La decadencia del ingenio (15 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
12.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

De todas formas y visto con frialdad y desde la distancia que dan los años transcurridos desde entonces, ahora me sonrío de mi ira ante aquel tratamiento. Al fin y al cabo, ¿qué importancia podía tener el elogio de un adulto con el cerebro atrofiado?

—¿Es su hijo?

—Mi nieto.

—Caramba, no parece usted tan mayor.

—Sí que lo parece. Es un viejo. Y no ha compuesto
mi
sinfonía.

—Espero que le guste cómo la ha preparado Lozano. Estuve hablando con él estos días, preparándolo todo y creo que le agradará nuestra interpretación. Espero que se acerque a lo que usted tenía en mente.

—No si yo no tenía nada en mente…

—Eso dicen todos, y luego no hacen más que quejarse, ja ja ja. Ah, un gran acierto lo de incluir un solo de piano en el segundo movimiento. No es habitual, pero qué es habitual en la música de hoy en día.

—Nada —dijo mi abuelo—, es todo un asco. Los jóvenes todo el día con el chumba chumba, que se van a quedar sordos y tontos con tanta droga. Una pena. En mi época sí que disfrutábamos con los bailes y las fiestas del barrio. Orquestas de verdad, nada de grabaciones. Aunque a mí nunca me ha gustado mucho la música. Me aburre. Me parece una idiotez eso de ponerse a cantar. Y es malo para la garganta. Así acaban todos los cantantes: roncos, mudos, alcohólicos, maricones. Serrat está bien, eso sí. Claro que Serrat no canta, realmente. Habla con la voz rara, así como temblando. Los demás, un asco. Y sobre todo la música de hoy en día. Eso no tiene nombre. Todos los músicos deberían estar en la cárcel. No lo digo por usted, que tiene pinta de ser buen chico, pero, claro, usted toca el violín y eso es agradable. Un ratito, sólo, luego cansa y a uno el violín le empieza ya a sonar como si una vieja estuviera castrando un gato a mordiscos. Pero al menos por aquí no hay chumba chumba ni ordenadores ni pastillas. Y eso está bien. Pero ya le digo, yo no soy muy de música. He venido sólo por mi nieto. Bueno, por mi mujer, que no quiere que lo deje solo. En realidad me importa un bledo lo que le pase a este cabronazo. Porque es un cabronazo. Mató a mi hija, ¿sabe? A mí lo que me gusta es el cine. El de antes. El de ahora es una mierda. Todo el rato moviendo la cámara y con explosiones y haciendo ruido. Y cada vez se ven menos tetas. Lo que yo le diga. Por mucho que hablen, el cine de antes era mejor, las señoras estaban más buenas y enseñaban más. Y lo que enseñaban, merecía más la pena. Las chicas de ahora son niñas con cuatro huesos y un trozo de pellejo.

—Er… Sí… Bueno, yo voy a mi sitio… A acabar de afinar el violín… Y tengo que preparar la disposición… de las demás cuerdas… El director estará al caer… y tal.

Pero el director de orquesta simplemente no se presentó.

Roca le llamó varias veces desde su móvil, pero sólo consiguió que se pusiera al teléfono su asistenta, que se empeñó en que Lozano había salido hacía una hora en dirección al auditorio.

Fue imposible encontrarlo y al cabo de otra hora Roca decidió suspender el ensayo.

—Mañana habrá más suerte —explicó—, voy a seguir llamándole a ver si le encuentro.

Y sí, el día siguiente sí que vino, aunque yo ya casi deseaba que no llegara y le buscaran un sustituto. Apareció media hora tarde, todo despeinado y con los calcetines de diferente color. Se disculpó por el retraso, explicándonos que había pasado la noche en el auditorio, ensayando una ópera inédita. “Un trabajo redondo, según su autor”, explicó, “aunque, claro, qué otra cosa puede decir el autor”.

