La decadencia del ingenio (33 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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Empecé a sospechar que era ella quien me había enterrado allí mientras dormía. Había preparado aquella trampa para acabar conmigo. De hecho, igual lo que me resbalaba por la frente no era sudor, sino miel, para atraer a los insectos, que ya parecían recobrar la formación y amenazaban con dirigirse de nuevo hacia mí.

No podía contar con la mujer, así que busqué con la mirada a ver si encontraba a alguien más. Había otro tipo, pero me daba mala espina porque se estaba mirando las manos. Seguro que las tenía rojas. No, no era de fiar.

Y de repente vi a la niña pelirroja. La llamé y me saludó, pero en seguida torció el gesto y giró la cabeza.

—Ayúdame, por favor.

—No. Es que no puedo ni mirarte —y ahí seguía, dándome la espalda.

—¿Pero por qué?

—Porque no me gustas. Eres la clase de persona que no me gusta.

—Pero si no te he hecho nada.

—Quizás por eso. Si me disculpas.

Y se largó, dejándome con las hormigas, que cada vez estaban más cerca.

Entonces se me ocurrió una idea: no podía salir de la arena, pero igual sí que podía nadar en ella. Al fin y al cabo, estaba en la playa. Braceé como si estuviera en el agua. Funcionó. Me fui desplazando hacia atrás, cada vez más lejos de las hormigas. Cuando hube recorrido unos metros, alcé la mirada. Ya no veía ninguna hormiga. La playa estaba vacía. Me puse a llorar.

Sobre la quizás excesiva importancia que algunos adultos daban a los nombres propios

La situación en el colegio no fue ni mucho menos mejorando. No sólo cada vez sacaba mejores notas y estudiaba más, sino que además la vaca y el asmático seguían aprovechando mis cada vez más frecuentes lagunas para forzarme a hacer cosas que no me gustaban y después de las cuales me sentía sucio y avergonzado.

Como leer tebeos.

Lo peor fue que la relación de la vaca y el asmático con el resto de mis compañeros comenzaba a afectarme a mí también. Y es que noté que no sólo se reían y les insultaban a ellos, sino que además y como yo estaba cerca, se dirigían a mí con un tono que no me gustaba en absoluto. Es más, comencé a sospechar que usaban el bello adjetivo “cojo” con cierto sarcasmo.

—¿Qué quieres decir exactamente? —Le pregunté en una ocasión al que parecía el líder del grupito más agresivo para intentar esclarecer aquella duda.

—Pues cojo, qué voy a querer decir. Patapalo. Eres un pirata. Y tu madre es una sudaca de mierda. Que dice mi padre que son los peores. Unos vagos y unos borrachos. Se ha casado con tu padre por la residencia. Es una puta latin king. Atontao.

—¿Atontao?

—¿Te duele la pata cuando va a llover, mierdoso? A los cojos les duele la pierna que no tienen cuando va a llover.

Estaba completamente perdido. No sabía qué actitud tomar ya que ni siquiera sabía si me estaba insultando. ¿Qué quería decir con mierdoso? ¿Estaba quizás diciéndome que a pesar de mi evidente decadencia conservaba las aptitudes propias de un bebé cagón? ¿O quizás aprovechaba la ironía para reírse de mis pretensiones de dignidad cuando ya no era —a mi pesar— el talentudo mierdoso que había sido?

Intenté responderle con cierta diplomacia. No quería irritarle sin acabar de conocer sus intenciones.

—Sí, ya me limpio el culo solo. Y no como otros.

Lo dije con un tono nostálgico y creo que educado, pero lo cierto es que se irritó. Hasta el punto que se atrevió a darme una colleja y soltar pero qué dice el enano gilipollas este. Opté por retirar lo dicho.

—Lo siento. Había creído entender que te limpiabas el culo solo aunque echabas de menos lo contrario, como es mi caso. Pero si no es así, por favor, acepta mis disculpas.

