Authors: Camilo José Cela
—Sí, señor.
—Sí, si —votaron don Julio Maluenda, el marino mercante retirado del 2.° C, que tenía la casa que parecia una chamarilería, llena de mapas y de grabados y de maquetas de barcos, y don Rafael Sáez, el joven aparejador del 3.° D.
—Sin duda alguna tiene razón el señor Ostolaza; debemos atender los sufragios de nuestra desaparecida convecina —opinó don Carlos Luque, del comercio, inquilino del 1.° D.
—Yo, lo que digan todos, a mi todo me parece bien.
Don Pedro Pablo Tauste, el dueño del taller de reparación de calzado "La clínica del chapín", no quería marchar contra la corriente.
—Es una idea oportuna y plausible. Secundémosla —habló don Fernando Cazuela, el procurador de los tribunales del principal B, que la noche anterior, cuando todos los vecinos buscaban al criminal por orden de don Ibrahim, se encontró con el amigo de su mujer, que estaba escondido, muy acurrucado, en la cesta de la ropa sucia.
—Igual digo —cerró don Luis Noalejo, representante en Madrid de las "Hilaturas Viuda e Hijos de Casimiro Pons", y habitante del principal C.
—Muchas gracias, señores, ya veo que todos estamos de acuerdo; todos nosotros hemos hablado y expresado nuestros coincidentes puntos de vista. Recojo vuestra amable adhesión y la pongo en manos del pío presbítero don Exuperio Estremera, nuestro vecino, para que él organice todos los actos con arreglo a sus sólidos conocimientos de canonista.
Don Exuperio puso un gesto mirífico.
—Acepto vuestro mandato.
La cosa había llegado a su fin y la reunión comenzó a disolverse poco a poco. Algunos vecinos tenían cosas que hacer; otros, los menos, pensaban que quien tendría cosas que hacer era, probablemente, don Ibrahim, y otros, que de todo hay siempre, se marcharon porque ya estaban cansados de llevar una hora larga de pie. Don Gumersindo López, empleado de la Campsa y vecino del entresuelo C, que era el único asistente que no había hablado, se iba preguntando, a medida que bajaba, pensativamente, las escaleras:
—¿Y para esto pedí yo permiso en la oficina?
Doña Matilde, de vuelta de la lechería de doña Ramona, habla con la criada.
—Mañana traiga usted hígado para el mediodía, Lola. Don Tesifonte dice que es muy saludable.
Don Tesifonte es el oráculo de doña Matilde. Es también su huésped.
—Un higado que esté tiernecito para poder hacerlo con el guiso de los ríñones, con un poco de vino y cebollita picada.
Lola dice a todo que sí; después, del mercado, trae lo primero que encuentra o lo que le da la gana.
Seoane sale de su casa. Todas las tardes, a las seis y media, empieza a tocar el violín en el Café de doña Rosa. Su mujer se queda zurciendo calcetines y camisetas en la cocina. El matrimonio vive en un sótano de la calle de Ruiz, húmedo y malsano, por el que pagan quince duros; menos mal que está a un paso del Café y Seoane no tiene que gastarse jamás ni un real en tranvías.
—Adiós, Sonsoles, hasta luego. La mujer ni levanta la vista de la costura.
—Adiós, Alfonso, dame un beso.
Sonsoles tiene debilidad en la vista, tiene los párpados rojos; parece siempre que acaba de estar llorando. A la pobre, Madrid no le prueba. De recién casada estaba hermosa, gorda, reluciente, daba gusto verla, pero ahora, a pesar de no ser vieja aún, está ya hecha una ruina. A la mujer le salieron mal sus cálculos, creyó que en Madrid se ataban los perros con longanizas, se casó con un madrileño y ahora que ya las cosas no tenían arreglo, se dio cuenta de que se había equivocado. En su pueblo, en Navarredondilla, provincia de Ávila, era una señorita y comia hasta hartarse; en Madrid era una desdichada que se iba a la cama sin cenar la mayor parte de los días.
