Read La dulce envenenadora Online
Authors: Arto Paasilinna
Hacia el anochecer, Jari consiguió comprar un par de dosis de droga, que le costaron una fortuna. Nada más inyectársela, se reanimó por un momento, disfrutó de su viaje y se sintió parte del universo, hasta que el efecto se esfumó y la dura realidad de ser un extranjero perdido en una gran ciudad volvió a apoderarse de él.
Durante la noche, se puso a llover y refrescó. Jari empezó a sentir el frío. Estaba terriblemente cansado y trató de encontrar un hotel donde pasar la noche, pero no lo admitieron en ninguno: pestilente, lleno de magulladuras y drogado, su aspecto no inspiraba mucha confianza. Se refugió en los alrededores de Riddarholmen, durmió un par de horas metido tras unos coches en un aparcamiento de la playa, y despertó aterido y mojado. Más tarde cruzó tambaleante los puentes que llevaban al centro, atinó a llegar a la calle Malmskillnad y comprobó que todas las putas habían desaparecido, sin duda para resguardarse de la lluvia, a menos que con el sida el negocio estuviera de capa caída, incluso en verano. Desesperado, Jari Fagerström se arrastró hacia el norte, hasta el jardín de la iglesia al final de la calle. Allí, tiritando bajo un paraguas, se hallaba una pobre fulana solitaria, una emigrante turca, tan desesperada que hasta la siniestra figura de Jari Fagerström le resultó atractiva.
La chica se llamaba Lydia. Jari le ofreció un cigarrillo húmedo y luego echaron a andar hacia uno de los barrios del norte de la ciudad, apretujados bajo el paraguas. La muchacha llevó a su compañero a una habitación sórdida y diminuta, en la que había que andar de puntillas y sin dar portazos. Había un lavabo, una cama y el abrazo de una desgraciada muchacha, nacida en las montañas de Anatolia.
El zascandil de Jari Fagerström se despertó bien entrada la tarde en algún lugar del norte de Estocolmo, en casa de la amable prostituta turca que le había acogido la noche anterior. La habitación era pequeña y triste, sin duda un antiguo garaje, similar al cuartel general de Kake Nyyssönen en la calle Uusimaa. Jari comprobó que yacía entre sábanas revueltas junto a una chica más bien peluda, acurrucada con toda confianza bajo su brazo. La mujer olía a perfume rancio y sudor. En el suelo había ropa interior amontonada.
Jari contempló a la mujer dormida. ¿Le habría pegado aquella furcia peluda y maloliente alguna enfermedad? Probablemente. ¿Y si era el sida? A Fagerström se le nubló la vista y le invadió una rabia sin control. Sacudió a la muchacha para despertarla y se puso a rugirle, preguntándole sobre su salud. ¡Sida, sida!, acertó a gritar, y agarrando a la chica desnuda por los brazos, la tiró al suelo. La muchacha buscó a tientas alguna prenda para taparse con ella e intentó huir, pero Jari se abalanzó sobre ella y, ciego de rabia, empezó a golpearla con los puños en los brazos y en la cara, al tiempo que le daba patadas en los muslos. De repente recordó que el sida no sólo se contagiaba por la vía sexual, sino también a través de la sangre, así que cesó inmediatamente de maltratarla. Llorando, la pobre fulana se dejó caer en un rincón. Fagerström se vistió a toda prisa y salió como una exhalación de aquella covacha. Evidentemente sin pagar.
Como un despojo tembloroso, el desgraciado esperó la salida del barco en una taberna. Tenía el estómago revuelto, por no hablar de la cabeza. Apenas le quedaban unos cuantos billetes de cien, ¿qué había hecho con el resto? Tomó el metro hasta el puerto y subió al barco.
Tenía que vigilar, por si llegaba Linnea, así que se dirigió a la cubierta de entrada, donde se escondió al pie de las escalerillas para observar con la vista nublada la marea de pasajeros que subían al ferry. El gentío acabó por cansarle, le dolían los ojos y tenía la boca pastosa. Aún sentía los efectos del chute del día anterior, o tal vez se tratase de la resaca.
Linnea llegó con su maletita, tan fresca y de buen humor, con su sombrero de flores, luciendo la sonrisa satisfecha de quien ha dormido a pierna suelta. La anciana se las había apañado para conseguir un billete de vuelta y un camarote, seguro, pensó Jari con amargura. Siguió a Línea hasta la cubierta B y memorizó el número de la cabina, el 112. En cuanto la vieja se metió dentro, él volvió a la planta donde estaba el bar. El barco zarpó y de nuevo pudo beber alcohol, con lo cual mejoró su estado. Tras la primera cerveza helada, se dijo que, finalmente, su compañera de la noche anterior no tenía por qué haberle pegado ninguna enfermedad. Después de todo, el sida tampoco estaba tan extendido. La confianza en el buen estado de su salud fue aumentando poco a poco, hasta que llegó a la conclusión de que, estadísticamente hablando, era casi imposible que se hubiese contagiado. Suponiendo que una de cada cinco putas fuera portadora del virus, y teniendo en cuenta que en Estocolmo había unas diez mil putas, al menos ocho mil de ellas tenían que estar sanas. Parecía razonable suponer que la turca de la noche anterior se encontraba en el grupo de las ocho mil sanas. Además, la chavala no le había dado la impresión, a primera vista, de estar enferma, no se le caía la cara a tiras, ni tenía manchas nauseabundas por el cuerpo. Eso tenía que ser una buena señal, se tranquilizó Fagerström, y para celebrarlo, se pidió un cuba-libre de vodka. Empezaba a pensar que Lydia había recibido una paliza en vano…, incluso recordó su nombre, de repente. Hubiera tenido que apuntarse su dirección, quién sabe, en el caso de que se le presentara otro viajecito a Estocolmo, habría podido pasar a saludar a su vieja amiga.
