La Colmena (14 page)

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Authors: Camilo José Cela

BOOK: La Colmena
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—¡Ay! ¿A mí por qué se me detiene? Yo soy ciudadano honrado que no se mete con nadie, yo tengo la documentación en regla.

—Muy bien. Todo eso lo explica usted cuando se lo pregunten. Quítese esa flor.

—¡Ay! ¿Por qué? Yo no tengo por qué acompañarles, yo no estoy haciendo nada malo.

—No escandalice, por favor. Mire usted para aquí. El señor Suárez miró. Del bolsillo del policía asomaban los plateados flejes de las esposas.

Pepe, el Astilla, ya se había levantado.

—Vamos con estos señores, Julián; ya se pondrá todo en claro.

—Vamos, vamos. ¡Caray, qué modales!

En la Dirección de Seguridad no fue preciso ficharlos, ya lo estaban; bastó con añadir una fecha y tres o cuatro palabritas que no pudieron leer.

—¿Por qué se nos detiene?

—¿No lo sabe?

—No, yo no sé nada, ¿qué voy a saber?

—Ya se lo dirán a usted..

—Oiga, ¿y no puedo avisar que estoy detenido?

—Mañana, mañana.

—Es que mi mamá es muy viejecita; la pobre va a estar muy intranquila.

—¿Su madre?

—Sí, tiene ya setenta y seis años.

—Bueno, yo no puedo hacer nada. Ni decir nada, tampoco. Ya mañana se aclararán las cosas.

En la celda donde los encerraron, una habitación inmensa, cuadrada, de techo bajo, mal alumbrada por una bombilla de quince bujías metida en una jaula de alambre, al principio no se veía nada. Después, al cabo de un rato, cuando ya la vista empezó a acostumbrarse, el señor Suárez y Pepe, el Astilla, fueron viendo algunas caras conocidas, maricas pobres, descuideros, tomadores del dos, sablistas de oficio, gente que siempre andaba dando tumbos como una peonza, sin levantar jamás cabeza.

—¡Ay, Pepe, qué bien vendría a estas horas un cafetito! Olía muy mal allí dentro, a un olorcillo rancio, penetrante, que hacía cosquillas en la nariz.

—Hola, qué temprano vienes hoy. ¿Dónde has estado?

—Donde siempre, tomando café con los amigos. Doña Visi besa en la calva a su marido.

—¡Si vieses qué contenta me pongo cuando vienes tan pronto!

—¡Vaya! A la vejez, viruelas.

Doña Visi sonríe; doña Visi, la pobre, sonríe siempre.

—¿Sabes quién va a venir esta tarde?

—Algún loro, como si lo viera. Doña Visi no se incomoda jamás.

—No, mi amiga Montserrat.

—¡Buen elemento!

—¡Bien buena es!

—¿No te ha contado ningún milagro más de ese cura de Bilbao?

—¡Cállate, no seas hereje! ¿Por qué te empeñas en decir siempre esas cosas, si no las sientes?

—Ya ves.

Don Roque está cada día que pasa más convencido de que su mujer es tonta.

—¿Estarás con nosotras?

—No.

—¡Ay, hijo!

Suena el timbre de la calle y la amiga de doña Visi entró en la casa al tiempo que el loro del segundo decía pecados.

—Mira, Roque, esto ya no se puede aguantar. Si ese loro no se corrige, yo lo denuncio.

—Pero, hija, ¿tú te das cuenta del choteo que se iba a organizar en la Comisaría cuando te viesen llegar para denunciar a un loro?

La criada pasa a doña Montserrat a la sala.

—Voy a avisar a la señorita, siéntese usted.

Doña Visi voló a saludar a su amiga, y don Roque, despues de mirar un poco detrás de los visillos, se sentó al brasero y sacó la baraja.

—Si sale la sota de bastos antes de cinco, buena señal. Si sale el as, es demasiado; yo ya no soy ningún mozo. Don Roque tiene sus reglas particulares de cartomancia. La sota de bastos salió en tercer lugar.

