Authors: Camilo José Cela
Don Ibrahim ya sabía que el médico estaba en casa. Cuando salió a ver lo que queria, don Ibrahim, como no acertando por dónde empezar, le sonrió:
—¿Qué tal la nena, se le arregla ya su tripita?
Don Mario de la Vega, después de cenar, invitó a café a Eloy Rubio Antofagasta, que era el bachiller del plan 3. Se veía que queria abusar.
—¿Le apetece un purito?
—Sí, señor; muchas gracias.
—¡Caramba, amigo, no pasa usted a nada! Eloy Rubio Antofagasta sonrió humildemente.
—No, señor. Después añadió:
—Es que estoy muy contento de haber encontrado trabajo, ¿sabe usted?
—¿Y de haber cenado?
—Sí, señor; de haber cenado también.
El señor Suárez se estaba fumando un purito que le regaló Pepe, el Astilla.
—¡Ay, qué rico me sabe! Tiene tu aroma. El señor Suárez miró a los ojos a su amigo.
—¿Vamos a tomarnos unos chatos? Yo no tengo ganas de cenar; estando contigo se me quita el apetito.
—Bueno, vamonos.
—¿Me dejas que te invite?
La Fotógrafa y el Astilla se fueron, muy cogiditos del brazo, por la calle del Prado arriba, por la acera de la izquierda, según se sube, donde hay unos billares. Algunas personas, al verlos, volvian un poco la cabeza.
—¿Nos metemos aquí un rato, a ver posturas?
—No, déjalo; el otro día por poco me meten un taco por la boca.
—¡Qué bestias! Es que hay hombres sin cultura, ¡hay que ver! ¡Qué barbaridad! Te habrás llevado un susto inmenso, ¿verdad, Astillita?
Pepe, el Astilla, se puso de mal humor.
—Oye, le vas a llamar Astillita a tu madre. Al señor Suárez le dio la histeria.
—¡Ay, mi mamita! ¡Ay, qué le habrá pasado! ¡Ay Dios mío!
—¿Te quieres callar?
—Perdóname, Pepe, ya no te hablaré más de mi mamá. ¡Ay, pobrecita! Oye, Pepe, ¿me compras una flor? Quiero que me compres una camelia roja; yendo contigo conviene llevar el cartelito de prohibido...
Pepe, el Astilla, sonrió, muy ufano, y le compró al señor Suárez una camelia roja.
—Póntela en la solapa.
—Donde tú quieras.
El doctor, después de comprobar que la señora estaba muerta y bien muerta, atendió a don Leoncio Maestre, que el pobre estaba con un ataque de nervios, casi sin sentido y tirando patadas a todos lados.
—¡Ay, doctor! ¿Mire que si ahora se nos muere éste? Doña Genoveva Cuadrado de Ostolaza estaba muy apurada.
—No se preocupe, señora, éste no tiene nada importante, un susto de ordago y nada más.
Don Leoncio, sentado en una butaca, tenía los ojos en blanco y echaba espuma por la boca. Don Ibrahim; mientras tanto, había organizado al vecindario.
—Calma, sobre todo una gran calma. Que cada cabeza de familia registre concienzudamente su domicilio. Sirvamos la causa de la Justicia, prestándole el apoyo y la colaboración que esté a nuestros alcances.
—Sí; sí, señor, muy bien hablado. En estos momentos, lo mejor es que uno mande y los demás obedezcamos.
Los vecinos de la casa del crimen, que eran todos españoles, pronunciaron, quién más, quién menos, su frase lapidaria.
—A éste prepárenle una taza de tila.
—Sí, doctor.
Don Mario y el bachiller Eloy acordaron acostarse temprano.
—Bueno, amigo mío, mañana, ¡a chutar! ¿Eh?
—Si, señor, ya verá usted como queda contento de mi trabajo.
—Eso espero. Mañana a las nueve tendrá usted ocasión de empezar a demostrármelo. ¿Hacia dónde va usted?
—Pues a casa, ¿a dónde voy a ir? Iré a acostarme. ¿Usted también se acuesta temprano?
