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Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

La cruzada de las máquinas (86 page)

BOOK: La cruzada de las máquinas
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Marha sabía que tenían que hacer un cambio radical. La gente estaba demasiado segura en el desierto, empezaban a volverse cómodos y complacientes.

Días atrás, convocó a los adultos e insistió en que se dirigieran hacia Arrakis City a lomos de los gusanos. Por el camino debían buscar y atacar a todo aquel que realizara actividades relacionadas con la recolección de especia. Un grupo de catorce personas partió en esta misión, las que habían pasado más tiempo con Selim, hombres y mujeres que habían intentado mover a los demás a la acción en lugar de apoltronarse en aquel rincón perdido del desierto.

Los refugiados de Poritrin habían aportado sangre fresca e ideas nuevas a la banda. Habían buscado pareja entre los seguidores de Selim y habían revigorizado el grupo con numerosos niños. Ishmael había conseguido salvar a su gente y apartarla de las zarpas de los negreros. Aunque la esclavitud le había hecho envejecer antes de tiempo, la libertad en aquel desierto le había quitado de encima el peso de su vida. Diez años después de que la nave experimental se estrellara en Arrakis, se le veía más joven y mucho más fuerte. Era una persona sólida, un guía, pero no un hombre violento, ni un revolucionario dispuesto a matar para conseguir sus objetivos.

Y en Arrakis eso era imprescindible.

Ishmael no acompañó al grupo de atacantes; prefirió quedarse con Marha y su hijo. Él no era un guerrero, y no había aprendido a montar a los gusanos, aunque Marha estaba segura de que podía hacerlo.

Marha le daba clases sobre la vida en el desierto, y a cambio él le enseñaba algunos de los sutras budislámicos que había memorizado de niño. Trataba de explicarle los entresijos filosóficos de la interpretación zensuní y cómo esas ideas habían sido la base de las decisiones que había tomado en su vida. Marha debatía con él, utilizando su ingenio y su inteligente sonrisa, y decía que las escrituras no se pueden aplicar a todo.

Él fruncía el ceño.

—Cuando Budalá crea su Ley, no la cambia cada vez que el viento sopla en una dirección diferente.

Marha lo miró con dureza.

—En Arrakis, negarse a cambiar significa la muerte. ¿Y dónde estaría entonces Budalá, si todos nos hubiéramos convertido en momias disecadas en la arena?

Al final, Marha e Ishmael llegaban a un acuerdo, satisfechos y complacidos por aquel desafío intelectual, porque estaban encontrando la forma de aplicar los sutras budislámicos, no solo a la leyenda de Selim Montagusanos, sino a las realidades de su vida diaria en Arrakis…

El grupo de incursores entró en las cuevas; iban cargados con paquetes de material y provisiones robados. Marha vio con alivio que el número de personas que volvían era el mismo que había salido. No habían matado ni capturado a nadie.

Sonrió. Selim les había enseñado a vivir con austeridad, pero cuando robaban provisiones a sus enemigos, lo celebraban. Dentro de una hora empezaría la fiesta.

—Este es un gran día —dijo Marha—. Ni siquiera Selim habría podido pedir más.

Los ojos de Ishmael destellaron.

—Marha —dijo—, durante mucho tiempo los esclavos oprimidos de Poritrin no dejaron de soñar con la libertad. Ha llegado el momento de que dejemos de descansar y escondernos, y decidamos qué vamos a hacer con nuestras vidas.

Entre el botín de lo que habían robado a las cuadrillas de excavación había varios paquetes de melange fresca y procesada, la esencia desecada de Shai-Hulud. Marha cogió un paquete de aquel potente polvillo de color de herrumbre y sonrió a Jafar bajo la luz amarilla de la cámara principal de la cueva.

—Lo habéis hecho muy bien. Es hora de que lo celebremos y hablemos del futuro.

Ishmael estaba en pie a su lado. Se sentía muy próximo a aquella gente del desierto, que luchaba día a día para sobrevivir. Sus compañeros de Poritrin, incluida su hija Chamal, se habían adaptado bien. Y lucharían por su vida con tanto empeño como cualquiera de los miembros de la banda de Selim.

Con el rabillo del ojo Ishmael notó que algo se movía y, al volverse, vio al joven y sigiloso El’hiim que pasaba corriendo por una de las entradas a la cueva. Podía ver el parecido con las facciones de Marha, y trató de hacerse una idea del aspecto que debía de tener Selim.

El’hiim, con su pelo oscuro, bajó a gatas por una empinada pendiente, agarrándose a las rocas y descolgándose para apoyar el pie en un lugar más seguro. Era ágil y fuerte, y siempre estaba pensando en explorar grietas y cañones. El chico tenía ojos oscuros e intensos y, aunque hablaba poco, su cabeza parecía llena de ideas.

Ishmael se había encariñado mucho de El’hiim. Evidentemente, Marha lo había arreglado todo para que el chico pasara muchas tardes con él. No había buscado otro compañero después de la muerte de Selim, y sus intenciones con Ishmael eran evidentes. A él no le desagradaba la idea. El grupo era pequeño y parecía una decisión sabia.