No las aceptó. Me dio un puñetazo en la nariz y me dejó sentado en el suelo. Se largó con sus tres amigos y fue entonces cuando la vaca y el asmático se atrevieron a abrir la boca.

—¿Estás bien?

Estaba como tras el balonazo. No sentía la nariz. Noté que algo resbalaba hacia abajo. Llegó a mis labios y me pasé la lengua. Salado. Me toqué y me miré las manos. Sangre. Alguien se había atrevido a herirme a mí. Y lo había logrado. Ya no era aquel niño intocable, me estaba haciendo adulto y, por tanto, torpe y débil.

—Tío, estás sangrando.

—Vamos a la portería.

Les dejé que me llevaran hasta allá. Estaba demasiado aturdido como para llevarles la contraria.

El portero, un tipo enorme con bigote, se encargaba de aplicar los primerísimos auxilios en aquel centro. En casos de duda, él dictaminaba si había que ir al hospital o si bastaba con un poco de Reflex y una tirita.

A mí me ayudó a limpiarme y me dijo que me aguantara unas gasas contra la nariz.

—Aprieta la barbilla contra el pecho —me dijo—. No pongas la nariz para arriba, que es lo que hace todo el mundo y lo que va peor.

Al poco vino la maestra, que hizo salir a la vaca y al asmático de la habitación.

—¿Quién te ha hecho esto?

—Un chico.

—¿Qué chico?

—Uno.

—Oh, ahora te haces el valiente —levanté la mirada, haciendo caso omiso de las instrucciones del portero. ¿A qué se refería esa mujer? ¿No había nadie normal en el colegio?—. Sea quien sea el que te haya hecho eso, merece un castigo.

—No lo dudo.

—Pues entonces, ¿por qué no me quieres decir quién ha sido?

—Es que no me acuerdo. De verdad. Todos los niños me parecen iguales.

—Mira, estas situaciones hay que cortarlas de raíz. No temas que te tomen por un chivato, yo no diré nada. Y además ya imagino de quién estamos hablando. Necesito que me lo digas. Si no, no podré ayudarte.

—No me importa que me tomen por nada. Es sólo que no recuerdo el nombre.

—Ya. Llevan insultándoos y molestándoos a ti y a tus amigos desde que comenzó el curso y no sabes ni cómo se llaman.

—No. No me fijo en esa gente.

—Si no quieres que te ayude, no te puedo ayudar.

—Bueno, no creo que necesite su ayuda, pero le aseguro que no me…

—Ah, déjalo. He llamado a tu madre. Vendrá a recogerte.

—No es mi madre. Es mi niñera.

—Bueno, es igual, lo que sea. Esta tarde no hace falta que vengas a clase. Y si mañana o cualquier otro día “recuerdas” —escribo comillas porque hizo el gesto de las comillas con los dedos— el nombre del chico que te ha pegado, ven a decírmelo, ¿vale?

—Bueno.

—No seas tan chulito. Si no le paramos, todo irá a peor.

—Todo va siempre a peor.

Creo que mi padre hubiera estado de acuerdo con esto último, aunque cuando más tarde hablé con él intentó más o menos convencerme de que hiciera caso a la maestra. Y a Noelia, que me había dicho lo mismo.

—Sí, hombre, dile quién ha sido. Que no te importe ser un chivato. Porque eso no es ser un chivato. Es ser justo. Esos chicos han hecho algo malo y hay que evitar que lo vuelvan a hacer. No es como si no hubieran hecho nada y luego tuvieran que cargar con la responsabilidad de hacer algo malo. En tal caso tendrían derecho a una compensación… O sea… A hacer algo malo años más tarde sin recibir su castigo… Porque no tendría sentido… No tendría sentido que a alguien le castigaran dos veces por una misma cosa… Aunque no es lo mismo porque además para la segunda podría tener justificación… No me dejaba… . No me dejaba… Vivir en paz… Necesito… Necesito estar solo… ¿Y si alguien lo vio, Noelia? Igual alguien lo vio…

—¿A los ladrones? Nadie los vio. Y nadie les pillará nunca.

