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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (73 page)

BOOK: La dama del lago
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Yennefer ya estaba hasta el gorro de los que daban patadas.

Con los dedos extendidos disparó una llama azul, que silbó como un látigo, alcanzando en la cara, el torso y los brazos a la gente que la acosaba. Empezó a oler a carne quemada, los alaridos y los bufidos de dolor destacaron por un momento por encima de la batahola y la barahúnda general.

—¡Maga! ¡Elfa maga! ¡Hechicera!

Otro individuo se abalanzó sobre ella blandiendo un hacha. Yennefer le lanzó una llama directa a la cara, al tipo le estallaron los globos oculares, rompieron a hervir y, con un siseo, se le derramaron por las mejillas. Se relajó. Alguien la cogió de un brazo, y Yennefer se revolvió, dispuesta a seguir disparando, pero era Triss.

—Vámonos de aquí... Yenna... Vámo... nos...

Ya la he oído antes hablar con esa voz, se le pasó a Yennefer por la cabeza. Con esos labios que parecen de madera, sin una gotita de saliva que los humedezca. Con esos labios que paraliza el terror, que estremece el pánico.

Ya la he oído hablar con esa voz. En el Monte de Sodden.

Cuando estaba muerta de miedo.

También ahora está muerta de miedo. Hasta el fin de sus días va a estar muerta de miedo. Porque aquéllos que no se sobreponen a la cobardía estarán muertos de miedo hasta el fin de sus días.

Los dedos con los que Triss se había aferrado a su brazo eran como de acero. Yennefer tuvo que hacer un gran esfuerzo para librarse de ellos.

—¡Escapa tú si quieres! —gritó—. ¡Escóndete bajo las sayas de la logia! ¡Yo tengo a quien defender! ¡No pienso dejar sola a Ciri! ¡Ni a Geralt! ¡Eh, chusma, fuera de mi vista! ¡Abrid paso, si es que tenéis aprecio a vuestra piel!

La muchedumbre que la mantenía apartada del caballo se retiró ante los rayos que despedían los ojos y las manos de la hechicera. Yennefer daba sacudidas con la cabeza, alborotando sus rizos negros. Parecía una furia encarnada, el ángel vengador, el implacable ángel vengador con su espada de fuego.

—¡Fuera, cada uno a su casa, gentuza! —gritó, fustigando a la turba con su látigo de fuego—. ¡Largo! |Os voy a marcar a fuego, como ganado!

—¡No es más que una maga, vecinos! —dijo una voz sonora y metálica entre la multitud—. ¡Una maldita hechicera élfica!

—¡Está sola! ¡La otra ha huido! ¡Eh, chavales, traednos piedras!

—¡Muerte a los no humanos! ¡Que se preparen las hechiceras!

—¡A la horca con ella!

La primera piedra le pasó silbando cerca de un oído. La segunda la golpeó en un hombro, y la hizo tambalearse. La tercera le acertó de lleno en la cara. Primero le estalló un dolor ardiente en los ojos, después todo quedó envuelto en terciopelo negro.

*****

Volvió en sí, gimió dolorida. Los dos antebrazos y las muñecas le dolían a rabiar. Se los tanteó maquinalmente, notó que tenía varias capas de vendaje. Volvió a gemir, sorda, desesperadamente. Lamentando no estar en un sueño. Y lamentando no haberlo conseguido.

—No lo has conseguido —dijo Tissaia de Vries, sentada al lado de la cama.

Yennefer tenía mucha sed. Deseaba que, al menos, alguien le humedeciera los labios, recubiertos de una película pegajosa. Pero no lo pidió. Su orgullo se lo impedía.

—No lo has conseguido —repitió Tissaia de Vries—. Pero no porque no lo hayas intentado. Has cortado bien y a fondo. Por eso estoy ahora aquí contigo. Si se hubiera tratado de un simple numerito, si hubiera sido una estúpida exhibición, poco seria, no sentiría más que desprecio por ti. Pero tú has cortado a fondo. A conciencia.

Yennefer miraba atontada al techo.