Aunque no había olvidado a su mujer y a su hija pequeña, había tenido que marcharse de Poritrin y no podría volver. Ya habían pasado casi diez años. Nunca volvería a ver a Ozza ni a Falina.

Vio que el pequeño El’hiim se iba corriendo y su atención se desvió hacia un olor intenso y poderoso que llegó a su nariz. Marha había abierto los paquetes robados de melange y se había echado un poco en las manos.

—Selim Montagusanos encontró la verdad en las visiones que la especia le daba. Es una bendición de Shai-Hulud. La deja en el desierto para que podamos descubrir cuál es su voluntad. —Miró a Ishmael y a Jafar—. Ha pasado mucho tiempo desde la muerte de mi marido. Todos necesitamos centrarnos, saber adónde vamos. Esta especia se la arrebatamos a los ladrones del desierto y Shai-Hulud quiere que la consumamos para que podamos entender.

—¿Y si tenemos visiones diferentes? —preguntó Ishmael.

Marha le miró. Era hermosa, fuerte y segura, y tenía una pequeña cicatriz con forma de media luna sobre la ceja, a resultas de una pelea de arma blanca.

—Cada uno verá lo que necesita ver, y todo irá bien.

El sol se puso sobre el suave horizonte arenoso, las temperaturas bajaron en picado y los deslumbrantes colores del ocaso se manifestaron en toda su gloria. Los seguidores de Selim Montagusanos se reunieron en la cueva más grande y se pasaron la melange procesada. Todos tomaron mucho más de lo que consumían normalmente como parte de su dieta.

—Esta es la sangre de Dios, la esencia de Shai-Hulud. Ha concentrado sus sueños para nosotros, para que podamos participar de ellos y ver a través de los ojos del universo. —Marha comió una gruesa oblea de especia y le pasó otra a Ishmael.

Ishmael había consumido especia muchas veces, era una de las bases de la dieta de los habitantes del desierto, pero nunca tanta de una sola vez. Al tragar, notó que el efecto se extendía por sus venas y estallaba en su mente de forma casi instantánea.

En su mente se abrieron ventanas, como ojos que miraban desde diferentes lugares de su cráneo. No habría sabido decir si estaba mirando al futuro o al pasado, o si estaba viendo imágenes de lo que quería o temía que pasara. Selim Montagusanos había observado esas mismas cosas y las había incorporado a su misión.

Pero Ishmael vio imágenes horribles de cosas que no quería ver. Vio Poritrin, el familiar delta y los barracones de los esclavos, arrasados por la sangre y la violencia, en llamas. Los gritos de las víctimas llenaban la noche. Su corazón se convirtió en plomo, y supo que era Aliid quien había causado todo aquel dolor y sufrimiento.

Starda entera, la gran capital que había junto al río Isana, yacía en ruinas ante sus ojos, y la zona central no era más que un cráter humeante. Los cascotes de los edificios más altos se extendían en ondas concéntricas, como si el puño de un dios vengativo hubiera golpeado la metrópoli allanándolo todo.

Pero aquello solo era el principio. Vio a los nobles supervivientes y los reductos de la guardia de dragones que tomaban las armas buscando venganza. Persiguieron a los esclavos budislámicos por todos los continentes, atrapándolos y torturándolos. A muchos los quemaron vivos, encerrados en el interior de sus casas. A otros les dispararon. Y mutilaron los cuerpos.

En una visión que jamás olvidaría, porque fue como un hierro candente que se marcó en su memoria, vio a Ozza y Falina encogidas, abrazadas, gritando de miedo y suplicando clemencia. Entonces cinco hombres con largos cuchillos cayeron sobre ellas. No tenían prisa y prolongaron la diversión.

Pero la melange llevó a Ishmael más allá en una corriente blanca y vertiginosa de imágenes. Poritrin se desvaneció y fue sustituido por las dunas del desierto más seco. Vio el lecho agrietado de lagos y rocas negras y arrugadas que se elevaban para ofrecer un refugio frente a los voraces gusanos.

Sin palabras, sintió la misión de Selim Montagusanos y vio a un hombre cabalgando sobre un enorme gusano, llevando su mensaje y sirviendo al Viejo Hombre del Desierto. Aunque Selim había muerto hacía tiempo, Ishmael se vio cabalgando a su lado, cruzando una vasta extensión de desierto sobre un gusano de arena. Los dos guiaban a Shai-Hulud y a sus compañeros montagusanos hacia un maravilloso horizonte, un futuro en el que podrían ser fuertes y libres… y todos los gusanos estaban vivos.

Ishmael contuvo el aliento. Su corazón latía muy deprisa, se sentía alentado por su sueño. Entendía lo que Marha sentía, y el propósito que el mismo Selim había inspirado entre sus seguidores.

Entonces sintió la presencia de un peligro, un miedo negro y devorador que no formaba parte de su visión, sino que era una tragedia más personal e inmediata… El’hiim.

