Authors: Camilo José Cela
Ventura aprieta un poco el brazo de Julita.
—Oye, ¿sabes lo que te digo?
—Qué.
—Pues que va a ser mejor cambiar de nido, buscar otra covacha, todo esto ya me está dando mala espina.
—Sí, a mí también. Ayer encontré a mi padre en la escalera.
—¿Te vio?
—¡Pues claro!
—¿Y qué le dijiste?
—Nada, que venia de sacarme una foto. Ventura está pensativo.
—¿Has notado algo en tu casa?
—No, nada, por ahora no he notado nada.
Poco antes de verse con Julita, Ventura se encontró a doña Celia en la calle de Luchana.
—¡Adiós, doña Celia!
—¡Adiós, señor Aguado! Hombre, a propósito, ni que me lo hubieran puesto a usted en el camino. Me alegro de haberlo encontrado, tenía algo bastante importante que decirle.
—¿A mí?
—Si, algo que le interesa. Yo pierdo un buen cliente, pero, ya sabe usted, a la fuerza ahorcan, no hay más remedio. Tengo que decírselo a usted, yo no quiero líos: ándese con ojo usted y su novia, por casa va el padre, de la chica.
—¿Sí?
—Como lo oye.
—Pero...
—Nada, se lo digo yo, ¡como lo oye!
—Sí, sí, bueno... ¡Muchas gracias!
La gente ya ha cenado.
Ventura acaba de redactar su breve carta, ahora está poniendo el sobre: "Sr. D. Roque Moisés, calle de Hartzenbusch, 57, Interior."
La carta, escrita a máquina, dice asi:
"Muy señor mío: Ahí le mando la foto que en el valle de Josafat podrá hablar contra usted. Ándese con tiento y no juegue, pudiera ser peligroso. Cien ojos le espían y más de una mano no titubearía en apretarle el pescuezo. Guárdese, ya sabemos por quienes votó usted en el 36".
La carta iba sin firma.
Cuando don Roque la reciba, se quedará sin aliento. A don Obdulio no lo podrá recordar, pero la carta, a no dudarlo, le encongerá el ánimo.
—Esto debe ser obra de masones —pensará—; tiene todas las características, la foto no es más que para despistar. ¿Quién será este desgraciado con cara de muerto de hace treinta años?
Doña Asunción, la mamá de Paquita, contaba lo de la suerte que habia tenido su niña a doña Juana Entrena, viuda de Sisemón, la pensionista vecina de don Ibrahim y de la pobre doña Margot.
Doña Juana Entrena, para compensar, daba a doña Asunción toda clase de detalles sobre la trágica muerte de la mamá del señor Suárez, por mal nombre la Fotógrafa.
Doña Asunción y doña Juana eran ya casi viejas amigas, se habían conocido cuando las evacuaron a Valencia, durante la guerra civil, a las dos en la misma camioneta.
—¡Ay, hija, sí! ¡Estoy encantada! Cuando recibí la noticia de que la señora del novio de mi Paquita la habia pringado, creí enloquecer. Que Dios me perdone, yo no he deseado nunca mal a nadie, pero esa mujer era la sombra que oscurecía la felicidad de mi hija.
Doña Juana, con la vista clavada en el suelo, reanudó su tema: el asesinato de doña Margot.
—¡Con una toalla! ¿Usted cree que hay derecho? ¡Con una toalla! ¡Qué falta de consideración para una ancianita! El criminal la ahorcó con una toalla, como si fuera un pollo. En la mano le puso una flor. La pobre se quedó con los ojos abiertos, según dicen parecía una lechuza, yo no tuve valor para verla, a mi estas cosas me impresionan mucho.
Yo no quisiera equivocarme, pero a mí me da el olfato que su niño debe andar mezclado en todo esto. El hijo de doña Margot, que en paz descanse, era mariquita, ¿sabe usted?. andaba en muy malas compañías. Mi pobre marido siempre lo decía: quien mal anda, mal acaba.
