Authors: Camilo José Cela
—Oye.
—Qué.
—¿En qué piensas?
—Psché...
—No le des más vueltas a eso; lo del Paquito yo te lo arreglo, yo tengo un amigo que manda mucho en Auxilio Social, es primo del gobernador civil de no sé dónde.
El señor José baja la mano hasta el escote de la chica.
—¡Ay, qué fría!
—No te apures, yo la calentaré.
El hombre pone la mano en la axila de Purita, por encima de la blusa.
—¡Qué caliente tienes el sobaco!
—Sí.
Purita tiene mucho calor debajo del brazo, parece como si estuviera mala.
—¿Y tú crees que el Paquito podrá entrar?
—Mujer, yo creo que si, que a poco que pueda mi amigo, ya entrará.
—¿Y tú amigo querrá hacerlo?
El señor José tiene la otra mano en una liga de Purita. Purita, en el invierno, lleva liguero, las ligas redondas no se le sujetan bien porque está algo delgada. En el verano va sin medias; parece que no, pero supone un ahorro, ¡ya lo creo!
—Mi amigo hace lo que yo le mando, me debe muchos favores.
—¡Ojalá! ¡Dios te oiga!
—Ya lo verás como sí.
La chica está pensando, tiene la mirada triste, perdida. El señor José le separa un poco los muslos, se los pellizca.
—¡Con el Paquito en la guardería, ya es otra cosa!
El Paquito es el hermano pequeño de la chica. Son cinco hermanos y ella, seis: Ramón, el mayor, tiene veintidós años y está haciendo el servicio en África; Mariana, que la pobre está enferma y no puede moverse de la cama, tiene dieciocho; Julio, que trabaja de aprendiz en una imprenta, anda por los catorce; Rosita tiene once, y Paquito, el más chico, nueve. Purita es la segunda, tiene veinte años, aunque quizá represente alguno más.
Los hermanos viven solos. Al padre lo fusilaron, por esas cosas que pasan, y la madre murió, tísica y desnutrida, el año 41.
A Julio le dan cuatro pesetas en la imprenta. El resto se lo tiene que ganar Purita a pulso, callejeando todo el día, recalando después de la cena por casa de doña Jesusa.
Los chicos viven en un sotabanco de la calle de la Ternera. Purita para en una pensión, asi está más libre y puede recibir recados por teléfono. Purita va a verlos todas las mañanas, a eso de las doce o la una. A veces, cuando no tiene compromiso, también almuerza con ellos; en la pensión le guardan la comida para que se la tome a la cena, si quiere.
El señor José tiene ya la mano, desde hace rato, dentro del escote de la muchacha.
—¿Quieres que nos vayamos?
—¡Si tú quieres!
El señor José ayuda a Purita a ponerse el abriguillo de algodón.
—Sólo un ratito, ¿eh?, la parienta está ya con la mosca en la oreja.
—Lo que tú quieras.
—Toma, para ti.
El señor José mete cinco duros en el bolso de Purita, un bolso teñido de azul que mancha un poco las manos.
—Que Dios te lo pague.
A la puerta de la habitación, la pareja se despide.
—Oye, ¿cómo te llamas?
—Yo me llamo José Sanz Madrid, ¿y tú?, ¿es verdad que te llamas Purita?
—Sí, ¿por qué te iba a mentir? Yo me llamo Pura Bartolomé Alonso.
Los dos se quedan un rato mirando para el paragüero,
—Bueno, ¡me voy!
—Adiós, Pepe, ¿no me das un beso?
—Sí, mujer.
—Oye, ¿cuando sepas algo de lo del Paquito, me llamarás?
—Si, descuida, yo te llamaré a ese teléfono.
Doña Matilde llama a voces a sus huéspedes:
—¡Don Tesi! ¡Don Ventura! ¡La cena! Cuando se encuentra con don Tesifonte, le dice:
—Para mañana he encargado hígado, ya veremos qué cara le pone.
