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Authors: Camilo José Cela

La Colmena (18 page)

BOOK: La Colmena
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El guardia Julio García Morrazo era feliz en su oficio; subirse de balde a los tranvías era algo que, al principio, le llamaba mucho la atención.

—Claro —pensaba—, es que uno es autoridad.

En el cuartel lo querían bien todos los jefes porque era obediente y disciplinado y nunca había sacado los pies del plato, como otros guardias que se creían tenientes generales. El hombre hacía lo que le mandaban, no ponía mala cara a nada, y todo lo encontraba bien; él sabía que no le quedaba otra cosa que hacer, y no se le ocurría pensar en nada más.

—Cumpliendo la orden —se decía— nunca tendrán que decirme nada. Y además, el que manda, manda, para eso tienen galones y estrellas y yo no los tengo.

El hombre era de buen conformar y tampoco quería complicaciones.

—Mientras me den de comer caliente todos los días y lo que tenga que hacer no sea más que pasear detrás de las estraperlistas...

Victorita, a la hora de la cena, riñó con la madre.

—¿Cuándo dejas a ese tísico? ¡Anda, que lo que vas a sacar tú de ahí!

—Yo saco lo que me da la gana.

—Sí, microbios y que un día te hinche el vientre.

—Yo ya sé lo que me hago, lo que me pase es cosa mía.

—¿Tú? ¡Tú qué vas a saber! Tú no eres más que una mocosa que no sabe de la misa la media.

—Yo sé lo que necesito.

—Sí, pero no lo olvides; si te deja en estado, aquí no pisas.

Victorita se puso blanca.

—¿Eso es lo que te dijo la abuela? La madre se levantó y le pegó dos tortas con toda su alma. Victorita ni se movió.

—¡Golfa! ¡Mal educada! ¡Que eres una golfa! ¡Asi no se le habla a una madre!

Victorita se secó con el pañuelo un poco de sangre que tenia en los dientes.

—Ni a una hija tampoco. Si mi novio está malo, bastante desgracia tiene para que tú estés todo el día llamándole tísico.

Victorita se levantó de golpe y salió de la cocina. El padre había estado callado todo el tiempo.

—¡Déjala que se vaya a la cama! ¡Tampoco hay derecho a hablarla así! ¿Que quiere a ese chico? Bueno, pues déjala que lo quiera, cuanto más le digas va a ser peor. Además, ¡para lo que va a durar el pobre!

Desde la cocina se oía un poco el llanto entrecortado de la chica, que se había tumbado encima de la cama.

—¡Niña, apaga la luz! Para dormir no hace falta luz. Victorita buscó a tientas la pera de la luz y la apagó.

Don Roberto llama al timbre de su casa; se había dejado las llaves en el otro pantalón, siempre le pasa lo mismo y eso que no hacia más que decirlo: "Cambiarme las llaves del pantalón, cambiarme las llaves del pantalón". Le sale a abrir la puerta su mujer.

—Hola, Roberto.

—Hola.

La mujer procura tratarlo bien y ser amable; el hombre trabaja como un negro para mantenerlos con la cabeza a flote.

—Vendrás con frío, ponte las zapatillas, te las tuve puestas al lado del gas.

Don Roberto se puso las zapatillas y la chaqueta vieja de casa, una americana raída, que fue marrón en sus tiempos, con una rayita blanca que hacía muy fino, muy elegante.

—¿Y los niños?

—Bien, acostaditos ya; el pequeño dio un poco de guerra para dormirse, no sé si estará algo malito.

El matrimonio fue hacia la cocina; la cocina es el único sitio de la casa donde se puede estar durante el invierno.

—¿Arrimó ese botarate por aquí?

La mujer eludió la respuesta, a lo mejor se habían cruzado en el portal y metía la pata. A veces, por querer que las cosas salgan bien y que no haya complicaciones, se mete la pata y se organizan unos líos del diablo.

—Te tengo de cena chicharros fritos. Don Roberto se puso muy contento, los chicharros fritos es una de las cosas que más le gustan.

—Muy bien.

