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Authors: Camilo José Cela

La Colmena (16 page)

BOOK: La Colmena
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—¡Hombre, claro! ¡Lo que faltaba es que hubiera sido aposta! ¡Sería lo último! ¡Que en mi Café y en mis propias narices, una mierda de encargado que es lo que eres tú, me rompiese las cosas porque sí, porque le daba la gana! ¡No, si a todo llegáremos! ¡Eso ya lo sé yo! ¡Pero vosotros no lo vais a ver! ¡El día que me harte vais todos a la cárcel, uno detrás de otro! ¡Tú el primero, que no eres más que un golfo! ¡Di que una no quiere, que si tuviera mala sangre como la tenéis vosotros...!

En plena bronca, con todo el Café en silencio y atento a los gritos de la dueña, entró en el local una señora alta y algo gruesa, no muy joven pero bien conservada, guapetona, un poco ostentosa, que se sentó a una mesa enfrente del mostrador. López, al verla, perdió la poca sangre que le quedaba: Marujita, con diez años más, se había convertido en una mujer espléndida, pictórica, rebosante, llena de salud y de poderío. En la calle, cualquiera que la viese la hubiera diagnosticado de lo que era, una rica de pueblo, bien casada, bien vestida y bien comida, y acostumbrada a mandar en jefe y a hacer siempre su santa voluntad. Marujita llamó a un camarero.

—Tráigame usted café.

—¿Con leche?

—No, solo. ¿Quién es esa señora que grita?

—Pues, la señora de aquí; vamos, el ama.

—Dígale usted que venga, que haga el favor.

Al pobre camarero le temblaba la bandeja.

—Pero ¿ahora mismo tiene que ser?

—Sí, Dígale que venga, que yo la llamo. El camarero, Con el gesto del reo que camina hacia el garrote, se acercó al mostrador.

—López, marche uno solo. Oiga, señora, con permiso. Doña Rosa se volvió.

—¡Qué quieres!

—No, yo nada, es que aquella señora la llama a usted.

—¿Cuál?

—Aquella de la sortija; aquella que mira para aquí.

—¿Me llama a mí?

—Sí, a la dueña, me dijo; yo no sé qué querrá; parece una señora importante, una señora de posibles. Me dijo, dice, diga usted a la dueña que haga el favor de venir.

Doña Rosa, con el ceño fruncido, se acercó a la mesa de Marujita. López se pasó la mano por los ojos.

—Buenas tardes. ¿Me buscaba usted?

—¿Es usted la dueña?

—Servidora.

—Pues sí, a usted buscaba. Déjeme que me presente: soy la señora de Gutiérrez, doña María Ranero de Gutiérrez; tome usted una tarjeta, ahí va la dirección. Mi esposo y yo vivimos en Tomelloso, en la provincia de Ciudad Real, donde tenemos la hacienda, unas finquitas de las que vivimos.

—Ya, ya.

—Si. Pero ahora ya nos hemos hartado de pueblo, ahora queremos liquidar todo aquello y venirnos a vivir a Madrid. Aquello, desde la guerra, se puso muy mal, siempre hay envidias, malos quereres, ya sabe usted.

—Sí, sí.

—Pues, claro. Y además los chicos ya son mayorcitos y lo que pasa, que si los estudios, que si después las carreras, lo de siempre: que si no nos venimos con ellos, pues los perdemos ya para toda la vida.

—Claro, claro. ¿Tienen ustedes muchos chicos? La señora de Gutiérrez era algo mentirosa.

—Pues, sí, tenemos cinco ya. Los dos mayorcitos van a cumplir los diez años, están ya hechos unos hombres. Estos gemelos son de mi otro matrimonio; yo quedé viuda muy joven. Mírelos usted.

A doña Rosa le sonaban, ella no podía recordar de qué, las caras de aquellos dos chiquillos de primera comunión.

—Y natural, pues al venirnos a Madrid, queremos, poco más o menos, ver lo que hay.

