Read La dulce envenenadora Online
Authors: Arto Paasilinna
O tal vez sí… Jari ya había matado con anterioridad. Había pateado a un viejo hasta matarlo, en Ruskeasuo, en las afueras de Helsinki, y nunca lo habían pillado. Pero, en cierto modo, había sido un accidente; aunque a veces le remordía la conciencia. Si tiraba a Linnea al mar aquella vieja historia quedaría borrada, reemplazada por una muerte más calculada y oficial, una muerte más profesional. En el fondo, Jari sabía que aquella nueva acción haría desaparecer la anterior, y eso justificaba plenamente que la llevara a cabo.
En el sótano de la calle Uusimaa, Jari Fagerström le expuso a Kauko Nyyssönen sus planes de asesinato. Le prometió que si conseguían engatusar a Linnea para que se embarcara, él se encargaría de la parte práctica del asunto. Lo único que Kake tenía que hacer era acordarse de él cuando se procediese al reparto de la herencia de Linnea.
—Genial, ¿no? La vieja a la cubierta superior, un empujoncito por encima de la barandilla y, hala, de cabeza al agua —se felicitó Jari.
A Kake la idea no le pareció especialmente brillante. Se le podía haber ocurrido a cualquiera, pero ¿cómo podían convencer a Linnea para que subiese a bordo? Ésa era la cuestión que tenían que resolver.
Jari declaró que, en cualquier caso, pensaba dar algún golpe rápido a fin de conseguir dinero para su billete y el de Linnea. Mientras tanto, a él tendría que ocurrírsele la manera de meter a su tía en el barco. Su intención era desembarazarse de la vieja a la ida, así se ahorrarían su billete de vuelta.
Kake reflexionó un momento y llegó a la conclusión de que para ocuparse del asunto les hacía falta una máquina de escribir. Si Jari le conseguía una, además del dinero que necesitaban, el se encargaría de la planificación. Y así fue como se repartieron el trabajo.
Con paso decidido, Jari se dirigió a una taberna para preparar el golpe. Allí se pasó toda la tarde examinando los planos de la ciudad que se incluían en la guía telefónica, consultando las páginas amarillas y bebiendo cerveza. Cuando finalmente apagaron las luces, salió tambaleándose a la calle. Sólo había que ir a alguna oficina o empresa; de noche estaban vacías y normalmente estaban bien provistas de máquinas de escribir, y también de dinero.
En el bulevar, frente al parque de la Iglesia Vieja, el achispado ladrón se las ingenió para colarse en un inmueble cuya escalera estaba llena de antiguos apartamentos transformados en oficinas, así que tenía donde elegir.
En el tercer rellano se paró ante una puerta de madera noble con una placa de latón en la que decía: «Embajada de la República de Argentina, Cancillería y Sección Consular». Jari decidió que era mejor no meter las zarpas en aquel sitio, porque podía haber una alarma antirrobo. Sin embargo, justo al lado había una puerta de aspecto corriente que le pareció de lo más prometedor. Así que, ni corto ni perezoso, se sacó del bolsillo una tarjeta de plástico que guardaba para aquellos menesteres, y la introdujo en la rendija de la puerta. Tras una pequeña maniobra, la cerradura cedió con un suave chasquido. Entró de puntillas y se quedó escuchando: silencio. Buscó a tientas el interruptor, encendió la luz y se quedó contemplando el lugar.
Jari se dio cuenta de que estaba en una especie de oficina. Había varios despachos, mesas enterradas bajo un montón de papeles, máquinas de escribir, estanterías llenas de expedientes… Los papeles estaban escritos en alguna lengua extraña, ¿sería español? Encontró una pequeña cocina y, ¡oh, milagro!, ¡en la nevera había cerveza en abundancia! Detrás de la cocina había una especie de sala de reuniones, con una larga mesa de superficie brillante en el centro, las paredes estaban cubiertas por estanterías atiborradas de libros de aspecto valioso y en uno de los rincones había una vitrina que contenía copas de cristal y un surtido increíble de botellas de vino y licor. ¡Se había colado en el mismísimo paraíso!
Jari se quedó escuchando el silencio, listo para salir corriendo. Luego fue a la nevera a buscar una cerveza y se la sirvió en una de las copas altas de la vitrina, la levantó haciéndole un brindis a su propia imagen reflejada en las puertas de cristal de la estantería y se la llevó a los labios.
Un par de horas después, el ladrón feliz estaba tan borracho que apenas podía mantenerse sentado en su silla, al final de la larga mesa de reuniones, los pelos tiesos, una sonrisa boba en los labios y frente a él unas cuantas botellas de vino del caro. Tenía ganas de canturrear. No había prisa, porque aún faltaba mucho para que amaneciera. Su mano levantó la copa por enésima vez. ¿Con qué estaba ahora, con el coñac o con el ron?
