Read La dulce envenenadora Online
Authors: Arto Paasilinna
Media hora larga después, el Consuelo III, tripulado con desenvoltura por Nyyssönen, llegaba a la costa de Espoo. El tráfico marítimo era bastante escaso a aquella hora y tan sólo se veía algún que otro barco solitario. Al cruzarse con los navegantes nocturnos, Kake observó que le saludaban con camaradería al pasar. Pronto se acostumbró a corresponder a los saludos. Le conmovía pensar que él también tenía amigos, compañeros del alma, sobre la gran superficie del mar.
Mientras dejaba atrás la isla de Iso Lehtisaari, en el canal de Bodö, Kake comprobó con sobresalto que se le acercaba una patrullera de la vigilancia costera, procedente de Porkkala: las bandas de color naranja de su proa se distinguían a un kilómetro de distancia. Kake se asustó, ¿qué narices hacía una patrullera en aquella ruta y en plena noche?
¿Acaso algún cretino del puerto deportivo se había percatado de la desaparición del barco y había alertado a los guardacostas? Kake tomó una decisión rápida e hizo girar el timón de manera que el barco enfiló hacia alta mar, dejando atrás la isla de Lehtisaari. Esperaba que yendo a todo gas atinaría a ponerse a resguardo tras los islotes más alejados antes de que los guardacostas reaccionasen y fuesen a por él. Pero el pesado barco de madera era demasiado lento para tales maniobras. La tripulación de la patrullera observó el extraño comportamiento del barco que acababa de variar su ruta de repente, y decidieron investigar el asunto. Sin esfuerzo alguno, la embarcación de los guardacostas se lanzó en pos del barco que se alejaba.
Presa del pánico, Kauko Nyyssönen intentó meterse entre las islas Tvihjälp y Allskär, buscando la seguridad de los islotes que se alzaban más allá, pero el barco de gran calado encalló enseguida en un bajío, la hélice se quebró y el motor empezó a gemir, pasado de revoluciones. A Nyyssönen no le quedó otra que apagar el motor y abandonar la nave. Saltó al agua y fue nadando hasta el islote más cercano. Por suerte estaba bastante oscuro, así que aún le quedaba esperanza. Tras recorrer a nado unos cincuenta metros, consiguió subirse agotado a un islote resbaladizo y ponerse al resguardo de unas rocas. Las tranquilas olas le lamían los pies, y el olor marino de las algas penetraba en sus orificios nasales. El barco de la vigilancia costera se acercó ronroneante al Consuelo III y pronto empezaron a oírse unas órdenes dadas por megáfono. Nyyssönen sintió un escalofrío; en estas situaciones a las autoridades les encantaba armar escándalo, pero no dieron con el fugitivo en el islote rocoso. Al cabo de un rato la patrullera abandonó el lugar llevándose a remolque el barco de madera naufragado. Kauko Nyyssönen suspiró con alivio, al menos por aquella vez había vencido a las fuerzas del orden.
¡Qué sensación tan sublime! Él, Kauko Nyyssönen en persona, había salido victorioso de un duelo con marinos profesionales, a pesar de que aquella era tan sólo la segunda vez en su vida que navegaba. ¡Hasta dónde hubiese llegado, de haber elegido la carrera de marino! Cuántos talentos escondidos se echaban a perder en aquel estado policial, debido a las desesperantes condiciones de vida, individuos de una inteligencia superior eran marginados de la sociedad por la única razón de que se negaban a doblegarse al yugo esclavista de las leyes y las normas mezquinas.
Pero la alegría de la victoria no duró mucho. Kauko se pasó casi un día entero tiritando en el frío islote, empapado de pies a cabeza. Los barcos de recreo que pasaban no veían las señas que hacía o no le hacían caso. Algunos incluso las interpretaban equivocadamente y le respondían agitando la mano con entusiasmo. El deprimido héroe de los siete mares tuvo que esperar hasta la tarde para que lo rescatase un barco turístico, el Espoo I. Dado su gran tamaño, la embarcación no podía acercarse al islote, así que Kake se vio obligado a meterse hasta el cuello en el agua y chapotear unos metros antes de poder subir a bordo.
El viaje de regreso fue de lo más pintoresco. Nyyssönen cayó en la cuenta de que había sido rescatado por un grupo de atléticas suecas, estudiantes de último grado del instituto femenino deportivo de Jällivaara que estaban de excursión en la ciudad natal de su ídolo, nada menos que la reina del esquí de los países nórdicos, Marjo Matikainen, en cuya compañía se hallaban navegando alegremente cuando pasaron junto al islote ocupado por Kauko Nyyssönen.
El rescatado se sacó de la manga una historia sobre sus andanzas marinas y le contó al excitado y cacareante grupo de adolescentes que había nadado kilómetros y kilómetros desde mar adentro, viéndose a merced de las fuerzas de la naturaleza a causa del naufragio de su barco. No sólo había perdido su embarcación, sino también las redes con las que había atrapado un salmón descomunal.