A nadie se le ocurrió preguntarle dónde creía que estaba en ese preciso instante, teniendo en cuenta que había pasado la noche en otro sitio que creía que era el sitio en el que entonces se encontraba. Supongo que estarían acostumbrados. Yo estaba angustiado. Temía por mi obra. Me latían las sienes y me sudaban las manos. Iba a escuchar por primera vez los acordes de mi sinfonía y por culpa de un patán podrían sonar como un tranvía pasando por encima de un puñado de escolares. Tenía asumido desde un buen principio que al tratarse de una obra novedosa y rompedora y al estar tocada, manoseada incluso, por adultos, la interpretación sería titubeante y poco segura, sobre todo los primeros días, pero no quería ni pensar en lo que aquel tipo podía hacerle a mi sinfonía. Era capaz de, no sé, de…

De entrada fue capaz de decir que dirigiría ese primer ensayo con un boli, ya que había perdido la batuta en el autobús. Aunque resultó que en realidad había perdido la chaqueta, en cuyo bolsillo interior guardaba tanto la batuta como el bolígrafo.

Pero al fin alzó sus brazos y los músicos comenzaron a tocar. Los instrumentos chirriaban y faltaba coordinación. Había que trabajar el engranaje, claro… Pero además no había ningún ritmo marcado por…

No era de extrañar. El director de orquesta estaba moviendo los brazos de una manera más que curiosa. Sí, arriba y abajo y a los lados, pero no tenía nada que ver con lo que estaba empezando más o menos a sonar. A los pocos compases se paró y musitó: "Ustedes tocan
El pájaro de fuego
de un modo peculiar".

Silencio. Toses. El concertino movió la cabeza como diciendo no, otra vez no. Yo me puse a llorar.

Por suerte, Roca estaba por ahí. Levantó su ridículo cuerpecito, se dirigió a Lozano y le tendió otra copia de la partitura, quitándole además la que tenía sobre el atril, a pesar de la resistencia del director, que insistía en que era suya.

Lozano se quedó mirando el papel pautado. Acercó la nariz. Forzó la vista y se puso unas gafas que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. De sol, parecidas a las que yo llevaba puestas. Alzó la cabeza y miró a los lados, con cara de susto. Se quitó las gafas y sonrió, aliviado. Volvió a hundir la nariz en la partitura. Volvió a ponerse las gafas oscuras. De nuevo, cara de alarma hasta que se quitó de nuevo las gafas. El proceso se repitió unas cuatro veces, hasta que una trombonista dijo algo así como “maestro, ¿se encuentra bien?”

—Sí, sí… Es sólo… Sí, esta pieza es la que hay que tocar… Sí, muy bien, ya me acuerdo, claro que me acuerdo…

Tosió tres o cuatro veces. Carraspeó. Escupió en un pañuelo.

A falta de batuta para dar golpecitos y llamar la atención de sus músicos, que ya tenían el trasero inquieto, dijo:

—Y uno… Y dos… Y un, dos, tres, cuatro.

Y retomaron de nuevo mi sinfonía, con algo más de coherencia, pero también con el desconcierto reflejado en la cara de casi todos los músicos, a excepción de algún imagino que cínico desalmado.

Acerca del estreno

Al cabo de apenas unas semanas, llegó el día del estreno. Yo insistía en que la interpretación aún estaba muy verde, en que no se ponía el acento en los fragmentos que yo consideraba cruciales, por no hablar de mi razonable explicación de que lo de Sinfonía
Esférica
no era sólo porque quedaba bonito: la disposición de los músicos en escena debería estar en consecuencia con el título.

Pero nadie se dignaba ni siquiera a escucharme. Ni a oírme, diría.

De hecho, Roca y el primer violín sólo se dirigían —y poco— a mi abuelo, a quien le venía a dar todo un poco lo mismo. Razonablemente, ya que él sólo era mi chófer, a pesar de mis protestas y por culpa de mi abuela.

—Sí, eso, estrénenla de una vez —decía el padre de mi madre—, que el niño este me trae loco. Cada día aquí a pasar la mañanita escuchando siempre la misma porquería.

