La Colmena (29 page)

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Authors: Camilo José Cela

BOOK: La Colmena
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—¡Asi reventases, mala víbora! —dice por lo bajo.

Victorita, con su abriguillo de algodón, va dando una carrera hasta la tipografía "El Porvenir", en la calle de la Madera, donde trabaja de empaquetadora, todo el santo dia de pie.

Hay veces en que Victorita tiene más frío que de costumbre y ganas de llorar, unas ganas inmensas de llorar.

Doña Rosa madruga bastante, va todos los dias a misa de siete.

Doña Rosa duerme, en este tiempo, con camisón de abrigo, un camisón de franela inventado por ella.

Doña Rosa, de vuelta de la iglesia, se compra unos churros, se mete en su Café por la puerta del portal —en su Café que semeja un desierto cementerio, con las sillas patas arriba, encima de las mesas, y la cafetera y el piano enfundados—, se sirve una copeja de ojén, y desayuna.

Doña Rosa, mientras desayuna, piensa en lo inseguro de los tiempos; en la guerra que, ¡Dios no lo haga!, van perdiendo los alemanes; en los camareros, el encargado, el echador, los músicos, hasta el botones, tienen cada dia más exigencias, más pretensiones, más humos.

Doña Rosa, entre sorbo y sorbo de ojén, habla sola, en voz baja, un poco sin sentido, sin ton ni son y a la buena de Dios.

—Pero quien manda aquí soy yo, ¡mal que os pese! Si quiero me echo otra copa y no tengo que dar cuenta a nadie. Y si me da la gana, tiro la botella contra un espejo. No lo hago porque no quiero. Y si quiero, echo el cierre para siempre y aquí no se despacha un café ni a Dios. Todo esto es mío, mi trabajo me costó levantarlo.

Doña Rosa, por la mañana temprano, siente que el Café es más suyo que nunca.

—El Café es como el gato, sólo que más grande. Como el gato es mío, si me da la gana le doy morcilla o lo mato a palos.

Don Roberto González ha de calcular que, desde su casa a la Diputación, hay más de media hora andando. Don Roberto González, salvo que esté muy cansado, va siempre a pie a todas partes. Dando un paseíto se estiran las piernas y se ahorra, por lo menos, una veinte a diario, treinta y seis pesetas al mes, casi noventa duros al año.

Don Roberto González desayuna una taza de malta con leche bien caliente y media barra de pan. La otra media la lleva, con un poco de queso manchego, para tomársela a media mañana.

Don Roberto González no se queja, los hay que están peor. Después de todo, tiene salud, que es lo principal.

El niño que canta flamenco duerme debajo de un puente, en el camino del cementerio. El niño que canta flamenco vive con algo parecido a una familia gitana, con algo en lo que, cada uno de los miembros que la forman, se las agencia como mejor puede, con una libertad y una autonomía absolutas.

El niño que canta flamenco se moja cuando llueve, se hiela si hace frío, se achicharra en el mes de agosto, mal guarecido a la escasa sombra del puente: es la vieja ley del Dios del Sinai.

El niño que canta flamenco tiene un pie algo torcido; rodó por un desmonte, le dolió mucho, anduvo cojeando algún tiempo...

Purita acarició la frente de Martín.

—Tengo un duro y pico en el bolso, ¿quieres que mande por algo para desayunar?

Martín, con la felicidad, había perdido la vergüenza. A todo el mundo le suele pasar lo mismo.

—Bueno.

—¿Qué quieres, café y unos churros?

Martin se rió un poquito, estaba muy nervioso.

—No, café y dos bollos suizos, ¿te parece?

—A mí me parece lo que tú quieras. Purita besó a Martín. Martín saltó de la cama, dio dos vueltas por la habitación y se volvió a acostar.

—Dame otro beso.

—Todos los que tú quieras.

Martín, con un descaro absoluto, sacó el sobre de las colillas y lió un cigarrillo. Purita no se atrevió a decirle ni palabra. Martín tenía en la mirada casi el brillo del triunfador.

—Anda, pide el desayuno.

Purita se puso el vestido sobre la piel y salió al pasillo. Martín, al quedarse solo, se levantó y se miró al espejo.

Doña Margot, con los ojos abiertos, dormía el sueño de los justos en el Depósito, sobre el frío mármol de una de las mesas. Los muertos del Depósito no parecen personas muertas, parecen peleles asesinados, máscaras a las que se les acabó la cuerda.

Es más triste un títere degollado que un hombre muerto.

La señorita Elvira se despierta pronto, pero no madruga. A la señorita Elvira le gusta estarse en la cama, muy tapada, pensando en sus cosas, o leyendo "Los misterios de París" sacando sólo un poco la mano para sujetar el grueso, el mugriento, el desportillado volumen.

La mañana sube, poco a poco, trepando como un gusano por los corazones de los hombres y de las mujeres de la ciudad; golpeando, casi con mimo, sobre los mirares recién despiertos, esos mirares que jamás descubren horizontes nuevos, paisajes nuevos, nuevas decoraciones.