El patrón del Espoo I se ofreció a informar por radio del accidente a los guardacostas o a los servicios de salvamento marítimo, pero Kauko Nyyssönen declinó el ofrecimiento. Un auténtico lobo de mar tenía que enfrentarse solo a las consecuencias de sus naufragios, era totalmente innecesario molestar a las ya de por sí atareadas autoridades por un pequeño contratiempo de nada. Tenían cosas más importantes que hacer, añadió Nyyssönen modestamente.
Impresionadas por este ejemplo edificante de ruda virilidad, las estudiantes suecas, de regreso a Jällivaara, alabaron ante sus padres y amigos el espíritu de sacrificio, los nervios de acero y la humildad de los finlandeses.
Durante el viaje de vuelta, las excursionistas le prestaron a Nyyssönen ropa de abrigo. Cuando desembarcó por fin en el muelle de Nokkala de Matinkylä, en Espoo, y mientras se dirigía a la taberna más cercana, Kake observó con alegría que llevaba puesto el jersey de chándal de Marjo Matikainen, adornado con gran cantidad de marcas de patrocinadores. Una vez en La Petaca, el bar local, le resultó fácil vender la excepcional prenda de la reina del esquí, que colocó al módico precio de mil marcos. Así las cosas, su excursión por mar había dado al menos algún fruto. Los habituales del local le manifestaron una envidia respetuosa cuando contó con gran modestia que era el novio y entrenador de la campeona, y que había abandonado excepcionalmente su deber para darse una vuelta por el bar. Pero antes había preparado con mano dura e intransigente el programa de entrenamiento de Marjo para la temporada entrante. Así que podía tomarse unas copas sin comprometer en modo alguno la futura reputación del esquí finlandés.
Para Oiva Särjessalo, propietario del naufragado Consuelo III, la sorpresa fue más contundente de lo habitual. No recordaba nada de lo sucedido. Eso no era una novedad después de una borrachera descomunal, pero normalmente se comportaba aun estando bebido, si no se contaban, claro, las peleas familiares y cosillas por el estilo. Sin embargo, esta vez se despertó en la cabina de proa a causa de un violento choque y al poco rato los guardacostas terminaron de espabilarlo a base de sacudirlo. Le ordenaron que subiese a cubierta. Era de madrugada y se hallaban lejos de su puerto habitual de amarre. La prueba de alcoholemia dio como resultado un 2,8 de alcohol en sangre. Oiva Särjessalo intentó convencer a los guardacostas de que no tenía costumbre de salir a la mar estando borracho. Le parecía increíble que sospechasen tal cosa de él. Si tan sólo pudiese recordar lo que había pasado el día anterior… Elaboró una teoría: algún desalmado había soltado las amarras del barco y por eso el Consuelo III había ido a la deriva desde el embarcadero de Kaivopuisto hasta allí… Por cierto, ¿dónde estaban, exactamente?
Al enterarse de que había estado navegando a la deriva y en plena oscuridad a lo largo de una tortuosa ruta salpicada de islas, desde Kaivopuisto hasta el archipiélago exterior de Espoo, Särjessalo se desmoronó. Juró que dejaría la bebida, si es que eso podía serle aún de ayuda. ¿No había modo de llegar a un acuerdo…?
Pero es bien sabido que las fuerzas del orden hacen oídos sordos a las patéticas promesas de los delincuentes en estado de embriaguez. Remolcaron al ferrallista Särjessalo con su barco hasta la costa, donde fue entregado a la autoridad policial, que se encargó de ponerlo a la sombra. Llegado el momento, tuvo que responder ante el juez por conducir un vehículo acuático en estado de embriaguez y poner en peligro la circulación marítima, por lo que fue condenado a tres meses de libertad condicional y a pagar encima una sustanciosa multa.
La sentencia era más o menos equivalente a la que le había caído por violencia doméstica. Y a la cuenta se sumaron los gastos de la valiosa hélice echada a perder. Las malas acciones siempre reciben el castigo merecido, aunque a veces los caminos del destino sean un poco tortuosos. Esta vez era Kauko Nyyssönen quien había ajustado las cuentas en nombre de la señora Särjessalo. Y fue la primera y última vez en su vida que actuó al servicio de la justicia.
En cuanto se recuperó del naufragio y de la subsiguiente gira por las tabernas relatando sus proezas marineras, Kauko Nyyssönen robó una fuera borda de aluminio de tan sólo cinco metros y medio de eslora. Encontró la embarcación amarrada en Vuosaari y le resultó sencillísimo apropiársela; le bastó romper con una piedra la fina cadena oxidada que la sujetaba. La barca tenía un motor de cuarenta caballos de potencia, lo que le permitía alcanzar una velocidad de por lo menos treinta nudos con dos personas a bordo. Nyyssönen calculó que, si volvía a darse el caso, sería capaz de dejar atrás a los guardacostas en un santiamén.
Dedicó dos mañanas a espiar los movimientos de Linnea por Töölö. Como siempre, la anciana dio su paseo por el parque de Hesperia hasta el puerto deportivo de Taivallahti, donde a aquellas horas chapoteaba una colonia de patos bastante numerosa.
