La decadencia del ingenio (19 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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—¡Hola! ¡Cuánto tiempo! –Dijo cuando le saludé—. ¿En Berlín? Halaaaa, qué suerte. No como yo, encerrado aquí, con estas humedades, por un crimen que NO COMETÍ. Dice el abogado que apelaremos. Y saldremos de aquí. Él también está encerrado por no sé qué problema con las cuentas de su bufete.

Poco más. La típica cháchara de padre. Cuídate. Haz caso a tu abuela. Como si la mujer me dejara más opciones.

Al día siguiente me llevó a un traumatólogo, un tal doctor Hans Adenauer. Y fuimos además acompañados de la soprano gorda.

—Tienes la pierna hecha puré —insistía mi abuela durante el trayecto.

—A mí me gusta así.

—No digas tonterías. Y quítate esas gafas, que es de mala educación llevar gafas de sol.

—Me molesta la luz.

—Eres imposible. Im, po, si, ble.

Intenté hacer lo mismo que en París y no puse de manifiesto mi ya más que notable dominio del alemán. Pero entonces comprendí que mi abuela se había traído a la húngara no sólo porque le resultara agradable su compañía, sino porque la señora sí que conocía esa lengua.

Lo que sigo sin comprender es cómo se entendían mi abuela y la soprano.

Pero el caso es que el traumatólogo se enteró de todo. Miró mis radiografías y mandó hacer otras nuevas.

—Tendrás que llevar esto durante tres meses –dijo tras dos horas de esperas y paseos por el consultorio—. Antes de volver a Barcelona y ya que pasas por Viena, puedes hablar con el Doctor Helmutt Erundvater, que le echará otro vistazo a la pierna. Ahora quítate el zapato y súbete los pantalones.

Eso que tenía que llevar durante tres meses era una especie de bota con una suela de unos treinta centímetros de alto. De ambos lados de la bota salían dos barras de acero que iban a acabar en una especie de cinta de cuero que se suponía iba ajustada al muslo.

Obviamente, opuse resistencia.

Si sólo hubieran estado presentes la enfermera, mi abuela y el médico, hubiera tenido éxito con mi pataleo y mis gritos, pero no contaba con la soprano. La húngara sentó su enorme culo sobre mi cara, mientras mi abuela me agarraba de los brazos y una enfermera se peleaba con mi pierna buena. Mientras tanto, el doctor encajaba la bota de cuero y ajustaba la altura de las barras.

Tardó apenas tres minutos. Sobre todo gracias a que con aquel culo encima bordeé la inconsciencia. Nada grave, de todas formas. Me dieron a oler unas sales y cuando me reincorporé me obligaron a tragar una aspirina para el dolor de cabeza.

—No puedo caminar con esto —le dije a mi abuela, ya en la calle—. Pesa mucho.

—Te acostumbrarás.

—Casi no puedo doblar la rodilla.

—Te acostumbrarás.

—La suela está muy alta.

—Te acostumbrarás.

—Me aprieta.

—Te acostumbrarás o te pegaré un bofetón que se te caerán todos los dientes.

La soprano me dijo en húngaro que aquel trasto me iría bien, que no me quedaría cojo.

—No sé qué dice la jodida –soltó mi abuela—, mira que habla raro la tía puta.

Y las dos se pusieron a reír como si estuvieran borrachas.

Su alegría no me extrañó. Al fin y al cabo, celebraban un nuevo éxito de la fuerza bruta de los adultos contra mi aún pequeño y ágil cuerpo. Ah, pero no contaban con mi astucia, me desharía de aquella bota. Tarde o temprano. Y conservaría mi cojera.

Un paseo con Lozano y lo que descubrí al final de la caminata

El estreno berlinés no fue tan espectacular como el italiano. Quizá porque el público alemán era más frío. Quizá era más frío porque se había estropeado la calefacción del Prussische Auditorium. Ich weisse nicht.

Lo que seguía calentándome igual, y entiéndase esto en el sentido de sacar de quicio, era la actitud de mi abuelo, que ya había decidido definitivamente presentarse ante la prensa como “el autor”. Incluso me dejó con mi abuela en el hotel durante la presentación a la prensa de los conciertos.

