La Colmena (21 page)

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Authors: Camilo José Cela

BOOK: La Colmena
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—Y tú, rica, ¿sabes lo que yo quiero?

—No, señor; usted dirá.

El usurero tenía un ligero temblorcillo en la voz.

—Oye, sácate las tetitas.

La muchacha se sacó las tetitas por el escote.

—¿Tú sabes lo que son treinta mil pesetas?

—Sí, señor.

—¿Las has visto alguna vez juntas?

—No, señor, nunca.

—Pues yo te las voy a enseñar. Es cuestión de que tú quieras; tú y tu novio.

Un aire abyecto voló, torpemente, por la habitación, rebotando de mueble en mueble, como una mariposa moribunda.

—¿Hace?

Victorita sintió que un chorro de desvergüenza le subía a la cara.

—Por mi, sí. Por seis mil duros soy capaz de pasarme toda la vida obedeciéndole a usted. ¡Y más vidas que tuviera!

—¿Y tu novio?

—Ya se lo preguntaré, a ver si quiere.

El portal de doña María se abre y de él sale una muchachita, casi una niña, que cruza la calle.

—¡Oye, oye! ¡Si parece que ha salido de esta casa! El guardia Julio García se aparta del sereno, Gumersindo Vega.

—¡Suerte!

—Es lo que hace falta.

El sereno, al quedarse solo, se pone a pensar en el guardia. Después se acuerda de la señorita Pirula. Después, del chuzazo que le arreó en los riñones, el verano pasado, a un lila que andaba propasándose. Al sereno le da la risa.

—¡Cómo galopaba el condenado!

Doña María bajó la persiana.

—¡Ay, qué tiempos! ¡Cómo está todo el mundo! Después se calló unos instantes.

—¿Qué hora es ya?

—Son ya cerca de las doce. Anda, vamonos a dormir, será lo mejor.

—¿Nos vamos a acostar?

—Sí, será lo mejor.

Filo recorre las camas de los hijos, dándoles la bendición. Es, ¿cómo diríamos?, es una precaución que no deja de tomarse todas las noches.

Don Roberto lava su dentadura postiza y la guarda en un vaso de agua, que cubre con un papel de retrete, al que da unas vueltecitas rizadas por el borde, como las de los cartuchos de almendras. Después se fuma el último pitillo. A don Roberto le gusta fumarse todas las noches un pitillo, ya en la cama y sin los dientes puestos.

—No me quemes las sábanas.

—No, mujer.

El guardia se acerca a la chica y la coge de un brazo.

—Pensé que no bajabas.

—¡Ya ves!

—¿Por qué has tardado tanto?

—¡Pues mira! Los niños no se querían dormir. Y después el señorito: "¡Petrita, tráeme agua!, ¡Petrita, tráeme el tabaco del bolsillo de la chaqueta!, ¡Petrita, tráeme el periódico que está en el recibidor!" ¡Creí que iba a estar toda la noche pidiéndome cosas!

Petrita y el guardia desaparecen en una bocacalle, camino de los solares de la Plaza de Toros.

Un vientecillo frío le sube a la muchacha por las piernas tibias.

Javier y Pirula fuman los dos un solo cigarrillo. Es ya el tercero de la noche.

Están en silencio y se besan, de cuando en cuando, con voluptuosidad, con parsimonia.

Echados sobre el diván, con las caras muy juntas, tienen los ojos entornados mientras se complacen en pensar, vagarosamente, en nada o en casi nada.

Llega el instante en que se dan un beso más largo, más profundo, más desbordado. La muchacha respira hondamente, como quejándose. Javier la coge del brazo, como a una niña, y la lleva hasta la alcoba.

El lecho tiene la colcha de moaré, sobre la que se refleja la silueta de una araña de porcelana, de color violeta clarito, que cuelga del techo. Al lado de la cama arde una estufita eléctrica.

Un airecillo templado le sube a la muchacha por las piernas tibias.

—¿Está eso en la mesa de noche?

—Sí... No hables...

Desde los solares de la Plaza de Toros, incómodo refugio de las parejas pobres y llenas de conformidad, como los feroces, los honestísimos amantes del Antiguo Testamento, se oyen —viejos, renqueantes, desvencijados, con la carrocería destornillada y los frenos ásperos y violentos— los tranvías que pasan, no muy lejanos, camino de las cocheras.

El solar mañanero de los niños alborotadores, camorristas, que andan a pedrada limpia todo el santo día, es, desde la hora de cerrar los portales, un edén algo sucio donde no se puede bailar, con suavidad, a los acordes de algún recóndito, casi ignorado, aparatito de radio; donde no se puede fumar el aromático deleitoso cigarrillo del preludio, donde no se pueden decir, al oído, fáciles ingeniosidades seguras, absolutamente seguras. El solar de los viejos y las viejas de después de comer, que vienen a alimentarse al sol, como los lagartos, es, desde la hora en que los niños y los matrimonios cincuentones se acuestan y se ponen a soñar, un paraíso directo donde no caben evasiones ni subterfugios, donde todo el mundo sabe a lo que va, donde se ama noblemente, casi con dureza, sobre el suelo tierno, en el que quedan, ¡todavía!, las rayitas que dibujó la niña que se pasó la mañana saltando a la pata coja, los redondos, los perfectos agujeros que cavó el niño que gastó avaramente sus horas muertas jugando a las bolas.

