Authors: Camilo José Cela
—A mí me da mucho sosiego que trabaje en una gran capital; en los pueblos hay mucha incultura y, a veces, a esta clase de artistas les tiran piedras. ¡Como si no fueran como los demás! Una vez, en Jadraque, tuvo que intervenir hasta la Guardia Civil; si no llega a tiempo, al pobrecito mío lo despellejan aquellos seres desalmados y sin cultura que lo único que les gusta es la bronca y decir ordinarieces a las estrellas. ¡Angelito, qué susto más grande le hicieron pasar!
Doña Ramona asentía.
—Sí, sí, en una gran capital como Barcelona está mucho mejor; se aprecia más su arte, lo respetan más, ¡todo!
—¡Ay, sí! A mí, cuando me dice que se va de tourné por los pueblos, es que me da un vuelco el corazón. ¡Pobre Florentinín, con lo sensible que él es, teniendo que trabajar para un público tan atrasado y, como él dice, lleno de prejuicios! ¡Qué horror!
—Sí, verdaderamente. Pero, ¡en fin!, ahora va bien...
—Sí, ¡si le durase!
Laurita y Pablo suelen ir a tomar café a un bar de lujo, donde uno que pase por la calle casi no se atreve ni a entrar, que hay detrás de la Gran Vía. Para llegar hasta las mesas —media docenita, no más, todas con tapetillo y un florero en el medio— hay que pasar por la barra, casi desierta, con un par de señoritas soplando coñac y cuatro o cinco pollitos tarambanas jugándose los cuartos de casa a los dados.
—Adiós, Pablo, ya no te hablas con nadie. Claro, desde que estás enamorado...
—Adiós, Mari Tere. ¿Y Alfonso?
—Con la familia, hijo; está muy regenerado esta temporada.
Laurita frunció el morro; cuando se sentaron en el sofá, no cogió las manos a Pablo, como de costumbre. Pablo, en el fondo, sintió cierta sensación de alivio.
—Oye, ¿quién es esa chica?
—Una amiga.
Laurita se puso triste y capciosa.
—¿Una amiga como soy yo ahora?
—No, hija.
—¡Como dices una amiga!
—Bueno, una conocida.
—Sí, una conocida... Oye, Pablo. Laurita, de repente, apareció con los ojos llenos de lágrimas.
—Qué.
—Tengo un disgusto enorme.
—¿Por qué?
—Por esa mujer.
—¡Mira, niña, estáte callada y no marees! Laurita suspiró.
—¡Claro! Y tú, encima, me riñes.
—No, hija, ni encima ni debajo. No des la lata más de lo necesario.
—¿Lo ves?
—¿Veo, qué?
—¿Lo ves cómo me riñes? Pablo cambió de táctica.
—No, nenita, no te estoy riñendo; es que me molestan estas escenitas de celos, ¡qué le vamos a hacer! Toda la vida me pasó lo mismo.
—¿Con todas tus novias igual?
—No, Laurita, con unas más y con otras menos...
—¿Y conmigo?
—Contigo mucho más que con nadie.
—¡Claro! ¡Porque no me quieres! Los celos no se tienen más que cuando se quiere mucho, muchisimo. como yo a ti.
Pablo miró para Laurita con el gesto con que se puede mirar a un bicho muy raro. Laurita se puso cariñosa.
—Óyeme, Pablito.
—No me llames Pablito. ¿Qué quieres?
—¡Ay, hijo, eres un cardo!
—Sí, pero no me lo repitas, varía un poco; es algo que me lo dijo ya demasiada gente. Laurita sonrió.
—Pero a mí no me importa nada que seas un cardo. A mí me gustas así, como eres. ¡Pero tengo unos celos! Oye, Pablo, si algún día dejas de quererme, ¿me lo dirás?
—Sí.
—¡Cualquiera os puede creer! ¡Sois todos tan mentirosos!
