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Authors: Camilo José Cela

La Colmena (25 page)

BOOK: La Colmena
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La señorita Elvira seguía asintiendo.

—Sí, eso dicen, que cenar mucho es malo, que no se hace bien la digestión.

—¿Qué se va a hacer bien? ¡Se hace muy mal! Doña Rosa bajó un poco la voz.

—¿Usted duerme bien?

Doña Rosa trata a la señorita Elvira unas veces de tú y otras de usted, según le da.

—Pues sí, suelo dormir bien.

Doña Rosa pronto sacó su conclusión.

—¡Será que cena usted poco!

La señorita Elvira se quedó algo perpleja.

—Pues sí, la verdad es que mucho no ceno. Yo ceno más bien poco.

Doña Rosa se apoya en el respaldo de una silla.

—Anoche, por ejemplo, ¿qué cenó usted?

—¿Anoche? Pues ya ve usted, poca cosa, unas espinacas y dos rajitas de pescadilla.

La señorita Elvira había cenado una peseta de castañas asadas, veinte castañas asadas, y una naranja de postre.

—Claro, éste es el secreto. A mí me parece que esto de hincharse no debe ser saludable.

La señorita Elvira piensa exactamente lo contrario, pero se lo calla.

Don Pedro Pablo Tauste, el vecino de don Ibrahim de Ostolaza y dueño del taller de reparación de calzado "La clínica del chapín", vio entrar en su tenducho a don Ricardo Sorbedo, que el pobre venía hecho una calamidad.

—Buenas tardes, don Pedro, ¿da usted su permiso?

—Adelante, don Ricardo, ¿qué de bueno le trae por aquí?

Don Ricardo Sorbedo, con su larga melena enmarañada; su bufandilla descolorida y puesta un tanto al desgaire; su traje roto, deformado y lleno de lámparas; su trasnochada chalina de lunares y su seboso sombrero verde de ala ancha, es un extraño tipo, medio mendigo y medio artista, que malvive del sable, y del candor y de la caridad de los demás. Don Pedro Pablo siente por él cierta admiración y le da una peseta de vez en cuando. Don Ricardo Sorbedo es un hombre pequeñito, de andares casi pizpiretos, de ademanes grandilocuentes y respetuosos, de hablar preciso y ponderado, que construye muy bien sus frases, con mucho esmero.

—Poco de bueno, amigo don Pedro, que la bondad escasea en este bajo mundo, y sí bastante de malo es lo que me trae a su presencia.

Don Pedro Pablo ya conocía la manera de empezar, era siempre la misma. Don Ricardo disparaba, como los artilleros, por elevación.

—¿Quiere usted una peseta?

—Aunque no la necesite, mi noble amigo, siempre la aceptaría por corresponder a su gesto de procer.

—¡Vaya!

Don Pedro Pablo Tauste sacó una peseta del cajón y se la dio a don Ricardo Sorbedo.

—Poco es...

—Sí, don Pedro, poco es, realmente, pero su desprendimiento al ofrecérmela es como una gema de muchos quilates.

—Bueno, ¡si es así!

Don Ricardo Sorbedo era algo amigo de Martín Marco a veces, cuando se encontraban, se sentaban en el banco de un paseo y se ponían a hablar de arte y literatura.

Don Ricardo Sorbedo había tenido una novia, hasta hace poco tiempo, a la que dejó por cansancio y aburrimiento. La novia de don Ricardo Sorbedo era una golfita hambrienta, sentimental y un poco repipia, que se llamaba Maribel Pérez. Cuando don Ricardo Sorbedo se quejaba de lo mal que se estaba poniendo todo, la Maribel procuraba consolarlo con filosofías.

—No te apures —decía la novia—, el alcalde de Cork tardó más de un mes en palmarla.

A la Maribel le gustaban las flores, los niños y los animales; era una chica bastante educada y de modales finos.