Macario y su novia, muy cogiditos de la mano, están sentados en un banco, en el cuchitril de la señora Fructuosa, tía de Matildita y portera en la calle de Fernando VI.
—Hasta siempre...
Matildita y Macario hablan en un susurro.
—Adiós, pajarito mío, me voy a trabajar.
—Adiós, amor, hasta mañana. Yo estaré todo el tiempo pensando en ti.
Macario aprieta largamente la mano de la novia y se le vanta; por el espinazo le corre un temblor.
—Adiós, señora Fructuosa, muchas gracias.
—Adiós, hijo, de nada.
Macario es un chico muy fino que todos los días da las gracias a la señora Fructuosa. Matildita tiene el pelo como la panocha y es algo corta de vista. Es pequeñita y graciosa, aunque feuchina, y da, cuando puede, alguna clase de piano. A las niñas les enseña tangos de memoria, que es de mucho efecto.
En su casa siempre echa una manó a su madre y a su hermana Juanita, que bordan para fuera.
Matildita tiene treinta y nueve años.
Las hijas de doña Visi y de don Roque, como ya saben los lectores de "El querubín misionero", son tres: las tres jóvenes, las tres bien parecidas, las tres un poco frescas, un poco ligeras de cascos.
La mayor se llama Julita, tiene veintidós años y lleva el pelo pintado de rubio. Con la melena suelta y ondulada, parece Jean Harlow.
La del medio se llama Visitación, como la madre, tiene veinte años y es castaña, con los ojos profundos y soñadores.
La pequeña se llama Esperanza. Tiene novio formal, que entra en casa y habla de política con el padre. Esperanza está ya preparando su equipo y acaba de cumplir los diecinueve años.
Julita, la mayor, anda por aquellas fechas muy enamoriscada de un opositor a Notarías que le tiene sorbida la sesera. El novio se llama Ventura Aguado Sans, y lleva ya siete años, sin contar los de la guerra, presentándose a Notarías sin éxito alguno.
—Pero, hombre, preséntate de paso a Registros —le suele decir su padre, un cosechero de almendra de Riudecols, en el campo de Tarragona.
—No, papá, no hay color.
—Pero, hijo, en Notarías, ya lo ves, no sacas plaza ni de milagro.
—¿Que no saco plaza? ¡El día que quiera! Lo que pasa es que para no sacar Madrid o Barcelona, no merece la pena. Prefiero retirarme, siempre se queda mejor. En Notarías, el prestigio es una cosa muy importante, papá.
—Sí, pero, vamos... ¿Y Valencia? ¿Y Sevilla? ¿Y Zaragoza? También deben estar bastante bien, creo yo.
—No, papá, sufres un error de enfoque. Yo tengo hecha mi composición de lugar. Si quieres, lo dejo...
—No, hombre, no, no saques las cosas de quicio. Sigue. En fin, ¡ya que has empezado! Tú de eso sabes más que yo.
—Gracias, papá, eres un hombre inteligente. Ha sido una gran suerte para mí ser hijo tuyo.
—Es posible. Otro padre cualquiera te hubiera mandado al cuerno hace ya una temporada. Pero bueno, lo que yo me digo, ¡si algún día llegas a notario!
—No se tomó Zamora en una hora, papá.
—No, hijo, pero mira, en siete años y pico ya hubo tiempo de levantar otra Zamora al lado, ¿eh? Ventura sonríe.
—Llegaré a notario de Madrid, papá, no lo dudes. ¿Un lucky?
—¿Eh?
—¿Un pitillo rubio?
—¡Huy, huy! No, deja, prefiero del mío.
Don Ventura Aguado Despujols piensa que su hijo, fumando pitillos rubios como una señorita, no llegará nunca a notario. Todos los notarios que él conoce, gente seria, grave, circunspecta y de fundamento, fuman tabaco de cuarterón.