—Ya, ya.

Doña Rosa se fue calmando, ya no parecía la misma de unos minutos antes. A doña Rosa, como a todos los que gritan mucho, la dejaban como una malva en cuanto que la ganaban por la mano.

—Mi marido había pensado que, a lo mejor, no sería malo esto de un Café; trabajando, parece que se le debe sacar provecho.

—¿Eh?

—Pues, sí, bien claro, que andamos pensando en comprar un Café, si el amo se pone en razón.

—Yo no vendo.

—Señora, nadie le había dicho a usted nada. Además, eso no se puede nunca decir. Todo es según cómo. Lo que yo le digo es que lo piense. Mi esposo está ahora malo, lo van a operar de una fístula en el ano, pero nosotros queremos estar algún tiempo en Madrid. Cuando se ponga bueno ya vendrá a hablar con usted; los cuartos son de los dos, pero vamos, el que lo lleva todo es él. Usted, mientras tanto, lo piensa si quiere. Aqui no hay compromiso ninguno, nadie ha firmado ningún papel.

La voz de que aquella señora quería comprar el Café corrió, como una siembra de pólvora, por todas las mesas.

—¿Cuál?

—Aquélla.

—Parece mujer rica.

—Hombre, para comprar un Café no va a estar viviendo de una pensión.

Cuando la noticia llegó al mostrador, López, que estaba ya agonizante, tiró otra botella. Doña Rosa se volvió, con silla y todo. Su voz retumbó como un cañonazo.

—¡Animal, que eres un animal!

Marujita aprovechó la ocasión para sonreír un poco a López. Lo hizo de una manera tan discreta, que nadie se enteró; López, probablemente, tampoco.

—¡Ande, que como se queden con un Café, ya pueden usted y su esposo tener vista con este ganado!

—¿Destrozan mucho?

—Todo lo que usted les eche. Para mi que lo hacen aposta. La cochina envidia, que se los come vivitos...

Martín habla con Nati Robles, compañera suya de los tiempos de la FUE. Se la encontró en la Red de San Luis. Martín estaba mirando para el escaparate de una joyería y Nati estaba dentro; había ido a que le arreglasen el broche de una pulsera. Nati está desconocida, parece otra mujer. Aquella muchacha delgaducha, desaliñada, un poco con aire de sufragista, con zapato bajo y sin pintar, de la época de la Facultad, era ahora una señorita esbelta, elegante, bien vestida y bien calzada, compuesta con coquetería e incluso con arte. Fue ella quien lo reconoció.

—¡Marco!

Martín la miró temeroso. Martín mira con cierto miedo a todas las caras que le resultan algo conocidas, pero que no llega a identificar. El hombre siempre piensa que se le van a echar encima y que le van a empezar a decir cosas desagradables; si comiese mejor, probablemente no le pasaría esto.

—Soy Robles, ¿no te acuerdas?, Nati Robles. Martin se quedó pegado, estupefacto.

—¿Tú?

—Sí, hijo, yo.

A Martín le invadió una alegría muy grande.

—¡Qué bárbara, Nati! ¿Cómo estás? ¡Pareces una duquesa!

Nati se rió.

—Chico, pues no lo soy; no creas que por falta de ganas, pero ya ves, soltera y sin compromiso, ¡como siempre! ¿Llevas prisa?

Martín titubeó un momento.

—Pues no, la verdad; ya sabes que soy un hombre que no merece la pena que ande de prisa. Nati lo cogió del brazo.

—¡Tan bobo como siempre!

Martín se azoró un poco y trató de escurrirse.

—Nos van a ver.

Nati soltó la carcajada, una carcajada que hizo volver la cabeza a la gente. Nati tenía una voz bellísima, alta, musical, jolgoriosa, llena de alegría, una voz que parecía una campana finita.

—Perdona, chico, no sabía que estuvieses comprometido. Nati empujó con un hombro a Martin y no se soltó; al contrario, lo cogió más fuerte.

