La decadencia del ingenio (32 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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—Lo bueno es que das el pésame y lo más seguro es que aciertes.

—Sí, eso sí. Hay que ver la de muertos que hay en los tanatorios.

—¿Usted conocía mucho al señor Teodoro?

—¿A quién?

—¿Ve lo que le digo?

Mi abuela también lloraba. Había ido hasta allí acompañada de la soprano húngara y no hacía más que repetir: “Ay, si era un santo, un santo, ay, si no hubiera sido tan asqueroso y tan mala persona no me hubiera separado de ese santo”. La soprano la intentaba calmar, pasándole un brazo sobre el hombro y susurrándole palabras de ánimo en su idioma.

—Ay, sí, guañu guañu, hay que ver la jodía, lleva aquí años y aún no sabe una palabra de español. Y no como Teodoro, un santo que hablaba español y catalán como él solo, ay, si no hubiera sido tan miserable, el muy desgraciado.

Cuando me vio me agarró con sus zarpas y siguió llorando. “Ay, mi nieto, que nunca viene a verme, que su padre me lo ha robado, ay”. Y lloró tanto que acabó seca y con los ojos hinchados y le salieron heriditas en las mejillas de tanto secarse las lágrimas y se desmayó y hubo que llamar a una ambulancia porque se había deshidratado y le abrieron una vía y le metieron suero.

Al cabo de dos días, ya con el alta y en casa, llamó a mi padre.

—Ya sabes que ahora la tienda es mía —le dijo—. Pero no te preocupes que los tres trabajaremos muy bien juntos. Tengo unas cuantas ideas que creo que te gustarán.

Después de colgar vi a mi padre meterse en el cuarto. Fui tras él, le pedí que saliera y cambié el estuche de las pistolas de sitio. Hay cosas que no deben estar al alcance de los adultos.

De todas formas y a pesar de sus temores, el cambio que experimentó en la tienda fue a mejor. La soprano y mi abuela la convirtieron en una butic —así lo escribieron— para señoras viejas y feas, y se dedicaron ellas mismas a atender a la clientela, que era lo que más odiaba mi padre. A él lo dejaron a cargo del almacén y de los números. Se pasaba el día encerrado en una habitación sin ventanas, entre cajas, bolsas y vestidos anticuados, bajo la luz de un fluorescente muy amarillo y trabajando sobre una mesa y una silla plegables, con una libreta negra y una calculadora que se apagaba sin avisar.

Regresaba a casa antes que cuando trabajaba para mi abuelo, intentando convencerse a sí mismo de que estaba mejor e incluso sintiéndose realmente mejor. Aunque no acababa de estar seguro, sobre todo por el dolor de espalda, por culpa de “esa mierda de silla, pero al menos ya no trato con clientes idiotas ni con el hijo de puta de tu abuelo, que en Gloria esté, como dice la oligofrénica de tu abuela”.

Yo seguía con mi mala racha. Hasta tal punto que dejó de ser una racha y pasó a convertirse en mi estado habitual. Ya no volví a componer, aunque aún podía tocar el violín. Y en el colegio había hecho un par de amigos que eran niños como los demás, atontados y ridículos, pero que me hacían compañía porque tampoco jugaban a fútbol: uno era asmático y el otro era redondo y bello. La vaca, le llamaban. Y él se enfadaba cuando lo oía, cerrando aún más aquellos ojos escondidos entre los pliegues de las mejillas.

Tenía razón en enfadarse. Él no era una vaca, sino una enorme nube blanda y blanca. Como un bebé enorme. Por lo demás era un imbécil despreciable.

También seguía sacando buenas notas. Y no comprendo cómo. Es decir, yo seguía comportándome igual, me aburría lo mismo y estudiaba lo mismo, o sea, nada. Sin embargo, no me costaba esfuerzo alguno concentrarme durante los ratitos que duraban los exámenes.