—Toda la vida. Yo soy un hombre de costumbres ordenadas.
Eloy Rubio Antofagasta se sintió cobista; el ser cobista era, probablemente, su estado natural.
—Pues si usted no tiene inconveniente, señor Vega, yo le acompaño primero.
—Como usted guste, amigo Eloy, y muy agradecido. ¡Cómo se ve que está usted seguro de que aún ha de caer algún que otro pitillo!
—No es por eso, señor Vega, créame usted.
—¡Ande y no sea tonto, hombre de Dios, que todos hemos sido cocineros antes que frailes!
Don Mario y su nuevo corrector de pruebas, aunque la noche estaba más bien fría, se fueron dando un paseito, con el cuello de los gabanes subido. A don Mario, cuando le dejaban hablar de lo que le gustaba, no le hacían mella ni el frío, ni el calor, ni el hambre.
Después de bastante andar, don Mario y Eloy Rubio Antofagasta se encontraron con un grupo de gente estacionada en una bocacalle, y con dos guardias que no dejaban pasar a nadie.
—¿Ha ocurrido algo? Una mujer se volvió.
—No sé, dicen que han hecho un crimen, que han matado a puñaladas a dos señoras ya mayores.
—¡Caray!
Un hombre intervino en la conversación.
—No exagere usted, señora; no han sido dos señoras, ha sido una sola.
—¿Y le parece poco?
—No, señora; me parece demasiado. Pero más me parecería si hubieran sido dos.
Un muchacho joven se acercó al grupo.
—¿Qué pasa?
Otra mujer le sacó de dudas.
—Dicen que ha habido un crimen, que han ahogado a una chica con una toalla de felpa. Dicen que era una artista.
Los dos hermanos, Mauricio y Hermenegildo, acordaron echar una canita al aire.
—Mira, ¿sabes lo que te digo?, pues hoy es una noche muy buena para irnos de bureo. Si te dan eso, lo celebramos por anticipado, y si no, ¡pues mira!, nos vamos a consolar y de tal día en un año. Si no nos vamos por ahí, vas a andar toda la noche dándole vueltas a la cabeza. Tú ya has hecho todo lo que tenias que hacer; ahora ya sólo falta esperar a lo que hagan los demás.
Hermenegildo estaba preocupado.
—Sí, yo creo que tienes razón; asi, todo el día pensando en lo mismo, no consigo más que ponerme nervioso. Vamos a donde tú quieras, tú conoces mejor Madrid.
—¿Te hace que nos vayamos a tomar unas copas?
—Bueno, vamos; pero, ¿así, a palo seco?
—Ya encontraremos algo. A estas horas lo que sobran son chavalas.
Mauricio Segovia y su hermano Hermenegildo se fueron de copeo por los bares de la calle de Echegaray. Mauricio dirigía y Hermenegildo obedecía y pagaba.
—Vamos a pensar que lo que celebramos es que me dan eso; yo pago.
—Bueno; si no te queda para volver al pueblo, ya avisarás para que te eche una mano.
Hermenegildo, en una tasca de la calle de Fernández y González, le dio con el codo a Mauricio.
—Mira esos dos, qué verde se están dando. Mauricio volvió la cabeza.
—Ya, ya. Y eso que Margarita Gautier está mala la pobre, fíjate que camelia roja lleva en la solapa. Bien mirado, hermano, aquí el que no corre vuela.
Desde el otro extremo del local, rugió un vozarrón:
—...¡No te propases, Fotógrafa, deja algo para luego! Pepe, el Astilla, se levantó.
—¡A ver si aquí va a salir alguno a la calle!
Don Ibrahim le decía al señor juez:
—Mire usted, señor juez, nosotros nada hemos podido esclarecer. Cada vecino registró su propio domicilio y nada hemos encontrado que nos llamase la atención.
Un vecino del principal, don Fernando Cazuela, Procurador de los Tribunales, miró para el suelo; él sí había encontrado algo.
El juez interrogó a don Ibrahim.
