Read La dulce envenenadora Online
Authors: Arto Paasilinna
El capitán Troitalev sabía que era el único rebelde a bordo y a menudo le hubiese apetecido sembrar un buen puñado de minas en medio de aquel mar tenebroso, para obligar acto seguido a su tripulación a dirigir el Stejenov, aquella bañera inmunda, directamente contra ellas. Sería el final de todo, su salida triunfal de escena… Troitalev estaba convencido de que tarde o temprano daría la orden.
Y no era que odiase a Gorbachov, ni siquiera conocía personalmente a aquel fogoso agitador de secano, pero es que hasta un campesino debía saber moderarse en medio del entusiasmo.
Cuando sólo era un joven oficial, Troitalev se distraía a veces imaginando que su buque de guerra rescataba de algún peligro en el mar a una sirena, la cual llevaría al cuello un tintineante collar de conchas y una botella de champán frío entre los pechos. Pero ahora se conformaría con cualquier fulana medianamente guapetona del puerto y una botella de vodka barata.
A medida que un hombre cambia, también lo hacen sus sueños. Y, además, era inútil soñar. Cómo esperaba encontrar entre las olas glaciales del golfo de Finlandia una amable sirena que le aportase al menos un poquito de consuelo a su vida solitaria de viejo oficial.
En ese momento llamaron a la puerta de la sala y, dando un traspiés, entró uno de los tontos más redomados de la tripulación, el segundo oficial Jesov, el cual le soltó:
—¡Camarada capitán, señor! ¿Da usted su permiso para que le informe?
—Hmm…
—Hemos rescatado un náufrago, señor.
El Capitán de Corbeta Troitalev levantó una mirada interrogadora.
—Es una extranjera y está borracha, señor. Transportaba alcohol, camarada… señor.
—¡Que el diablo me lleve! ¡Explíquese! ¿De que va todo esto?
El segundo oficial dijo que por el momento no se sabía más del asunto. La mujer era extranjera, porque no hablaba ruso, bueno…, sabía decir algunas palabras, pero se trataba de jerga militar, injurias, por cierto… La mujer les había recitado un trozo de alguna poesía insultante, que decía más o menos así: «¡Una bala entre los ojos, deja al ruso sin piojos!».
El Capitán refunfuñó que no había que tomarse las coplillas de los borrachos como algo personal.
—La mujer transportaba también un cadáver, camarada capitán, digo…, señor.
Troitalev ordenó que le trajesen a la mujer. Una vez se hubo retirado el segundo oficial, le echó un trago a la botella de vodka y reflexionó, asombrado: ¿se estaría cumpliendo al fin su viejo sueño de la sirena embriagada, o aquello era fruto del
delirium tremens
? La segunda alternativa parecía más probable.
Al momento le trajeron a una mujer menuda y delicada, que parecía delirar entre dos marineros. El capitán le hizo a la mujer un gesto invitándola a tomar asiento y dio orden a los acompañantes de que se retirasen.
Troitalev examinó a la coronela Linnea Ravaska. Un poco vieja para ser una ninfa…, observó. Vamos, su puñetera suerte de siempre… Pero qué más daba. Le preguntó a la mujer si era extranjera, ¿hablaba ingles? No… ¿Y alemán?
Linnea le contestó en alemán que era finlandesa, concretamente una coronela retirada. ¿La habían hecho prisionera los rusos?
Troitalev le explicó que no se trataba de eso, pero que tenía que aclarar algunos puntos. ¿Cuál era el motivo de que la señora le hubiese cantado a su tripulación una marcha militar insultante, nada más poner un pie en su nave? ¿Qué tenían los finlandeses en contra de la Flota Roja?
Linnea se disculpó y le explicó que no había sido su intención ofender a la tripulación. Lo que había pasado era que con el nerviosismo del momento, eran las únicas palabras en ruso que le habían acudido a la cabeza… Tal vez había sido desconsiderado salirles a sus salvadores con semejante ristra de impropiedades del tiempo de la guerra… Sin embargo, era lógico que una mujer de edad, como ella, que se había pasado horas y horas en el mar, a la deriva y en compañía de un cadáver, acabase por perder el sentido de la realidad. Se había visto obligada a beber cerveza de alta graduación, ya que no había agua potable en la barca.
Troitalev dio orden a la tripulación de que le entregasen el alcohol confiscado y al momento nueve latas de cerveza finlandesa fueron a parar a la nevera de su sala. Cuando volvieron a quedarse a solas, Linnea animó al capitán a que la probase. Después de tantas emociones, ella también se tomaría una, si al capitán le parecía bien.
—No está mal, para ser sinceros. Mucho mejor que el
pivo
que hacemos nosotros —alabó el capitán—. Aunque la verdad es que no me gusta mucho la cerveza, es más bien una bebida para los marineros.
Linnea compartía su opinión. Tampoco ella solía tomar cerveza, aunque a veces, después de la sauna, saciase su sed tomándose medio botellín. La de ahora era una situación excepcional.
