La dama del lago (74 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

BOOK: La dama del lago
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Enseguida dejó de sorprenderse, porque Yennefer se quedó callada a mitad de una fórmula mágica y cayó sobre el empedrado, al lado del brujo.

Uno de los enanos volvió a maldecir. El otro tenía la cabeza gacha. Jaskier, sin dejar de sostener a Triss, se sorbió los mocos.

De pronto, empezó a hacer mucho frío. La superficie del lago comenzó a echar humo como el caldero de una bruja, quedó envuelta en vapor. La neblina crecía muy deprisa, se arremolinaba sobre el agua y alcanzaba en oleadas la tierra, cubriéndolo todo con una leche blanca y espesa, en la que los sonidos se sofocaban y se extinguían, en la que se desvanecían las figuras y se emborronaban las formas.

—Pensar que yo —dijo despacio Ciri, que seguía arrodillada en el suelo cubierto de sangre— renuncié a mi poder. De no haber renunciado entonces, ahora le habría salvado. Le habría podido curar, estoy convencida. Pero renuncié y ahora no puedo hacer nada. Es igual que si yo le hubiera matado.

Primero rompió el silencio un fuerte relincho de Kelpa. Después un grito sofocado de Jaskier.

Todos se quedaron atónitos.

*****

Un unicornio blanco surgió de la niebla, correteando ligero, ágil y silencioso, alzando con donosura su hermosa cabeza. Esto no es que fuera algo extraordinario, todos conocían las leyendas y éstas eran todas parecidas en lo que respecta a que los unicornios corretean ligero, ágiles y silenciosos y a que alzan la cabeza con una donosura sólo de ellos propia. Si había algo extraño, era que el unicornio corría por la superficie del lago y el agua ni siquiera se arrugaba.

Jaskier gimió, esta vez con asombro. Triss sintió cómo la embargaba la emoción. La euforia.

El unicornio golpeó con sus cascos en las piedras del borde. A las crines. Relinchó melódico y agudo.

—Ihuarraquax —dijo Ciri—. Tenía la esperanza de que ibas a venir.

El unicornio se acercó, volvió a relinchar, excavó con su casco, golpeó con fuerza en los adoquines. Bajó la cabeza, el cuerno que surgía de su inclinada frente ardió de pronto con una luz aguda, con un brillo que dispersó la niebla al instante.

Ciri tocó el cuerno.

Triss lanzó un grito sordo al ver cómo los ojos de la muchacha se encendían de pronto con un fuego lechoso, cómo toda ella quedaba rodeada de una aureola de fuego. Ciri no la escuchaba, no escuchaba a nadie. Con una mano seguía sujetando el cuerno del unicornio, la otra la dirigía hacia el brujo inmóvil. De uno de sus dedos fluía una cinta de una claridad centelleante y ardiente como lava.

Nadie fue capaz de discernir lo que duró todo aquello. Porque era algo irreal.

Como un sueño.

El unicornio, casi disolviéndose en la creciente niebla, relinchó, golpeó con un casco, agitó varias veces la testa y el cuerno como si quisiera señalar a algo. Triss miraba. Bajo el baldaquino de las hojas de los sauces que colgaban sobre el lago, distinguió una forma oscura en las aguas. Era una barca.

El unicornio señaló otra vez con el cuerno. Y comenzó a desaparecer a toda velocidad en la niebla.

—Kelpa —dijo Ciri—. Ve con él.

Kelpa ronqueó. Meneó la testa. Caminó obediente detrás del unicornio. Sus herraduras resonaron durante un momento en los adoquines. Luego el sonido se interrumpió bruscamente. Como si la yegua hubiera echado a volar, hubiera desaparecido, se hubiera desmaterializado.

La barca estaba en la misma orilla, en los momentos en los que la niebla retrocedía, Triss la veía ya claramente. Era una canoa aderezada de forma muy tosca, desmañada y llena de cantos como un enorme morro de cerdo.

—Ayudadme —dijo Ciri. Tenía la voz segura y decidida.

