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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La dama del lago (75 page)

BOOK: La dama del lago
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Pese a las apariencias, las situaciones y los protagonistas del relato «Algo termina, algo comienza» no están relacionados en absoluto con la llamada Saga de Geralt de Rivia. No se trata de ningún final alternativo de la serie, no es tampoco, pese a ciertos rumores, un final que fuera rechazado a lo largo del proceso creativo, sustituido por otro menos alegre. No todos lo entendieron ni lo entienden. Tadeusz A. Olszanski, quien goza de gran estima entre el fandom polaco, me dijo una vez que solamente yo podía ser lo suficientemente sinvergüenza como para publicar el epílogo de una saga ¡antes incluso de haber escrito la propia saga! Incluso la persona que, podría parecer, está más enterada de todo, mi editor polaco Miroslaw Kowalski, no muy alegre a causa de la lentísima marcha de la escritura del último tomo, mostró su asombro de que todo fuera tan despacio. «Pues si ya tienes el último capítulo», dijo un día. Y el nombre de las personas a las que la tarta de boda en el epílogo de la saga dejó completamente sorprendidas es legión.

Sin embargo, el lector atento observará en «Algo termina, algo comienza» ciertos fragmentos de textos que vinculan de algún modo el cuento con la saga. Se trata de una prueba decisiva de que la Saga de Geralt de Rivia fue escrita siguiendo un plan preciso y que, pese a las habladurías, no fue escrita caóticamente como si se tratara del desarrollo de un juego de rol que se termina cuando el autor empieza a aburrirse. Basta con comparar las fechas: «Algo termina, algo comienza» fue escrita al final de 1992, y apareció en
El enano rojo
en 1993. El primer tomo de la saga propiamente dicha,
La sangre de los elfos,
se publicó en 1994. Sin embargo, el último tomo, en el que se habla de la masacre en las escaleras durante la que los cabellos de Ciri se vuelven blancos, fue escrito y publicado en 1999.

Andrzej Sapkowski

A todos los recién casados y especialmente a dos de ellos
I

El sol se colaba con sus tentáculos de fuego por las rendijas de las contraventanas, atravesaba la habitación con oblicuos rayos de luz que palpitaban a causa del polvo que flotaba en el espacio y derramaba manchas claras sobre el suelo y las pieles de oso que lo cubrían. Uno de sus destellos se reflejó cegador en la hebilla del cinturón de Yennefer.

El cinturón de Yennefer yacía sobre un zapato de tacón. El zapato de tacón yacía sobre una camisa blanca con volantes y la camisa blanca yacía sobre una falda negra. Una media negra colgaba del brazo de un sillón, labrado en forma de cabeza de quimera. La otra media y el otro zapato no se veían por ningún lado. Geralt suspiró. A Yennefer le gustaba desnudarse deprisa y con pasión. Tenía que empezar a acostumbrarse a ello. No le quedaba otra salida.

Se levantó, abrió las contraventanas, echó un vistazo. Una neblina surgía de un lago sereno como la superficie de un espejo, las hojas de los abedules y los alisos ribereños brillaban cubiertas de rocío, los prados más lejanos estaban ocultos por una niebla densa y baja que colgaba como una tela de araña justo por encima de la punta de la hierba.

Yennefer se removió bajo la manta, murmuró algo ininteligible.

Geralt suspiró.

—Hermoso día, Yen.

—¿Eh? ¿Qué?

—Hermoso día. Un día extraordinariamente hermoso.

Ello lo sorprendió. En vez de maldecir y cubrir su cabeza con la almohada, la hechicera se sentó, se colocó los cabellos con los dedos y comenzó a buscar entre las sábanas su camisón. Geralt sabía que el camisón estaba al otro lado de la cabecera de la cama, donde Yennefer lo había arrojado la noche anterior. Pero no dijo nada. Yennefer no aguantaba tales consejos.