—¡Pobre Lola, lo que te espera! ¡Te compadezco, chica! En fin...

Lola es hermana de Josefa López, una antigua criada de los señores de Robles con quien don Roque tuvo algo que ver, y que ahora, ya metida en carnes y en inviernos, ha sido desbancada por su hermana menor. Lola está para todo en casa de doña Matilde, la pensionista del niño imitador de estrellas.

Doña Visi y doña Montserrat charlan por los codos. Doña Visi está encantada; en la última página de "El querubín misionero", revista quincenal, aparece su nombre y el de sus tres hijas.

—Lo va usted a ver por sus propios ojos cómo no son cosas mias, cómo es una gran verdad. ¡Roque! ¡Roque! Desde el otro extremo de la casa, don Roque grita:

—¿Qué quieres?

—¡Dale a la chica el papel donde viene lo de los chinos!

—¿Eh?

Doña Visi comenta con su amiga:

—¡Ay, santo Dios! Estos hombres nunca oyen nada. Levantando la voz volvió a dirigirse a su marido.

—¡Que le des a la chica...! ¿Me entiendes?

—¡Sí!

—¡Pues que le des a la chica el papel donde viene lo de los chinos!

—¿Qué papel?

—¡El de los chinos, hombre, el de los chinitos de las misiones!

—¿Eh? No te entiendo. ¿Qué dices de chinos? Doña Visi sonríe a doña Montserrat.

—Este marido mío es muy bueno; pero nunca se entera de nada. Voy yo a buscar el papel, no tardo ni medio minuto. Usted me perdonará un instante.

Doña Visi, al llegar al cuarto dónde don Roque, sentado a la mesa de camilla, hacía solitarios, le preguntó:

—Pero, hombre, ¿no me habías oído?

Don Roque no levantó la vista de la baraja.

—¡Estás tú fresca si piensas que me iba a levantar por los chinos!

Doña Visi revolvió en la cesta de la costura, encontró el número de "El querubín misionero" que buscaba y, rezongando en voz baja, se volvió a la fría sala de las visitas, donde casi no se podía estar.

El costurero, después del trajín de doña Visi, quedó abierto y, entre el algodón de zurcir y la caja de los botones —una caja de pastillas de la tos del año de la polca— asomaba tímidamente otra de las revistas de doña Visi.

Don Roque se echó atrás en la silla y la cogió,

—Ya está aquí éste.

"Éste" era el cura bilbaíno de los milagros.

Don Roque se puso a leer la revista:

"Rosario Quesada (Jaén), la curación de una hermana suya de una. fuerte colitis, 5 pesetas."

"Ramón Hermida (Lugo), por varios favores obtenidos en sus actividades comerciales, 10 pesetas,"

"María Luisa del Valle (Madrid), la desaparición de un bultíto que tenía en un ojo sin necesidad de acudir al oculista, 5 pesetas."

"Guadalupe Gutiérrez (Ciudad Real), la curación de un niño de diecinueve meses de una herida producida al caerse del balcón de un entresuelo, 25 pesetas."

"Marina López Ortega (Madrid), el que se amansase un animal doméstico, 5 pesetas."

"Una viuda gran devota (Bilbao), él haber hallado un pliego de valores que había perdido un empleado de casa, 25 pesetas."

Don Roque se queda preocupado.

—A mí que no me digan; esto no es serio. Doña Visi se siente un poco en la obligación de disculparse ante su amiga.

—¿No tiene usted frío, Montserrat? ¡Esta casa está algunos días heladora!

—No, por Dios, Visitación; aquí se está muy bien. Tienen ustedes una casa muy grata, con mucho confort, como dicen los ingleses.

—Gracias Montserrat. Usted siempre tan amable.

Doña Visi sonrió y empezó a buscar su nombre en la lista. Doña Montserrat, alta, hombruna, huesuda, desgarbada, bigotuda, algo premiosa en el hablar y miope, se caló los impertinentes.