Al principio nadie supo qué es lo que quería la muchacha, qué ayuda esperaba. El primero que se dio cuenta fue Jaskier. Puede que porque conociera aquella leyenda, que la hubiera leído alguna vez en su versión poetizada. Tomó en sus manos a Yennefer, que seguía inconsciente. Se asombró de lo menuda y ligera que era. Habría jurado que alguien le ayudaba a transportarla. Habría jurado que sentía junto a sus brazos el hombro de Cahir. Con el rabillo del ojo captó el brillo de la rubia trenza de Milva. Cuando colocó a la hechicera en la barca habría jurado que vio cómo Angouléme sujetaba la borda.

Los enanos alzaron al brujo, les ayudó Triss, sujetándole la cabeza. Yarpen Zigrin hasta entrecerró lo ojos, durante un segundo había visto a ambos hermanos Dahlberg. Zoltan Chivay habría jurado que Caleb Stratton le ayudó a colocar al brujo en la barca. Triss Merigold habría dado la cabeza a que sentía el perfume de Lytta Neyd, llamada Coral. Y por un momento distinguió entre los vapores los ojos claros, verde amarillento, de Coén de Kaer Morhen.

Tales bromas les provocó a sus mentes aquella niebla, la densa niebla del Loe Eskalott.

—Lista, Ciri —dijo la hechicera con voz sorda—. Tu barca espera.

Ciri se retiró los cabellos de la frente, sorbió la nariz.

—Pídeles perdón a las señoras de Montecalvo, Triss —dijo—. Pero no puede ser de otro modo. No puedo quedarme si Geralt y Yennefer se van. Simplemente no puedo. Deben entenderlo.

—Deben.

—Adiós, Triss Merigold. Cuídate, Jaskier. Cuidaos todos.

—Ciri —Triss susurró—. Hermanilla... Permíteme navegar con vosotros...

—No sabes lo que pides, Triss.

—¿Acaso te...?

—Seguro —le interrumpió con decisión.

Entró en la barca, que se balanceó y comenzó a navegar de inmediato. Desapareciendo en la niebla. Los que estaban en la orilla no escucharon ni el más mínimo chapoteo, no vieron olas ni movimiento en las aguas. Como si no se tratara de una barca, sino de un fantasma.

Durante un instante muy largo todavía vieron la silueta menuda y doblada de Ciri, vieron cómo se apoyaba en el fondo con un largo palo cómo aceleraba aún más la barca, que ya de por sí fluía velozmente.

Y luego sólo quedó la niebla.

Me mintió, pensó Triss. No la volveré a ver nunca más. No la veré porque...

Vaesse deireadh aep eigean. Algo termina...

—Algo se ha terminado —dijo Jaskier con la voz un tanto cambiada.

—Algo comienza —le siguió Yarpen Zigrin.

En algún lugar de la ciudad cantó con fuerza un gallo.

La niebla comenzó a alzarse muy deprisa.

*****

Geralt abrió los ojos heridos por el juego de luces y sombras que se colaba a través de sus párpados. Vio sobre sí unas hojas, un caleidoscopio de hojas brillando al sol. Vio unas ramas llenas de manzanas.

Sintió el toque delicado de unos dedos sobre su sien y su mejilla. Unos dedos que conocía. Que amaba tanto que hasta dolía.

También le dolía la barriga, el pecho, le dolían las costillas, y el apretado corsé de un vendaje le convenció por completo de que la ciudad de Rivia y el tridente no habían sido una pesadilla.

—Yace tranquilo, mi amado —dijo Yennever con voz de terciopelo—. Yace tranquilo. No te muevas.

—¿Dónde estamos, Yen?

—¿Acaso importa? Estamos juntos. Tú y yo.

Cantaban los pájaros, verderones o tordos. Olía a hierbas, romero, flores. Manzanas.

—¿Dónde está Ciri?

—Se ha ido.

Ella cambió de posición, liberó delicadamente su brazo de debajo de la cabeza de él, se tendió a su lado en la hierba de modo que pudiera mirarle a los ojos. Le miraba ávida, como si quisiera saturarse de su imagen, como si quisiera guardarla para el futuro, para toda la eternidad. Él también la miró y la nostalgia le atenazó la garganta.