—Vayamos por partes, ¿la finada tenía familia?
—Sí, señor juez, un hijo.
—¿Dónde está?
—¡Uf, cualquiera lo sabe, señor juez! Es un chico de malas costumbres.
—¿Mujeriego?
—Pues no, señor juez, mujeriego, no.
—¿Quizás jugador?
—Pues no, que yo sepa, no. El juez miró para don Ibrahim.
—¿Bebedor?
—No, no, tampoco es bebedor.
El juez ensayó una sonrisita un poco molesta.
—Oiga usted, ¿a qué llama usted malas costumbres? ¿A coleccionar sellos? Don Ibrahim se picó.
—No, señor, yo llamo malas costumbres a muchas cosas; por ejemplo a ser marica.
—¡Ah, vamos! El hijo de la finada es marica.
—Sí, señor juez, un marica como una catedral.
—¡Ya! Bien, señores, muchas gracias a todos. Retírense a sus cuartos, por favor; si los necesito ya les requeriré.
Los vecinos, obedientemente, se fueron volviendo a sus cuartos. Don Fernando Cazuela, al llegar al principal derecha, se encontró con que su mujer estaba hecha un mar de llanto.
—¡Ay, Fernando! ¡Mátame si quieres! Pero que nuestro hijito no se entere de nada.
—No, hija, ¡cómo te voy a matar con el juzgado en casa! Anda, vete a la cama. ¡Lo único que nos faltaba ahora es que tu querido resultase ser el asesino de doña Margot!
Para distraer al grupo de la calle, que era ya de varios cientos de personas, un gitanillo de unos seis años cantaba flamenco, acompañándose con sus propias palmas. Era un gitanito simpático, pero ya muy visto...
Estando un maestro sastre
cortando unos pantalones,
pasó un chavea gitano
que vendía camarones.
Cuando sacaron a doña Margot, camino del depósito, el niño se calló respetuoso.
Don Pablo, después de la comida, se va a un tranquilo Café de la calle de San Bernardo, a jugar una partida de ajedrez con don Francisco Robles y López-Patón, y a eso de las cinco y media sale en busca de doña Pura para dar una vuelta y recalar por el Café de doña Rosa, a merendar su chocolatito, que siempre le parece que está un poco aguado.
En una mesa próxima, al lado de una ventana, cuatro hombres juegan al dominó: don Roque, don Emilio Rodríguez Ronda, don Tesifonte Ovejero y el señor Ramón.
Don Francisco Robles y López-Patón, médico de enfermedades secretas, tiene una chica, la Amparo, que está casada con don Emilio Rodríguez Ronda, médico también. Don Roque es marido de doña Visi, la hermana de doña Rosa; don Roque Moisés Vázquez, según su cuñada, es una de las peores personas del mundo. Don Tesifonte Ovejero y Solana, capitán veterinario, es un buen señorito de pueblo, un poco apocado, que lleva una sortija con una esmeralda. El señor Ramón, por último, es un panadero que tiene una tahona bastante importante cerca de por allí.
Estos seis amigos de todas las tardes son gente tranquila, formal, con algún devaneo sin importancia, que se llevan bien, que no discuten, y que hablan de mesa a mesa, por encima de las conversaciones del juego, al que no siempre prestan gran interés.
Don Francisco acaba de perder un alfil.
—¡Mal se pone la cosa!
—¡Mal! Yo, en su lugar, abandonaba.
—Yo no.
Don Francisco mira para su yerno, que va de pareja con el veterinario.
—Oye, Emilio, ¿cómo está la niña? La niña es la Amparo.
—Bien, ya está bien, mañana la levanto.
—¡Vaya, me alegro! Esta tarde va a ir la madre por vuestra casa.
—Muy bien. ¿Usted va a venir?
—No sé, ya veremos si puedo.
La suegra de don Emilio se llama doña Soledad, doña Soledad Castro de Robles.
El señor Ramón ha dado salida al cinco doble, que se le habia atragantado. Don Tesifonte le gasta la broma de siempre:
—Afortunado en el juego...