—Sigues lo mismo que siempre.

—No, Nati; yo creo que peor. La muchacha echó a andar.

—¡Venga, no seas pelma! Me parece que a ti lo que te vendría de primera es que te espabilasen. ¿Sigues haciendo versos?

A Martín le dio un poco de vergüenza seguir haciendo versos.

—Pues, si; yo creo que esto ya tiene mal arreglo.

—¡Y tan malo! Nati volvió a reir.

—Tú eres una mezcla de fresco, de vago, de tímido y de trabajador.

—No te entiendo.

—Yo tampoco. Anda, vamos a meternos en cualquier lado, tenemos que celebrar nuestro encuentro.

—Bueno, como quieras.

Nati y Martín se metieron en el Café Gran Via, que está lleno de espejos. Nati, con tacón alto, era incluso un poco más alta que él.

—¿Nos sentamos aquí?

—Sí, muy bien, donde tú quieras. Nati le miró a los ojos.

—Chico, ¡qué galante! Parece que soy tu última conquista.

Nati olía maravillosamente bien...

En la calle de Santa Engracia, a la izquierda, cerca ya de la plaza de Chamberi, tiene su casa doña Celia Vecino, viuda de Cortés.

Su marido, don Obdulio Cortés López, del comercio, había muerto después de la guerra, a consecuencia, según decía la esquela del ABC, de los padecimientos sufridos durante el dominio rojo.

Don Obdulio había sido toda su vida un hombre ejemplar, recto, honrado, de intachable conducta, lo que se llama un modelo de caballeros. Fue siempre muy aficionado a las palomas mensajeras, y cuando murió, en una revista dedicada a estas cosas, le tributaron un sentido y cariñoso recuerdo: una foto suya, de joven todavía, con un pie donde podía leerse: "Don Obdulio Cortés López, ilustre procer de la colombofilia hispana, autor de la letra del himno Vuela sin cortapisas, paloma de la paz, ex presidente de la Real Sociedad Colombófila de Almería, y fundador y director de la que fue gran revista 'Palomas y Palomares' (Boletín mensual con información del mundo entero), a quien rendimos, con motivo de su óbito, el más ferviente tributo de admiración con nuestro dolor". La foto aparecía rodeada, toda ella, de una gruesa orla de luto. El pie lo redactó don Leonardo Cascajo, maestro nacional.

Su señora, la pobre, se ayuda a malvivir alquilando a algunos amigos de confianza unos gabinetitos muy cursis, de estilo cubista y pintados de color naranja y azul, donde el no muy abundante confort es suplido, hasta donde pueda serlo, con buena voluntad, con discreción y con mucho deseo de agradar y de servir.

En la habitación de delante, que es un poco la de respeto, la reservada para los mejores clientes, don Obdulio, desde un dorado marco de purpurina, con el bigote enhiesto y la mirada dulce, protege, como un malévolo y picardeado diosecilio del amor, la clandestinidad que permite comer a su viuda.

La casa de doña Celia es una casa que rezuma ternura por todos los poros; una ternura, a veces, un poco agraz; en ocasiones, es posible que un poco venenosilla. Doña Celia tiene recogidos dos niños pequeños, hijos de una sobrinita que murió medio de sinsabores y disgustos, medio de avitaminosis, cuatro o cinco meses atrás. Los niños, cuando llega alguna pareja, gritan jubilosos por el pasillo: "¡Viva, viva, que ha venido otro señor!" Los angelitos saben que el que entre un señor con una señorita del brazo significa comer caliente al otro día.

Doña Celia, el primer dia que Ventura asomó con la novia por su casa, le dijo:

—Mire usted, lo único que le pido es decencia, mucha decencía, que hay criaturas. Por amor de Dios, no me alborote.

—Descuide usted, señora, no pase cuidado, uno es un caballero.