—Me ocuparé de ti, muchacha. Puede que valga la pena. Pero habrá que trabajar contigo, uy, vaya que sí. No sólo voy a tener que enderezarte la columna y los omóplatos, sino que también tendré que tratarte esas manos. Al cortarte las venas, te has seccionado los tendones. Y las manos de una hechicera son un instrumento muy importante, Yennefer.

Humedad en los labios. Agua.

—Vivirás. —La voz de Tissaia era rotunda, seria, severa incluso—. Todavía no ha llegado tu hora. Cuando llegue, te acordarás de este día.

Yennefer sorbió ansiosamente la humedad del palito envuelto en un vendaje húmedo.

—Me ocuparé de ti —repitió Tissaia de Vries, rozándole el cabello delicadamente—. Y ahora... estamos aquí solas. Sin testigos. Nadie nos mira, y yo no le voy a decir nada a nadie. Llora, muchacha. Desahógate. Llora por última vez. A partir de ahora no se te va a permitirá llorar. No hay imagen deplorable que la de una hechicera llorando.

*****

Volvió en sí, carraspeó, escupió sangre. Alguien la había llevado a rastras. Había sido Triss, la reconoció por su perfume. Cerca de ellas, en el empedrado, resonaron unos cascos herrados, vibró el griterío. Yennefer vio a un jinete con armadura, con un campo blanco con chevrón rojo, que desde la altura de su silla fustigaba a la multitud con un vergajo. Las piedras que le arrojaba la chusma rebotaban impotentes en su armadura y en su visera. El caballo relinchaba, perdía el control, coceaba.

Yennefer tenía la impresión de que, en lugar de labio superior, tenía una gran patata. Como mínimo uno de los dientes anteriores estaba roto o mellado, tenía un corte doloroso en la lengua.

—Triss... —balbuceó—. ¡Hay que salir de aquí! ¡Telepórtanos!

—No, Yennefer. —Triss hablaba con voz muy tranquila. Y muy fría.

—Nos van a matar...

—No, Yennefer. Yo no huyo. No me voy a esconder bajo las sayas de la logia. Y no me preocupa desmayarme de miedo, como en Sodden. Lo superaré. ¡Ya lo he superado!

Cerca de la entrada del callejón, en un saliente de los muros recubiertos de musgo, se había formado un gran montón de estiércol, detritos y basura. Era un montón colosal. Una verdadera montaña, podría decirse.

La muchedumbre había conseguido finalmente rodear e inmovilizar al caballero y a su caballo. Lo derribaron con un estruendo aterrador, y la chusma se le echó encima cual nube de piojos, cubriéndole como una capa viva.

Triss, tirando de Yennefer, se subió sobre el montón de desperdicios, alzó las manos. Pronunció un conjuro, gritando con auténtica rabia. Fue un grito tan penetrante que la muchedumbre se calló por un brevísimo instante.

—Nos van a matar. —Yennefer escupió sangre—. Como dos y dos son cuatro...

—Ayúdame. —Por un momento Triss interrumpió el encantamiento—. Ayúdame, Yennefer. Vamos a lanzarles el Rayo de Alzur...

Y mataremos a unos cinco, pensó Yennefer. Y después los demás nos harán picadillo. Pero está bien, Triss, como quieras. Si tú no huyes, tampoco me vas a ver a mí huyendo.

Se unió al encantamiento. Gritaban a dúo.

Por un instante, la multitud se quedó embobada mirándolas, pero enseguida reaccionó. Las piedras volvieron a silbar cerca de las hechiceras. Una lanza pasó rozándole una sien a Triss. Ni se inmutó.

Esto no funciona, pensaba Yennefer, nuestra magia no da resultado. No es posible escandir algo tan complicado como el Rayo de Alzui. Según se asegura, Alzur tenia una voz como una campana y una dicción propia de un orador. Y nosotras estamos desafinando y balbuceamos, no atinamos ni con la música ni con la letra...

Ya estaba dispuesta a interrumpir el canto, reservando las pocas fuerzas que le quedaban para otro conjuro capaz de teleportarlas a las dos o de agasajar a la chusma hostil con algo desagradable, aunque no durara más que una décima de segundo. Pero no hizo falta.