—¿Y si alguien se chiva?

—Nadie se va a chivar. Ven que te acueste un rato.

Y allí me quedé, en el sofá, solo, intentando recordar si alguna vez había sabido el nombre de aquel niño que me había pegado porque o bien se limpiaba el culo o bien no se lo limpiaba, pero en cualquier caso le había molestado la referencia a este hecho. ¿Pedro? No. ¿Juanjo? Tampoco.

Ni idea.

Acerca de la guitarra, el intento de volver a ser quien era y sobre cómo volví a tener la nariz pegada al pecho

Las lagunas fueron cada vez a más. En ocasiones, recobraba la consciencia tras varios días. Atontado, temiendo haber hecho alguna estupidez como, no sé, bailar o leer las lecturas recomendadas por la maestra.

Y no eran temores absurdos. Yo no recordaba estudiar ni hacer los deberes, pero lo cierto era que mi padre ya no se quejaba por mi pereza —mi resistencia, decía yo y con razón— y traía a casa notas excelentes, que caían como losas sobre mi conciencia.

Aquellas navidades incluso me regalaron una guitarra eléctrica.

Era un supuesto premio.

—¿Qué es esto? —Pregunté.

—Tu guitarra –contestó mi padre—. Lo que nos llevas meses pidiendo. Y no me molesta regalártela. Porque sacas buenas notas y además te gusta la música. A ver si vamos a tener aquí a un Paco de Lucía o a un Eric Clapton.

—Pero si yo no…

—Sí, ya sé, te dije que primero la clásica, para aprender a tocar. Pero pensé, bah, con esas notas y si le hace ilusión (porque yo no soy un hijo de puta como tu abuelo) pues, venga, la eléctrica. Si además se tocan igual, ¿no?

—Le tuve que convencer yo —añadió Noelia.

—Sí, bueno, vale. Mira, aquí tienes un libro para aprender lo básico. Las notas y las cuerdas y esas cosas. Y después de fiestas te apunto a clases. A ver si te haces famoso y me retiras, que tengo la espalda destrozada. Mierda de silla, joder, qué tacaña es tu abuela. Le pedí que comprara una nueva y la muy imbécil me trajo un cojín. Te lo he hecho yo, dice, así no te molestará la espalda. Es lo mejor, un cojín en los riñones, no hace falta gastarse los cuartos en otra silla cuando te dolería la espalda igual y te tendría que hacer otro cojín, porque esto no es de la silla, es de la edad, de la edad, de la edad, vieja puta de mierda, a ver sí…

—Va, cariño, tranquilo, tranquilo.

—Si estoy tranquilo, pero…

—Va, va…

—Tienes razón, tienes razón.

Yo hubiera querido que me regalaran otras gafas de sol, aunque ya no me molestara la luz, aunque no las hubiera echado en falta desde el balonazo. Quería ser el de siempre y el de siempre siempre llevaba gafas. Pero mi padre se empeñó en que no las necesitaba.

—En verano, si quieres…

—Pero yo las quiero ahora.

—No digas tonterías.

—Si siempre las he llevado.

—No digas tonterías.

—No digo tonterías.

—Qué ibas a hacer tú con unas gafas de sol en el cole. Tienes cada cosa.

En una ocasión e intentando frenar aquel empeoramiento de mis aptitudes que parecía más una caída libre que otra cosa, aproveché que estaba en pleno uso de mis facultades mentales para sacar una mala nota en un examen. Me planté delante de la hoja y decidí dejarla en blanco, sin ni siquiera leer las preguntas. No pensaba escribir ni una sola palabra.