—¡Ay, ese niño rubio! ¡Qué monada! —le dijo un día, paseando por la plaza del Progreso, a su novio.

—Como todos —le contestó don Ricardo Sorbedo—. Ése es un niño como todos. Cuando crezca, si no se muere antes, será comerciante, o empleado del Ministerio de Agricultura, o quién sabe si dentista incluso. A lo mejor le da por el arte y sale pintor o torero, y tiene hasta sus complejos sexuales y todo.

La Maribel no entendía demasiado de lo que le contaba su novio.

—Es un tío muy culto mi Ricardito —les decía a sus amigas—, ¡ya lo creo! ¡Sabe de todo!

—¿Y os vais a casar?

—Sí, cuando podamos. Primero dice que quiere retirarme, porque esto del matrimonio debe ser a cala y a prueba, como los melones. Yo creo que tiene razón.

—Puede. Oye, ¿y qué hace tu novio?

—Pues, mujer, como hacer, lo que se dice hacer, no hace nada, pero ya encontrará algo, ¿verdad?

—Sí, algo siempre aparece.

El padre de Maribel había tenido una corsetería modesta en la calle de la Colegiata, hacía ya bastantes años, corseteria que traspasó porque a su mujer, la Eulogia, se le metió entre ceja y ceja que lo mejor era poner un bar de camareras en la calle de la Aduana. Él bar de la Eulogia se llamó "El paraíso terrenal" y marchó bastante bien hasta que el ama perdió el seso y se escapó con un tocaor que anda siempre bebido.

—¡Qué vergüenza! —decía don Braulio, el papá de la Maribel— ¡Mi señora liada con ese desgraciado que la va a matar de hambre!

El pobre don Braulio se murió poco después, de una pulmonía, y a su entierro fue, de luto riguroso y muy compungido, Paco el Sardina, que vivía con la Eulogia en Carabanchel Bajo.

—¡Es que no somos nadie! ¿Eh? —le decía en el entierro el Sardina a un hermano de don Braulio que había venido de Astorga para asistir al sepelio,

—¡Ya, ya!

—La vida es lo que tiene, ¿verdad, usted?

—Sí, si, ya lo creo, eso es lo que tiene —le contestaba don Bruno, el hermano de don Braulio, en el autobús camino del Este.

—Era bueno este hermano de usted, que en paz descanse.

—Hombre, sí. Si fuera malo lo hubiera deslomado a usted.

—¡Pues también es verdad!

—¡Claro que también! Pero lo que yo digo: en este vida hay que ser tolerantes.

El Sardina no contestó. Por dentro iba pensando que el don Bruno era un tío moderno.

—¡Ya lo creo! ¡Éste es un tío la mar de moderno! ¡Queramos o no queramos, esto es lo moderno, qué contra!

A don Ricardo Sorbedo, los argumentos de la novia no le convencían mucho.

—Sí, chica, pero a mí las hambres del alcalde de Cork no me alimentan, te lo juro.

—Pero no te apures, hombre, no eches los pies por alto, no merece la pena. Además, ya sabes que no hay mal que cíen años dure.

Cuando tuvieron esta conversación, don Ricardo Sorbedo y Maribel estaban sentados ante dos blancos, en una tasca que hay en la calle Mayor, cerca del Gobierno Civil, en la otra acera. La Maribel tenía una peseta y le había dicho a don Ricardo:

—Vamos a tomarnos un blanco en cualquier lado. Ya está una harta de callejear y de coger frío.

—Bueno, vamos a donde tú quieras.

La pareja estaba esperando a un amigo de don Ricardo, que era poeta y que algunas veces los invitaba a café con leche e incluso a un bollo suizo. El amigo de don Ricardo era un joven que se llamaba Ramón Maello y que no es que nadase en la abundancia, pero tampoco pasaba lo que se dice hambre. El hombre, que era hijo de familia, siempre se las arreglaba para andar con unas pesetas en el bolsillo. El chico vivía en la calle de Apodaca, encima de la mercería de Trini y, aunque no se llevaba muy bien con su padre, tampoco se había tenido que marchar de casa. Ramón Maello andaba algo delicado de salud y haberse marchado de su casa le hubiera costado la vida.