—¿Te sabes ya el Castan de memoria?
—No, de memoria, no; es de mal efecto.
—¿Y el código?
—Si, pregúntame lo que quieras y por donde quieras.
—No, era sólo por curiosidad.
Ventura Aguado Sans hace lo que quiere de su padre, lo abruma con eso de la composición de lugar y del error de enfoque.
La segunda de las hijas de doña Visi, Visitación, acaba de reñir con su novio, llevaban ya un año de relaciones. Su antiguo novio se llama Manuel Cordel Esteban y es estudiante de Medicina. Ahora, desde una semana, la chica sale con otro muchacho, también estudiante de Medicina. A rey muerto, rey puesto.
Visi tiene una intuición profunda para el amor. El primer día permitió que su nuevo acompañante le estrechase la mano, con cierta calma, ya durante la despedida, a la puerta de su casa; habían estado merendando té con pastas en Garibay. El segundo, se dejó coger del brazo para cruzar las calles; estuvieron bailando y tomándose una media combinación en Casablanca. El tercero, abandonó la mano, que él llevó cogida toda la tarde; fueron a oír música y a mirarse, silenciosos, al Café María Cristina.
—Lo clásico, cuando un hombre y una mujer empiezan a amarse —se atrevió a decir él, después de mucho pensarlo.
El cuarto, la chica no opuso resistencia a dejarse coger del brazo, hacia como que no se daba cuenta.
—No, al cine, no. Mañana.
El quinto, en el cine, él la besó furtivamente, en una mano. El sexto, en el Retiro, con un frío espantoso, ella dio la disculpa que no lo es, la disculpa de la mujer que tiende su puente levadizo.
—No, no, por favor, déjame, te lo suplico, no he traído la barra de los labios, nos pueden ver...
Estaba sofocada y las aletas de la nariz le temblaban al respirar. Le costó un trabajo inmenso negarse, pero pensó que la cosa quedaba mejor así, más elegante.
El séptimo, en un palco del Cine Bilbao, él, cogiéndola de la cintura, le suspiró al oido:
—Estamos solos, Visi..., querida Visi, vida mía.
Ella dejando caer la cabeza sobre su hombro, habló con un hilo de voz, con un hilito de voz delgada, quebrado, lleno de emoción.
—Sí, Alfredo, ¡qué feliz soy!
A Alfredo Ángulo Echevarría le temblaron las sienes vertiginosamente, como si tuviese calentura, y el corazón le empezó a latir a una velocidad desusada.
—Las suprarrenales. Ya están ahí las suprarrenales soltando su descarga de adrenalina.
La tercera de las niñas, Esperanza, es ligera como una golondrina, tímida como una paloma. Tiene sus conchas, como cada quisque, pero sabe que le va bien su papel de futura esposa, y habla poco y con voz suave y dice a todo el mundo:
—Lo que tú quieras, yo hago lo que tú quieras.
Su novio, Agustín Rodríguez Silva, le lleva quince años y es dueño de una droguería de la calle Mayor.
El padre de la chica está encantado, su futuro yerno le parece un hombre de provecho. La madre también lo está.
—Jabón Lagarto, del de antes de la guerra, de ese que nadie tiene, y todo, todito lo que le pida, le falta tiempo para traérmelo.
Sus amigas la miran con cierta envidia. ¡Qué mujer dé suerte! ¡Jabón Lagarto!
Doña Celia está planchando unas sábanas cuando suena el teléfono.
—¿Diga?
—Doña Celia, ¿es usted? Soy don Francisco.
—¡Hola, don Francisco! ¿Qué dice usted de bueno?
—Pues ya ve, poca cosa. ¿Va a estar usted en casa?
—Si, sí, yo de aquí no me muevo, ya sabe usted.
—Bien, yo iré a eso de las nueve.
—Cuando usted guste, ya sabe que usted me manda. ¿Llamo a...?