—¿Tienes frío, Petrita?

—No, Julio; ¡estoy tan bien a tu lado!

—¿Me quieres mucho?

—Mucho, no lo sabes tú bien.

Martín Marco vaga por la ciudad sin querer irse a la cama. No lleva encima ni una perra gorda y prefiere esperar a que acabe el Metro, a que se escondan los últimos amarillos y enfermos tranvías de la noche. La ciudad parece más suya, más de los hombres que, como él, marchan sin rumbo fijo con las manos en los vacíos bolsillos —en los bolsillos que, a veces, no están ni calientes—, con la cabeza vacía, con los ojos vacíos, y en el corazón, sin que nadie se lo explique, un vacío profundo e implacable.

Martín Marco sube por Torrijos hasta Diego de León, lentamente, casi olvidadamente, y baja por Príncipe de Vergara, por General Mola, hasta la plaza de Salamanca, con el Marqués de Salamanca en medio, vestido de levita y rodeado de un jardinillo verde y cuidado con mimo. A Martín Marco le gustan los paseos solitarios, las largas, cansadas caminatas por las calles anchas de la ciudad, por las mismas calles que de día, como por un milagro, se llenan —rebosantes como las tazas de los desayunos honestos— con las voces de los vendedores, los ingenuos y descocados cuplés de las criadas de servir, las bocinas de los automóviles, los llantos de los niños pequeños: tiernos, violentos, urbanos lobeznos amaestrados.

Martin Marco se sienta en un banco de madera y enciende una colilla que lleva envuelta, con otras varias, en un sobre que tiene un membrete que dice: "Diputación Provincial de Madrid. Negociado de Cédulas Personales".

Los bancos callejeros son corno una antología de todos los sinsabores y de casi todas las dichas: el viejo que descansa su asma, el cura que lee su breviario, el mendigo que se despioja, el albañil que almuerza mano a mano con su mujer, el tísico que se fatiga, el loco de enormes ojos soñadores, el músico callejero que apoya su cornetín sobre las rodillas, cada uno con su pequeñito o su grande afán, van dejando sobre las tablas del banco ese aroma cansado de las carnes que no llegan a entender del todo el misterio de la circulación de la sangre. Y la muchacha que reposa las consecuencias de aquel hondo quejido, y la señora que lee un largo novelón de amor, y la pequeña mecanógrafa que devora su bocadillo de butifarra y pan de tercera, y la cancerosa que aguanta su dolor, y la tonta de la boca entreabierta y dulce babita colgando, y la vendedora de baratijas que apoya la bandeja sobre el regazo, y la niña que lo que más le gusta es ver cómo mean los hombres...

El sobre de las colillas de Martín Marco salió de casa de su hermana. El pobre, bien mirado, es un sobre que ya no sirve para nada más que para llevar colillas, o clavos, o bicarbonato. Hace ya varios meses que quitaron las cédulas personales. Ahora hablan de dar unos carnets de identidad, con fotografía y hasta con huellas dactilares, pero eso lo más probable es que todavía yaya para largo. Las cosas del Estado marchan con lentitud.

Entonces Celestino, volviéndose hacia la fuerza, les dice:

—¡Ánimo, muchachos! ¡Adelante por la victoria! ¡El que tenga miedo que se quede! ¡Conmigo no quiero más que hombres enteros, hombres capaces de dejarse matar por defender una idea!

La fuerza está en silencio, emocionada, pendiente de sus palabras. En los ojos de los soldados se ve el furioso brillo de las ganas de pelear.

—¡Luchamos por una humanidad mejor! ¿Qué importa nuestro sacrificio si sabemos que no ha de ser estéril, si sabemos que nuestros hijos recogerán la cosecha de lo que hoy sembramos?

Sobre las cabezas de la tropa vuela la aviación contraria.

Ni uno solo se mueve.

—¡Y a los tanques de nuestros enemigos, opondremos el temple de nuestros corazones! La fuerza rompe el silencio.

—¡Muy bien!

—¡Y los débiles, y los pusilánimes, y los enfermos, deberán desaparecer!

—¡Muy bien!

—¡Y los explotadores, y los especuladores, y los ricos!

—¡Muy bien!

—¡Y los que juegan con el hambre de la población trabajadora!

—¡Muy bien!

—¡Repartiremos el oro del Banco de España!

—¡Muy bien!

—¡Pero para alcanzar la ansiada meta de la victoria final, es preciso nuestro sacrificio en aras de la libertad!

—¡Muy bien!

Celestino estaba más locuaz que nunca.

—¡Adelante, pues, sin desfallecimientos y sin una sola claudicación!

—¡Adelante!

—¡...Luchamos por el pan y la libertad!

—¡Muy bien!

—¡Y nada más! ¡Que cada cual cumpla con su deber! ¡Adelante!

Celestino, de repente, sintió ganas de hacer una necesidad.