Pero lo que me tenía más preocupado era lo de mis cada vez más frecuentes lagunas. Pasaban horas como si fueran parpadeos. Me estaba tomando el desayuno y luego eran las tres de la tarde y me dirigía a clase de lengua. O iba caminando por la calle con Noelia y de repente estaba frente al ordenador, leyendo la prensa. Me encontraba totalmente perdido entre mis días grises y mis agujeros negros. No sabía a qué venían aquellos paréntesis, nadie me había hablado de ellos y yo tenía miedo de preguntar. No sabía si eran cosa de la edad, o quizás de medicinas que me ponían en la comida, o puede que el efecto (finalmente) de las clases.

Alguna vez me había sorprendido haciendo cosas que jamás hubiera hecho conscientemente. En una ocasión, recobré la consciencia para encontrarme leyendo un ridícula novela de Dostoievsky, con las ideas más absurdas acerca de la psicología humana que uno pudiera imaginar. Otra vez estaba dibujando patos. Le pregunté a Noelia si me había castigado a hacerlo y resultó que no, que lo había hecho libremente. Y cada vez fue a peor. Muy a peor. Que ya es decir. Hice los deberes un par de veces, por ejemplo. Y al parecer incluso le pregunté a Noelia si me curaría de la cojera alguna vez.

Estaba claro que yo mismo actuaba en mi contra. Como si tuviera un adulto enanito metido en el cerebro. Un enanito que había crecido ya lo suficiente para alcanzar el interruptor y dejarme en off de vez en cuando. Un día me dejaría en off para siempre.

Lo peor ocurrió poco antes del verano: abrí los ojos y estaba metido entre los tres palos de una portería. Un balonazo me dio en la cara y unos cuantos niños gritaron gol entre risas y burlas.

—Ni con la cara las para el cojo.

—Qué malo.

—Qué hostia le ha dado.

—Ni con la cara.

Me toqué la nariz. No sangraba, pero tampoco me la sentía, aunque me la imaginé toda roja y grande. Vi que la vaca y el asmático estaban también allí, jugando en mi equipo, imagino que de defensas.

—Joder, las gafas —dijo creo que la vaca.

Las miré. Estaban en el suelo, rotas.

—Vámonos —les dije.

—Oh, no hay para tanto —contestó uno de ellos, no recuerdo cuál—. Sólo ha sido un balonazo. Y las gafas, bueno, las gafas… Son de sol y no las necesitas.

—A todo el mundo le pasa —dijo el otro—. Son cosas que pasan.

Pero nos fuimos.

Porque a mí lo que menos me importaba era el balonazo. Ni siquiera me preocupaba haber roto las gafas. Me preocupaba haber jugado y que, realmente, no necesitaba aquellas gafas. Descubrí que veía mejor sin ellas, que la luz ya no me molestaba.

Y se acabó otro curso y en el verano cumplí nueve años y me sentí viejo y lloré porque había malgastado otros doce meses.

De nueve a doce. La decadencia del ingenio

Acerca de cómo me traicionaban mis compañeros durante mis lagunas y sobre cómo en casa todo volvió a estar como siempre

Comenzó un nuevo curso igual de absurdo que todos los cursos, después de un verano igual de absurdo que todos los veranos. La única diferencia: aquellas lagunas que me hacían pasar en blanco varias horas aun sin estar dormido. Lo cierto es que a pesar de que me preocupaban, recibí aquellos agujeros negros con cierta alegría. Al menos todo pasaba más deprisa y no tenía que seguir siendo testigo y víctima de mi propia decadencia. Porque las lagunas me hacían pasar horas en negro, pero lo cierto era que el resto de horas las pasaba en blanco, incapaz de componer y cada vez más torpe con el violín.