—Íbamos con Ciri en una barca —recordó Geralt—. Por un lago. Luego por un río. Un río de fuerte corriente. Entre la niebla.

Los dedos de ella encontraron su mano, la apretaron con fuerza.

—Yace tranquilo, mi amado. Yace tranquiló. Estoy junto a ti. No importa lo que sucedió, no importa dónde estuviéramos. Ahora estoy junto a ti. Y nunca jamás te dejaré. Nunca.

—Te quiero, Yen.

—Lo sé.

—Pese a todo —suspiró—, me gustaría saber dónde estamos.

—A mí también —dijo Yennefer, despacio y al cabo de un rato.

*****

—¿Y éste —preguntó Galahad— es el final de la historia?

—Pero qué dices —protestó Ciri, restregándose un pie con el otro, limpiándose la arena seca que se le había pegado a sus dedos y plantas—. ¿Quisieras que se acabara así la historia? ¡Desde luego! ¡Yo no querría!

—Entonces, ¿qué es lo que siguió?

—Lo normal —bufó—. Se casaron.

—Contad.

—Ah, ¿qué es lo que hay que contar? Fueron unas bodas sonadas. Todos vinieron, Jaskier, madre Nenneke, Iola y Eurneid, Yarpen Zigrin, Vesemir, Eskel... Coén, Milva, Angouléme... Y mi Mistle... Y yo estuve allí, y miel y vino bebí. Y fueron felices, y comieron perdices. Y ellos, es decir, Geralt y Yennefer, tuvieron luego hasta una casa propia, y fueron felices, muy, muy felices. Como en un cuento. ¿Entiendes?

—¿Por qué lloráis, oh Dama del Lago?

—No estoy llorando. El viento me irrita los ojos. ¡Y eso es todo!

Guardaron silencio mucho rato, mirando cómo la bola del sol, quemada hasta volverse roja, besaba las cumbres de las montañas.

—Cierto —interrumpió por fin el silencio Galahad—, grandemente extraña es esta historia, oh, rara. Cierto, doña Ciri, extraordinario es el mundo del que provenís.

Ciri sorbió la nariz con fuerza.

—Sí —continuó Galahad, carraspeando unas cuantas veces, un tanto deprimido por su silencio—. Mas y también aquí, en nuestras tierras, tienen lugar aventuras dignas de asombro. Pongamos por ejemplo lo que le sucedió a don Gawain con el Caballero Verde... O a mi tío Bors y a don Tristán... Atended pues, doña Ciri. Don Bors y don Tristán se fueron cierta vez hacia el poniente, hacia Tintagel. Su camino les conducía por bosques silvestres y amenazadores. Cabalgan, cabalgan, miran, y hay una cierva blanca y junto a ella una dama, vestida de negro, en verdad de un negro tan negro que no lo habréis visto ni en vuestras pesadillas. Y hermosa es esa dama, tanto que no lo veréis en todo el mundo, bueno, como no sea la reina Ginebra... Vio a los caballeros la tal señora, de pie junto a la cierva, agitó la mano y les habló de este modo...

—Galahad.

—¿Sí?

—Cállate.

Él tosió, carraspeó, se calló. Callaron ambos, al tiempo que miraban al sol. Callaron durante mucho, mucho tiempo.

—¿Dama del Lago?

—Te he pedido que no me llames así.

—¿Doña Ciri?

—Dime.

—Venid conmigo a Camelot, oh doña Ciri. El rey Arturo, veréis, os mostrará honor y reverencia... Yo, por mi parte... Yo os amaré y honraré siempre...

—¡Levántate ahora mismo! O mejor no. Ya que estás ahí de rodillas, restriégame los pies. Se me han enfriado terriblemente. Gracias. Eres muy amable. ¡He dicho que los pies! Los pies se terminan en los tobillos.

—¿Doña Ciri?

—Sigo aquí.

—El sol se acerca al ocaso...