Efectivamente, como aseguraba doña Visi, en la última página de "El querubín misionero", aparecía su nombre y el de sus tres hijas.

"Doña Visitación Leclerc de Moisés, por bautizar dos chinitos con los nombres de Ignacio y Francisco Javier, 10 pesetas. La señorita Julita Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Ventura, 5 pesetas. La señorita Visitación Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Manuel, 5 pesetas. La señorita Esperanza Moisés Leclerc, por bautizar un chinito con el nombre de Agustín, 5 pesetas."

—¿Eh? ¿Qué te parece?

Doña Montserrat asiente, obsequiosa.

—Pues que muy bien me parece a mi todo esto, pero que muy bien. ¡Hay que hacer tanta labor! Asusta pensar los millones de infieles que hay todavía que convertir. Los países de los infieles, deben estar llenos como hormigueros.

—¡Ya lo creo! ¡Con lo monos que son los chinitos chiquitines! Si nosotras no nos privásemos de alguna cosilla, se iban todos al limbo de cabeza. A pesar de nuestros pobres esfuerzos, el limbo tiene que estar abarrotado de chinos, ¿no cree usted?

—¡Ya, ya!

—Da grima sólo pensarlo. ¡Mire usted que es maldición la que pesa sobre los chinos! Todos paseando por allí, encerrados sin saber qué hacer...

—¡Es espantoso!

—¿Y los pequeñitos, mujer, los que no saben andar, que estarán siempre parados como gusanines en el mismo sitio?

—Verdaderamente.

—Muchas gracias tenemos que dar a Dios por haber nacido españolas. Si hubiéramos nacido en China, a lo mejor nuestros hijos se iban al limbo sin remisión. ¡Tener hijos para eso! ¡Con lo que una sufre para tenerlos y con la guerra que dan de chicos!

Doña Visi suspira con ternura.

—¡Pobres hijas, qué ajenas están al peligro que corrieron! Menos mal que nacieron en España, ¡pero mire usted que si llegan a nacer en China! Igual les pudo pasar, ¿verdad, usted?

Los vecinos de la difunta doña Margot están reunidos en casa de don Ibrahim. Sólo faltan don Leoncio Maestre, que está preso por orden del juez; el vecino del entresuelo D, don Antonio Jareño, empleado de "Wagons-Lits", que está de viaje; el del 2.° B, don Ignacio Galdácano, que el pobre está loco, y el hijo de la finada, don Julián Suárez, que nadie sabe donde pueda estar. En el principal A hay una academia donde no vive nadie. De los demás no falta ni uno solo; están todos muy impresionados con lo ocurrido, y atendieron en el acto el requerimiento de don Ibrahim para tener un cambio de impresiones.

En la casa de don Ibrahim, que no era grande, casi no cabían los convocados, y la mayor parte se tuvo que quedar de pie, apoyados en la pared y en los muebles, como en los velatorios.

—Señores —empezó don Ibrahim—, me he permitido rogarles su asistencia a esta reunión, porque en la casa en que habitamos ha sucedido algo que se sale de los límites de lo normal.

—Gracias a Dios —interrumpió doña Teresa Corrales, la pensionista del 4.° B.

—A Él sean dadas —replicó don Ibrahim con solemnidad.

—Amén —añadieron algunos en voz baja.

—Cuando anoche —siguió don Ibrahim de Ostolaza—, nuestro convecino don Leoncio Maestre, cuya inocencia todos deseamos que pronto brille intensa y cegadora como la luz solar...

—¡No debemos entorpecer la acción de la justicia! —clamó don Antonio Pérez Palenzuela, un señor que estaba empleado en Sindicatos y que vivia en el 1.° C—. ¡Debemos abstenernos de opinar antes de tiempo! ¡Soy el jefe de casa y tengo el deber de evitar toda posible coacción al poder judicial!