La hechicera maldijo por lo bajini, dio una patada a la manta, alzó la mano y extendió los dedos. El camisón flotó desde detrás de la cabecera directamente hasta la mano expectante, agitando sus volantes como si fuera un fantasma penitente. Geralt suspiró.

Yennefer se levantó, se acercó a él, lo abrazó y le mordió en un hombro. Geralt suspiró. La lista de cosas a las que iba tener que acostumbrarse parecía no tener final.

—¿Querías decir algo? —le preguntó la hechicera, con los ojos

entrecerrados.

—No.

—Bien. ¿Sabes qué? Es verdad que el día es hermoso. Buen trabajo.

—¿Trabajo? ¿Qué quieres decir?

Antes de que Yennefer tuviera tiempo de responder escucharon un agudo grito y un penetrante silbido que llegaban desde abajo. Por la orilla del lago, haciendo salpicar el agua, galopaba Ciri sobre una yegua mora. La yegua era de buena raza y extraordinariamente hermosa. Geralt sabía que había pertenecido a cierto medioelfo que había juzgado a la brujilla de cabellos grises por las apariencias y se había equivocado de medio a medio. Ciri le dio a la conquistada yegua el nombre de Kelpa, que en la lengua de los isleños de las Skellige era un malvado y peligroso espíritu marino que a veces tomaba la forma de un caballo. El nombre era ideal para la yegua. No hacía mucho tiempo que cierto mediano que había querido robar a la yegua se había convencido de ello de forma muy dolorosa. El mediano se llamaba Sandy Frogmorton, pero desde entonces todos le llamaban Coliflor.

—Se va a partir el cuello —murmuró Yennefer, mirando cómo Ciri galopaba entre las salpicaduras del agua, inclinada, de pie sobre los estribos—. Algún día esa loca de tu hija se va a partir el cuello.

Geralt volvió la cabeza, sin decir ni palabra miró directamente a los ojos violetas de la hechicera.

—Bueno, vale —sonrió Yennefer sin bajar la vista—. Lo siento. Nuestra hija.

Ella volvió a abrazarlo, apretándose fuertemente contra él, lo besó repetidas veces y le mordió de nuevo. Geralt rozó sus cabellos con los labios y retiró con cuidado el camisón de los hombros de la hechicera.

Y al punto se encontraron otra vez en la cama, sobre las retorcidas sábanas, todavía calientes y oliendo a sueño. Y comenzaron a buscarse de nuevo mutuamente, y se buscaron largo tiempo y con mucha paciencia, y la seguridad de que se encontrarían los embargaba de felicidad y alegría, y la felicidad y la alegría atravesaban todo lo que hacían. Y aunque los dos eran tan diferentes, comprendieron, como siempre, que no eran diferencias de las que separan sino de las que unen y enlazan tan fuertemente como la entalladura labrada con el hacha donde se juntan las vigas de las cuales va naciendo una casa. Y fue como la primera vez, cuando ella lo embriagó con su deslumbrante desnudez y su violento deseo y a ella la embriagó la delicadeza y sensibilidad de él. Y como la primera vez ella quiso decírselo, pero él la detuvo y con un beso y unas caricias privó a sus palabras de todo sentido. Y luego, cuando él quiso decírselo a ella, no pudo alzar la voz y luego la felicidad y el placer cayeron sobre ellos con una fuerza capaz de destruir montañas y hubo algo que fue un grito sin sonido y el mundo dejó de existir, algo terminó y algo comenzó, y algo perduró y hubo silencio, silencio y paz.

Y embriaguez.

Poco a poco el mundo volvió en sí y de nuevo hubo unas sábanas oliendo a sueño y una habitación bañada por el sol y un día. Un día...

—¿Yen?

—¿Mhn?

—Cuando dijiste que el día era hermoso añadiste «Buen trabajo». ¿Significa que...?