Aquel nuevo curso comenzó con maestra nueva, pero por desgracia igual que las anteriores; y con amigos nuevos y por desgracia diferentes. Ya no tenía a Marcos a mi lado, ahora me tenía que conformar con la vaca y el asmático, que me seguían a todas partes y me intentaban convencer de que jugara a sus ridículos juegos. Sólo lo conseguían cuando me pillaban desprevenido. Muy desprevenido. Excesivamente desprevenido.

O sea, en una de mis lagunas.

Recuerdo en una ocasión haberme despertado o recobrado —no sé cómo decirlo— y encontrarme con que estaba jugando con una de esas máquinas de videojuegos portátiles. Paré de inmediato y se la devolví a la vaca.

—Pero tío, que estabas a punto de batir tu récord.

—Una suerte haber parado a tiempo.

Al principio sólo me miraron raro, pero luego se pusieron a reír. Bueno, creo que reían, porque las supuestas carcajadas sonaban más bien como ronquidos.

—Tío, estás fatal.

—Te dan mareos o algo. Como a mí. Y yo porque no respiro bien, pero tú porque lo flipas. O algo.

El resto de compañeros de mi clase manifestaba una curiosa hostilidad hacia aquellos dos chicos y aprovechaba cualquier oportunidad para insultarles, reírse de ellos o incluso soltarles alguna colleja. Especialmente un grupo de niños que a mí me parecían muy grandes, a pesar de tener nuestra edad. Grandes y torpes y duros.

A mí me respetaban y sólo me llamaban cojo, cosa que no era más que el reconocimiento a mi superioridad a través de aquella marca física. También me llamaban sonao y tío raro, entre otros elogios.

Lo más lamentable era que tanto la vaca como el asmático intentaban integrarse en el grupo de los compañeros que les insultaban y a veces me dejaban tirado para jugar a fútbol o para mostrar a los demás sus últimas adquisiciones en el mercado que los adultos habían fabricado para los niños: calzado deportivo, cazadoras, mochilas, videojuegos, teléfonos móviles, etcétera. Pero en el mejor de los casos apenas lograban que se les tolerara durante un rato, no mucho, hasta que alguno de los otros se hartaba y mediante burlas e insultos les apartaba del grupo. Cuando eso ocurría, la vaca y el asmático se pasaban dos o tres días jurando venganza y prometiendo no volver a hablar con esa gente. Aunque no tardaban en olvidar las ofensas y rendir otra vez tributo a aquellos niños tan grandes.

A mí tanto ir y venir sencillamente me aburría. Al fin y al cabo, no les necesitaba para nada y eran más un incordio que otra cosa. Prefería estar solo y pensar en mis problemas, que no eran pocos, a escuchar los lamentos de aquellos dos niños que a mí me resultaban iguales que los demás, ya que al fin y al cabo no eran como yo, ni siquiera como Marcos. Tan sólo la vaca conservaba en su orondez un modesto atributo infantil.

La situación en casa no había cambiado mucho. A mi padre cada vez le dolía más la espalda por culpa de la silla sobre la que le tocaba trabajar y tenía además pesadillas.

Noelia se aplicaba con paciencia a la tarea de calmarle.

—¿Y si vuelven? —Preguntaba mi padre—. ¿Y si me hacen más preguntas? ¿Y si yo vuelvo a la cárcel?

Y Noelia le decía que tranquilo, eso no va a pasar. Si vuelven, pues que vuelvan, pero ya sabemos lo que pasó. Entraron a robar y le dispararon. Soy un ex presidiario, no me creerán. Claro que te creerán, fueron unos ladrones. Ya, pero y las pistolas. Nada, olvida las pistolas, no hay pistolas.

Pero y tanto que las había. Las tenía bien escondidas, desde luego. No quería que mi padre volviera a la cárcel. Eso podría suponer que Noelia regresara de nuevo al Perú y yo tuviera que pasar unos cuantos años con mi abuela y la soprano húngara. No me apetecía, ni mucho menos.

Después del verano y como la policía no regresó a preguntarle nada y dio el asunto por zanjado, mi padre ya se fue calmando poco a poco y Noelia aprovechó para volver a preguntarle por la boda.