—No, no llame a nadie.
—Bien, bien.
Doña Celia colgó el teléfono, chascó los dedos, y se metió en la cocina, a echarse al cuerpo una copita de anís. Había días en que todo se ponía bien. Lo malo es que también se presentaban otros en los que las cosas se torcían y, al final, no se vendía una escoba.
Doña Ramona Bragado, cuando doña Matilde y doña Asunción se marcharon de la lechería, se puso el abrigo y se fue a la calle de la Madera, donde trataba de catequizar, a una chica que estaba empleada de empaquetadora en una imprenta.
—¿Está Victorita?
—Si, ahí la tiene usted.
Victorita, detrás de una larga mesa, se dedicaba a prepara unos paquetes de libros.
—¡Hola, Victorita, hija! ¿Te quieres pasar después por la lechería? Van a venir mis sobrinas a jugar a la brisca; yo creo que lo pasaremos bien y que nos divertiremos.
Victorita se puso colorada.
—Bueno; si, señora, como usted quiera.
A Victorita no le faltó nada para echarse a llorar; ella sabía muy bien donde se metía. Victorita andaba por los dieciocho años, pero estaba muy desarrollada y parecía una mujer de veinte o veintidós años. La chica tenía novio, a quien habían devuelto del cuartel porque estaba tuberculoso; el pobre no podía trabajar y se pasaba todo el día en la cama, sin fuerzas para nada, esperando a que Victorita fuese a verlo al salir del trabajo.
—¿Cómo te encuentras?
—Mejor.
Victorita, en cuanto la madre de su novio salia de la alcoba, se acercaba a la cama y lo besaba.
—No me beses, te voy a pegar esto.
—Nada me importa, Paco. ¿A ti no te gusta besarme?
—¡Mujer, si!
—Pues lo demás no importa; yo por ti sería capaz de cualquier cosa.
Un día que Victorita estaba pálida y demacrada, Paco le preguntó:
—¿Qué te pasa?
—Nada, que he estado pensando.
—¿El qué pensaste?
—Pues pensé que esto se te quitaba a ti con medicinas y comiendo hasta hartarte.
—Puede ser, pero, ¡ya ves!
—Yo puedo buscar dinero.
—¿Tú?
A Victorita se le puso la voz gangosa, como si estuviera bebida.
—Yo, sí. Una mujer joven, por fea que sea, siempre vale dinero.
—¿Qué dices?
Victorita estaba muy tranquila.
—Pues lo que oyes. Si te fueses a curar me liaba con el primer tío rico que me sacase de querida.
A Paco le subió un poco el color y le temblaron ligeramente los párpados. Victorita se quedó algo extrañada cuando Paco le dijo:
—Bueno.
Pero en el fondo, Victorita lo quiso todavía un poco más.
En el Café, doña Rosa estaba que echaba las muelas. La que le había armado a López por lo de las botellas de licor había sido épica; broncas como aquélla no entraban muchas en quintal.
—Cálmese, señora; yo pagaré las botellas.
—¡Anda, pues naturalmente! ¡Eso si que estaría bueno, que encima se me pegasen a mi al bolsillo! Pero no es eso sólo. ¿Y el escándalo que se armó? ¿Y el susto que se llevaron los clientes? ¿Y el mal efecto de que ande todo rodando por el suelo? ¿Eh? ¿Eso cómo se paga? ¿Eso quién me lo paga a mí? ¡Bestia! ¡Que lo que eres es un bestia, y un rojo indecente, y un chulo! ¡La culpa la tengo yo por no denunciaros a todos! ¡Di que una es buena! ¿Dónde tienes los ojos? ¿En qué furcia estabas pensando? ¡Sois igual que bueyes! ¡Tú y todos! ¡No sabéis donde pisáis!
Consorcio López, blanco como el papel, procuraba tranquilizarla.
—Fue una desgracia, señora; fue sin querer.