La mujer le sonrió, mimosa.

—Y con unas perras que fui sisando de la plaza, te he traído media botella de vino. Trabajas mucho, y un poco de vino, de vez en cuando, siempre te vendrá bien al cuerpo.

La bestia de González, según le llamaba su cuñado, era un pobre hombre, un honesto padre de familia, más infeliz que un cubo, que en seguida se ponía tierno.

—¡Qué buena eres, hija! Muchas veces lo he pensado: hay días en que, si no fuera por ti, yo no sé lo que haría. En fin, un poco de paciencia, lo malo son estos primeros años, hasta que yo me vaya situando, estos diez primeros años. Después ya todo será coser y cantar, ya verás.

Don Roberto besó a su mujer en la mejilla.

—¿Me quieres mucho?

—Mucho, Roberto, ya lo sabes tú.

El matrimonio cenó sopa, chicharros fritos y un plátano. Después del postre, don Roberto miró fijo para su mujer.

—¿Qué quieres que te regale mañana? La mujer sonrió, llena de felicidad y de agradecimiento.

—¡Ay, Roberto! ¡Qué alegría! Creí que este año tampoco te ibas a acordar.

—¡Calla, boba! ¿Por qué no me iba a acordar? El año pasado fue por lo que fue, pero este año...

—¡Ya ves! ¡Me encuentro tan poquita cosa!

A la mujer, como hubiese seguido, tan sólo un instante, pensando en su pequeñez, se le hubieran arrasado los ojos de lágrimas.

—Di, ¿qué quieres que te regale?

—Pero, hombre, ¡con lo mal que andamos!

Don Roberto, mirando para el plato, bajó un poco la voz
.

—En la panadería pedí algo a cuenta.

La mujer lo miró cariñosa, casi entristecida.

—¡Qué tonta soy! Con la conversación me había olvidado de darte un vaso de leche.

Don Roberto, mientras su mujer fue a la fresquera, con tinuó:

—Me dieron también diez pesetas para comprarles alguna chuchería a los niños.

—¡Qué bueno eres, Roberto!

—No, hija, son cosas tuyas; como todos, ni mejor ni peor.

Don Roberto se bebió un vaso de leche, su mujer le da siempre un vaso de leche de sobrealimentación.

—A los chicos pensé comprarles una pelota. Si sobra algo, me tomaré un vermú. No pensaba decirte nada, pero, ¡ya ves!, no sé guardar un secreto.

A doña Ramona Bragado le llamó por teléfono don Mario de la Vega, uno que tiene una imprenta. El hombre quería noticias de algo detrás de lo que andaba ya desde hacia varios dias.

—Y además, son ustedes del mismo oficio, la chica trabaja en una imprenta, yo creo que no ha pasado de aprendiza.

—¿Ah, sí? ¿En cuál?

—En una que se llama tipografía "El Porvenir", que está en la calle de la Madera.

—Ya, ya; bueno, mejor, asi todo queda en el gremio. Oiga, ¿y usted cree que...? ¿Eh?

—Sí, descuide usted, eso es cosa mía. Mañana, cuando eche usted el cierre, pásese por la lechería y me saluda con cualquier disculpa.

—Sí, sí.

—Pues eso. Yo se la tendré allí, ya veremos con qué motivo. La cosa me parece que ya está madurita, que ya está al caer. La criatura está muy harta de calamidades y no aguanta más que lo que queramos dejarla tranquila. Además, tiene el novio enfermo y quiere comprarle medicinas; estas enamoradas son las más fáciles, ya verá usted. Esto es pan comido.

—¡Ojalá!

—Usted lo ha de ver. Oiga, don Mario, que de aquello no bajo un real, ¿eh? Bastante en razón me he puesto.

—Bueno, mujer, ya hablaremos.

—No, ya hablaremos, no, ya está todo hablado. ¡Mire usted que doy marcha atrás!

—Bueno, bueno.

Don Mario se rió, como dándoselas de hombre muy baqueteado. Doña Ramona quería atar bien todos los cabos.

—¿De acuerdo?