El capitán ni la mira, va pensando en otras cosas.
—Si, puede que tenga razón ese chico. Estándose aquí como un bobalicón, pocas conquistas se pueden hacer, ésa es la verdad.
A doña Montserrat le han robado el bolso en la Reserva, ¡qué barbaridad!, ¡ahora hay ladrones hasta en las iglesias! No llevaba más que tres pesetas y unas perras, pero el bolso estaba aún bastante bien, en bastante buen uso.
Se había entonado ya el "Tantum ergo" —que el irreverente de José María, el sobrino de doña Montserrat, cantaba con la música del himno alemán— y en los bancos no quedaban ya sino algunas señoras rezagadas, dedicadas a sus particulares devociones.
Doña Montserrat medita sobre lo que acaba de leer: "Este jueves trae al alma fragancia de azucenas y también dulce sabor de lágrimas de contrición perfecta. En la inocencia fue un ángel, en la penitencia emuló las austeridades de la Tebaida..."
Doña Montserrat vuelve un poco la cabeza, y el bolso ya no está.
Al principio no se dio mucha cuenta, todo en su imaginación eran mutaciones, apariciones y desapariciones.
En su casa, Julita guarda otra vez el cuaderno y, como los huéspedes de doña Matilde, va también a cenar. La madre le da un cariñoso pellizco en la cara.
—¿Has estado llorando? Tienes los ojos encarnados.
Julita contesta con un mohín.
—No, mamá, he estado pensando. Doña Visi sonríe con cierto aire pícaro.
—¿En él?
—Sí.
Las dos mujeres se cogen del brazo.
—Oye, ¿cómo se llama?
—Ventura.
—¡Ah, lagartona! ¡Por eso pusiste Ventura al chinito! La muchacha entorna los ojos.
—Sí.
—¿Entonces lo conoces ya desde hace algún tiempo?
—Sí, hace ya mes y medio o dos meses que nos vemos de vez en cuando.
La madre se pone casi seria.
—¿Y cómo no me habías dicho nada?
—¿Para qué iba a decirte nada antes de que se me declarase?
—También es verdad. ¡Parezco tonta! Has hecho muy bien, hija, las cosas no deben decirse nunca hasta que suceden ya de una manera segura. Hay que ser siempre discretas.
A Julita le corre un calambre por las piernas, nota un poco de calor por el pecho.
—Si, mamá, ¡muy discretas!
Doña Visi vuelve a sonreír y preguntar.
—Oye, ¿y qué hace?
—Estudia Notarías.
—¡Si sacase una plaza!
—Ya veremos si tiene suerte, mamá. Yo he ofrecido dos velas si saca una Notaría de primera, y una si no saca más que una de segunda.
—Muy bien hecho, hija mía, a Dios rogando y con el mazo dando, yo ofrezco también lo mismo. Oye... ¿Y cómo se llama de apellido?
—Aguado.
—No está mal, Ventura Aguado. Doña Visi ríe alborozada.
—¡Ay, hija, qué ilusión! Julita Moisés de Aguado, ¿tú te das cuenta?
La muchacha tiene el mirar perdido.
—Ya, ya.
La madre, velozmente, temerosa de que todo sea un sueño que se vaya de pronto a romper en mil pedazos como una bombilla, se apresura a echar las falsas cuentas de la lechera.
—Y tu primer hijo, Julita, si es niño, se llamará Roque, como el abuelo, Roque Aguado Moisés. ¡Qué felicidad! ¡Ay, cuando lo sepa tu padre! ¡Qué alegría!
Julita ya está del otro lado, ya cruzó la corriente, ya habla de sí misma como de otra persona, ya nada le importa fuera del candor de la madre.
—Si es niña, le pondré tu nombre, mamá. También hace muy bien Visitación Aguado Moisés.
—Gracias, hija, muchas gracias, me tienes emocionada. Pero pidamos que sea varón; un hombre hace siempre mucha falta.