—Oye, ¿tú crees que vendrá?

—Sí, mujer, el Ramón es un chico serio. Está un poco en la luna, pero también es serio y servicial, ya verás como viene.

Don Ricardo Sorbedo bebió un traguito y se quedó pensativo.

—Oye, Maribel, ¿a qué sabe esto? La Maribel bebió también.

—Chico, no sé. A mi me parece que a vino. Don Ricardo sintió, durante unos segundos, un asco tremendo por su novia.

—¡Esta tía es como una calandria! —pensó. La Maribel ni se dio cuenta. La pobre casi nunca se daba cuenta de nada.

—Mira qué gato más hermoso. Ése sí que es un gato feliz, ¿verdad?

El gato —un gato negro, lustroso, bien comido y bien dormido— se paseaba, paciente y sabio como un abad, por el reborde del zócalo, un reborde noble y antiguo que tenía lo menos cuatro dedos de ancho.

—A mí me parece que este vino sabe a té, tiene el mismo sabor que el té.

En el mostrador, unos chóferes de taxi se bebían sus vasos.

—¡Mira, mira! Es pasmoso que no caiga. En un rincón otra pareja se adoraba en silencio, mano sobre mano, un mirar fijo en el otro mirar.

—Yo creo que cuando se tiene la barriga vacía todo sabe a té.

Un ciego se paseó por entre las mesas cantando los cuarenta iguales.

—¡Qué pelo negro más bonito! ¡Casi parece azul! ¡Vaya gato!

De la calle se colaba, al abrir la puerta, un vientecillo frío mezclado con el ruido de los tranvías, aún más frío todavía.

—Al té sin azúcar, al té que toman los que padecen del estómago.

El teléfono comenzó a sonar estrepitosamente.

—Es un gato equilibrista, un gato que podría trabajar en el circo.

El chico del mostrador se secó las manos con su mandil de rayas verdes y negras y descolgó el teléfono.

—El té sin azúcar, más propio parece para tomar baños de asiento que para ser ingerido.

El chico del mostrador cogió el teléfono y gritó:

—¡Don Ricardo Sorbedo!

Don Ricardo le hizo una seña con la mano.

—¿Eh?

—¿Es usted don Ricardo Sorbedo?

—Si. ¿tengo algún recado?

—Sí, de parte de Ramón que no puede venir, que se le ha puesto la mamá mala.

En la tahona de la calle de San Bernardo, en la diminuta oficina donde se llevan las cuentas, el señor Ramón habla con su mujer, la Paulina, y con don Roberto González, que ha vuelto al día siguiente, agradecido a los cinco duros del patrón, a ultimar algunas cosas y dejar en orden unos asientos.

El matrimonio y don Roberto charlan alrededor de una estufa de serrín, que da bastante calor. Encima de la estufa hierven, en una lata vacía de atún, unas hojas de laurel.

Don Roberto tiene un día alegre, cuenta chistes a los panaderos.

—Y entonces el delgado va y le dice al gordo: "¡Usted es un cochino!", y el gordo se vuelve y le contesta: "Oiga, oiga, ¡a ver si se cree usted que huelo siempre así!"

La mujer de don Ramón está muerta de risa, le ha entrado el hipo y grita, mientras se tapa los ojos con las dos manos:

—¡Calle, calle, por el amor de Dios! Don Roberto quiere remachar su éxito.

—¡Y todo eso dentro de un ascensor! La mujer llora, entre grandes carcajadas, y se echa atrás en la silla.

—¡Calle, calle!

Don Roberto también se ríe.

—¡El delgado tenía cara de pocos amigos!

El señor Ramón, con las manos cruzadas sobre el vientre y la colilla en los labios, mira para don Roberto y para la Paulina.

