La decadencia del ingenio (37 page)

BOOK: La decadencia del ingenio
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—Tío, me estás acojonando —dijo la vaca.

—A mí también —añadió el asmático—. Lo tuyo ya da mal rollo.

—Oh, es igual. Ya os contaré.

Aunque obviamente no les conté nada. Nunca les contaba nada. Mis amigos jamás me inspiraron la suficiente confianza.

Pero al final, incluso los profesores se preocuparon por aquello. Ya no era sólo una cuestión de mala educación. ¿Y si estaba loco de verdad y por no avisar a mis padres a tiempo se ganaban una demanda?

—Miren —dijo la maestra a Noelia y a mi padre, después de las debidas introducciones y tras asegurar (la muy cruel) que me portaba muy bien y que era muy buen estudiante—, les he llamado porque su hijo se empeña en tener un amigo imaginario. No sé si lo hace para llamar la atención, pero…

—No, yo no me empeño en nada. No me importaría que se marchara. Es un pesado.

—¿Un amigo imaginario? –Protestó mi padre.— ¿Eso no es normal en los niños?

—Hombre, él ya es un poco mayor para estas cosas.

—Eso dígaselo a Hipo.

—¿Se llama Hipo tu amiguito? —Preguntó Noelia—. Pues dile que se vaya y te deje en paz.

—Hoy no ha venido, pero ya se lo diré. No creo que sirva de nada, ya le he dicho muchas veces cosas parecidas y peores.

—Miren, creo que sería buena idea que le viera el psicólogo.

—Yo creo que no —dijo mi padre—. No me gusta que le vea ese tipo. Me han llegado rumores.

—Bueno, miren, como ustedes quieran. Yo no puedo ni quiero obligarles a nada. Pero échenle un vistazo, vigílenlo.

—Ya lo hacen: viven conmigo.

—No contestes, maleducado.

—Sólo aclaraba un punto que igual a la señorita se le había escapado.

—Que no repliques. Que me estás dejando en evidencia. Eres peor que tu abuela en la tienda. Cada vez que un cliente se queja, me echa la culpa a mí…

—Por favor… —intervino Noelia—. Aquí no hables del trabajo…

—Estoy hasta los cojones de esa bruja. A ver si un día entran otra vez a robar y le vuelan la cabeza a la tía puta.

—Por favor…

—¿Por favor qué?

Noelia se rascaba una ceja y la maestra se hacía la desentendida, mirando un folio que tenía sobre la mesa.

—Oh, sí, oh, perdón…

—No pasa nada. El trabajo siempre es estresante.

—Sí, ja ja… Er… Sí.

—Échenle un ojo y a ver cómo evoluciona lo del amigo imaginario.

—Sí, sí.

—Y si cambian de opinión respecto al psicólogo…

—Se lo diremos.

—No hace falta que lo lleven al del colegio, si no quieren.

—Ya, ya…

—Al psicólogo –dijo mi padre, ya en la calle—, ni que estuviera loco.

—Hombre, muy normal no es.

—Ya salió la otra. ¿Te has fijado en que todos los hombres que están cerca de ti acaban mal de la cabeza?

—Cerdo.

Hipo no dejaba de aparecer. Entre las lagunas y sus discursos acerca de su precario estado de salud, apenas tenía tiempo para dedicarme a mí mismo. Porque aunque le rogara que se fuera o intentara ignorarlo, Hipo no se movía de mi lado hasta que se cansaba de hablar. Y el hombre tenía resistencia. Una vez incuso le grité “¡déjame en paz!” en medio de la clase de matemáticas. Todos se me quedaron mirando y la maestra, cuando se hubo recuperado del susto, dijo que qué más quisiera, pero que a ella le era absolutamente imposible dejarme en paz, al menos hasta la hora de comer. Los demás niños se rieron. Cuando la profesora se giró para apuntar alguna estúpida cuenta en la pizarra, una bola de papel me golpeó en la cabeza. Me giré. Uno de los amigos del bruto me miraba.