A la chica le vuelven a temblar las piernas.
—Si, mamá, mucha.
La madre habla con las manos enlazadas sobre el vientre.
—¡Mira tú que si Dios hiciera que tuviese vocación!
—¡Quién sabe!
Doña Visi eleva su mirada a las alturas. El cielo raso de la habitación tiene algunas manchas de humedad.
—La ilusión de toda mi vida, ¡un hijo sacerdote!
Doña Visi es en aquellos momentos la mujer más feliz de Madrid. Coge a la hija de la cintura —de una manera muy semejante a como la coge Ventura en casa de doña Celia— y la balancea como a un niño pequeño.
—A lo mejor lo es el nietecito, chatita, ¡a lo mejor! Las dos mujeres ríen, abrazadas, mimosas.
—¡Ay, ahora cómo deseo vivir!
Julita quiere adornar su obra.
—Sí, mamá, la vida tiene muchos encantos.
Julita baja la voz, que suena velada, cadenciosa.
—Yo creo que conocer a Ventura —los oídos de la muchacha zumban ligeramente— ha sido una gran suerte para mi.
La madre prefiere dar una muestra de sensatez.
—Ya veremos, hija, ya veremos. ¡Dios lo haga! ¡Tengamos fe! Si, ¿por qué no? Un nietecito sacerdote que nos edifique a todos con su virtud. ¡Un gran orador sagrado! ¡Mira tú que, si ahora que estamos de broma, después resulta que salen anuncios de los Ejercicios Espirituales dirigidos por el Reverendo Padre Roque Aguado Moisés! Yo sería ya una viejecita, hija mía, pero no me cabría el corazón en el pecho de orgullo.
—A mí tampoco, mamá.
Martín se repone pronto, va orgulloso de sí mismo.
—¡Vaya lección! ¡Ja, ja!
Martín acelera el paso, va casi corriendo, a veces da un saltito.
—¡A ver qué se le ocurre decir ahora a ese jabalí! El jabalí es doña Rosa.
Al llegar a la Glorieta de San Bernardo, Martín piensa en el regalo de Nati.
—A lo mejor está todavía Rómulo en la tienda.
Rómulo es un librero de viejo que tiene a veces, en su cuchitril, algún grabado interesante.
Martín se acerca hasta el cubil de Rómulo, bajando, a la derecha, después de la Universidad.
En la puerta cuelga un cartelito que dice: "Cerrado. Los recados por el portal". Dentro se ve luz, se conoce que Rómulo está ordenando las fichas o apartando algún encargo.
Martin llama con los nudillos sobre la puertecita que da al patio.
—¡Hola, Rómulo!
—Hola, Martín, ¡dichosos los ojos! Martín saca tabaco, los dos hombres fuman sentados en torno al brasero que Rómulo sacó de debajo de la mesa.
—Estaba escribiendo a mi hermana, la de Jaén. Yo ahora vivo aquí, no salgo más que para comer; hay veces que no tengo gana y no me muevo de aquí en todo el día; me traen un café de ahi enfrente y en paz.
Martin mira unos libros que hay sobre una silla de enea, con el respaldo en pedazos, que ya no sirve más que de estante.
—Poca cosa.
—Sí, no es mucho. Eso de Romanones, "Notas de una vida", sí tiene interés, está muy agotado.
—Sí.
Martín deja los libros en el suelo.
—Oye, quería un grabado que estuviera bien.
—¿Cuánto te quieres gastar?
—Cuatro o cinco duros.
—Por cinco duros te puedo dar uno que tiene gracia; no es muy grande, ésa es la verdad, pero es auténtico. Además lo tengo con marquito y todo, así lo compré. Si es para un regalo, te viene que ni pintiparado.
—Sí, es para dárselo a una chica.
—¿A una chica? Pues como no sea una ursulina, ni hecho a la medida, ahora lo verás. Vamos a fumarnos el pitillo con calma, nadie nos apura.
