarma, una advertencia automática de algún fallo mecánico, pero el profesor Gupta no parecía preocupado. Volvió a levantar la mirada al techo, y cuando se volvió hacia Simon, en su rostro había una boquiabierta sonrisa de éxtasis.

—El rayo está listo —declaró—. Lo sé tan sólo oyendo la señal. Todos los protones están en el anillo.

Maravilloso, pensó Simon. Ahora terminemos la misión.

—¿Entonces estamos listos para introducir las coordenadas del objetivo?

—Sí, ése es el siguiente paso. Y luego cargaremos los antiprotones en el colisionador.

El profesor se acercó a la consola que manejaban Richard Chan y Scott Krinsky, los pálidos físicos con gafas del Laboratorio Nacional de Oak Ridge. Pero antes de que Gupta pudiera darles las instrucciones, Simon lo agarró del brazo y le puso la Uzi en la frente.

—Espere un momento. Tenemos que hacer un pequeño ajuste. Tengo unas nuevas coordenadas para la explosión.

Gupta lo miró boquiabierto, sin comprender.

—¿Qué estás haciendo? ¡Suéltame!

Richard, Scott y todos los demás estudiantes volvieron las cabezas. Algunos se levantaron de sus asientos cuando vieron lo que estaba ocurriendo, pero a Simon no le preocupaban. Nadie en la sala de control iba armado.

—Si valoráis la vida de vuestro profesor, os sugiero que os sentéis —dijo tranquilamente. Para dejar claro este punto, apoyó el cañón de la Uzi en la sien de Gupta.

—¿Para qué me llama? Ya no trabaja para mí.

Lucille casi no reconoció la voz del director del Bureau en el bramido que oyó al otro lado del auricular del teléfono.

—Señor—empezó otra vez—, tengo nuevas…

—¡No, no quiero oírlo! Ya se ha retirado. Entregue su arma y su placa y salga del edificio.

—¡Por favor, señor, escuche! He identificado un número de teléfono móvil que puede pertenecer a uno de los…

—¡No, escúcheme usted a mí! ¡He perdido mi trabajo por su culpa, Parker! ¡El vicepresidente ya ha elegido mi sustituto y ha filtrado su nombre a las noticias de la Fox!

Ella respiró hondo. La única forma de hacer que la escuchara era soltarlo deprisa.

—Este sospechoso podría estar trabajando con Amil Gupta. Su número de teléfono está registrado con un alias, el señor George Osmond. Una identidad falsa, una dirección falsa. De acuerdo con los registros de la compañía telefónica, durante las últimas dos semanas ha encendido su teléfono una vez al día, para recibir una llamada de Gupta, y luego inmediatamente lo apagaba. Pero creo que este tal Osmond cometió un error. A la una en punto de la mañana encendió el teléfono y lo dejó encendido, y desde entonces ha estado dejando constancia de su posición.

BOOK: La clave de Einstein
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