—Pirao —susurró—, estás pirao, te van a encerrar.

Y puso la mirada bizca, sacó la lengua y cruzó los brazos como si los llevara sujetos por una camisa de fuerza.

—¿Vas a permitir que te hagan eso? —Preguntó Hipo—. Te estoy hablando. Contesta. ¿Vas a permitirlo?

Escribí en una hoja de papel que era incapaz de darles su merecido porque me había convertido en un cobarde.

—No seas estúpido. Matar no es la única forma.

A qué te refieres.

—Deja que te explique. Olvida el problema, el resultado es setenta y dos horas. Ahora escúchame, no hace falta ni que me mires, sólo escúchame.

Un poco más tarde, cuando salimos al patio, lo primero que les dije a la vaca y al asmático fue:

—Tengo una idea.

Acerca de cómo llevé a término la idea de Hipo

El padre del asmático era abogado. Pero en su ratos libres invertía. Algunos años atrás lo había hecho en bolsa, pero no tardó en darse cuenta de que la bolsa a veces bajaba, mientras que los pisos siempre subían. Con lo que llevaba lustros colocando todo su dinero en apartamentos de Barcelona y alrededores. Algunos los alquilaba a conocidos para sacarse un dinero extra. De vez en cuando, antes de que la crisis le atenazara por los testículos, alguno doblaba su valor y lo vendía.

—Lo que os propongo es muy sencillo —expliqué—. Tú te haces con la llave del piso vacío que esté más cerca de aquí y…

—Sí, ya lo has explicado —dijo el asmático—. Pero no me gusta. Mi padre tiene cuatro o cinco pisos, no ochenta mil, igual el que está más cerca está en el quinto pino. Además, es ponerse a su nivel.

—Al contrario. Les rebajamos al nivel que merecen, que no es lo mismo.

—No sé —dijo la vaca—. ¿Y si nos pillan?

—¿Quién nos va a pillar?

—La policía.

—Créeme, conozco a la policía y…

—¿Pero cómo vas a conocer a la policía? Tienes diez años. Estás pirao.

Me dolía aquella referencia a mi edad. Sí. Tenía diez años. Pero yo también había sido joven.

—No hagas caso a los rumores. Venga, mira, probamos una vez y ya está.

—Yo no lo veo claro…

—Pues déjame al menos la llave. Luego me puedes echar la culpa a mí. Dices que la robé un día que fui a merendar a tu casa. Yo me encargo de todo. Y si no te gusta, lo cancelas. Y bueno, si te gusta, me echas una mano.

Me costó dos días convencerle. Pero al final me trajo el juego de llaves. En el llavero venía la dirección del piso. Sí, estaba cerca, muy cerca.

Para poner el plan en práctica necesitaba quedarme a comer a mediodía en el colegio. Normalmente iba a casa, pero no me costó convencer a Noelia. Menos trabajo para ella. Lo que por cierto no comprendí era por qué en el colegio nos daban de comer cartón, pero en fin, ese es otro tema.

—Esta semana —dije— me quedo con la vaca y el asmático. Tenemos que hacer un mural sobre el reino animal.

—Huy, qué bonito. Pon ballenas, me encantan las ballenas, tan grandes y simpáticas.

No me costaba nada burlar la vigilancia de los profesores y salir justo detrás del niño bruto, a quien su madre acompañaba a casa a comer. Sólo tenía que esperar un despiste de la madre.

—Un golpe seco en el esternón —insistía Hipo—. Lo he leído en internet. Un golpe seco en el esternón. Y si se resiste, le agarras del cuello como te dije.

Al cuarto día di con mi oportunidad. La madre entró en un súper a comprar leche, eso dijo, y el bruto le contestó que se iba a beber agua a la fuente de la plaza que había frente al colegio.

—Hola —le dije.