—¿Cómo es?
—Ahora lo vas a ver, es una Venus que debajo lleva unas figuritas. Tiene unos versos en toscano o en provenzal, yo no sé.
Rómulo deja el cigarro sobre la mesa y enciende la luz del pasillo. Vuelve al instante con una marco, que limpia con la manga del guardapolvo.
—Mira.
El grabado es bonito, está iluminado.
—Los colores son de la época.
—Eso parece.
—Sí, sí, de eso puedes estar seguro.
El grabado representa una Venus rubia, desnuda completamente, coronada de flores. Está de pie, dentro de una orla dorada. La melena le llega, por detrás, hasta las rodillas. Encima del vientre tiene la rosa de los vientos, es todo muy simbólico. En la mano derecha tiene una flor y en la izquierda, un libro. El cuerpo de la Venus se destaca sobre un cielo azul, todo lleno de estrellas. Dentro de la misma orla, hacia abajo, hay dos círculos pequeños, el de debajo del libro con un Tauro y el de debajo de la flor con una Libra. El pie del grabado representa una pradera rodeada de árboles. Dos músicos tocan, uno un laúd y otro un arpa, mientras tres parejas, dos sentadas y una paseando, conversan. En los ángulos de arriba, dos ángeles soplan con los carrillos hinchados. Debajo hay cuatro versos que no se entienden.
—¿Qué dice aquí?
—Por detrás está, me lo tradujo Rodríguez Entrena, el catedrático de Cardenal Cisneros. Por detrás, escrito a lápiz, se lee:
Venus, granada en su ardor,
enciende los corazones gentiles donde hay un cantar.
Y con danzas y vagas fiestas por amor,
induce con un suave divagar.
—¿Te gusta?
—Sí, a mí todas estas cosas me gustan mucho. El mayor encanto de todos estos versos es su imprecisión, ¿no crees?
—Sí, eso me parece a mí. Martín saca otra vez la cajetilla.
—¡Bien andas de tabaco!
—Hoy. Hay dias que no tengo ni gota, que ando guardando las colillas de mi cuñado, eso lo sabes tú.
Rómulo no contesta, le parece más prudente, sabe que el tema del cuñado saca de quicio a Martin.
—¿En cuánto me lo dejas?
—Pues mira, en veinte; te habia dicho veinticinco, pero si me das veinte te lo llevas. A mí me costó quince y lleva ya en el estante cerca de un año. ¿Te hace en veinte?
—Venga, dame un duro de vuelta.
Martín se lleva la mano al bolsillo. Se queda un instante parado, con las cejas fruncidas, como pensando. Saca el pañuelo que pone sobre las rodillas.
—Juraría que estaba aquí. Martín se pone de pie.
—No me explico...
Busca en los bolsillos del pantalón, saca los forros fuera.
—¡Pues la he hecho buena! ¡Lo único que me faltaba!
—¿Qué te pasa?
—Nada, prefiero no pensarlo.
Martín mira en los bolsillos de la americana, saca la vieja, deshilachada cartera, llena de tarjetas de amigos, de recortes de periódico.
—¡La he pringado!
—¿Has perdido algo?
—Los cinco duros...
Juita siente una sensación rara. A veces nota como un pesar, mientras que otras veces tiene que hacer esfuerzos para no sonreír.
—La cabeza humana —piensa— es un aparato poco perfecto. ¡Si se pudiera leer como en un libro lo que pasa por dentro de las cabezas! No, no; es mejor que siga todo así, que no podamos leer nada, que nos entendamos los unos con los otros sólo con lo que queramos decir, ¡qué carajo!, ¡aunque sea mentira!
A Julita, de cuando en cuando, le gusta decir a solas algún taco.
Por la calle van cogidos de la mano, parecen un tío con una sobrina que saca de paseo.
La niña, al pasar por la portería, vuelve la cabeza para el otro lado. Va pensando y no ve el primer escalón.