Ventura y Julita solían meterse en la habitación a las tres y media o cuatro y no se marchaban hasta dadas las ocho. No se les oía ni hablar; así daba gusto.

El primer día, Julita estuvo mucho menos azorada de lo corriente; en todo se fijaba y todo lo tenía que comentar.

—Qué horrorosa es esa lámpara; fíjate, parece un irrigador.

Ventura no encontraba una semejanza muy precisa.

—No, mujer, qué se va a parecer a un irrigador. Anda, no seas gansa, siéntate aquí a mi lado.

—Voy.

Don Obdulio, desde su retrato, miraba a la pareja casi con severidad.

—Oye, ¿quién será ése?

—¡Yo qué sé! Tiene cara de muerto, ése debe estar ya muerto.

Julita seguía paseando por el cuarto. A lo mejor los nervios la hacían andar dando vueltas de un lado para otro; en otra cosa, desde luego, no se le notaban.

—¡A nadie se le ocurre poner flores de cretona! Las clavan en serrín porque seguramente piensan que eso hace muy bonito, ¿verdad?

—Sí, puede ser.

Julita no se paraba ni de milagro.

—¡Mira, mira, ese corderito es tuerto! ¡Pobre!

Efectivamente, al corderito bordado sobre uno de los almohadones del diván le faltaba un ojo.

Ventura se puso serio, aquello empezaba a ser el cuento de nunca acabar.

—¿Quieres estarte quieta?

—¡Ay, hijo mío, qué brusco eres! Por dentro, Julita estaba pensando: ¡Con el encanto que tiene llegar de puntillas al amor! Julita era muy artista, mucho más artista, sin duda, que su novio.

Marujita Ranero, cuando salió del Café, se metió en una panadería a llamar por teléfono al padre de sus dos gemelitos.

—¿Te gusté?

—Sí. Oye, Maruja, ¡pero tú estás loca!

—No, ¡qué voy a estarlo! Fui a que me vieses, no quería que esta noche te cogiera la cosa de sorpresa y te llevaras una desilusión.

—Sí, sí...

—Oye, ¿de verdad que te gusto todavía?

—Más que antes, te lo juro, y antes me gustabas más que el pan frito.

—Oye, y si yo pudiese, ¿te casarías conmigo?

—Mujer...

—Oye, con éste no he tenido hijos.

—¿Pero él?

—Él tiene un cáncer como una casa; el médico me dijo que no puede salir adelante.

—Ya, ya. Oye.

—Qué.

—¿De verdad que piensas comprar el Café?

—Si tú quieres, si. En cuanto que se muera y nos podamos casar. ¿Lo quieres de regalo de boda?

—¡Pero, mujer!

—Sí, chico, yo he aprendido mucho. Y además soy rica y hago lo que me da la gana. Él me lo deja todo; me enseñó el testamento. Dentro de unos meses no me dejo ahorcar por cinco millones.

—¿Eh?

—Pues que dentro de unos meses, ¿me oyes?, no me dejo ahorcar por cinco millones.

—Sí, sí...

—¿Llevas en la cartera las fotos de los nenes?

—Sí.

—¿Y las mías?

—No; las tuyas, no. Cuando te casaste, las quemé; me pareció mejor.

—Allá tú. Esta noche te daré unas cuantas. ¿A qué hora irás, poco más o menos?

—Cuando cerremos, a la una y media o dos menos cuarto.

—No tardes, ¿eh?, vete derecho.

—Sí.

—¿Te acuerdas del sitio?

—Sí. "La Colladense", en la calle de la Magdalena.

—Eso es, habitación número tres.

—Sí. Oye, cuelgo, que arrima para aquí la bestia.

—Adiós, hasta luego. ¿Te echo un beso?

—Sí.

—Tómalo, tómalos todos; no uno, sino mil millones...

La pobre panadera estaba asustadita. Cuando Marujita Ranero se despidió y le dio las gracias, la mujer no pudo ni contestarle.

Doña Montserrat dio por terminada su visita.

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