—¿Qué pasa, loco?

Le di un golpe seco en el esternón. Cayó al suelo, pero no inconsciente.

—¿Qué haces? Ah, qué daño… Imbécil, te vas a enterar.

—Venga, el plan B, antes de que se levante.

—Sí, el plan B.

Me arrodillé. Le agarré del cuello, igual que la otra vez y mientras forcejeaba, cogí mi puño derecho con la mano izquierda e hice un movimiento seco para presionar fuerte durante unos instantes los lados del cuello, de tal modo que, como no dejaba de decir Hipo:

—Durante apenas un segundo, la yugular deja de llevar sangre al cerebro y el idiota queda inconsciente.

Le agarré por el brazo y me lo colgué de los hombros. Lo arrastré hasta el piso del padre del asmático, que estaba apenas un par de calles de allí. Lo único que había en el apartamento eran cuatro paredes, suelo, techo, una cuerda y esparadrapo. La cuerda y el esparadrapo los había dejado yo mismo hacía unos días. El resto ya venía de serie.

Le até y le amordacé. Me fui.

—¿Ves? —Dijo Hipo, ya en el ascensor—. No hace falta matar a nadie. Sería mejor, pero no hace falta. A mí los que me están matando son los riñones. Es un pinzamiento. En la columna. Creo que me quedaré parapléjico en apenas un par de añitos. Como mi hermano. Fue por un virus rarísimo. Lo mató en tres semanas. No es que me importe mucho quedarme paralítico, al fin y al cabo odio caminar y eso de ir sentado a todas partes tiene que ser muy cómodo. Lo que me molesta es tener esta salud tan débil. En fin, qué le vamos a hacer. Esto es lo que nos ha tocado.

Una conversación y una conversión

—Desde que viniste, ya apenas sueño.

—¿Sí? Me alegro. Yo últimamente es que no puedo ni dormir. Tengo una migrañas terribles. A ver si voy a acabar como mi hermano. Murió de una meningitis fulminante.

—Bueno, sí que sueño, pero casi no tengo pesadillas.

—Dicen que si sueñas con agua es que vas a pillar algo grave del corazón. No me extrañaría nada soñar con agua… Noto como unas palpitaciones…

—Hoy sí, por eso. Esta noche he soñado que tenía a un montón de gente encima mío y que tenía que ir abriéndome paso hacia arriba a empujones, codazos y patadas. Buscaba caras conocidas, por si alguien me podía ayudar. Esperaba encontrar al menos a Bienvenido. No sé por qué pensé en Bienvenido.

—La mente tiene cosas muy extrañas. Sobre todo cuando estás al borde de la locura. No te extrañe que te vuelvas esquizofrénico. Estás en la edad. Bueno, no todavía, pero tampoco te falta tanto.

—Notaba que me faltaba el aire y todo estaba oscuro y no podía respirar. Me paré, agotado, intentando que me llegara a los pulmones algo más que aire caliente.

—Cuidado con los cambios de temperatura. Una neumonía y, hala, al hospital. Eso si no te mueres, porque como te pille en mal momento…

—Me dio por pensar en qué pasaría cuando me convirtiera en un adulto. No queda tanto, no queda casi nada. Me lo imaginaba, me lo imagino, como la muerte. Dejar de sentir. No recordar nada. Ser una especie de vegetal al que van trasplantando a medida que crece y regando y podando y se deja hacer y gracias por todo. Sentí una especie de vértigo. El vértigo de la nada. Tiene que haber algo, pensé, tiene que haber algo. Aunque sea algo peor que no sentir nada.

—Si sientes vértigo igual tienes un problema en los oídos. O en el cerebro. Un tumor, quizás.

—Entonces, no sé por qué, se me ocurrió que si me paraba, moriría, y seguí trepando y vi una luz al fondo y comencé a trepar más deprisa.

—¿Y qué pasó?

—Que me desperté. Y que estabas aquí sentado y que te lo explicaba.