—No se castigue así —decía Roca—, piense que es su primera obra y que lo importante es la publicidad. La segunda saldrá mejor. O no, qué más da.

Claro que la segunda saldría mejor. Y tanto. Era consciente de que hasta que no llegara al umbral de la adolescencia y me fueran fallando las facultades, aún podría seguir mejorando, por difícil que me resultara ir a más desde donde ya me encontraba. Pero por ejemplo, ya había aprendido que tenía que ser más enérgico con aquellos malditos patanes. Aunque no había forma de lograr que Roca me hiciera caso cuando le decía que la persona indicada para dirigir aquella pieza era yo y no Lozano, que seguía haciendo de las suyas. Como venir un día con el camisón de su esposa —puesto, quiero decir, no en una bolsita de plástico—; otro día sin venir porque aseguraba que su esposa había muerto y otro día más en el que tampoco vino él, pero sí su mujer, que nos explicó que llevaba tres días buscándolo y que había llamado a la policía y a los hospitales y a todos los amigos y a etcétera etcétera.

La pobre señora ni siquiera sabía que su marido por aquel entonces ensayaba en el auditorio y sólo estaba haciendo una ronda —“la ronda
habitual
”, fueron sus palabras— por las salas de conciertos de la ciudad.

Lozano apareció aquella misma noche. Le encontró el guardia de seguridad de unos grandes almacenes, durmiendo en la sección de muebles, sobre una cama. Ya en comisaría, Lozano explicó aquella confusión asegurando que esa cama era exactamente igual a la suya. Cosa que dudo, ya que se trataba de una cama pensada para una niña de menos de diez años, incluyendo el edredón con ositos y corazones. Claro que sigo sin tener muy claro qué pensar. Es decir, no me hubiera extrañado nada que aquella cama sí fuera clavadita a la suya. Lo cual sin duda hubiera sido un punto a su favor.

Roca aseguraba que todo aquello, de lo que dio buena cuenta la prensa, era buena publicidad. Según el director del auditorio, no nos podíamos ni imaginar lo que venden los viejos locos como Lozano o como mi abuelo.

Porque al parecer la publicidad era importantísima para los adultos. Más que la obra. Según Roca, a los adultos no se les convencía con argumentos sensatos y racionales, no, se les convencía con fuegos artificiales, culos y tetas de señoritas, y a poder ser un coche rojo.

Me empezaba a caer bien Roca por aquella visión acertada de la realidad. Quizá su cuerpo de quesito de bola era realmente un resto de su buena época infantil y no una broma grotesca del destino. Quizá ese cuerpo era lo que le había permitido conservar cierta clarividencia respecto del comportamiento y la psicología adultas.

Pero eso no quería decir que estuviera de acuerdo con todas sus decisiones. Hubo una que realmente me hizo plantearme la posibilidad de retirar la sinfonía y largarme a casa: le cambió el nombre a la obra sin consultarme. Bueno, sí, consultó con mi abuelo y yo aproveché para protestar enérgicamente, pero el hombre se limitó a un “va, no llores, niño, no molestes ahora”. En definitiva, Roca hizo aparecer la sinfonía en el programa y en los anuncios de prensa como la Sinfonía Infantil. Y nos puso como autores a mí y a mi abuelo. “¿Ha visto? —dijo—, le sigo el juego en lo del niño”.

Dejando el tema de la autoría aparte, no es que me desagradara el adjetivo infantil, ya que era todo un elogio, pero me parecía fuera de lugar: primero por parecerme una muestra innecesaria de vanidad y segundo porque, aunque la sinfonía no dejaba de ser infantil —gracias a Dios; y a mí, claro, que por algo la compuse—, era sobre todo esférica, gracias a las envolventes armonías y melodías por mí creadas.

—Infantil es la palabra que nos hace falta —explicaba Roca—. Usted puede seguir con eso de que la ha compuesto su nieto, que a los periodistas les hará mucha gracia…

—Es que la ha compuesto mi nieto.

—Pues claro que la he compuesto yo.