Claro que a los cinco minutos se me ocurrió que igual la maestra sospechaba algo si ni siquiera garateaba un amago de respuesta. La idea era pasar desapercibido, no que los adultos temieran algún tipo de rebeldía y redoblaran sus esfuerzos represores. Así que decidí contestar a alguna de las preguntas. Mal, por supuesto.

Pero, en fin, teniendo en cuenta mi lamentable historial de los últimos meses, contestar poco y mal también resultaría sospechoso, así que decidí contestar poco, pero bien, para que nadie se diera cuenta, para que sólo pareciera un bajón, algo que ellos creerían transitorio.

Aunque tampoco era muy lógico caer en picado y en cuestión de días desde mis altas cotas de tragedia hasta lo más bajo de mi perfección, así que decidí añadir alguna respuesta más, con la idea de ir alargando en el tiempo mi decadencia, hacerla gradual, sin dejar que nadie se diera cuenta de cuáles eran mis verdaderas intenciones. Dentro de unas semanas, mi padre vería el resultado de un examen y diría algo así como: “¿Pero tú no sacabas buenas notas? Excelentes y dieces y eso.”

Días después constaté que con la edad había perdido mi soberbia capacidad de cálculo. Puse más respuestas correctas de las que hubiera sido recomendable y saqué un ocho y medio. Sobre diez, claro. Con lo que ese bajón que había previsto gradual iba a ser tan gradual que sería efectivo cuando cumpliera los cuarenta.

Lloré al ver la nota.

Como un niño.

Al menos me quedaba algo de niño.

—¿Por qué llorabas? —Me preguntó la niña pelirroja, en el patio.

—Porque he sacado un ocho y medio.

Se rió y dijo algo así como “pero vaya empollón, saca un ocho y medio y se pone a llorar”. No contenta con burlarse de mi pena, se dedicó a ir explicando durante todo el recreo a todo el que viera cuál había sido mi reacción ante el desagradable resultado obtenido en el examen. No tardó en aparecer el bruto que me había golpeado.

—Vaya, así que el niño llora porque sólo ha sacado un ocho y medio.

—Gracias por preocuparte —le contesté—. Es terrible, ¿verdad? Tú tienes suerte porque siempre sacas treses y cuatros sin apenas esforzarte. Te envidio, lo digo en serio.

La verdad, no conseguía pillarle el truco a este compañero. Era demasiado agresivo y quisquilloso. Se lo tomaba todo a mal. A muy mal.

En fin, que acabé de nuevo en la portería, aguantándome una gasa contra la nariz y con la nariz pegada contra el pecho, porque lo de mirar hacia arriba era, según el portero, una idea absurda que a saber de dónde había salido, es lo peor que uno puede hacer, más de una muerte habrá causado, al taponársele a uno la nariz y no poder respirar como es debido, así, muy bien, contra el pecho, ¡NO LEVANTES LA CABEZA NIÑO SÍ QUE HAS LEVANTADO LA CABEZA NO ME LLEVES LA CONTRARÍA QUE ES POR TU BIEN! Así, mirando abajo, muy bien.

—Supongo que sigues sin recordar cómo se llama el chico que te ha hecho esto —volvió a preguntar la maestra.

—Pues sí —contesté, avergonzado por mi escasa preocupación por el tema—. Pero le prometo que la próxima vez que le vea le preguntaré antes de que me pegue. O después.

—Sé lo que te ocurre —dijo—. Tienes miedo…

—No, eso todavía no. No soy tan mayor.

—Y tus amigos también tienen miedo. Pero hay que ser valiente y hablar. ¿No ves que aprovecha cuando los profesores no están para comportarse como un bruto? Porque cree que sois unos cobardes y no os atreveréis a delatarle. Pero no sois unos cobardes. Sé que tú no lo eres.

—Claro que no lo soy. Pero es que no se trata de eso. Simplemente no recuerdo como se llama.

—Lo que menos soporto es esa chulería. Ha estado a punto de romperte la nariz. Necesitas mi ayuda. Solo no lo podrás arreglar.

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