Por desgracia, en la misma playa solía haber a menudo pequeños grupos de vagabundos, cuya presencia inquietaba sobremanera a Nyyssönen. Lo último que quería era que hubiese testigos del secuestro.
Kake rodeó la ciudad de este a oeste, desde la isla de Vuosaari hasta Taivallahti. El motor funcionaba a la perfección y la embarcación era ideal. A bordo había un par de chalecos salvavidas, unos remos y un volante. En realidad un solo chaleco hubiese bastado porque, para Linnea, Kaki tenía preparado un resistente saco de yute lleno de pedruscos que pesaba lo suficiente para arrastrar a las profundidades a una vieja tan ligera.
Mientras se ocupaba en estas cosillas, se acordó de que un colega suyo le había contado una vez que los auténticos profesionales, para ahogar a sus víctimas, ataban el saco a los tobillos y no bajo los brazos, porque así el cuerpo se hundía con los pies por delante, y permanecía de pie en el fondo, ya que siempre quedaba algo de aire en los pulmones. Al parecer, esta posición impedía que el cuerpo subiera a la superficie cuando empezaba a descomponerse. A saber por que…
Nyyssönen fue a recuperar su hacha a casa de Raija Lasanen, pero la chica le explicó que la policía la había confiscado y le enseñó el recibo. Nyyssönen lo tiró a la basura, ni por asomo pensaba ir a la policía para reclamar el arma del delito. Por otra parte, la idea de llevar a cabo la tarea con el hacha le parecía demasiado siniestra. Un golpe de remo bastaría para dejar sin sentido a la escuchimizada vieja… y el mar se ocuparía del resto.
En cuanto acabó con los preparativos, Kauko se instaló en el muelle de Taivallahti con su barca, acechando la llegada de Linnea. La mañana era neblinosa, un tiempo excelente para ir de excursión y ahogar a alguien, realmente, pero ¿saldría la vieja de paseo con aquella humedad? Para más inri, había dos vagabundos dando vueltas por la playa, justo al pie del embarcadero.
Nyyssönen bajó de la barca y se acercó a los indigentes.
—Ahuecad el ala. Esto es una playa privada.
Los dos hombres no tenían prisa por irse. Estaban ocupados bebiendo leche agria y despellejando un salchichón. Cuando Nyyssönen repitió más categóricamente su orden, los tipos se molestaron, objetando que ellos también tenían derecho a estar allí. Los echaban de todas partes para ir a parar a otros lugares, de dónde los volvían a echar.
Nyyssönen, sin perder el tiempo en más discusiones, se les echó encima, tiró a uno de un empujón, volcó sobre la arena de una patada el cartón de leche que sostenía el otro y les tiró a ambos de los pelos. Rugiendo con fuerza, los dos tipos se pusieron en pie y echaron a correr tambaleantes, intentando escapar de la playa. Nyyssönen los persiguió un trecho, amenazándoles con que si se les ocurría volver a aparecer, él se encargaría personalmente de romperles las costillas.
Justo a tiempo, después de la desagradable escena, Linnea llegó al muelle con su manguito, en el que llevaba guardada una bolsita con migas de pan. Nyyssönen se apresuró a volver a la barca, donde esperó a que la anciana se acercase.
Linnea anduvo por el embarcadero, disfrutando de su soledad y de la refrescante brisa marina. Apenas los patos la vieron acercarse a donde estaban, no lejos de la fuera borda de Nyyssönen, se precipitaron a su encuentro parpando de excitación.
—¡Patitos, patitos…! —les decía la ancianita mientras se acercaba al borde. Concentrada en la tropa que chapoteaba a sus pies, Linnea no se había percatado de la presencia de su sobrino. Se puso a tirar las migas a los patos, que se disputaban los deliciosos bocados parpando ruidosamente.
Nyyssönen se incorporó lentamente, saltó con agilidad al muelle y, acercándose de puntillas a Linnea, que estaba de espaldas, la atrapó con suma rapidez. Levantándola sin dificultad, a pesar de sus contorsiones, la metió en la barca y de una patada, separó esta del embarcadero. Acto seguido se dio la vuelta y contempló a su tía. Adoptó una actitud juguetona, como si lo que acababa de hacer no fuese más que una travesura de chiquillo.
—Ni se te ocurra gritar, porque sólo vamos a hacer una pequeña excursión por el mar. Me he comprado un barquito.
Mientras decía esto, Kake puso el motor a toda marcha, la barca hizo un caballito y se precipitó mar adentro a una velocidad de vértigo.
—¡Agárrate fuerte, que allá vamos! —gritó Kauko por encima del rugido del motor.
A la coronela no le quedó otra que obedecer, ¡que espanto de vida!, ¡ya era la tercera vez que se la llevaban a la fuerza ese verano! Se agarró con las manos a la regala, el manguito salió volando y cayó en el fondo de la barca, las migas de bollo también volaron como copos de nieve en un vendaval y fueron a parar al mar. Pronto el barco pasó rugiendo bajo el puente que unía la isla de Lauttasaari con Helsinki y al instante entró en mar abierto dejando atrás la isla de Melkki. Kauko Nyyssönen aminoró la marcha, dejando escapar una risa forzada y siniestra.