Aquello no era una visión del futuro, ni una advertencia lejana. El chico estaba atrapado en una pequeña abertura entre las rocas. Mientras los adultos estaban allí reunidos, El’hiim había salido a explorar los peñascos y las pendientes, buscando ratones canguro o lagartos para la tribu entre las grietas y las rocas. Ishmael intuyó unas patas como tijeretas y un peligro que pasaba rozándolo como los cuchillos de mil asesinos.

Ishmael salió corriendo de la cueva. Sabía que aquello no formaba parte de la visión. Una fuerza superior lo guiaba. Dejó a los otros meciéndose en brazos de sus visiones.

Cuando Marha se dio cuenta de que había salido, corrió dando tumbos detrás de él. Pero Ishmael no podía detenerse. Intuitivamente supo adónde tenía que ir, aunque hacía horas que no veía al chico. Con una agilidad impresionante, trepó entre las rocas y se metió por una pequeña abertura.

Sus ojos observaban los detalles de su entorno y su cabeza veía la terrible visión: el chico atrapado y los asesinos con cuchillos cada vez más cerca.

El’hiim tenía miedo. Ya había gritado pidiendo ayuda, pero nadie le oía.

Nadie excepto Ishmael en su visión.

—Ishmael, ¿qué pasa? ¿Dónde estás? —la voz de Marha sonaba arrastrada y lejana, pero llena de preocupación. Ishmael no podía contestarle. Aquella llamada lo arrastraba a seguir hasta que, finalmente, llegó a una grieta oscura. El’hiim debía de haberse colado por ahí, encogiendo sus hombros estrechos, tratando de encontrar algún tesoro o comida o un escondite secreto.

Y lo que había encontrado era un terrible peligro.

Ishmael se coló por la grieta, arañándose la piel. Tendió un brazo y tocó un saliente de roca, se agarró para hacer fuerza y adentrarse un poco más. No sabía cómo iba a salir de allí, pero no podía detenerse. El’hiim estaba atrapado. Ishmael oyó un grito, no de miedo, sino de advertencia.

—¡Están por todas partes! No dejes que te toquen.

Ishmael se estiró y se estiró, hasta que tocó la mano del niño y tiró para atraerlo a su lado. Volvió a oír las patas como tijeras, notó un movimiento muy cerca, pero sentía que el chico estaría a salvo si lo acercaba a su lado. Ishmael desplazó su cuerpo hasta una zona algo más amplia de la grieta, hasta que vio que tenía espacio para soltarlo.

Y entonces los asesinos le atacaron a él. Sintió sus aguijones venenosos como cuchillos, cuchillas minúsculas que penetraban en su ropa y su piel. Pero él seguía sujetando al niño y no se preocupó por su propio dolor. Al contrario, retrocedió y retrocedió, desgarrándose la piel de la espalda, hasta que consiguió sacar a El’hiim al exterior. Una vez fuera, se quedó abrazado al hijo de Selim, que estaba sano y salvo.

Marha fue corriendo, cogió al niño de los brazos y entonces miró a Ishmael horrorizada.

Su cuerpo estaba cubierto de escorpiones negros, arácnidos venenosos que le habían picado una y otra vez, inyectando dosis fatales.

Ishmael se sacudió aquellas criaturas de encima como si no fueran más que mosquitos y ellas corrieron a esconderse entre las grietas de las rocas.

—Mira bien al chico —le dijo a Marha—. Comprueba si está bien.

El’hiim meneó la cabeza con asombro.

—Estoy bien. No me han picado.

Entonces Ishmael se desmayó.

Ishmael despertó después de tres días de fiebre y pesadillas. Respiró hondo y notó que el aire le quemaba en los pulmones, pestañeó y se incorporó en la cama, en el interior de la cueva. Se tocó los brazos y vio que tenía moretones, aunque eran de color rosado y parecía que se estaban curando.

Marha apareció en el umbral, apartando la cortina de la entrada. Miró con sorpresa a Ishmael.

—Cualquiera de esas picaduras podría haberte matado, y sin embargo estás vivo. Te has recuperado.

Ishmael tenía los labios agrietados y notaba la boca muy seca, pero aun así consiguió sonreír.

—Selim me mostró lo que tenía que hacer. En mi visión, me hizo salvar a su hijo. Sabía que no me dejaría morir.

En ese momento entró su hija Chamal, con los ojos hinchados y enrojecidos. Había estado llorando, aunque los bandidos de Arrakis no veían con buenos ojos que derrochara de aquella forma sus líquidos corporales.

—Quizá sea la melange que llevas en la sangre lo que te da fuerzas, el espíritu de Shai-Hulud.

Ishmael se sentía mareado, pero se obligó a mantenerse derecho en la cama. Su hija corrió a su lado para acercarle un vaso de agua. Sabía a néctar.

Finalmente, El’hiim entró también en la cámara y miró a Ishmael con los ojos muy abiertos.

—Los escorpiones te picaban, pero me salvaste. No te han matado.

Ishmael le dio unas palmadas en el hombro, aunque tuvo que hacer un enorme esfuerzo.

—Preferiría no tener que volver a salvarte.

Marha sonrió, sin acabar de creer que hubiera sobrevivido. Respiró hondo.

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