Troitalev volvió a adoptar un tono más oficial y le explicó a la dama que en ese momento se encontraba en el minador Stejanov y que esperaba que contestara con sinceridad a todas sus preguntas. Lo mejor era que comenzase contando los acontecimientos de las últimas horas y, en particular, sobre el cadáver que al parecer había llevado en su barca.
Linnea le hizo un breve resumen de los sucesos a partir del momento en que Kauko Nyyssönen la había secuestrado en su barco en Taivallahti, Helsinki. Troitalev, mientras tanto, garabateó algunas anotaciones y le preguntó a la coronela si en algún momento de aquella excursión marina tan fuera de lo común había tenido motivos para temer por su vida. Linnea le respondió que no, que ella supiera. Bueno, no, si no se tomaba en cuenta la niebla y el hecho de hallarse a la deriva… El muchacho en cuestión era su sobrino, Kauko Nyyssönen, ahora fallecido por culpa de un remo que le había golpeado en la cabeza.
El radiotelegrafista aparecía de vez en cuando para preguntar cuándo tenía que emitir a Paldiski el informe sobre el cadáver y la mujer que habían rescatado. Troitalev decidió que no había prisa, al menos de momento.
El médico del barco informó de que había hecho un examen superficial del cadáver del finlandés y que la causa del fallecimiento era una fractura de cráneo. Asimismo, el cuerpo presentaba diversas fracturas: tenía roto uno de los fémures, así como dos de las costillas del lado izquierdo.
Troitalev ordenó que guardasen el cuerpo en las cámaras frigoríficas, pero el tonto del despensero protestó diciendo que las había llenado de víveres la semana anterior, que estaban hasta arriba de cerdos y terneras despiezados…
—¡Pues saque de la cámara uno de sus cerdos apestosos, añádalo a la sopa de col y metan al finlandés en su lugar!
Y ya que estaban, levantaron un acta formal del interrogatorio con tres copias, que fue pasada a limpio, a mano, por el Primer Oficial de a bordo y autenticada con las firmas de la coronela Linnea Ravaska y el capitán de corbeta Troitalev. Linnea preguntó si no tenían máquina de escribir, ya que le parecía raro que redactasen los documentos a mano.
Troitalev le gruñó que en aquella bañera renqueante no tenían ni un samovar para poderse preparar un ron caliente y que aquello era un minador, y no una secretaría flotante. Y que aún había que dar las gracias de que hubiese un oficial capaz de sujetar un bolígrafo y redactar un acta de interrogatorio al mismo tiempo.
Linnea le comentó al capitán que tenía los mismos rasgos de temperamento que su difunto marido, el coronel Rainer Ravaska, el cual había luchado contra el Ejercito Rojo en el frente este de Finlandia. Añadió que los motivos de su participación en la guerra no incluían para nada sentimientos personales de odio alguno, pero que su marido era militar de carrera.
El capitán de corbeta le contó que también su padre, Vladimir Troitalev, había servido en el ejército de tierra, casualmente en el frente del este, lo cual significaba, desde el punto de vista de las fuerzas armadas soviéticas, que había luchado contra los japoneses en Manchuria. Sobre los motivos que su padre había tenido para luchar contra los japoneses, Troitalev prefirió no opinar.
A partir de ahí siguió una interesante y animada conversación de tema político militar, que duró hasta el amanecer. En el transcurso de la misma, Troitalev habló abiertamente sobre su propia carrera en la Flota Roja. Linnea evocó los esfuerzos bélicos de Finlandia durante la Segunda Guerra Mundial, e hizo hincapié en el importante papel de sus compatriotas en la derrota final de los alemanes durante la guerra de Laponia. Al hablar sobre su vida presente en aquellas aguas que se habían vuelto abstemias, Troitalev tuvo que enjugarse unas lágrimas ambarinas de sus viejos ojos, tan curtidos por el viento del mar. Linnea, conmovida, se atrevió a confesarse y le habló al capitán sobre las tres muertes acaecidas aquel verano y su participación en ellas. Cogidos de las manos, los dos veteranos concluyeron que aquel mundo gobernado por los jóvenes era un asco, sobre todo para los ancianos que vivían en él y tenían que soportarlo.
Cuando se les acabó la cerveza, ya que el Stejanov tenía una invitada extranjera, el capitán dio orden de que abriesen la botella de champán rosado que tenía reservada en una de las cámaras del barco. Ante la oposición del despensero, el capitán concluyó la discusión diciéndole que estaban en alta mar —en el frío golfo de Finlandia, para más señas— y que en el barco, casualmente, se hallaba como invitada una dama que era no sólo una representante amistosa del Estado Finlandés, sino la viuda de un oficial de alta graduación. Y que si la única botella de champán de aquella bañera no aparecía inmediatamente en un cubo, él mismo, como capitán de la nave, consideraría justo que el despensero fuese ejecutado allí mismo y en el acto.
El radiotelegrafista se presentó de nuevo a molestarles. Dado que ya empezaba a amanecer…, ¿no deberían prevenir a la base militar de Paldiski en Tallín, a fin de transferirles para un interrogatorio a la señora y el cadáver?