—Sí, mujer, de acuerdo.

Cuando don Mario volvió a la mesa, le dijo al otro:

—Usted entrará cobrando dieciséis pesetas, ¿entendido? Y el otro le contestó:

—Sí, señor, entendido.

El otro es un pobre chico que había estudiado algo, pero que no acababa de encajar en nada; el hombre no tenía buena suerte ni tampoco buena salud. En su familia había una vena de tísicos; a un hermano suyo que se llamaba Paco lo habían devuelto del cuartel porque ya no podía ni con su alma.

Los portales llevan ya algún tiempo cerrados, pero el mundo de los noctámbulos sigue todavía goteando, cada vez más lentamente, camino del autobús.

La calle, al cerrar de la noche, va tomando un aire entre hambriento y misterioso, mientras un vientecillo que corre como un lobo, silba por entre las casas.

Los hombres y las mujeres que van, a aquellas horas, hacia Madrid, son los noctámbulos puros, los que salen por salir, los que tienen ya la inercia de trasnochar: los clientes con dinero de los cabarets, de los cafés de la Gran Vía, llenos de perfumadas, de provocativas mujeres que llevan el pelo teñido y unos impresionantes abrigos de pieles, de color negro, con alguna canita blanca de cuando en cuando; o los noctivagos de bolsillo más ruin, que se meten a charlar en una tertulia, o se van de copeo por los tupis. Todo, menos quedarse en casa.

Los otros, los trasnochadores accidentales, los clientes de los cines, que sólo salen alguna que otra noche, siempre a tiro hecho y jamás a lo que caiga, han pasado hace ya rato, antes de cerrar los portales. Primero los clientes de los cines del centro, apresurados, mejor vestidos, que tratan de coger un taxi: los clientes del Callao, del Capítol, del Palacio de la Música, que pronuncian casi correctamente los nombres de las actrices, que incluso alguno de ellos es invitado de vez en cuando a ver películas en la Embajada inglesa, en el local de la calle de Orfila. Saben mucho de cine y en vez de decir, como los habituales de los cines de barrio, "es una película estupenda de la Joan Crawford", dicen, como hablando siempre para iniciados, "es una grata comedia, muy francesa, de René Clair", o "es un gran drama de Frank Capra". Ninguno sabe con exactitud qué es lo "muy francés", pero no importa; vivimos un poco el tiempo de la osadía, ese espectáculo que algunos hombres de limpio corazón contemplan atónitos desde la barrera sin entender demasiado lo que sucede, que es bien claro.

Los clientes de los cines de barrio, los hombres que no saben nunca quiénes son los directores, pasan un poco después, ya con los portales cerrados, sin grandes prisas, peor vestidos, menos preocupados también, por lo menos a esas horas, Marchan dando un paseíto hasta el Narváez, el Alcalá, el Tívoli, el Salamanca, donde ven películas ya famosas, con una fama quizá ya un poco marchita por varias semanas de Gran Vía, películas de hermosos, poéticos nombres que plantean tremendos enigmas humanos no siempre descifrados.

Los clientes de los cines de barrio todavía deberán esperar algún tiempo para ver "Sospecha" o "Las aventuras de Marco Polo" o "Si no amaneciera".

El guardia Julio García Morrazo, en una de las veces en que se llegó hasta la esquina, se acordó de Celestino, el del bar.

—Este Celestino es el mismo diablo, ¡qué cosas se le ocurren! Pero no tiene un pelo de tonto, es hombre que ha leído la mar de libros.

Celestino Ortiz, después de recordar aquello de la ira ciega y de la animalidad, quitó su libro, su único libro, de encima de los botellines de vermú y lo guardó en el cajón. ¡Las cosas que pasan! Martin Marco no salió del bar con la frente rota en pedazos, gracias a Nietzsche. ¡Si Nietzsche levantara la cabeza!

Detrás de los visillos de su entresuelo, doña María Morales de Sierra, hermana de doña Clarita Morales de Pérez, la mujer de don Camilo, el callista que vivía en la misma casa de don Ignacio Galdácano, el señor que no podrá asistir a la reunión en casa de don Ibrahim porque está loco, habla a su marido, don José Sierra, Ayudante de Obras Públicas.