Lo más gracioso era cuando hablaba de sus proyectos para el futuro. Quería componer una ópera. Imagino que la idea había sido de mi abuela, que ya quería colocar a su amiguita húngara, aburrida de tanto viaje en hoteles de segunda sin ni siquiera recibir a cambio el aplauso del público.

Aunque no era mala idea lo de la ópera.

La carencia de instrumentos me obligó a darle a la sinfonía un aire más íntimo, cercano a la sonata. De hecho, la crítica berlinesa ya habló del “curioso clima no sólo envolvente sino también minimalista de una sinfonía que más que infantil debería llamarse pequeña”.

A la fuerza ahorcan.

—Esto es culpa de Lozano, que lo pierde todo —le comenté a Roca, a ver si así sustituía al director. Por mí, claro.

—Ja, ja, qué gracioso… La verdad es que estamos teniendo mala suerte. Pero en fin.

De nuevo un adulto echándole la culpa a la suerte, sin entender la sutil combinación de causalidades —y no casualidades— que formaban el azar. Este caso era además flagrante, ya que sólo había una causa: el cerebro espongiforme de Lozano.

Yo ya estaba harto. Entre mi abuelo y él me tenían hasta las narices. Y por supuesto tenía ganas de estrangularlos a los dos. El problema era que no tenía claro qué conseguiría con eso, además de quedarme descansado durante al menos unas horas.

Y es que matar a mi abuelo sólo significaría que el mundo entero creería el autor de la
Sinfonía Esférica/Infantil
había fallecido. Y punto. Por tanto, nada de justicia en este sentido. Y, como Roca no se fiaba de mí, si me libraba de Lozano sólo conseguiría que contratara a otro director, y eso si directamente no se cancelaba la gira.

Una mañana, después de desayunar y con un día enterito y libre por delante, me encontré con Lozano en el hall del hotel. Estaba sentado en un sillón. Se había quitado un zapato y examinaba su interior, acercándoselo primero a la nariz, luego al ojo izquierdo y finalmente al oído.

A pesar de la descorazonadora escena, decidí acercarme a decirle un par de palabras. Por lo menos.

—Ah, hola niño —me dijo.

—Hola.

—Este zapato… No está bien.

A pesar de mi primera intención, no pude quedarme allí a hablar. No iba a sacar nada de un tipo que se olía el zapato en la recepción de un hotel de cuatro estrellas. Y encima no tenía claro si matarle era una buena idea, aunque me costaba horrores encontrar algún motivo para no clavarle un cuchillo en la sien.

Decidí ir a dar una vuelta por la ciudad.

Sin descartar lo del cuchillo. Simplemente posponiéndolo por unos días y luego ya veremos.

—¡Niño! ¡Niño! –Oí cómo me llamaban. Me giré. Era Lozano, que me alcanzó en un par de zancadas, a pesar de que sólo llevaba puesto uno de sus zapatos (el que no había estado examinando, claro)—. ¿Adónde vas? Eres muy pequeño para ir sólo por ahí.

—Claro que soy pequeño, aún tengo cuatro años. Y es por eso por lo que voy solo. No necesito ayuda, como si fuera un viejo inválido.

—Pero no… No es así, la cosa no es así… No es así como funciona.

Y tuve que soportar que me acompañara o, mejor dicho, que me siguiera mientras pasábamos por debajo de la torre de la televisión, luego por el Nikolai Viertel para llegar a Unter der Linden, azul y fresca, con las hojas en el suelo. Cosas del otoño.

—Los niños pequeños no hacen estas cosas —dijo después de unos veinte minutos de paseo.

—¿Tú qué sabrás?

—Sí, sí. Yo tengo un hijo. ¿O era una hija?

—Tú tienes el cerebro lleno de agujeros.

—Sí, bueno… Eso no ha sido muy agradable, ¿sabes?

—Lo que no es agradable es que perdamos músicos, o nos cierren las salas de conciertos, o no encontremos un aeropuerto. Eso sí que es desagradable.