Pablo Alonso, mientras se bebía el café, se empezó a dar cuenta de que se aburría al lado de Laurita. Muy mona, muy atractiva, muy cariñosa, incluso muy fiel, pero muy poco variada.
En el Café de doña Rosa, como en todos, el público de la hora del café no es el mismo que el público de la hora de merendar. Todos son habituales, bien es cierto, todos se sientan en los mismos divanes, todos beben en los mismos vasos, toman el mismo bicarbonato, pagan en iguales pesetas, aguantan idénticas impertinencias a la dueña, pero, sin embargo, quizás alguien sepa por qué, la gente de las tres de la tarde no tiene nada que ver con la que llega dadas ya las siete y media; es posible que lo único que pudiera unirlos fuese la idea, que todos guardan en el fondo de sus corazones, de que ellos son, realmente, la vieja guardia del Café. Los otros, los de después de almorzar para los de la merienda y los de la merienda para los de después de almorzar, no son más que unos intrusos a los que se tolera, pero en los que ni se piensa. ¡Estaría buena! Los dos grupos, individualmente o como organismo, son incompatibles, y si a uno de la hora del café se le ocurre esperar un poco y retrasar la marcha, los que van llegando, los de la merienda, lo miran con malos ojos, con tan malos ojos, ni más ni menos, como con los que miran los de la hora del café a los de la merienda que llegan antes de tiempo. En un Café bien organizado, en un Café que fuese algo así como la República de Platón, existiría sin duda una tregua de un cuarto de hora para que los que vienen y los que se van no se cruzasen ni en la puerta giratoria.
En el Café de doña Rosa, después de almorzar, el único conocido que hay, aparte de la dueña y el servicio, es la señorita Elvira, que en realidad es ya casi como un mueble más.
—¿Qué tal, Elvirita? ¿Se ha descansado?
—Si, doña Rosa, ¿y usted?
—Pues yo, regular, hija, nada más que regular. Yo me pasé la noche yendo y viniendo al water; se conoce que cené algo que me sentó mal y el vientre se me echó a perder.
—¡Vaya por Dios! ¿Y está usted mejor?
—Sí, parece que sí, pero me quedó muy mal cuerpo.
—No me extraña, la diarrea es algo que rinde.
—¡Y que lo diga! Yo ya lo tengo pensado; si de aquí a mañana no me pongo mejor, aviso que venga el médico. Así no puedo trabajar ni puedo hacer nada, y estas cosas, ya sabe usted, como una no esté encima...
—Claro.
Padilla, el cerillero, trata de convencer a un señor de que unos emboquillados que vende no son de colillas.
—Mire usted, el tabaco de colillas siempre se nota; por más que lo laven siempre le queda un gusto un poco raro. Además, el tabaco de colillas huele a vinagre a cien leguas y aquí ya puede usted meter la nariz, no notará nada raro. Yo no le voy a jurar que estos pitillos lleven tabaco de G-ner, yo no quiero engañar a mis clientes; éstos llevan tabaco de cuarterón, pero bien cernido y sin palos. Y la manera de estar hechos, ya la ve usted; aquí no hay máquina, aquí está todo hecho a mano, pálpelos si quiere.
Alfonsito, el niño de los recados, está recibiendo instrucciones de un señor que dejó un automóvil a la puerta.
—A ver si lo entiendes bien, no vayamos a meter la pata entre todos. Tú subes al piso, tocas el timbre y esperas. Si te sale a abrir esta señorita, fíjate bien en la foto, que es alta y tiene el pelo rubio, tú le dices "Napoleón Bonaparte", apréndetelo bien, y si ella te contesta "Sucumbió en Waterloo", tú vas y le das la carta. ¿Te enteras bien?
—Sí, señor.
—Bueno. Apunta eso de Napoleón y lo que te tiene que contestar y te lo vas aprendiendo por el camino. Ella entonces, después de leer la carta, te dirá una hora, las siete, las seis, o la que sea, tú la recuerdas bien y vienes corriendo a decírmelo. ¿Entiendes?