Y en ese momento la improvisada fiesta nocturna llegó a su fin y la cruda realidad se materializó bajo la forma de guardia jurado. Fagerström se precipitó a un despacho al fondo de la sala, se metió una máquina de escribir bajo un brazo y una pesada caja de cartón de aspecto valioso bajo el otro y echó a correr escaleras abajo. A su espalda sonaron gritos y portazos. El ladrón se lanzó a la calle y salió a galope tendido en dirección a la calle Uusimaa. Llegó al sótano de Kake jadeando y con la lengua fuera, cerró tras de sí la puerta de un empujón y se dejó caer en el suelo, derrengado. Antes de perder la conciencia, tuvo tiempo de pavonearse de su hazaña:
—¡Me cago en la leche, colega! ¡Toma máquina de escribir y toma caja repleta de obligaciones del banco Nacional de Argentina!
Esa misma mañana abrieron la caja de cartón que Jari había robado; no contenía bonos de ningún tipo, sino dos mil tarjetas de las que el consulado argentino acostumbraba enviar como invitaciones para sus fiestas. En la caja había también ciento cincuenta invitaciones convenientemente cumplimentadas, metidas ya en sus correspondientes sobres y con sellos y todo: se trataba de un almuerzo diplomático previsto para diez días después en el Hotel Kalastajatorppa. Humillados, Kake y Jari no se molestaron en enviar las invitaciones. En lugar de eso llevaron el dudoso botín a un contenedor de basura y se olvidaron del asunto para siempre. Sin embargo, se reservaron media docena de las tarjetas para su propio uso, las rellenaron y se las enviaron diplomáticamente a las direcciones privadas de los policías y vigilantes de calabozo más cabrones de todo Helsinki y alrededores.
Un par de semanas después el caso suscitó cierta expectación en los círculos diplomáticos. Sucedió que al gran banquete de la embajada argentina no se presentó ninguno de los invitados, a excepción de cinco policías y guardianes de prisión, ataviados con traje de gala, que presentaron sus invitaciones oficiales en la entrada del Hotel Kalastajatorppa.
En el departamento de protocolo del Ministerio de Asuntos Exteriores se decidió seguir la pista de las invitaciones desaparecidas y acabaron cargándole el muerto a los responsables de la oficina de correos y telecomunicaciones, quienes negaron que el envío hubiese sido extraviado o destruido como se pretendía, pero las autoridades no quisieron ni escucharles. La opinión pública exigió la cabeza del director general, Pekka Tarjanne. Sin duda éste envió su carta de dimisión por correo, pero nunca llegó a su destino.
Como mínimo la máquina de escribir confiscada por Jari les resultó útil. Kauko le escribió a la coronela Linnea Ravaska una carta de aspecto oficial, en la que se comunicaba a la destinataria que era la ganadora del sorteo realizado entre los asistentes a una feria de horticultura la primavera anterior y que había resultado agraciada con un crucero a Estocolmo. Kake adjuntó a la carta un billete de ida con derecho a camarote en la cubierta B y añadió otros datos necesarios: la ganadora se alojaría en el Hotel Reisen de Estocolmo, en cuya recepción le harían entrega del bono que cubría la estancia, así como del billete de regreso para el barco. ¡Enhorabuena a la ganadora! Nyyssönen firmó como Toivo T. Pohjala, presidente de la Asociación Finlandesa de Horticultura.
Y esta carta también la enviaron por correo, y certificada, para más seguridad.
La coronela Linnea Ravaska abrió el sobre y leyó estupefacta las felices noticias. Era verdad que había estado en una feria de horticultura aquella misma primavera, como hacía cada año desde que se había mudado a Harmisto… pero no se acordaba de haber participado en ningún sorteo. Bueno…, una no podía acordarse de todo… su memoria no era tan buena como antes. Tal vez habían sorteado el viaje entre todos los que habían comprado una entrada para la feria. Además, aquel premio le llegaba en un momento realmente adecuado. Necesitaba con urgencia algo que la ayudase a relajarse, ya que últimamente se había visto obligada a soportar infinidad de sustos y situaciones angustiosas. Estaba deseando pasearse con toda tranquilidad por las calles estivales de Estocolmo y visitar su parte antigua para rememorar los viejos tiempos. Su felicidad habría sido completa si el billete hubiera sido para dos personas, porque entonces Jaakko la hubiese podido acompañar, pero no estaba mal… Linnea decidió traerle a su regreso algo bonito.
Jari Fagerström tuvo que dar un nuevo golpe para poder reunir el dinero del viaje y de los billetes del crucero. Había pensado traerse de Estocolmo unas poquitas drogas, para su uso personal, principalmente. Esta vez tuvo cuidado de permanecer sobrio. Atracó a un par de catetos en el parque de Kaisaniemi y consiguió el dinero que le hacía falta. Además, la cosa vino tan bien que sólo tuvo que liarse a patadas con uno de los palurdos, porque el otro le entregó su billetera sin rechistar.
También a él empezó a entrarle el gusanillo de viajar.