—Lo siento. Es que esto de viajar me desconcierta. Cuando le pille el ritmo…

—¡Llevamos más de un año dando vueltas! ¿Cuándo piensas pillarle el ritmo?

—Pronto, pronto… Perdona… No hablas como un niño de cuatro años.

Me sentí halagado.

—Oh, ¿de veras? ¿Parezco más joven?

Me miró confuso. Abrió la boca. La volvió a cerrar.

Seguimos caminando. Él mirándome. Mirando los semáforos. La calle. Los escaparates. Al parecer, no podía mantener la cabeza quieta. Hasta que llegamos casi a la Puerta de Brandeburgo. Me senté en un banco. Aquello no era una puerta, ¿dónde estaba el picaporte? Seguro que el arquitecto tenía más de sesenta años cuando levantó aquello. Pon una puerta. Y el tío puso… aquello. Que, fuera lo que fuera, si es que era algo, no era una puerta.

Lozano se sentó a mi lado, mirando al vacío.

Le vi de perfil.

El labio caído. La nariz aguileña. Despeinado. Los brazos caídos con las palmas sobre los muslos.

Y, sobre todo, sentado en un banco.

Y entonces.

No podía ser.

Pero lo era.

Vaya si lo era.

Dos lágrimas resbalaron por mi mejilla. De la impresión; ni siquiera de la emoción. Intenté hablar. No podía. Lo intenté de nuevo. No podía. Entonces él se giró y se quedó mirando cómo le miraba. Volví a intentarlo.

—L… L… Lucas… ¿Eres tú?

Vaya si lo era. No hizo falta que contestara.

—Lucas… ¿Qué te han hecho? ¿Qué te han hecho?

Y entonces sí, me puse a llorar.

Acerca de Lucas Lozano

—Sí, soy Lucas, claro que soy Lucas… Lucas Lozano… ¿no?

Sacó el pasaporte del bolsillo y lo abrió. Me lo mostró.

—Este de la foto soy yo, ¿no? Lucas Lozano.

—¿No te acuerdas de mí? ¿Del parque? ¿De tu hermana?

Frunció el ceño.

—Sí… El niño… Yo estuve en un parque. Hasta que me cogieron.

—¿Pero qué te han hecho, Lucas?

—Pues… Me han… Me han devuelto a dónde pertenezco. Yo no pertenecía al parque. Mi mundo es este. La música. Las orquestas. Es lo que me interesa. O al menos lo intento, sí, lo intento.

—¿Siempre has sido director de orquesta?

—Bueno, creo que sí… Una época estuve trabajando en una oficina, pero no se me daba bien… Yo fui un niño prodigio, ¿sabes?

—Te creo, te creo, pero ¿cómo has acabado así?

—Compuse un par de sinfonías cuando era sólo un chaval. Y fui el mejor estudiante del conservatorio. Antes de cumplir los dieciocho tocaba el violín y el piano con soltura. Y ya me había estrenado como director de orquesta. Nada importante, aunque ya como profesional, claro. Sí… Luego no sé qué ocurrió… Luego o antes, no estoy seguro… Las fechas se confunden… Hay cosas que creía haber hecho antes, pero luego todo el mundo me explica que las había hecho después, no sé si me comprendes.

—Te comprendo, sigue, por favor.

Y tanto que le comprendía. Me veía en él. Sabía que podía acabar como él si la cojera no me salvaba. Perdido, desorientado, buscando refugio en el banco de un parque, siendo arrancado de ese refugio.

—El caso es que cada vez me costaba más enfrentarme a todo. No sé cómo explicarlo. Me olvidaba de las cosas. Me sigue pasando. No sé, en una ocasión, por ejemplo, estaba escribiendo una sonata. Me estaba quedando bien, aunque esté mal que yo lo diga, pero cuando acabé, cuando anoté la última nota en el pentagrama y me dispuse a revisar aquel borrador, resultó que había escrito mis memorias. No se vendieron mal para ser la autobiografía de un joven de veintitrés años, pero, claro, no era lo que buscaba. Me abroncaban, mira lo que haces, has vuelto a perder la batuta, dónde está esa partitura, siempre llegas tarde, qué haces desnudo. Y yo lo intentaba, pero a veces no me vestía, simplemente me olvidaba, estaba, no sé, pensando en mis cosas, aunque no me acuerdo bien de en qué pensaba.