—Sí, señor.
—Bueno, pues vete ya. Si haces bien el recado te doy un duro.
—Sí, señor. Oiga, ¿y si me sale a abrir la puerta alguien que no sea la señorita?
—¡Ah, es verdad! Si te sale a abrir otra persona, pues nada, dices que te has equivocado; le preguntas: "¿Vive aquí el señor Pérez?", y como te dirán que no, te largas y en paz. ¿Está claro?
—Sí, señor.
A Consorcio López, el encargado, le llamó por teléfono nada menos que Marujita Ranero, su antigua novia, la mamá de los dos gemelines.
—¿Pero qué haces tú en Madrid?
—Pues que se ha venido a operar mi marido.
López estaba un poco cortado; era hombre de recursos, pero aquella llamada, la verdad, le había cogido algo desprevenido.
—¿Y los nenes?
—Hechos unos hombrecetes. Este año van a hacer el ingreso.
—¡Cómo pasa el tiempo!
—Ya, ya.
Marujita tenia la voz casi temblorosa.
—Oye.
—Qué.
—¿No quieres verme?
—Pero...
—¡Claro! Pensarás que estoy hecha una ruina.
—No, mujer, qué boba; es que ahora...
—No ahora no; esta noche cuando salgas de ahí. Mi marido se queda en el sanatorio y yo estoy en una pensión.
—¿En cuál?
—En "La Colladense", en la calle de la Magdalena.
A López las sienes le sonaban como disparos.
—Oye, ¿y cómo entro?
—Pues por la puerta, ya te he tomado una habitación, la número 3.
—Oye, ¿y cómo te encuentro?
—¡Anda y no seas bobo! Ya te buscaré...
Cuando López colgó el teléfono y se dio la vuelta otra vez hacia el mostrador, tiró con el codo toda una estantería, la de los licores: cointreau, calisay, benedictine, curacao, crema de café y pippermint. ¡La que se armó!
Petrita, la criada de Filo, se acercó al bar de Celestino Ortiz a buscar un sifón porque Javierín estaba con flato. Al pobre niño le da el flato algunas veces y no se le quita más que con sifón.
—Oye, Petrita, ¿sabes que el hermano de tu señorita se ha vuelto muy flamenco?
—Déjelo usted, señor Celestino, que el pobre lo que está es pasando las de Cain. ¿Le dejó algo a deber?
—Pues sí, veintidós pesetas. Petrita se acercó a la trastienda.
—Voy a coger un sifón, enciéndame la luz.
—Ya sabes donde está.
—No, enciéndamela usted, a veces da calambre. Cuando Celestino Ortiz se metió en la trastienda, a encender la luz, Petrita lo abordó.
—Oiga, ¿yo valgo veintidós pesetas? Celestino no entendió la pregunta.
—¿Eh?
—Que si yo valgo veintidós pesetas.
A Celestino Ortiz se le subió la sangre a la cabeza.
—¡Tú vales un imperio!
—¿Y veintidós pesetas?
Celestino Ortiz se abalanzó sobre la muchacha.
—Cóbrese usted los cafés del señorito Martín.
Por la trastienda del bar de Celestino Ortiz pasó como un ángel que levantase un huracán con las alas.
—¿Y tú por qué haces esto por el señorito Martín?
—Pues porque me da la gana y porque lo quiero más que a nada en el mundo; a todo el que lo quiera saber se lo digo, a mi novio el primero.
Petrita, con las mejillas arreboladas, el pecho palpitante, la voz ronca, el pelo en desorden y los ojos llenos de brillo, tenia una belleza extraña, como de leona recién casada.
—¿Y él te corresponde?
—No le dejo.
A las cinco, la tertulia del Café de la calle de San Bernardo se disuelve, y a eso de las cinco y media, o aun antes, ya está cada mochuelo en su olivo. Don Pablo y don Roque, cada uno en su casa; don Francisco y su yerno, en la consulta; don Tesifonte, estudiando, y el señor Ramón viendo cómo levantan los cierres de su panadería, su mina de oro.