—Cierto. —Ciri se cerró las hebillas de las botas, se levantó—. Vamos a ensillar los caballos, Galahad. ¿Hay en los alrededores algún sitio donde se pueda pasar la noche? Ja, por tu gesto veo que conoces estas tierras tanto como yo. Pero no importa, pongámonos en camino, si hay que dormir a cielo abierto mejor más lejos, en el bosque. De este lago proviene... ¿Por qué miras así?

»Ajá—se imagino, al ver cómo enrojecía— ¿Te hace sonreír el pensamiento de una noche bajo los arbustos del bosque, sobre una cubierta de musgo? ¿En el abrazo de un hada? Escucha, muchacho, no tengo la más mínima gana...

Se cortó, al ver su embarazo y sus ojos brillantes. Al ver, en suma, su rostro, que verdaderamente no era feo. Algo le apretó los intestinos y la tripa, y no era el hambre.

Algo me pasa, pensó. ¿Qué me pasa?

—¡No refunfuñes! —casi gritó—. ¡Ensilla el alazán!

Cuando ya estaban sobre los caballos, ella le contempló y se rió con fuerza. Él la miró y en sus ojos había asombro y pregunta.

—Nada, nada —dijo ella libremente—. Sólo estaba pensando. En camino, Galahad.

Una cubierta de musgo, pensó, conteniendo la risa. Bajo los arbustos del bosque. Y yo en el papel de hada. Vaya, vaya.

—Doña Ciri...

—Dime.

—¿Vendréis conmigo a Camelot?

Ella estiró la mano. Y él estiró la mano. Juntaron sus dedos, cabalgando uno junto al otro.

Al diablo, pensó, ¿por qué no? Me apuesto lo que sea a que en este mundo también habrá tarea para una bruja.

Porque no existe un mundo en el que no haya tarea para una bruja.

—Doña Ciri...

—No hablemos de ello ahora. Cabalguemos.

Cabalgaron en dirección a la puesta del sol. Tras ellos quedaba, oscureciéndose, el valle. Detrás de ellos quedaba el lago, el lago encantado, el lago azul y sereno como un zafiro pulido. Detrás de ellos quedaban las rocas en la orilla del lago. Y los pinos de la pendiente.

Aquello quedaba atrás.

Pero por delante de ellos estaba todo.

Nota del editor

Por razones que confiamos que se entenderán sobradamente al leerlo, hemos considerado oportuno añadir como colofón a este volumen 2 de
La dama del lago
el relato «Algo termina, algo comienza», cuya génesis explica Sapkowski en la introducción que el lector encontrará a continuación.

A pesar del desmentido del propio Sapkowski (cuya imagen pública le lleva a menudo a quitar hierro a la intensidad emotiva que pone en sus creaciones literarias), creemos que este relato es una excelente coda a su gran Saga de Geralt de Rivia... incluso admitiendo su carácter, por así decirlo, no canónico.

No obstante, y para que nadie se llame a engaño, advertimos de que
La dama del lago,
y con ella la historia de Geralt de Rivia y Ciri, la Niña del Destino, termina oficial y definitivamente en las páginas anteriores a ésta. Lo que sigue es sólo (y nada menos que) un complemento de la edición española en dos volúmenes.

El Editor

Algo termina, algo comienza

La idea de «Algo termina, algo comienza» me la inspiró, como se entiende por la dedicatoria del cuento, la noticia de la boda de cierta pareja conocida y querida por el fandom. Ja, hoy no tengo que hacer secreto alguno de que se trataba de Paulina Braiter y Pawel Ziemkiewicz.

Por su parte, quien me animó a escribir el cuento, gloria le sea dada en este punto, fue Krzysztof Papierkowski, presidente del Club de Fantasía de Gdansk (GKF). El GKF publicaba por entonces un fanzine,
El enano rojo,
y Krzysztof a menudo hacía esfuerzos para conseguir textos no publicados de conocidos escritores polacos de fantasía con destino a ese fanzine. Un día me lo propuso a mí y yo, cuando acepté, decidí no sólo enlazar con la mencionada boda de fandom sino darle en general al cuento la forma de una broma, de un chiste cercano a la atmósfera de las convenciones de ciencia-ficción. De modo que hoy día sigo viéndolo como broma de convención más que como relato propiamente dicho.

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