Read La cruzada de las máquinas Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
También sabía que Serena no perdería el tiempo. Sus soldados llegarían muy pronto a Kolhar.
Tratando de buscar una solución, planteó el problema a Norma y a Zufa Cenva en cuanto puso los pies en aquel planeta frío y desolador. La hechicera suprema le escuchó, pero no se mostró tan comprensiva como él esperaba.
—Aurelius, nunca has actuado de forma desinteresada para ayudarnos a ganar la Yihad. Si cada persona estuviera dispuesta a dedicar su vida y sus capacidades a la guerra, habríamos acabado con Omnius hace mucho tiempo.
—Para ti todo es o blanco o negro, ¿verdad? —le preguntó él con un suspiro—. Pensaba que esa manera de ver las cosas era más propia de los zensuníes.
Zufa seguía mirándolo con expresión crispada.
—Muy gracioso. Pero ¿acaso no es más importante la Yihad que los beneficios de un comerciante? Tus naves pueden hacer cambiar el rumbo de la guerra y salvar billones de vidas al extirpar el conflicto como si fuera un tumor maligno. Todos te verán como un gran héroe por tu generosa contribución, como un patriota.
—Un patriota sin un penique.
Norma apoyó su mano delgada y cálida en el brazo desnudo de su marido.
—Aurelius, desde el principio siempre pensé que mis motores Holtzman se utilizarían en contra de Omnius. Cuando empecé a trabajar para el savant Holtzman, mi misión era ayudarle a desarrollar armas de guerra. —Su rostro irradiaba belleza y exaltación, sus ojos miraban con intensidad, y Aurelius sintió que su resistencia empezaba a flaquear—. Si el ejército de la Yihad puede utilizar nuestros motores para lograr la victoria, ¿cómo vamos a negarnos?
Zufa le dedicó una sonrisa burlona.
—Y tu universo, Aurelius, ¿también es o blanco o negro? ¿Ves alguna otra solución?
Él la miró con cierta sorpresa. Había pasado —no, desperdiciado— años amando a aquella mujer. Y aunque ella siempre lo despreció, Aurelius sabía que sacrificaría su vida por el bien de los demás si hacía falta, y eso no podía discutírselo.
Norma lo consoló.
—Con el tiempo conseguiremos beneficios económicos. Pero primero tenemos que ganar la guerra. —Su sonrisa hizo que todas las dudas de Aurelius se desvanecieran.
—Al menos los nietos de Adrien podrán beneficiarse de esto —dijo Venport con un profundo suspiro de resignación.
Desde que el Consejo de la Yihad había descubierto su negocio, Venport había aprovechado para utilizar sus cargueros las veinticuatro horas del día y enviarlos a planetas de la Liga y Planetas No Aliados, concentrándose en las rutas y los productos más provechosos. Transportaba tanta melange y productos farmacéuticos de Rossak como podía, buscó socios para almacenar productos no perecederos, y protegió su renta para que VenKee pudiera sobrevivir a la pérdida inminente de los astilleros.
Conforme el riesgo aumentaba, cada vez tenía que pagar sumas más altas a sus pilotos, y los que estaban dispuestos a volar en las naves de Venport eran solo los más desesperados. Pero, antiguamente, en la Tierra, los capitanes de los barcos también hacían peligrosas travesías por el océano; muchos se perdían en alta mar, se hundían al chocar contra los arrecifes o durante las tormentas. ¿No era más o menos lo mismo?
Sus pasos resonaban en sus oídos mientras andaba arriba y abajo en la torre de control esperando la llegada de la nave.
—Detecto una señal en la periferia del sistema —informó Yuell Onder, una de las controladoras, ataviada con el uniforme marrón habitual, con una gorra a juego. Dio unos toquecitos en la pantalla—. Pero es raro. Demasiados puntitos… hay más de una nave.
Maldita sea
—pensó Venport—.
Una nave que llega hecha pedazos.
—Preparados para disparar a los fragmentos que penetren en la atmósfera —dijo otro de los controladores.
—Esperad, siguen una ruta establecida —dijo Onder—. Son naves convencionales. —Su pantalla estaba cubierta de trayectorias, líneas rojas que indicaban rutas no previstas. Soltó un silbido—. Parece una condenada flota. Entrarán en órbita en un par de horas.
—¿Máquinas pensantes? —preguntó un joven técnico palideciendo del susto—. ¿Un grupo de combate que viene a tomar Kolhar?
—Mirad eso —dijo Onder dando unos toquecitos en un panel—. Esas formas son inconfundibles. Son ballestas de la Yihad.
Venport asintió.
—Las envía Serena Butler.
Rodeado por dos hechiceras de Rossak, Venport esperó que los representantes yihadíes desembarcaran de la nave que había en la pista. Trató de tragarse el nerviosismo, pero siguió ahí, como un mal sabor de boca. Una de las ballestas gigantes había aterrizado en el puerto espacial industrial adyacente a los astilleros, mientras el resto de la flota permanecía en órbita, como guardias.