El difunto marido de doña Juana, don Gonzalo Sisemón, habia acabado sus días en un prostíbulo de tercera clase, una tarde que le falló el corazón. Sus amigos lo tuvieron que traer en un taxi, por la noche, para evitar complicaciones. A doña Juana le dijeron que se había muerto en la cola de Jesús de Medinaceli, y doña Juana se lo creyó. El cadáver de don Gonzalo venía sin tirantes, pero doña Juana no cayó en el detalle.
—¡Pobre Gonzalo! —decía—: ¡pobre Gonzalo! ¡Lo único que me reconforta es pensar que se ha ido derechito al cielo, que a estas horas estará mucho mejor que nosotros! ¡Pobre Gonzalo!
Doña Asunción, como quien oye llover, sigue con lo de la Paquita.
—¡Ahora, si Dios quisiera que se quedase embarazada! ¡Eso sí que sería suerte! Su novio es un señor muy considerado por todo el mundo, no es ningún pelagatos, que es todo un catedrático. Yo he ofrecido ir a pie al Cerro de los Ángeles si la niña se queda en estado. ¿No cree usted que hago bien? Yo pienso que, por la felicidad de una hija, todo sacrificio es poco, ¿no le parece? ¡Que alegría se habrá llevado la Paquita al ver que su novio está libre!
A las cinco y cuarto o cinco y media, don Francisco llega a su casa, a pasar la consulta. En la sala de espera hay ya siempre algunos enfermos aguardando con cara de circunstancias y en silencio. A don Francisco le acompaña su yerno, con quien reparte el trabajo.
Don Francisco tiene abierto un consultorio popular, que le deja sus buenas pesetas todos los meses. Ocupando los cuatro balcones de la calle, el consultorio de don Francisco exhibe un rótulo llamativo que dice: "Instituto Pasteur Koch. Director-propietario, Dr. Francisco Robles. Tuberculosis, pulmón y corazón. Rayos X. Piel, venéreas, sífilis. Tratamiento de hemorroides por electrocoagulación. Consulta 5 pesetas". Los enfermos pobres de la Glorieta de Quevedo, de Bravo Murillo, de San Bernardo, de Fuencarral, tienen una gran fe en don Francisco.
—Es un sabio —dicen—, un verdadero sabio, un médico con mucho ojo y mucha práctica. Don Francisco les suele atajar.
—No sólo con fe se curará, amigo mío —les dice cariñosamente, poniendo la voz un poco confidencial—, la fe sin obras es fe muerta, una fe que no sirve para nada. Hace falta también que pongan ustedes algo de su parte, hace falta obediencia y asiduidad, ¡mucha asiduidad!, no abandonarse y no dejar de venir por aquí en cuanto se nota una ligera mejoría... ¡Encontrarse bien no es estar curado, ni mucho menos! ¡Desgraciadamente, los virus que producen las enfermedades son tan taimados como traidores y alevosos!
Don Francisco es un poco tramposillo, el hombre tiene a sus espaldas un familión tremendo.
A los enfermos que, llenos de timidez y de distingos, le preguntan por las sulfamidas, don Francisco los disuade, casi displicente. Don Francisco asiste, con el corazón encogido, al progreso de la farmacopea.
—Día llegará —piensa— en que los médicos estaremos de más, en que en las boticas habrá unas listas de pildoras y los enfermos se recetarán solos.
Cuando le hablan, decimos, de las sulfamidas, don Francisco suele responder:
—Haga usted lo que quiera, pero no vuelva por aquí. Yo no me encargo de vigilar la salud de un hombre que voluntariamente se debilita la sangre.
Las palabras de don Francisco suelen hacer un gran efecto.
—No, no, lo que usted mande, yo sólo haré lo que usted mande.