En el Café, en una mesa algo apartada, quedan dos hombres, fumando casi en silencio; uno se llama Ventura Aguado y es estudiante de Notarías.
—Dame un pitillo.
—Cógelo.
Martín Marco enciende el pitillo.
—Se llama Purita y es un encanto de mujer, es suave como una niña, delicada como una princesa. ¡Qué vida asquerosa!
Pura Bartolomé, a aquellas horas, está merendando con un chamarilero rico, en un figón de Cuchilleros. Martín se acuerda de sus últimas palabras:
—Adiós, Martín; ya sabes, yo suelo estar en la pensión todas las tardes, no tienes más que llamarme por teléfono. Esta tarde no me llames; estoy ya comprometida con un amigo.
—Bueno.
—Adiós, dame un beso.
—Pero, ¿aquí?
—Sí, bobo; la gente se creerá que somos marido y mujer. Martín Marco chupó del pitillo casi con majestad. Después respiró fuerte.
—En fin... Oye, Ventura, déjame dos duros, hoy no he comido.
—¡Pero, hombre, así no se puede vivir!
—¡Bien lo sé yo!
—¿Y no encuentras nada por ahí?
—Nada, los dos artículos de colaboración; doscientas pesetas con el nueve por ciento de descuento.
—¡Pues estás listo! Bueno, toma, ¡mientras yo tenga! Ahora mi padre ha tirado de la cuerda. Toma cinco, ¿qué vas a hacer con dos?
—Muchas gracias; déjame que te invite con tu dinero. Martín Marco llamó al mozo.
—¿Dos cafés corrientes?
—Tres pesetas.
—Cóbrese, por favor.
El camarero se echó mano al bolsillo y le dio las vueltas: veintidós pesetas.
Martín Marco y Ventura Aguado son amigos desde hace tiempo, buenos amigos; fueron compañeros de carrera, en la Facultad de Derecho, antes de la guerra.
—¿Nos vamos?
—Bueno, como quieras. Aquí ya no tenemos nada que hacer.
—Hombre, la verdad es que yo tampoco tengo nada que hacer en ningún otro lado. ¿Tú a dónde vas?
—Pues no sé, me iré a dar una vuelta por ahí para hacer tiempo.
Martín Marco sonrió.
—Espera que me tome un poco de bicarbonato. Contra las digestiones difíciles no hay nada mejor que el bicarbonato.
Julián Suárez Sobrón, alias la Fotógrafa, de cincuenta y tres años de edad, natural de Vegadeo. provincia de Oviedo, y José Giménez Figueras, alias el Astilla, de cuarenta y seis años de edad, y natural del Puerto de Santa María, provincia de Cádiz, están mano sobre mano, en los sótanos de la Dirección General de Seguridad, esperando a que los lleven a la cárcel.
—¡Ay, Pepe, qué bien vendría a estas horas un cafetito!
—Si, y una copita de triple; pídelo a ver si te lo dan.
El señor Suárez está más preocupado que Pepe, el Astilla; el Giménez Figueras se ve que está más habituado a estos lances.
—Oye, ¿por qué nos tendrán aquí?
—Pues no sé. ¿Tú no habrás abandonado a alguna virtuosa señorita después de hacerla un hijo?
—¡Ay, Pepe, qué presencia de ánimo tienes!
—Es que, chico, lo mismo nos van a dar.
—Sí, eso es verdad también. A mi lo que más me duele es no haber podido avisar a mi mamita.
—¿Ya vuelves?
—No, no.
A los dos amigos los detuvieron la noche anterior, en un bar de la calle de Ventura de la Vega. Los policías que fueron por ellos, entraron en el bar, miraron un poquito alrededor y, ¡zas!, se fueron derechos como una bala. ¡Qué tíos, qué acostumbrados debían estar!
—Acompáñennos.