—Cállese usted, hombre —le dijo don Camilo Pérez, callista, vecino del principal D—, deje usted seguir a don Ibrahim.

—Bien, don Ibrahim, continúe usted, no quiero interrumpir la reunión, tan sólo quiero respeto para las dignas autoridades judiciales y consideración a su labor en pro de un orden...

—¡Chist,..! ¡Chist...! ¡Deje seguir! Don Antonio Pérez Palenzuela se calló.

—Como decía, cuando anoche don Leoncio Maestre me comunicó la mala nueva del accidente acaecido en la persona de doña Margot Sobrón de Suárez, que en Gloría esté, me faltó tiempo para solicitar de nuestro buen y particular amigo el doctor don Manuel Jorquera, aquí presente, que diese un exacto y preciso diagnóstico del estado de nuestra convecina. El doctor Jorquera, con una presteza que dice mucho y muy alto de su pundonor profesional, se puso a mi disposición y juntos entramos en el domicilio de la víctima.

Don Ibrahim quintaesenció su actitud tribunicia.

—Me tomo la libertad de solicitar de ustedes un voto de gracias para el ilustre doctor Jorquera, quien en unión del también ilustre doctor don Rafael Masasana, cuya modestia, en estos momentos, le hace semiesconderse tras la cortina, a todos nos honran con su vecindad.

—Muy bien —dijeron al tiempo don Exuperío Estremera, el sacerdote del 4.° C, y el propietario, don Lorenzo Sogueiro, del bar "El Fonsagradino", que estaba en uno de los bajos.

Las miradas de aplauso de todos los reunidos iban de un médico al otro; aquello se parecía bastante a una corrida de toros, cuando el matador que quedó bien y es llamado a los medios, se lleva consigo al compañero que tuvo menos suerte con el ganado y no quedó tan bien.

—Pues bien, señores —exclamó don Ibrahim—; cuando pude ver que los auxilios de la ciencia eran ineficaces ya ante el monstruoso crimen perpetrado, tan sólo tuve dos preocupaciones que, como buen creyente, a Dios encomendé: que ninguno de nosotros (y ruego a mi querido señor Pérez Palenzuela que no vea en mis palabras la más ligera sombra de conato de coacción sobre nadie), que ninguno de nosotros, decía, se viese encartado en este feo y deshonroso asunto, y que a doña Margot no le faltasen las honras fúnebres que todos, llegado el momento, quisiéramos para nosotros y para nuestros deudos y allegados.

Don Fidel Utrera, el practicante del entresuelo A, que era muy flamenco, por poco dice "¡Bravo!"; ya lo tenia en la punta de la lengua, pero, por fortuna, pudo dar marcha atrás.

—Propongo, por tanto, amables convecinos, que con vuestra presencia dais lustre y prestancia a mis humildes muros...

Doña Juana Entrena, viuda de Sisemón, la pensionista del 1.° B, miró para don Ibrahim. ¡Qué manera de expresarse! ¡Qué belleza! ¡Qué precisión! ¡Parece un libro abierto! Doña Juana, al tropezar con la mirada del señor Ostolaza, volvió la vista hacia Francisco López, el dueño de la peluquería de señoras "Cristi and Quico", instalada en el entresuelo C, que tantas veces había sido su confidente y su paño de lágrimas.

Las dos miradas, al cruzarse, tuvieron un breve, un instantáneo diálogo.

—¿Eh? ¿Qué tal?

—¡Sublime, señora! Don Ibrahim continuaba impasible.

—...que nos encarguemos, individualmente, de encomendar a doña Margot en nuestras oraciones, y colectivamente, de costear los funerales por su alma.

—Estoy de acuerdo —dijo don José Leciñena, el propietario del 2.° D.

—Completamente de acuerdo —corroboró don José María Olvera, un capitán de Intendencia que vivía en el 1º A.

—¿Piensan todos ustedes igual? Don Arturo Ricote, empleado del Banco Hispano Americano y vecino del 4.° D, dijo con su vocecilla cascada:

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