—¡Este don Roberto, tiene unas cosas cuando está de buenas!

Don Roberto está infatigable.

—¡Y aún tengo otro preparado, señora Paulina!

—¡Calle, calle, por amor de Dios!

—Bueno, esperaré a que se reponga un poco, no tengo prisa.

La señora Paulina, golpeándose los recios muslos con las palmas de las manos, aún se acuerda de lo mal que olía el señor gordo.

Estaba enfermo y sin un real, pero se suicidó porque olía a cebolla.

—Huele a cebolla que apesta, huele un horror a cebolla.

—Cállate, hombre, yo no huelo nada, ¿quieres que abra la ventana?

—No, me es igual. El olor no se iría, son las paredes las que huelen a cebolla, las manos me huelen a cebolla. La mujer era la imagen de la paciencia.

—¿Quieres lavarte las manos?

—No, no quiero, el corazón también me huele a cebolla.

—Tranquilízate.

—No puedo, huele a cebolla.

—Anda, procura dormir un poco.

—No podría, todo me huele a cebolla.

—¿Quieres un vaso de leche?

—No quiero un vaso de leche. Quisiera morirme, nada más que morirme, morirme muy de prisa, cada vez huele más a cebolla.

—No digas tonterías.

—¡Digo lo que me da la gana! ¡Huele a cebolla! El hombre se echó a llorar.

—¡Huele a cebolla!

—Bueno, hombre, bueno, huele a cebolla.

—¡Claro que huele a cebolla! ¡Una peste!

La mujer abrió la ventana. El hombre, con los ojos llenos de lágrimas, empezó a gritar.

—¡Cierra la ventana! ¡No quiero que se vaya el olor a cebolla!

—Como quieras.

La mujer cerró la ventana.

—Quiero agua en una taza; en un vaso, no.

La mujer fue a la cocina, a prepararle una taza de agua a su marido.

La mujer estaba lavando la taza cuando se oyó un berrido infernal, como si a un hombre se le hubieran roto los dos pulmones de repente.

El golpe del cuerpo contra las losetas del patio, la mujer no lo oyó. En vez sintió un dolor en las sienes, un dolor frío y agudo como el de un pinchazo con una aguja muy larga.

—¡Ay!

El grito de la mujer salió por la ventana abierta; nadie le contestó, la cama estaba vacia.

Algunos vecinos se asomaron a las ventanas del patio.

—¿Qué pasa?

La mujer no podía hablar. De haber podido hacerlo, hubiera dicho:

—Nada, que olía un poco a cebolla.

Seoane, antes de ir a tocar el violín al Café de doña Rosa, se pasa por una óptica. El hombre quiere enterarse del precio de las gafas ahumadas; su mujer tiene unos ojos cada vez peor.

—Vea usted, fantasía con cristales Zeiss, doscientas cincuenta pesetas.

Seoane sonríe con amabilidad.

—No, no, yo las quiero más económicas.

—Muy bien, señor. Este modelo quizá le agrade; ciento setenta y cinco pesetas.

Seoane no había dejado de sonreír.

—No, no me explico bien; yo quisiera ver unas de tres a cuatro duros.

El dependiente lo mira con profundo desprecio. Lleva bata blanca y unos ridículos lentes de pinzas, se peina con raya al medio y mueve el culito al andar.

—Eso lo encontrará usted en una droguería. Siento no poder servir al señor.

—Bueno, adiós; usted perdone.

Seoane se va parando en los escaparates de las droguerías.

Algunas un poco más ilustradas, que se dedican también a revelar carretes de fotos, tienen, efectivamente, gafas de color en las vitrinas.

—¿Tiene gafas de tres duros?

La empleada es una chica mona, complaciente.

—Sí, señor, pero no se las recomiendo; son muy frágiles. Por poco más, podemos ofrecerle a usted un modelo que está bastante bien.

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