De repente el cielo se oscureció, unos nubarrones negros se arremolinaron sobre la ciudad. Se extendió una sombra diabólica. Y se levantó un viento helado.

—Uy —exclamó Yennefer—. Parece que hemos liado una buena.

*****

—La devastadora Granizada de Merigold —repitió Nimue—. En rigor, este nombre se usa de forma ilegal, el encantamiento nunca fue registrado, porque nadie fue capaz de reproducirlo después de Triss Merigold. Por razones bien prosaicas. En aquel momento, Triss tenía la boca dolorida y no podía hablar con claridad. Algunos malpensados aseguran, en cambio, que el miedo le había trabado la lengua.

—A ese respecto —Condwiramurs frunció los labios—, es difícil saber quién tiene razón, no faltan ejemplos de coraje y valor de la venerable Triss, algunas crónicas la llaman incluso la Intrépida. Pero yo quería plantear otra cuestión. Una de las versiones de la leyenda afirma que Triss no estaba sola en el monte de Rivia. Que Yennefer estaba con ella.

Nimue observaba la acuarela que representaba una montaña negra, escarpada, afilada como un cuchillo, sobre el fondo de unas nubes azuladas, entre dos luces. Sobre la cumbre de la montaña se veía la esbelta figura de una mujer con las manos extendidas y el pelo alborotado.

A través de la niebla que cubría la superficie de las aguas les llegaba el golpeteo rítmico de los remos de la barca del Rey Pescador.

—Si hubo allí alguna otra persona, aparte de Triss —dijo la Dama del Lago—, no fue inmortalizada por el artista.

*****

—Caray, la que se ha liado —insistió Yennefer—. ¡Fíjate, Triss!

Los nubarrones negros que se cernían sobre Rivia descargaron en unos segundos una tremenda granizada, unas bolas de hielo facetadas, del tamaño de huevos de gallina. Caían con tal intensidad que en un instante toda la plazoleta se cubrió con una gruesa capa de granizo. La muchedumbre se agitaba, la gente caía al suelo intentando protegerse la cabeza, todo el mundo se empujaba, daba vueltas, irrumpía como podían en soportales y zaguanes, se pegaba a las paredes. No todos lo conseguían. Algunos se quedaron a la intemperie, tendidos como pescados entre el hielo, que se iba tiñendo de sangre. El pedrisco era tan copioso que sacudía y amenazaba con reventar el escudo mágico que Yennefer, en el último instante, había podido formar sobre sus cabezas. Ya no intentó siquiera nuevos sortilegios. Sabía que lo que habían hecho no se podía detener, que por casualidad habían desencadenado un elemento que tenía que desfogarse, que habían desatado una fuerza que aún tenía que alcanzar su punto culminante. Y que no tardaría en alcanzarlo. Con eso contaba ella, al menos.

Relampagueó, súbitamente estalló un trueno prolongado, seguido de un chasquido. Hasta la tierra se estremeció. El granizo golpeaba los tejados y el empedrado, volaban por todas partes los fragmentos de los granos rebotados.

El cielo empezaba a aclararse. El sol brilló, atravesando las nubes, un rayo de luz azotó la ciudad como un zurriago. Algo salió de la garganta de Triss, algo entre un gemido y un sollozo. Seguía granizando, machacando, cubriendo la plazoleta de una capa cada vez más espesa de bolitas de hielo que brillaban como diamantes. Pero la granizada ya iba a menos, Yennefer podía darse cuenta por el cambio en el traqueteo en el escudo mágico. Y después dejó de granizar. De repente. Como si lo hubieran cortado con un cuchillo. Gente armada irrumpió en la plaza, unos cascos herrados trituraban el hielo. La plebe echó a correr, vociferando, azuzada por las fustas, vapuleada por las astas de las lanzas y las hojas planas de las espadas.

—Bravo, Triss —dijo Yennefer con la voz ronca—. No sé lo que habrá sido... pero te ha salido de maravilla.

—Había algo que defender —respondió, con idéntica voz, Triss Merigold. La heroína de la montaña.

—Siempre hay algo. Corramos, Triss. Puede que aún no sea el final.