Con la ayuda de Linnea, Troitalev le dictó al radiotelegrafista un breve mensaje en finés para el servicio de guardacostas de Finlandia: a las 11:00, hora finlandesa, el minador Stejanov entregaría a dos ciudadanos finlandeses, uno vivo y otro muerto, excepcionalmente y sin que mediase negociación alguna con las autoridades fronterizas del país. El capitán sugería como lugar de encuentro un punto situado en aguas internacionales, cerca del faro de Helsinki. Unas actas de interrogatorio pertenecientes a la investigación del suceso les serían entregadas al mismo tiempo que las personas en cuestión. Stop.
El telegrama causó un tremendo revuelo en el estado mayor de las fuerzas navales finlandesas. A la hora y en el lugar convenido, hizo acto de presencia la cañonera Nuevo Ladoga, que venía a recoger a Linnea y el cadáver.
Convenientemente, la última botella de champán del minador Stejanov quedó liquidada antes de que dieran las once. El capitán de corbeta Troitalev le dio un abrazo a la coronela Linnea Ravaska en la cubierta de minas de su nave. Luego la anciana fue ayudada a subir a la barca de enlace de la cañonera.
El cuerpo de Kauko Nyyssönen fue bajado a lo largo de los raíles de fondeo de minas hasta la fuera borda que él mismo había robado y tras ello se dieron por finalizados los actos oficiales. Los navíos se hicieron los saludos de rigor con las banderas, Linnea agitó su manguito despidiéndose del bueno de Troitalev, cuya gris y barbuda figura contestó a sus saludos desde la cubierta del Stejanov.
La niebla se había disipado y el sol bañaba los rocosos islotes de las cercanías de Helsinki. Linnea se hallaba en el puente de mando del Nuevo Ladoga acompañada de dos marineros, y desde allí contemplaba su querida patria. Regresaba a casa, llevando consigo al último difunto de aquel verano.
La vida es breve, pero no para todos. Linnea vivió hasta los noventa y seis años. Antes de esto, sin embargo, veamos lo que sucedió:
Una vez liberada y a bordo del Nuevo Ladoga, la coronela Linnea Ravaska navegó viento en popa hasta el puerto militar de Suomenlinna, llevando consigo el cadáver de su sobrino Kauko Nyyssönen, así como las actas de interrogatorio que habían sido redactadas en el minador Stejanov, las cuales despertaron cierta expectación entre las autoridades finlandesas. La policía deseaba llevar a cabo una investigación más exhaustiva de la muerte, acontecida en circunstancias particularmente extrañas. Sin embargo, la investigación acabó por abandonarse en nombre del sentido común, ya que se confió en la total credibilidad de las actas del capitán de corbeta ruso, y en los dictámenes efectuados por el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Estado Mayor de la Armada Finlandesa. En ellos los expertos hacían hincapié en que si llevaban las investigaciones demasiado lejos, corrían el riesgo de suscitar cierta irritación por parte de un Estado vecino amigo de Finlandia, cuya localización no se especificaba, y sobre todo de su maquinaria burocrática, que se atrevían a comparar con una inmensa ciénaga.
La policía llevó a cabo, sin embargo, las investigaciones sobre el robo de la barca de aluminio en Vuosaari, ya que correspondían a su jurisdicción y no representaban ningún riesgo para la política exterior. La investigación se basaba en la denuncia de un tal Kalevi Huittinen, propietario de la barca, el cual declaraba en la misma que la citada embarcación había sufrido múltiples abolladuras al ser subida y luego vuelta a bajar al mar por medio de los raíles de fondeo de minas de cierto navío de guerra de nacionalidad rusa. Además, el propietario exigía se le compensase por los días de vacaciones que había perdido, los cuales, a falta de otro medio de locomoción acuático, había tenido que pasar aburriéndose como una ostra en Siikaharju, provincia de Loima, en casa de unos familiares de su señora. Todo esto fue debidamente anotado.
La justicia condenó a Linnea Ravaska, nacida Lindholm, a pagar una multa equivalente a treinta (30) días de su pensión, así como a abonar diferentes indemnizaciones por la sustracción sin permiso de la citada embarcación y su posterior abollamiento. Tanto la multa como las indemnizaciones fueron abonadas por el doctor Jaakko Kivistö, el cual, profundamente indignado, desistió sin embargo de apelar a más altas instancias.
El cuerpo de Kauko Nyyssönen fue enterrado, como ya iba siendo habitual, en el jardín de las cenizas del cementerio de Hietaniemi. Durante el sepelio, Linnea sintió una tristeza algo raquítica por el fallecimiento de su sobrino.
Pasado el luto, que duró dos días, Jaakko Kivistö y Linnea Ravaska se unieron en matrimonio y pusieron rumbo a Brasil, donde disfrutaron de su luna de miel, y la recién casada tuvo ocasión de llevar a su marido a algunos de los lugares en los que había residido tras las últimas guerras.