Las ballestas eran las naves de guerra más grandes e imponentes de la Armada de la Liga. Pero mientras observaba las curvas macizas y las líneas redondeadas de la que tenía delante, con sus pesados motores y sus aparatosos tanques de combustible diseñados para desplazamientos largos, le pareció demasiado voluminosa y anticuada. Después del trabajo que había hecho con las naves que plegaban el espacio, podía imaginar los cambios que habría en los diseños de las grandes naves militares cuando el uso de la tecnología de Norma se generalizara, preferiblemente a través del desarrollo y distribución de VenKee Enterprises.
No solo naves militares, sino de todo tipo de transportes a larga distancia.
Una cámara de transporte personal descendió por el lado del casco exterior de la ballesta y se desenganchó de la nave. Al abrirse la escotilla, vieron a dos primeros uniformados, con el pecho y los hombros cargados de insignias, medallas y condecoraciones.
Los oficiales estudiaron los cargueros que estaban a medio construir en aquellos terrenos industriales. Un ejército de ingenieros y trabajadores se movía bulliciosamente, entregado a sus respectivas tareas; algunos controlaban grúas y levantaban palés impulsados por la tecnología suspensora ideada por Norma.
Finalmente, los primeros se acercaron a Venport. Uno de ellos parecía tener casi el doble de años que el otro. Al verlos más de cerca, Venport los reconoció: eran los héroes de la Yihad Xavier Harkonnen y Vorian Atreides. Su presencia demostraba la seriedad de las intenciones de Serena Butler.
El primero Atreides señaló con admiración los astilleros.
—Me alegro de haber venido. Mira todo esto, Xavier… las naves, los diques secos, el equipamiento. Una base de operaciones estratégica y bien organizada. —Y asintió con admiración mirando a Venport—. Directeur, tenemos entendido que ha desarrollado usted una increíble tecnología con aplicaciones militares, ¿no es así? Estamos deseando verla en acción, y empezar a modificar e incorporar al ejército las naves de VenKee.
Xavier Harkonnen se aclaró la garganta y añadió con rigidez:
—La sacerdotisa Serena Butler nos ha dado instrucciones para que viniéramos a Kolhar a expresarle nuestra gratitud por el donativo que ha hecho a la causa. Evidentemente, el principal objetivo de todo humano leal es ganar la lucha contra Omnius.
Venport pensaba y pensaba tratando de encontrar la forma de sacar algo bueno de una mala situación.
Donativo.
No le gustó la palabra, pero intentó sonreír.
—Por supuesto que pueden inspeccionar mis naves. Para servir a la Yihad estoy seguro de que podemos ceder la tecnología propiedad de VenKee para el uso…
Vio que tropas fuertemente armadas con uniformes verde y carmesí bajaban de la ballesta y se distribuían en formación por el puerto espacial. Varias naves más pequeñas aterrizaron muy cerca, un par de jabalinas y como mínimo veinte kindjal de combate. Había terceros gritando órdenes, y soldados que corrían a las posiciones que les asignaban y que tomaban el control de las instalaciones. Venport respiraba hondo, porque sabía que no podía oponerse.
Como dos soportes para libros, los dos primeros lo flanqueaban, mirando a su alrededor, tomando nota mentalmente de los recursos que había allí, de las naves que había en las pistas, de los hangares gigantes y los astilleros en los que VenKee Enterprises había invertido tanto dinero.
Atreides lo cogió del brazo.
—Gracias, directeur. Esto es fascinante. Enséñenos todo esto, así podremos decidir la mejor manera de adaptarlo para el esfuerzo de guerra.
El primero Harkonnen entrecerró los ojos.
—Naturalmente, tenemos la autorización del Consejo de la Yihad para requisar cualquiera de sus naves si consideramos que pueden convertirse en naves de guerra. Tengo entendido que dispone de unas cien, ¿me equivoco?
Venport sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
—Es una estimación correcta, sí.
Trató de reunir fuerzas. Siempre había sido un hombre de negocios, un negociador. Podía conseguir unos términos aceptables de la Liga. Incluso si el ejército de la Yihad decidía requisarlo todo, Venport encontraría la forma de conseguir importantes concesiones. De aquel modo, todos saldrían ganando.
Aun así, no se sentía precisamente entusiasmado cuando acompañó a los dos oficiales a sus oficinas en el interior de la terminal.
—Por aquí, caballeros. Les enseñaré lo que mi esposa ha conseguido.
Los primeros estaban realmente impresionados. En las oficinas, Norma les explicó las capacidades de los motores Holtzman, mientras su madre permanecía a su lado. Venport estudió los informes sobre las naves que se estaban construyendo y las que tenían planificado algún viaje y lo preparó todo para que vieran algunas demostraciones.
Vorian Atreides parecía el más entusiasmado.
—Habíamos pensado modificar sus naves. Pero ¿es posible adaptar la tecnología para utilizarla en nuestras ballestas y en jabalinas de tamaño mediano?