—Lo significa —confirmó y se estiró, desplegando los brazos y cogiendo la almohada por los bordes, y sus pechos tomaron entonces una forma que hizo que al brujo le recorriera un escalofrío por la parte inferior de la espalda—. Sabes, Geralt, nosotros preparamos este tiempo. Ayer por la tarde. Yo, Nenneke, Triss y Dorregaray. Al fin y al cabo no podía arriesgarme, este día tenía que ser hermoso...

Se detuvo, le dio con la rodilla en el muslo.

—Pues al fin y al cabo éste es el día más importante de tu vida, idiota.

II

Elevado sobre un promontorio en mitad del lago, el castillo de Rozrog estaba pidiendo a gritos unos buenos arreglos, por fuera y por dentro, y ello desde hacía ya mucho tiempo. Hablando sin tapujos, Rozrog era una ruina, un conglomerado de piedras sin forma, cubierto densamente de hiedra, enredaderas y amor de hombre, una ruina que se elevaba entre lagos, barro y pantanos llenos de ranas, tortugas y culebras de agua. Había sido una ruina ya entonces cuando se lo regalaron al rey Herwig. El castillo de Rozrog y los terrenos que lo rodeaban eran por entonces algo así como una concesión de por vida, un regalo de despedida para Herwig, que doce años atrás había abdicado en favor de su sobrino Brennan, desde hacía algún tiempo llamado El Bueno.

Geralt había conocido al antiguo rey a través de Jaskier. El trovador había estado en Rozrog a menudo porque Herwig era un anfitrión amable y agradable para sus invitados. Precisamente había sido Jaskier quien se había acordado de Herwig y su castillejo cuando Yennefer rechazó por imposibles todos los lugares de la lista que el brujo había preparado. Extrañamente, la hechicera aceptó la propuesta de Rozrog de inmediato y sin fruncir la nariz.

Así que la boda de Geralt y Yennefer había de celebrarse en el castillo de Rozrog.

III

En principio, la boda tenía que ser tranquila y sin formalidades, pero con el paso del tiempo resultó que, por razones diversas, esto era imposible.

Así que era necesario alguien con talento para organizar.

Yennefer, por supuesto, se negó, no estaba bien encargarse de organizar la propia boda. Geralt y Ciri, por no mencionar a Jaskier, carecían de talento alguno para ello. Así que le confiaron el asunto a Nenneke, la sacerdotisa de la diosa Melitele de Ellander. Nenneke llegó de inmediato y, junto con ella, dos sacerdotisas más jóvenes, Iola y Eurneid. Y comenzaron los problemas.

IV

—No, Geralt. —Nenneke estaba enfadada y daba golpecitos con un pie—. No acepto ninguna responsabilidad ni por la ceremonia ni por el banquete. Este desastre al que a algún idiota se le ocurrió llamar castillo no sirve para nada. La cocina está destrozada, la sala de baile no sirve más que para establo y la capilla... no es capilla alguna. ¿Puedes decirme a qué dios adora ese cojo de Herwig?

—Por lo que sé, a ninguno. Afirma que la religión es la mandrágora del pueblo.

—Estaba segura —dijo la sacerdotisa, sin ocultar su desprecio—. En la capilla no hay ni una estatua, no hay nada de nada, si no contamos a los ratones de campo. ¡Y encima este maldito páramo! Geralt, ¿por qué no queréis casaros en Vengerberg, en una tierra civilizada?

—Sabes de sobra que Yennefer es una cuarterona y en esas tus civilizadas tierras no se permiten matrimonios mixtos.

—¡Por la gran Melitele! ¿Qué significa una cuarta de sangre élfica? ¡Pero si casi todo el mundo tiene algo de mezcla de sangre del Antiguo Pueblo! ¡Eso no es más que un prejuicio idiota!

—No he sido yo quien lo ha inventado.

V

La lista de invitados —no excesivamente larga— la confeccionaron los futuros esposos conjuntamente y de invitar a la gente tenía que encargarse Jaskier. Al poco resultó que el trovador perdió la lista, y eso aun antes de que tuviera tiempo todavía de leerla.