En la casa, en una habitación interior, doña Soledad, su señora, repasa calcetines mientras deja vagar la imaginación, una imaginación torpe, corta y maternal como el vuelo de una gallina. Doña Soledad no es feliz, puso toda su vida en los hijos, pero los hijos no han sabido, o no han querido, hacerla feliz. Once le nacieron y once viven, casi todos lejos, alguno perdido. Los dos mayores, Soledad y Piedad, se fueron monjas hace ya mucho tiempo, cuando cayó Primo de Rivera; aún hace unos meses, desde el convento, tiraron también de María Auxiliadora, una de las pequeñas. El mayor de los dos únicos varones, Francisco, el tercero de los hijos, fue siempre el ojito derecho de la señora; ahora está de médico militar en Carabanchel, algunas noches viene a dormir a casa. Amparo y Asunción son las dos únicas casadas. Amparo con el ayudante de su padre, don Emilio Rodríguez Ronda; Asunción con don Fadrique Méndez, que es practicante en Guadalajara, hombre trabajador y mañoso que lo mismo sirve para un roto que para un descosido, que lo mismo pone unas inyecciones a un niño que unas lavativas a una vieja de buena posición, que arregla una radio o pone un parche a una bolsa de goma. La pobre Amparo ni tiene hijos ni podrá ya tenerlos, anda siempre mal de salud, siempre a vueltas con sus arrechuchos y sus goteras; tuvo primero un aborto, después una larga serie de trastornos, y hubo que acabar al final por extirparle los ovarios y sacarle fuera todo lo que le estorbaba, que debía ser bastante. Asunción, en cambio, es más fuerte y tiene tres hijos que son tres soles: Pilarín, Fadrique y Saturnino; la mayorcita ya va al colegio, ya ha cumplido los cinco años.
Después, en la familia de don Francisco y doña Soledad, viene Trini, soltera, feúcha, que buscó unos cuartos y puso una mercería en la calle de Apodaca.
El local es pequeñito, pero limpio y atendido con esmero.
Tiene un escaparate minúsculo en el que se muestran madejas de lana, confecciones para niños y medias de seda, y un letrero pintado de azul claro, donde con letra picuda se lee "Trini" y debajo y más pequeño, "Mercería". Un chico de la vecindad que es poeta y que mira a la muchacha con una ternura profunda, trata en vano de explicar a su familia, a la hora de la comida:
—Vosotros no os dais cuenta, pero a mí estas tiendas pequeñitas y recoletas que se llaman "Trini", ¡me producen una nostalgia!
—Este chico es tonto —asegura el padre—, el día que yo desaparezca no sé lo que va a ser de él.
El poeta de la vecindad es un jovencito melenudo, pálido, que está siempre evadido, sin darse cuenta de nada, para que no se le escape la inspiración, que es algo así como una mariposita ciega y sorda pero llena de luz, una mariposita que vuela al buen tuntún, a veces dándose contra las paredes, a veces más alta que las estrellas. El poeta de la vecindad tiene dos rosetones en las mejillas. El poeta de la vecindad, en algunas ocasiones, cuando está en vena, se desmaya en los Cafés y tienen que llevarlo al retrete, a que se despeje un poco con el olor a desinfectante, que duerme en su jaulita de alambre, como un grillo.
Detrás de Trini viene Nati, la compañera de Facultad de Martín, una chica que anda muy bien vestida, quizá demasiado bien vestida, y después María Auxiliadora, la que se fue monja con las dos mayores hace poco. Cierran la serie de los hijos tres calamidades: los tres pequeños. Socorrito se escapó con un amigo de su hermano Paco, Bartolomé Anguera, que es pintor; llevan una vida de bohemios en un estudio de la calle de los Caños, donde se tienen que helar de frío, donde el día menos pensado van a amanecer tiesos como sorbetes. La chica asegura a sus amigas que es feliz, que todo lo da por bien empleado con tal de estar al lado de Bartolo, de ayudarle a hacer su Obra. Lo de "Obra" lo dice con un énfasis tremendo de letra mayúscula, con un énfasis de jurado de las Exposiciones Nacionales.