*****

Aquello fue el final. El granizo que las hechiceras habían lanzado sobre la ciudad había enfriado las cabezas calientes. De tal modo que el ejército se atrevió a intervenir y a poner orden. Hasta entonces los soldados habían tenido miedo. Sabían lo que les amenazaba en caso de un ataque a la turba enfebrecida, a la masa sedienta de muerte, que no teme nada y ante nada retrocede. Sin embargo, la explosión de los elementos redujo a la cruel bestia de muchas cabezas y la carga del ejército hizo el resto.

El granizo produjo una terrible catástrofe en la ciudad. Y así, hombre que hacía un momento había matado a una enana con ayuda de un gancho y había destrozado la cabeza de su hijo contra un muro, sollozaba ahora, lloraba ahora, sorbía ahora mocos y lágrimas contemplando lo que había quedado del tejado de su casa.

En Rivia reinaba la calma. Si no hubiera sido por cerca de doscientos cadáveres masacrados y algunas casas quemadas, se podría haber pensado que no había pasado nada. En el barrio de Los Olmos, junto al Loe Eskalott, sobre el que el cielo ardía con un hermoso arco iris, los sauces llorones se reflejaban maravillosos sobre el claro espejo de las aguas, los pájaros volvieron a cantar, olía a yerba mojada. Todo tenía un aspecto idílico.

Incluso el brujo que yacía en un charco de sangre sobre el que estaba arrodillada Ciri.

*****

Geralt yacía sin sentido, blanco como la cal. Yacía inmóvil, pero, cuando llegaron junto a él, empezó a toser, entre estertores, a escupir sangre. Empezó a agitarse, a estremecerse con tanta violencia que Ciri no era capaz de sujetarle. Yennefer se arrodilló a su lado. Triss vio cómo le temblaban las manos. De pronto, ella también se encontró muy débil, como una criatura, se le nubló la vista. Alguien la sujetó, evitando que se fuera al suelo. Reconoció a Jaskier.

—No va a funcionar —oyó la voz de Ciri, que irradiaba desesperación—. Tu magia no puede curarle, Yennefer.

—Hemos llegado... —Yennefer apenas podía mover los labios—. Hemos llegado demasiado tarde.

—Tu magia no funciona —insistía Ciri, como si no la hubiera oído—. ¿Para qué sirve entonces toda esa magia vuestra?

Tienes razón, Ciri, pensó Triss, con un nudo en la garganta. Somos capaces de desatar una granizada, pero no somos capaces de ahuyentar a la muerte. Aunque a primera vista esto parezca más sencillo.

—Hemos mandado a buscar a un médico —dijo con la voz ronca un enano que estaba al lado de Jaskier—. Pero no aparece...

—Ya es demasiado tarde para un médico —dijo Triss, sorprendida ella misma de que su voz sonara tan serena—. Está agonizando.

Geralt volvió a agitarse, tosió sangre, se puso muy tenso y se quedó inmóvil. Jaskier, que seguía sujetando a Triss, suspiró desesperado, el enano soltó un juramento. Yennefer empezó a gemir, su rostro se alteró de repente, se contrajo y se afeó.

—No hay nada más lamentable —dijo Ciri con dureza— que ver a una hechicera llorando. Tú misma me lo enseñaste. Pues ahora tú sí que eres lamentable, lamentable de verdad, Yennefer. Tú y tu magia, que no sirve para nada.

Yennefer no replicó. Apenas podía sostener entre ambas manos la cabeza inerte de Geralt, mientras repetía un conjuro con la voz entrecortada. En las manos, en las mejillas y en la frente del brujo bailaban unas chispas azules y crepitaban unas llamas diminutas. Triss sabía cuánta energía requería ese conjuro. También sabía que ese conjuro no iba a servir de ayuda. Estaba más que convencida de que hasta los conjuros de las sanadoras especializadas habrían resultado estériles. Era demasiado tarde. El sortilegio de Yennefer sólo estaba sirviendo para agotarla a ella. Más aún, Triss estaba sorprendida de que la hechicera de negros cabellos pudiera aguantar tanto.

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