Avergonzado, no dijo nada y tiró por el camino de en medio: invitó a quien pudo. Por supuesto, Jaskier conocía a Geralt y a Yennefer lo suficiente como para no olvidar a nadie importante, mas no habría sido él mismo si no hubiera enriquecido la lista de invitados con una asombrosa cantidad de personas completamente casuales. Así que aparecieron el viejo Vesemir de Kaer Morhen, el maestro de Geralt, y junto con él, el brujo Eskel, amigo de Geralt desde la más tierna infancia.

Vino el druida Myszowor en compañía de una apasionada rubia llamada Freya que era una cabeza más alta que él y unos cien años más joven. Junto con ellos apareció el yarl Crach an Craite de Skellige en compañía de sus hijos Ragnar y Loki. A Ragnar, montado a caballo, los pies casi le llegaban al suelo, mientras que Loki recordaba a un afiligranado elfo. No era esto de extrañar puesto que eran hermanos naturales, hijos de distintas amantes del yarl.

Apareció el alcalde Caldemeyn de Blaviken con su hija Anica, una muchacha muy atractiva, aunque terriblemente vergonzosa.

Acudió el enano Yarpen Zigrin, y lo más curioso, solo, sin los barbados bandoleros a los que llamaba «muchachos» y que solían acompañarlo. A Yarpen se le unió por el camino el elfo Chireadan, personaje más bien oscuro, pero indudablemente de alta posición entre el Antiguo Pueblo, escoltado por algunos de sus congéneres, desconocidos para todos y de pocas palabras.

También vino una tumultuosa pandilla de medianos, de los que Geralt sólo conocía a Dainty Biberveldt, granjero de Centinodia del Prado y —de oídas— a su gruñona esposa, Gardenia. En la pandilla había también un mediano que no era un mediano, el famoso empresario y mercader Tellico Lunngrevink Letorte de Novigrado, doppler capaz de cambiar de forma, que vivía bajo la forma de mediano y con el pseudónimo de Dudu.

Apareció el barón Zywiecki de Brokilón con su mujer, la encantadora dríada Bráenn y sus cinco hijas, llamadas Morenn, Cirilla, Mona, Eithne y Lola. Morenn tenía el aspecto de tener quince años y Lola cinco. Todas eran pelirrojas como el fuego, aunque Zywiecki tenía el cabello negro y Braenn rubio miel. Braenn estaba en un estado de preñez avanzado. Zywiecki afirmaba serio que esta vez iba a ser un niño, ante lo que la bandada de sus pelirrojas dríadas se miraban las unas a las otras y se reían, mientras que Braenn, sonriendo levemente, añadía que el «niño» iba a llevar el nombre de Melissa.

Llegó también Jarre el Manco, el joven sacerdote y cronista de Ellander, discípulo de Nenneke. Jarre vino sobre todo a causa de Ciri, de quien se había enamorado. Ciri, para desesperación de Nenneke, menospreciaba por completo al joven manco y sus torpes intentos.

La lista de invitados inesperados la abrió el príncipe Agloval de Bremervoord, cuya llegada era un verdadero milagro, puesto que el príncipe y Geralt no se aguantaban el uno al otro. Todavía más extraño era el hecho de que Agloval apareció en compañía de su esposa, la sirena Sh'eenaz. Sh'eenaz había cambiado hacia tiempo su cola de pez por un par de increíblemente hermosas piernas en honor de su príncipe, pero era sabido que nunca se alejaba de la orilla del mar porque el continente le producía miedo.

Pocos eran los que esperaban la llegada de otras testas coronadas, porque también es cierto que nadie las había invitado. Pese a ello, los monarcas habían enviado cartas, regalos, legados, o todo a la vez.

Debían de haberse puesto de acuerdo, porque los legados viajaban en un grupo que ya por el camino había tenido tiempo de trabar amistad.

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