—Creo que sí —dijo Norma.
—Por otro lado, aquí ya tienen las instalaciones y los trabajadores que necesitamos para adaptar los cargueros —dijo el primero Harkonnen—. No veo por qué no podemos convertir esos cargueros que ya están hechos en naves de guerra con un blindaje y un armamento mejorado. Podemos instalar puentes y cabinas para adaptar los compartimientos de carga e integrar escudos Holtzman para la defensa.
—Un proyecto a gran escala, y muy caro —advirtió Venport, sintiéndose débil ante la perspectiva de perderlo todo.
—Más sencillo y más barato que construir las naves de guerra desde cero —dijo el primero Harkonnen.
Venport no se lo podía discutir. Tenía el corazón apesadumbrado.
—Sin embargo, creo que convendría construir las jabalinas desde cero —añadió el primero.
Los dos oficiales empezaron a discutir las posibilidades con entusiasmo, haciendo grandes planes y propuestas ultrajantes sobre la forma de poner en funcionamiento las grandes naves de guerra y las naves más pequeñas de reconocimiento.
Venport carraspeó.
—Caballeros, reconozco que los motores que pliegan el espacio tienen enormes posibilidades, pero aún no hemos discutido los términos del acuerdo. —Sonrió con rigidez a Norma y a Zufa—. Todos queremos contribuir, pero esta tecnología y estas naves representan una gran inversión. Piensen solo en la extensión de las instalaciones. Para crear todo esto casi he llevado a la bancarrota a mi empresa. —Extendió las manos con gesto razonable—. VenKee Enterprises debe recibir algún tipo de compensación.
El primero Atreides rió entre dientes ante aquella audacia, pero su compañero, mayor que él, frunció el ceño, como si aquello le pareciera de mal gusto.
—Estamos en guerra, directeur. Semejantes negociaciones no entran dentro de mis competencias.
—¿Qué clase de compensación tenía pensado? —preguntó Atreides.
Con un profundo suspiro, Venport los miró. De todos era sabido que el primero Harkonnen era un soldado estoico acostumbrado a dar órdenes y conseguir lo que quería. Pero, por lo visto, no tenía ningún sentido de los negocios ni de la negociación, y en un asunto tan importante Venport no quería tratar con un aficionado. En cuanto al primero Atreides, parecía poco dado a ceremonias, lo cual también podía plantear problemas; era posible que el Consejo de la Yihad no cumpliera un acuerdo negociado por él.
—Quizá tendría que viajar a Salusa Secundus lo antes posible para negociar un acuerdo adecuado —sugirió con su voz más agradable de negociador—. Estoy seguro de que el Gran Patriarca Ginjo o incluso la sacerdotisa Butler estarán preparados para tomar ese tipo de decisiones.
Sonriendo, el primero Atreides saltó ante la idea.
—Utilice una de sus naves que pliegan el espacio. Yo me quedaré aquí y empezaré a trazar una hoja de ruta con el trabajo que hay que hacer para que podamos empezar enseguida a adaptar sus naves y sus instalaciones para construir nuestras naves de guerra. Utilizando los recursos disponibles, creo que podríamos tener listas las primeras naves de aquí a unos meses.
—Yo no las utilizo —dijo Venport—. Aún hay riesgos en estos viajes, y hay muchas cosas que dependen de mí personalmente. Por supuesto, pago muy bien a tripulaciones de mercenarios por el riesgo que corren.
—Entonces vaya en una de nuestras jabalinas —se ofreció Atreides—. Eso nos permitirá tener un carguero más con el que trabajar aquí. —Se volvió hacia su compañero—. Xavier, ¿podrías acompañar al directeur Venport de vuelta a Zimia?
—Quizá debería mandarte a ti, Vorian —respondió el otro—. No olvides que mi rango es ligeramente superior al tuyo.
—Yo lo decía por si querías entregar un informe militar al consejo y visitar a tu familia.
La expresión formal del primero se suavizó.
—Me conoces muy bien, amigo mío. Octa y las chicas están muy cambiadas cada vez que las vuelvo a ver. Y Emil Tantor empieza a ser muy mayor, así que estaría bien que pudiera pasar más tiempo con él. —Asintió, conforme se hacía a la idea—. Muy bien, estaré encantado de cumplir con esta misión, siempre y cuando no provoque mayores retrasos.
Zufa intervino.
—Yo también querría acompañar a Aurelius. Mi hija Norma se quedará aquí para trabajar con el ejército de la Yihad.
A veces, el regalo de un amante es aún más dulce cuando no está ahí para ofrecérnoslo en persona.
L
ERONICA
T
ERGIET
A través de incontables sistemas estelares, las máquinas pensantes y los humanos se mataban entre sí en cantidades desproporcionadas. En algún lugar, Vorian Atreides estaría librando sus propias batallas, mientras Leronica Vazz llevaba una existencia separada en Caladan.