—¡Un momento!

La fuerza se quedó un poco extrañada. Celestino dio una vuelta, tenía la boca seca. La fuerza empezó a desdibujarse, a hacerse un poco confusa... Celestino Ortiz se levantó de su jergón, encendió la luz del bar, tomó un traguito de sifón y se metió en el retrete.

Laurita ya se tomó su pippermint. Pablo ya se tomó un whisky. El violinista melenudo, probablemente, aún sigue rascando, con gesto dramático, su violín lleno de czardas sentimentales y de valses vieneses.

Pablo y Laurita están ya solos.

—¿No me dejarás nunca, Pablo?

—Nunca, Laurita.

La muchacha es feliz, incluso muy feliz. Allá en el fondo de su corazón, sin embargo, se levanta como una inconcreta, como una ligera sombra de duda.

La muchacha se desnuda, lentamente, mientras mira al hombre con los ojos tristes, como una colegiala interna.

—¿Nunca, de verdad?

—Nunca, ya lo verás.

La muchacha lleva una combinación blanca, bordada con florecitas de color de rosa.

—¿Me quieres mucho?

—Un horror.

La pareja se besa de pie, ante el espejo del armario. Los pechos de Laurita se aplastan un poco contra la chaqueta del hombre.

—Me da vergüenza, Pablo. Pablo se ríe.

—¡Pobrecita!

La muchacha lleva un sostén minúsculo.

—Suéltame aquí.

Pablo le besa la espalda, de arriba abajo.

—¡Ay!

—¿Qué te pasa?

Laurita sonríe, agachando un poco la cabeza.

—¡Qué malo eres!

El hombre le vuelve a besar en la boca.

—Pero ¿no te gusta?

La muchacha siente hacia Pablo un agradecimiento profundo.

—Sí, Pablo, mucho. Me gusta mucho, muchísimo...

Martín siente frio y piensa ir a darse una vuelta por los hotelitos de la calle de Alcántara, de la calle de Montesa, de la calle de Las Naciones, que es una callejuela corta, llena de misterio, con árboles en las rotas aceras y paseantes pobres y pensativos, que se divierten viendo entrar y salir a la gente de las casas de citas, imaginándose lo que pasa dentro, detrás de los muros de sombrío ladrillo rojo.

El espectáculo, incluso para Martín, que lo ve desde dentro, no resulta demasiado divertido, pero se mata el tiempo. Además, de casa en casa, siempre se va cogiendo algo de calor.

Y algo de cariño también. Hay algunas chicas muy simpáticas, las de tres duros; no son muy guapas, ésa es la verdad, pero son muy buenas y amables, y tienen un hijo en los agustinos o en los jesuítas, un hijo por el que hacen unos esfuerzos sin límite para que no salga un hijo de puta, un hijo al que van a ver, de vez en cuando, algún domingo por la tarde, con un velito a la cabeza y sin pintar. Las otras, las de postín, son insoportables con sus pretensiones y con su empaque de duquesas; son guapas, bien es cierto, pero también son atravesadas y despóticas, y no tienen ningún hijo en ningún lado. Las putas de lujo abortan, y si no pueden, ahogan a la criatura en cuanto nace, tapándole la cabeza con una almohada y sentándose encima.

Martín va pensando, a veces habla en voz baja.

—No me explico —dice— cómo sigue habiendo criaditas de veinte años ganando doce duros.

Martín se acuerda de Petrita, con sus carnes prietas y su cara lavada, con sus piernas derechas y sus senos levantándole la blusita o el jersey.

—Es un encanto de criatura, haría carrera y hasta podría ahorrar algunos duros. En fin, mientras siga decente, mejor hace. Lo malo será cuando la tumbe cualquier pescadero o cualquier guardia de Seguridad. Entonces será cuando se dé cuenta de que ha estado perdiendo el tiempo. ¡Allá ella!

Martin sale por Lista y al llegar a la esquina del General Pardiñas le dan el alto, le cachean y le piden la documentación.

Martín iba arrastrando los pies, iba haciendo ¡clas! ¡clas! sobre las losas de la acera. Es una cosa que le entretiene mucho...

Don Mario de la Vega fue pronto a la cama, el hombre quería estar descansado al día siguiente, por si salía bien la maniobra que llevaba doña Ramona.

El hombre que iba a entrar cobrando dieciséis pesetas, no era cuñado de una muchacha que trabajaba de empaquetadora en la tipografía "El Porvenir", de la calle de la Madera, porque a su hermano Paco le había agarrado la tisis con saña.

—Bueno, muchacho, hasta mañana, ¿eh?

—Adiós, siga usted bien. Hasta mañana y que Dios le dé mucha suerte, le estoy a usted muy agradecido.

—De nada, hombre, de nada. El caso es que sepas trabajar.

—Procuraré, sí, señor.

Al aire de la noche, Petrita se queja, gozosa, toda la sangre del cuerpo en la cara.

Petrita quiere mucho al guardia, es su primer novio, el hombre que se llevó las primicias por delante. Allí en el pueblo, poco antes de venirse, la chica tuvo un pretendiente, pero la cosa no pasó a mayores.

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