—En las Nacionales no hay criterio —dice Socorrito—, no saben por dónde andan. Pero es igual, tarde o temprano no tendrán más remedio que medallar a mi Bartolo.
En la casa hubo un disgusto muy serio con la marcha de Socorrito.
—¡Si por lo menos se hubiera ido de Madrid! —decía su hermano Paco, que tenía un concepto geográfico del honor.
La otra, María Angustias, al poco tiempo empezó con que quería dedicarse al cante y se puso de nombre Carmen del Oro. Pensó también en llamarse Rosario Giralda y Esperanza de Granada, pero un amigo suyo, periodista, le dijo que no, que el nombre más a propósito era Carmen del Oro. En ésas andábamos cuando, sin dar tiempo a la madre a reponerse de lo de Socorrito, María Angustias se lió la manta a la cabeza y se largó con un banquero de Murcia que se llamaba don Estanislao Ramírez. La pobre madre se quedó tan seca que ya ni lloraba.
El pequeño, Juan Ramón, salió de la serie B y se pasaba el día mirándose al espejo y dándose cremas a la cara.
A eso de las siete, entre dos enfermos, don Francisco sale al teléfono. Casi no se oye lo que habla.
—¿Va a estar usted en casa?
—Bien, yo iré por allí a eso de las nueve.
—No, no llame a nadie.
La muchacha parece estar en trance, el ademán soñador, la mirada perdida, en los labios la sonrisa de la felicidad.
—Es muy bueno, mamá, es muy bueno, muy bueno. Me cogió una mano, me miró fijo a los ojos...
—¿Nada más?
—Si. Se me acercó mucho y dijo: Julita, mi corazón arde de pasión, yo ya no puedo vivir sin ti, si me desprecias mi vida ya no tendrá objeto, será como un cuerpo que flota, sin rumbo, a merced del destino. Doña Visi sonríe emocionada.
—Igual que tu padre, hija mía, igual que tu padre. Doña Visi entorna la mirada y se queda beatíficamente pensativa, dulce y quizás algo tristemente descansada.
—Claro... El tiempo pasa... ¡Me estás haciendo vieja, Julita!
Doña Visi está unos segundos en silencio. Después se lleva el pañuelo a los ojos y se seca dos lágrimas que asomaban tímidas.
—¡Pero mamá!
—No es nada, hijita; la emoción. ¡Pensar que algún día llegarás a ser de algún hombre! Pidamos a Dios, hijita mía, para que te depare un buen marido, para que haga que llegues a ser la esposa del hombre que te mereces.
—Sí, mamá.
—Y cuídate mucho, Julita, ¡por el amor de Dios! No le des confianza ninguna, te lo suplico. Los hombre son taimados y van a lo suyo, no te fies jamás de buenas palabras. No olvides que los hombres se divierten con las frescas, pero al final se casan con las decentes.
—Sí, mamá.
—Claro que sí, hijita. Y conserva lo que conservé yo durante veintitrés años para que se lo llevase tu padre. ¡Es lo único que las mujeres honestas y sin fortuna podemos ofrecerles a nuestros maridos!
Doña Visi está hecha un mar de lágrimas. Julita trata de consolarla.
—Descuida, mamá.
En el Café, doña Rosa sigue explicándole a la señorita Elvira que tiene el vientre suelto, que se pasó la noche yendo y viniendo del water a la alcoba y de la alcoba al water.
—Yo creo que algo me habrá sentado mal; los alimentos, a veces, están en malas condiciones; si no, no me lo explico.
—Claro, eso debió ser seguramente.
La señorita Elvira, que es ya como un mueble en el Café de doña Rosa, suele decir a todo amén. El tener amiga a doña Rosa es algo que la señorita Elvira considera muy importante.
—¿Y tenía usted retortijones?
—¡Huy, hija! ¡Y qué retortijones! ¡Tenía el vientre como la caja de los truenos! Para mí que cené demasiado. Ya dice la gente, de grandes cenas están las sepulturas llenas.