—¡Esa es la actitud que quiero! Nos hará mucho bien en las entrevistas. Además, perdone que se lo diga, pero usted es todo un personaje: un camisero jubilado que se pone a componer sinfonías y estrena la primera al auditorio y asegura que ni siquiera le gusta la música.

—Me aburre.

—¡Ese es el espíritu! Iconoclasta, controvertido, polémico. Dígame otra vez lo que piensa de Beethoven.

—Me aburre, el hijoputa.

—Me encanta. Simplemente me encanta… Si me disculpan.

Y se fue a su despacho. Creo que intentaba contener una lagrimilla de alegría.

Lo cierto es que se creó cierta expectación. El día en que se concertó la rueda de prensa para presentar el estreno acudieron varias docenas de periodistas y fotógrafos. Incluso una cámara de televisión.

Por un momento incluso llegué a plantearme la posibilidad de que el criterio de los adultos no fuera el de unos retrasados. Aunque inmediatamente salí de mi ensueño y recordé que no venían por la música, sino por la distorsión de Roca acerca de mí y del padre de mi madre.

De hecho y a pesar de mis esfuerzos y —hay que reconocerlo— los de mi abuelo, fue inevitable que todo lo publicado, radiado y emitido mencionara el nombre de Teodoro Gallo como el del autor de la Sinfonía Esférica aka Sinfonía Infantil. “Un camisero de 69 años estrena una sinfonía en el auditorio”, titulaba un diario. “Don Teodoro asegura que la música contemporánea ‘es una mierda’ y que su sinfonía es ‘casi tan aburrida como las del hijoputa de Beethoven’”, decía otro periódico. “’La obra es de mi nieto’, asegura el artista, en una clara burla del arte contemporáneo. ‘Pues claro que el arte de hoy en día lo podría hacer mejor este niñato. Si ha compuesto una sinfonía él solito y los dibujos suyos que tenemos en la nevera son mejores que las chorradas del Tàpies ese, que debería estar en la cárcel’”, se leía en otro diario.

Por cierto, cabe mencionar que a pesar de que había realizado un puñado de interesantes estudios a lápiz, los únicos dibujos que tenían mis abuelos en la nevera eran dos de patitos de la guardería. Aún no comprendo por qué Noelia los metió con mis cosas cuando fui a vivir con ellos.

El estreno fue multitudinario, pero demasiado adulto para mi gusto. El auditorio se llenó de ancianos vestidos con mortajas: trajes y vestidos largos y negros, camisas blancas, corbatas, incluso alguna pajarita. En lugar de escuchar la música, se quedaban sentados mirando al vacío, cuando cualquier persona con algo de cerebro sabe que la mejor manera de escuchar música es tumbado. Sólo se puede estar sentado si uno toma té o café. Esas cosas, por cierto, estaban más que previstas en el auditorio de mi colega de guardería, aunque dudaba de que se las respetaran.

En cambio, al director del auditorio le encantó todo aquello. Hablaba de éxito, de que al público le había encantado, aunque nadie tenía ni puta idea de lo que estaba escuchando —esto último era más que cierto—, y sobre todo se entusiasmó con los aplausos y pataleos entre movimiento y movimiento.

—Sobre todo hay aplausos —dijo—, pero también pataleos. No muchos, pero los hay. Y eso es genial porque quiere decir que ha gustado, pero también que es polémica, lo que es incluso mejor. Ah, es una de las pocas veces que tengo ganas de leer las críticas de mañana.

Other books

Nightmare by Stephen Leather
Atkins and Paleo Challenge Box Set (10 in 1): Over 400 Atkins and Paleo Recipes With Pressure, Slow Cooker and Cast Iron for Busy People (Atkins Diet & Paleo Recipes) by Grace Cooper, Eva Mehler, Sarah Benson, Vicki Day, Andrea Libman, Aimee Long, Emma Melton, Paula Hess, Monique Lopez, Ingrid Watson
And the Band Played On by Christopher Ward
The Next Big Thing by Johanna Edwards
Bone Walker by Angela Korra'ti
Perfect Timing by Jill Mansell