El viernes por la tarde, de buena hora, Jari Fagerström y Linnea Ravaska hicieron sus maletas. El barco zarpaba a las seis. Linnea había elegido una maletita en la que metió, aparte de las cosas habituales, su viejo y querido manguito. Se preguntaba si debía llevarse la pistola de Rainer, pero finalmente desistió de la idea. ¿Qué hacía ella con un arma durante una simple visita turística en la tranquila ciudad de Estocolmo? Sin contar además con los problemas que podía acarrearle en la aduana. Pero por si acaso, metió en su bolso una jeringuilla llena de veneno. En los tiempos que corrían una ancianita desvalida podía necesitar en algún momento un veneno aniquilador.
Los preparativos de viaje de Jari fueron más sencillos. Examinando la billetera que le había robado a uno de los dos paletos, encontró en ella un carné de conducir expedido a nombre de Heikki Launonen, nacido el 20-5-1945. Según el documento de identidad, la víctima del robo era natural de Imatra y trabajaba como mecánico de mantenimiento. En la billetera había dos pequeñas fotos de críos en edad escolar: una niña risueña y un niño con las orejas de soplillo. Jari recordó que también el padre tenía unas orejas que llamaban la atención. Mientras lo pateaba, no se había fijado en ese detalle. Mientras tiraba la billetera vacía a la basura, se preguntó si el tipo ya habría regresado a su casa o estaría todavía en el hospital.
En la cartera de Launonen había encontrado tres mil cuatrocientos marcos. El otro paleto sólo llevaba seiscientos, pero en total disponía de un botín de casi tres mil marcos, dado que había tenido que pagar el billete de Linnea para el crucero. De todos modos, le iba a llegar también para un poquillo de droga, calculó Jari con satisfacción.
Fagerström, por precaución, llegó a las cinco al muelle de los barcos para Suecia. Le acompañaba Kake, que quería asegurarse de que Linnea había recibido la carta y se subía al barco. Los dos hombres se quedaron en el vestíbulo, camuflados tras una columna para vigilar el flujo de pasajeros.
Linnea apareció media hora antes de que zarpase el barco, escoltada por Jakko Kivistö. El viejo medico le entregó un ramo de flores y le dio un abrazo de despedida. La anciana llevaba un traje claro y una chaqueta de popelina sobre el brazo; en la otra mano cargaba una maleta pequeña. Iba tocada con un sombrero veraniego de ala ancha, adornado con florecillas.
—Mira cómo va la vieja, se ve que no le falta dinero —gruñeron los sinvergüenzas, escondidos tras la columna—. Menos mal que no le hemos comprado el billete de vuelta, hubiera sido tirar el dinero —dijeron para consolarse.
Una vez que Linnea hubo subido al barco y que Jaakko Kivistö abandonó el vestíbulo, Kake se despidió de su camarada. Se estrecharon la mano con fuerza. La despedida fue de una solemnidad siniestra y no era para menos: Jari estaba a punto de emprender un viaje durante el cual iban a tener lugar grandes acontecimientos.
—Trae farlopa y pórtate como un hombre —le dijo Kauko—. Y acuérdate de tirar al mar a la vieja cotorra en el viaje de ida, no vaya a liarla con lo del hotel y el billete de vuelta.
—Puedes contar conmigo, Kake, no soy un pardillo —le contestó Jari con chulería. Luego subió al barco y se dirigió inmediatamente al bar, donde se sentó impaciente por que abriesen.
Fagerström se sentía totalmente eufórico; esperaba mucho de aquel crucero. En cuanto se tomó la primera copa, empezó a sentir un delicioso calorcillo en el estómago. Todo aquello era muy excitante: el hermoso barco, la travesía estival y la noche que se avecinaba, durante la cual tendría la oportunidad de demostrar de lo que era capaz cuando se lo proponía. Se sentía como la mano del destino, fuerte, helada y despiadada. Con una sonrisa bellaca, pidió otra copa.
Mientras la coronela Ravaska se instalaba en el camarote, apareció su compañera de viaje, una mujer muy amable y educada de unos treinta años que dijo llamarse Sirkka Issakainen. Le contó que era psicóloga y que se dirigía a la costa oeste de Suecia, a Trollhättän, para llevar a cabo un estudio sobre cómo se adaptaban los trabajadores finlandeses a las condiciones de vida del lugar. Se trataba de una investigación multidisciplinar en la cual también tomaban parte sociólogos. Expertos de la Universidad de Tampere habían observado que los jóvenes finlandeses empleados en las fábricas de automóviles suecas eran, por algún motivo, más propensos al alcoholismo que los representantes locales que formaban parte del grupo comparativo. Y aquella singularidad precisamente era la que ella iba a investigar a fondo.
Al contarle Linnea que su viaje era un premio de la Asociación Finlandesa de Horticultura, Sirkka lssakainen se entusiasmó muchísimo. Ella también era aficionada a la jardinería. Vivía en Tampere, en el barrio de Hervanta, y en verano se dedicaba a criar flores y tomates en su balcón. La familia de su marido era propietaria de unos viveros en Kokkola y cada primavera le regalaban a Sirkka unos plantones de tomateras magníficos. La psicóloga prometió enviarle unos cuantos a Töölö la próxima primavera.