—Espera, aún se tiene que asentar lo de la tienda.

—¡Pero si hace años que trabajas ahí!

—Pero ahora hay dueñas nuevas y proyecto nuevo y puesto nuevo. No sé qué intenciones tendrán.

—Ya te lo dijeron.

—Una cosa es lo que digan y otra bien distinta lo que hagan. Es mejor no fiarse y esperar un poco.

—Llevo años esperando.

—Pues eso, ahora no vendrá de unos cuantos meses.

—Un día vendrá la policía y me sacará a patadas de España.

—Va, no te preocupes. Te prometo que…

—Siempre me estás haciendo promesas absurdas.

—Joder, parece que sólo me quieras para conseguir la nacionalidad.

—¿Cómo… Cómo… Cómo puedes… Pero cómo… ?

Y así.

Una mala experiencia con hormigas

Estaba enterrado en la arena hasta el cuello. Sólo sobresalía la cabeza. Pero no me sentía mal, apenas notaba algo de frío en la cara. Porque soplaba viento.

Estaba en la playa, pero no parecía verano. La poca gente que había paseaba en manga larga.

De pronto vi una fila de hormigas que se acercaba hacia mi cara. Soplé y escupí para cambiar su rumbo, pero los insectos seguían su camino como si nada. Estaba claro que venían a por mí y que no sería muy agradable sentir cómo me recorrían y me mordían la cara.

Tenía que desenterrarme y largarme.

Claro que no tenía ningunas ganas de salir de allí. Fuera hacía frío y yo al menos tenía el cuerpo calentito. Además y aunque no estaba seguro, intuía que iba desnudo y pasear desnudo en invierno por la playa no sería una experiencia muy agradable, aunque hubiera poca gente que se me pudiera quedar mirando y subrayando así mi ridículo.

Pero las hormigas ya se acercaban y lo primero era lo primero. Ya me preocuparía del ridículo y del frío más adelante. No tenía más remedio que desenterrarme. Intenté mover los brazos para sacarlos y así ayudarme a salir, pero me resultó imposible. No podía moverlos. Ni las piernas.

Respiraba cada vez más rápido y estaba sudando. Por suerte las hormigas me habían concedido una tregua. Se habían arremolinado alrededor del cadáver de una avispa y lo estaban descuartizando. Claro que igual no era sólo una tregua. Quizás no iban a por mí, sino a por la avispa. No era una posibilidad en absoluto descabellada.

A pesar de que no les quitaba ojo, aproveché para relajarme unos segundos. Estaba calentito y cómodo, y la brisa comenzaba a secarme el sudor. Estaba tan a gusto que me olvidé de los insectos e incluso creo que me dormí o que al menos estaba a punto de quedarme dormido, cuando vi cómo las hormigas acababan con la avispa. Intuí que entonces seguirían a por mí, más que nada porque habían dirigido sus antenas hacia mi cara, aunque aún no se movían. Volví a intentar agitar los brazos. Me puse a chillar. Vi a una mujer paseando sola por la orilla. Grité, pidiendo ayuda. La mujer no me oía. Grité más fuerte. Y más. Era imposible que no me oyera. Me puse a llorar de rabia. Claro que me oía. Simplemente hacía como si no me oyera. No quería saber nada de mí. Pero si yo no le había hecho nada, ¿por qué me trataba de esa forma?

Aunque igual no era por culpa mía. Igual lo que ocurría era que le daban miedo las hormigas. Sí, eso tenía sentido. Le daban miedo las hormigas. Y por eso no me ayudaba.

—¡No te van a hacer nada! —Grité—. ¡Sólo son hormigas! ¡El único problema es que aquí enterrado no las puedo pisar!

La mujer seguía sin hacerme caso.

—¡Sólo ayúdame a salir y ya me encargaré yo de las hormigas! ¡Sin miedo! ¡Es fácil!

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