—Y al revés, mi capitán, usted ya me entiende.
Don Tesifonte pone mala cara mientras los amigos se ríen. Don Tesifonte, ésa es la verdad, no es afortunado ni con las mujeres ni con las fichas. Se pasa el día encerrado, no sale más que para jugar su partidita.
Don Pablo, que tiene la partida ganada, está distraído, no hace caso del ajedrez.
—Oye, Roque, ayer tu cuñada estaba de mala uva. Don Roque hace un gesto de suficiencia, como de estar ya de vuelta de todo.
—Lo está siempre, yo creo que nació ya de mala uva. ¡Mi cuñada es una bestia parda! ¡Si no fuera por las niñas, ya le habia puesto yo las peras a cuarto hace una temporada! Pero, en fin, ¡paciencia y barajar! Estas tías gordas y medio bebidas suelen durar mucho.
Don Roque piensa que, sentándose y esperando, el Café "La Delicia", entre otro montón de cosas, será algún día de sus hijas. Bien mirado, a don Roque no le faltaba razón, y además la cosa merecía, sin duda alguna, la pena de aguantar, aunque fuesen cincuenta años. París bien vale una misa.
Doña Matilde y doña Asunción se reúnen todas las tardes, nada más comer, en una lechería de la calle de Fuencarral, donde son amigas de la dueña, doña Ramona Bragado, una vieja teñida pero muy chistosa, que había sido artista allá en los tiempos del general Prim. Doña Ramona, que recibió, en medio de un escándalo mayúsculo, una manda de diez mil duros de testamento del Marqués dé Casa Peña Zurana —el que fue senador y dos veces Subsecretario de Hacienda—que había sido querido suyo lo menos veinte años, tuvo cierto sentido común y en vez de gastarse los cuartos, tomó el traspaso de la lechería, que marchaba bastante bien y que tenía una clientela muy segura. Además, doña Ramona, que no se perdía, se dedicaba a todo lo que apareciese y era capaz de sacar pesetas de debajo de los adoquines; uno de los comercios que mejor se le daba era el andar siempre de trapichera y de correveidile, detrás del telón de la lechería, soplando dorados y bien adobados embustes en los oídos de alguna mocita que quería comprarse un bolso, y poniendo después la mano cerca del arca de algún señorito haragán, de esos que prefieren no molestarse y que se lo den todo hecho. Hay algunas personas que lo mismo sirven para un roto que para un descosido.
Aquella tarde estaba alegre la tertulia de la lechería.
—Traiga usted unos bollitos, doña Ramona, que yo pago.
—¡Pero, hija! ¿Le ha caído a usted la lotería?
—jHay muchas loterías, doña Ramona! He tenido carta de la Paquita, desde Bilbao. Mire usted lo que dice aquí.
—¿A ver? ¿A ver?
—Lea usted, yo cada vez tengo menos vista: lea usted aquí abajo.
Doña Ramona se caló los lentes y leyó:
—"La esposa de mi novio ha fallecido de unas anemias perniciosas." ¡Caray, doña Asunción, así ya se puede!
—Siga, siga.
—"Y mi novio dice que ya no usemos nada y que si quedo en estado, pues él se casa." ¡Pero, hija, si es usted la mujer de la suerte!
—Sí, gracias a Dios, tengo bastante suerte con esta hija.
—¿Y el novio es el catedrático?
—Sí, don José María de Samas, catedrático de Psicología, Lógica y Ética.
—¡Pues, hija, mi enhorabuena! ¡Bien la ha colocado!
—¡Si, no va mal!
Doña Matilde también tenía su buena noticia que contar, no era una noticia definitiva, como podía serlo la de la Paquita, pero era, sin duda, una buena noticia. A su niño, el Florentino del Mare Nostrum, le había salido un contrato muy ventajoso para Barcelona, para trabajar en un salón del Paralelo, en un espectáculo de postín que se llamaba "Melodías de la Raza" y que, como tenia un fondo patriótico, esperaban que fuese patrocinado por las autoridades.