—Ah, ¿esto también es un sueño?

Desperté. Sábado. El bruto llevaba dos días encerrado en el apartamento. En el colegio todo el mundo se preguntaba dónde se había metido, sus padres habían colgado carteles por todas partes, se había hablado de su desaparición incluso en la tele.

Sonreí.

Sí, quizás no me quedaba mucho por vivir, pero lo poco que me quedaba lo estaba aprovechando. Al menos en la medida de mis posibilidades.

El viernes conseguí convencer al asmático y la vaca para que me acompañaran al piso.

—Le daremos de comer —les dije.

Le llevamos un bocadillo y agua. Le desatamos sólo los brazos y le quitamos el esparadrapo de la boca. No dejaba de llorar. El primer día intentó pedir auxilio cuando le llevé la comida, pero bastó con un par de puñetazos para que aprendiera a portarse bien. Para que no diera golpes en la pared o se asomara a una ventana, le había atado de pies y manos a una tubería de la calefacción.

—¿No crees que ya ha aprendido la lección? —Dijo la vaca.

—Ni idea. En todo caso no está aquí para aprender matemáticas.

—No —dijo el asmático—. Está aquí para aprender modales.

El asmático cogió al bruto por la barbilla y sonrió. Le puso el esparadrapo.

—Ya has comido suficiente por hoy –dijo—. Átale.

Y la vaca le ató.

Miré al asmático. Estaba temblando. Pero aquella actitud no había estado nada mal. Si le hubiera conocido antes, pensé, igual hubiéramos hecho grandes cosas juntos. Hubiera sido un esbirro aceptable.

De hecho y al salir de allí, el asmático ya había decidido ayudarme y la vaca se vio obligado a hacerlo, a pesar de que todo aquello no le gustaba nada.

—Pero le soltaremos, ¿no?

—Sí —respondía el asmático.

—¿Y tú crees que se chivará?

—No tendrá valor.

—Por cierto —dije—, ¿no creéis que está muy solo?

El asmático se puso a reír y la vaca preguntó por qué decíamos eso.

Acerca del interrogatorio y de un reencuentro

El lunes siguiente agarramos a sus dos amigos. Fue bastante fácil: durante el recreo, les llevamos a un rincón apartado con una excusa tonta mientras ellos nos insultaban y decían que aunque el bruto no estuviera, no nos íbamos a librar de ellos. Entonces el asmático y yo les golpeamos en la cabeza varias veces con una piedra que traíamos encima —la preparación es fundamental—, hasta que cayeron inconscientes. Arrastrarlos hasta el piso fue una tarea sencilla, sobre todo gracias a la vaca y a su envidiable fortaleza.

Eso sí, tuvimos que parar en la ferretería para comprar más cuerda.

Obviamente, no entramos con los cuerpos. Entró el asmático, solo.

Cuando salimos de la casa, dejando a los tres niños ya conscientes, atados, vendados y llorando en silencio, decidimos organizarnos por turnos para darles de comer y beber. Siempre iríamos al menos dos de nosotros. Era más seguro. Les pedí que sobre todo me fueran recordando cuándo me tocaba. No se lo dije, pero temía caer en una de mis lagunas y dejar de cumplir mis recién adquiridos compromisos.

Aquella misma tarde se organizó una buena en el colegio. Todo el mundo estaba alarmado, habían llamado a la policía, han desaparecido otros niños, qué horror, cómo ha podido ser, habrá sido la misma persona, no, hombre, se han escapado, seguro, conociéndoles. Llamaron a nuestros padres y nos enviaron a todos a casa, niños, hasta la semana que viene se suspenden las clases, por qué por qué, porque sí y punto.

—Ay, es horrible —dijo Noelia—. Es espantoso lo que les ha pasado a esos tres críos. Ay, qué suerte que tú estás bien.

Y me daba besitos y me llenaba la cara de saliva.

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