—¿Te has fijado en ese guardia? No hace más que ir de un lado para otro, como si esperase a alguien.

El marido ni le contesta. Leyendo el periódico está totalmente evadido, igual que si viviese en un mundo mudo y extraño, muy lejos de su mujer. Si don José Sierra no hubiera alcanzado un grado tan perfecto de abstracción no podría leer el periódico en su casa.

—Ahora vuelve otra vez para aquí. ¡Lo que daría por saber qué hace! Y eso que éste es un barrio tranquilo, de gente de orden. ¡Si fuera por ahí detrás, por los solares de la Plaza de Toros, que está todo negro como boca de lobo!

Los solares de la antigua Plaza de Toros están a unas docenas de pasos del entresuelo de doña María.

—Por ahí ya sería otra cosa, por ahí son capaces hasta de atracarla a una, ¡pero por aquí! Por amor de Dios, ¡si esto está como una balsa de aceite! ¡Si por aquí no se mueve ni una rata!

Doña María se volvió, sonriente. Su sonrisa no pudo verla su marido, que seguía leyendo.

Victorita lleva ya mucho rato llorando y en su cabeza los proyectos se atropellan unos con otros: desde meterse a monja hasta echarse a la vida, todo le parece mejor que seguir en su casa. Si su novio pudiera trabajar, le propondría que se escapasen juntos; trabajando los dos, malo sería que no pudiesen reunir lo bastante para comer. Pero su novio, la cosa era bien clara, no estaba para nada más que para estarse en la cama todo el día, sin hacer nada y casi sin hablar. ¡También era fatalidad! Lo del novio, todo el mundo lo dice, a veces se cura con mucha comida y con inyecciones; por lo menos, si no se curan del todo, se ponen bastante bien y pueden durar muchos años, y casarse, y hacer vida normal. Pero Victorita no sabe cómo buscar dinero. Mejor dicho, sí lo sabe, pero no acaba de decidirse; si Paco se enterase, la dejaría en el momento, ¡menudo es! Y si Victorita se decidiese a hacer alguna barbaridad, no sería por nada ni por nadie más que por Paco. Victorita hay algunos momentos en los que piensa que Paco le iba a decir: "Bueno, haz lo que quieras, a mi no me importa", pero pronto se da cuenta de que no, de que Paco no le iba a decir eso. Victorita en su casa no puede seguir, ya está convencida; su madre le hace la vida imposible, todo el día con el mismo sermón. Pero, también, lanzarse asi, a la buena de Dios, sin alguien que le eche una mano, es muy expuesto. Victorita había hecho ya sus cálculos y vio que la cosa tenía sus más y sus menos; yendo todo bien era como un tobogán, pero las cosas, bien del todo, no van casi nunca, y a veces van muy mal. La cuestión estaba en tener suerte y que alguien se acordase de una; pero ¿quién se iba acordar de Victorita? Ella no conocía a nadie que tuviera diez duros ahorrados, a nadie que no viviese de un jornal. Victorita está muy cansada, en la imprenta está todo el día de pie, a su novio lo encuentra cada día peor, su madre es un sargento de Caballería que no hace más que gritar, su padre es un hombre blandengue y medio bebido con el que no se puede contar para nada. Quien tuvo suerte fue la Pirula, que estaba con Victorita en la imprenta, de empaquetadora también, y que se la llevó un señor que además de tenerla como una reina y de darle todos los caprichos, la quiere y la respeta. Si le pidiese dinero, la Pirula no se lo negaría; pero, claro, la Pirula podría darle veinte duros, pero tampoco tenía por qué darle más. La Pirula, ahora, vivía como una duquesa, la llamaba todo el mundo señorita, iba bien vestida y tenía un piso con radio. Victorita la vio un día por la calle; en un año que llevaba con ese señor, hay que ver el cambio que habia hecho, no parecía la misma mujer, hasta parecía que había crecido y todo. Victorita no pedía tanto...

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