La mañana, esa mañana eternamente repetida, juega un poco, sin embargo, a cambiar la faz de la ciudad, ese sepulcro, es cucaña, esa colmena...

¡Que Dios nos coja confesados!

Final

Han pasado tres o cuatro días. El aire va tomando cierto color de Navidad. Sobre Madrid, que es como una vieja planta con tiernos tallitos verdes, se oye, a veces, entre el hervir de la calle, el dulce voltear, el cariñoso voltear de las campanas de alguna capilla. Las gentes se cruzan, presurosas. Nadie piensa en el de al lado, en ese hombre que a lo mejor va mirando para el suelo; con el estómago deshecho o un quiste en un pulmón o la cabeza destornillada...

Don Roberto lee el periódico mientras desayuna. Luego se va a despedir de su mujer, de la Filo, que se quedó en la cama medio mala.

—Ya lo he visto, está bien claro. Hay que hacer algo por ese chico, piensa tú. Merecer no se lo merece, pero, ¡despues de todo!

La Filo llora mientras dos de los hijos, al lado de la cama, miran sin comprender: los ojos llenos de lágrimas, la expresión vagamente triste, casi perdida, como la de esas terneras que aún alientan —la humeante sangre sobre las losas del suelo— mientras lamen, con la torpe lengua de los últimos instantes, la roña de la blusa del matarife que las hiere, indiferente como un juez: la colilla en los labios, el pensamiento en cualquier criada y una romanza de zarzuela en la turbia voz.

Nadie se acuerda de los muertos que llevan ya un año bajo tierra.

En las familias se oye decir:

—No olvidaros, mañana es el aniversario de la pobre mamá.

Es siempre una hermana, la más triste, que lleva la cuenta...

Doña Rosa va todos los dias a la Corredera, a hacer la compra, con la criada detrás. Doña Rosa va a la plaza después de haber trajinado lo suyo en el Café; doña Rosa prefiere caer sobre los puestos cuando ya la gente remite, vencida la mañana.

En la plaza se encuentra, a veces, con su hermana. Doña Rosa pregunta siempre por sus sobrinas. Un dia le dijo a doña Visi:

—¿Y Julita?

—Ya ves.

—¡A esa chica le hace falta un novio! Otro día —hace un par de días— doña Visi al ver a doña Rosa, se le acercó radiante de alegría!

—¿Sabes que a la niña le ha salido novio?

—¿Sí?

—Sí.

—¿Y qué tal?

—La mar de bien, hija, estoy encantada.

—Bueno, bueno, que así sea, que no se tuerzan las cosas...

—¿Y por qué se van a torcer, mujer?

—¡Qué sé yo! ¡Con el género que hay ahora!

—¡Ay, Rosa, tú siempre viéndolo todo negro!

—No, mujer, lo que pasa es que a mí me gusta ver venir las cosas. Si salen bien, pues mira, ¡tanto mejor!

—Sí.

—Y si no...

—Si no, otro será, digo yo.

—Sí, si éste no te la desgracia.

Aún quedan tranvías en los que la gente se sienta cara a cara, en dos largas filas que se contemplan con detenimiento, hasta con curiosidad incluso.

—Ése tiene cara de pobre cornudo, seguramente su señora se le escapó con alguien, a lo mejor con un corredor de bicicleta, quién sabe si con uno de Abastos.

Si el trayecto es largo, la gente se llega a encariñar. Parece que no, pero siempre se siente un poco que aquella mujer, que parecía tan desgraciada, se quede en cualquier calle y no la volvamos a ver jamás, ¡cualquiera sabe si en toda la vida!

—Debe arreglarse mal, quizá su marido esté sin trabajo, a lo mejor están llenos de hijos.

Siempre hay una señora joven, gruesa, pintada, vestida con cierta ostentación. Lleva un gran bolso de piel verde, unos zapatos de culebra, un lunar pintado en la mejilla.

—Tiene aire de ser la mujer de un prendero rico. También tiene aire de ser la querida de un médico; los médicos eligen siempre queridas muy llamativas, parece como si quisieran decir a todo el mundo: "¡Hay que ver! ¿Eh? ¿Ustedes se han fijado bien? ¡Ganado del mejor!"

Martín viene de Atocha. Al llegar a Ventas se apea y tira a pie por la carretera del Este. Va al cementerio a ver a su madre, doña Filomena López de Marco, que murió hace algún tiempo, un día de poco antes de Nochebuena.

Pablo Alonso dobla el periódico y llama al timbre. Laurita se tapa, le da todavía algo de vergüenza que la doncella la vea en la cama. Después de todo, hay que pensar que no lleva viviendo en la casa más que dos días; en la pensión de la calle de Preciados donde se metió al salir de su portería de Lagasca, ¡se estaba tan mal!

—¿Se puede?

—Pase. ¿Está el señor Marco?

—No, señor, se marchó hace ya rato. Me pidió una corbata vieja del señor, que fuese de luto.

—¿Se la dio?

—Sí, señor.

—Bien. Prepáreme el baño.

La criada se va de la habitación.

—Tengo que salir, Laurita. ¡Pobre desgraciado! ¡Lo único que le faltaba!