—¿Pero cómo acabaste en el parque?

—¿En el parque? ¿Qué parque? A esa edad no iba al parque. Me casé con, cómo se llamaba, una chica con la que llevaba un tiempo saliendo, creo, en todo caso, eso es lo que ella me dijo. Al poco tiempo me volví a casar. Lo cual fue problemático porque resultó que aún estaba casado con la primera. No fue una situación fácil, desde luego. Al final se arregló: volví a casa de mis padres y ellas se quedaron cada una con un apartamento. Aprendí bien la lección. Volví a casarme algunos años más tarde, pero con una mujer que ya tenía su propio piso.

Mi carrera iba bien. A todo el mundo le gustaba lo que hacía, cosa que no acabo de comprender porque en realidad no hacía nada. Simplemente dejaba que los músicos tocaran. Para eso les pagan. Sí, yo marco el ritmo, pam pam, pero poco más, seamos sinceros.

Me hice famoso. Decían que había sido un niño prodigio. Que era un excéntrico. Pero yo no era un excéntrico adrede. Me costaba hacer las cosas bien. Por mucho que quisiera y dijera, venga, mañana todo bien, y me apuntaba todo lo que tenía que hacer. Al final llegaba tarde, pero sólo porque me quedaba dormido. O, si me despertaba a tiempo, ocurría que me ponía a desayunar y luego a leer o a ver la tele y se me pasaba la hora. No lo hacía voluntariamente. Es que no me salía.

Al principio mi mujer quiso hacer de asistenta. No quiero decir que limpiara la casa, que también, sino que me llevaba la agenda y me acompañaba a todas partes. Pero aun así las cosas no acababan de salir. Perdíamos la agenda. Perdíamos el taxi. Perdía mi frac. A veces la gente perdía los nervios. Y me insultaba. Me llamaban loco, atontado, estúpido. Lo siguen haciendo a veces. A Roca le da igual… Dice que la publicidad, dice que la prensa. Bueno, no sé lo que dice, pero tiene que ver con los periódicos.

Yo sólo intento hacer las cosas bien. Reconozco que no es algo que me apetezca, eso de hacer cosas, pero imagino que tengo que hacerlas. Las cosas son cosas que la gente hace y todo el mundo hace cosas. Tiene lógica: haces cosas y a cambio haces más cosas. No puedes parar de hacer cosas porque entonces no harías nada y no hacer nada, al ser doble negación, implica que en realidad haces cosas. “No nada” es igual a “sí algo”. Es pura lógica. Hay que ir siempre hacia adelante, todo el mundo va siempre adelante. Uno no puede quedarse quieto ni ir para atrás, porque entonces le llaman loco, atontado, estúpido y lo pierde todo, porque eso es un problema, soy tan despistado que lo pierdo todo, me concentro y me esfuerzo, pero en seguida me despisto y a saber dónde he metido al violinista. ¿Qué día es hoy? ¿No hay sorteo de la Primitiva, hoy?

—¿Pero cómo acabaste en el parque?

—Oh, ah… El parque. No lo sé. No lo sé muy bien. Sólo sé que un día acabamos una serie de conciertos y el empresario me dijo que estupendo, que ahora ya a descansar y a pasear por el parque. Y me fui a pasear por el parque, porque hay que hacer caso a los empresarios, mi mujer siempre me lo dice: “Haz caso de lo que dicen los empresarios”. Y me fui al parque. Pero no conseguí salir de allí. La señalización no está clara en los parques, con esos caminos curvos que sólo llevan a los columpios. Quise llamar a casa, pero había perdido el móvil. No me importó haberlo perdido porque nunca he tenido ninguno. Y no había cabinas, o al menos no las encontré. Sólo encontraba columpios. Y columpiarme no servía de mucho. Me mareaba y ya está.

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