—¡Pobre chico! ¿Crees que lo encontrarás?

—No sé, miraré en Comunicaciones o en el Banco de España, suele caer por allí a pasar la mañana.

Desde el camino del Este se ven unas casuchas miserables, hechas de latas viejas y de pedazos de tablas. Unos niños juegan tirando piedras contra los charcos que la lluvia dejó. Por el verano, cuando todavía no se secó del todo el Abroñigal, pescan ranas a palos y se mojan los pies en las aguas sucias y malolientes del regato. Unas mujeres buscan en los montones de basura. Algún hombre ya viejo, quizás impedido, se sienta a la puerta de una choza sobre un cubo boca abajo, y extiende al tibio sol de la mañana un periódico lleno de colillas.

—No se dan cuenta, no se dan cuenta...

Martín, que iba buscando una rima de "laurel", para un soneto a su madre que ya tenía empezado, piensa en eso ya tan dicho de que el problema no es de producción, sino de distribución.

—Verdaderamente, ésos están peor que yo. ¡Qué barbaridad! ¡Las cosas que pasan!.

Paco llega, sofocado, con la lengua fuera, al bar de la calle de Narváez. El dueño, Celestino Ortiz, sirve una copita de cazalla al guardia García.

—El abuso del alcohol es malo para las moléculas del cuerpo humano, que son, como ya le dije alguna vez, de tres clases: moléculas sanguíneas, moléculas musculares y moléculas nerviosas, porque las quema y las echa a perder, pero una copita de cuando en cuando sirve para calentar el estómago.

—Lo mismo digo.

—...y para alumbrar las misteriosas zonas del cerebro humano.

El guardia Julio García está embobado.

—Cuentan que los filósofos antiguos, los de Grecia y los de Roma y los de Cartago, cuando querían tener algún poder sobrenatural...

La puerta se abrió violentamente y un ramalazo de aire helado corrió sobre el mostrador.

—¡Esa puerta!

—¡Hola, señor Celestino!

El dueño le interrumpió. Ortiz cuidaba mucho los tratamientos, era algo así como un jefe de protocolo en potencia.

—Amigo Celestino.

—Bueno, déjese ahora. ¿Ha venido Martín por aquí?

—No, no ha vuelto desde el otro día, se conoce que se enfadó; a mí esto me tiene algo disgustado, puede creerme. Paco se volvió de espaldas al guardia.

—Mire. Lea aquí.

Paco le dio un periódico doblado.

—Ahí abajo.

Celestino lee despacio, con el entrecejo fruncido.

—Mal asunto.

—Eso creo.

—¿Qué piensa usted hacer?

—No sé. ¿A usted qué se le ocurre? Yo creo que será mejor hablar con la hermana, ¿no le parece? ¡Si pudiéramos mandarlo a Barcelona, mañana mismo!

En la calle de Torrijos, un perro agoniza en el alcorque de un árbol. Lo atropello un taxi por mitad de la barriga. Tiene los ojos suplicantes y la lengua fuera. Unos niños le hostigan con el pie. Asisten al espectáculo dos o tres docenas de personas.

Doña Jesusa se encuentra con Purita Bartolomé.

—¿Qué pasa ahí?

—Nada, un chucho deslomado.

—¡Pobre!

Doña Jesusa coge de un brazo a Purita.

—¿Sabes lo de Martín?

—No, ¿qué le pasa?

—Escucha.

Doña Jesusa lee a Purita unas lineas del periódico.

—¿Y ahora?

—Pues no sé, hija, me temo que nada bueno. ¿Lo has visto?

—No, no lo he vuelto a ver.

Unos basureros se acercan al grupo del can moribundo, cogen al perro de las patas de atrás y lo tiran dentro del carrito. El animal da un profundo, un desalentado aullido de dolor, cuando va por el aire. El grupo mira un momento para los basureros y se disuelve después. Cada uno tira para un lado. Entre las gentes hay, quizás, algún niño pálido que goza —mientras sonríe siniestramente, casi imperceptiblemente— en ver como el perro no acaba de morir...

Ventura Aguado habla con la novia, con Julita, por teléfono.

—Pero ¿ahora mismo?

—Sí, hija, ahora mismo. Dentro dé media hora estoy en el Metro de Bilbao, no faltes.

—No, no, pierde cuidado. Adiós.

—Adiós, échame un beso..

—Tómalo, mimoso.

A la media hora, al llegar a la boca del Metro de Bilbao, Ventura se encuentra con Julita, que ya espera. La muchacha tenía una curiosidad enorme, incluso hasta un poco de preocupación. ¿Qué pasaría?

—¿Hace mucho tiempo que has llegado?

—No, no llega a cinco minutos. ¿Qué ha pasado?

—Ahora te diré, vamos a meternos aquí. Los novios entran en una cervecería y se sientan al fondo, ante una mesa casi a oscuras.

—Lee.

Ventura enciende una cerilla para que la chica pueda leer.

—¡Pues sí, en buena se ha metido tu amigo!

—Eso es todo lo que hay, por eso te llamaba. Julita está pensativa.

—¿Y qué va a hacer?

—No sé, no lo he visto.

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