Todo aquello, sin embargo, no eran más que ilusiones. El organismo de Jari Fagerström ya estaba contagiado del VIH, la desgraciada muchacha de vida alegre había contraído la enfermedad medio año antes y se la había transmitido a su cliente. La triste realidad era que la inmunodeficiencia le acechaba, pero por el momento la víctima tenía preocupaciones más urgentes. Tenía que arreglar de una vez por todas el asunto de Linnea: a la vieja le esperaba la solución final, ya no le quedaba mucho tiempo de vida.
Esta vez Jari tuvo cuidado de no emborracharse. Ya entrada la noche, fue a bailar a la discoteca. En la oscura sala reinaba un ambiente agradable y relajado y parecía que la vida volvía a sonreírle. Finalmente, no había conseguido traerse droga alguna, pero tal vez fuera mejor así; no corría el riesgo de que lo pillaran en la aduana de Katajanokka y le cayera una larga estancia en la cárcel por un poco de farlopa. Jari decidió que, una vez en Helsinki, descansaría un par de días y luego daría un gran golpe. Kake podría ocuparse de planificar los detalles y así todo saldría bien. Era verano aún y la gente estaba en lo mejor de las vacaciones, así que podían vaciar unos cuantos pisos cerca del parque, en Kaivopuisto, donde solía haber plata y obras de arte, que en los tiempos que corrían se vendían mejor y más rápido que los estéreos de la gente corriente. Pero por ahora tenía que estar sereno, porque había llegado el momento de tirar a Linnea por la borda. Estando borracho podría llevarse otro chasco.
A eso de las tres, Jari fue de puntillas hasta el puente B. Llamó a la puerta de Linnea con los nudillos y la anciana, que era de sueño ligero, se despertó y murmuró algo. Con voz de falsete, Jari rogó a la coronela que le abriese la puerta; una vieja amiga preguntaba por ella.
La anciana se vistió medio adormilada, cogió su bolso y entornó un poco la puerta. ¿Quién podía estar en el pasillo a esas horas? Como su compañera de camarote empezaba a despertarse, Linnea salió al pasillo para dejarla dormir.
Jari Fagerström le tapó la boca con una de sus zarpas y cerró la puerta del camarote con el hombro. Luego apresó entre sus brazos a la ligera ancianita y, al trote, la arrastró hacia las escaleras. Un vistazo arriba y otro abajo: vía libre. Jari cargó a la asustada anciana hasta la cubierta de los botes salvavidas, que estaba desierta, y la dejó en el suelo, apoyada contra la barandilla. El delicado cuerpo de la anciana palpitaba entre sus fuertes manos como un pajarillo asustado. En la penumbra de la noche estival, Linnea, con un estremecimiento, reconoció a su secuestrador.
Jari jadeaba; haber subido las escaleras a toda prisa con la coronela en los brazos lo había dejado sin aliento, por muy menuda que fuera. Quizá debería apuntarse a un gimnasio. Le rugió a Linnea que no gritase, retiró su mano de la boca de la vieja y se secó el sudor de la frente. Linnea le rogó que la dejase libre: ¿qué pretendía?, ¿no podían hacer las paces, de una vez por todas? Jari se encendió un cigarrillo, comprobó que no había ningún otro pasajero en la cubierta y entonces la agarró por las axilas con decisión. La coronela comprendió que tenía intención de arrojarla al mar.
—Jari, por favor, deja que me tome mi medicina, te lo ruego…, tengo un veneno.
Linnea lloraba. Abrió su bolso con manos temblorosas y sacó la jeringuilla.
El asesino se puso en guardia. ¿Una medicina? ¡Y qué más! ¡Lo que la vieja tenía era una jeringuilla llenita de alguna de las drogas de Kivistö! Los médicos podían conseguir heroína u opio legalmente, tenía que haberlo adivinado antes. ¡O sea que la coronela, que se las daba de decente y de ciudadana modélica, estaba enganchada a las drogas! ¡Menuda hipócrita! Seguro que él necesitaba más un chute que aquella vieja arpía.
El joven arrebató la jeringuilla de las temblorosas manos de Linnea y, remangándose la camisa, se clavó la aguja en una vena e, inocentemente, se inyectó el contenido. En un santiamén la sangre le empezó a hervir en los sesos, ¡jaaah!, esa sí que era de la buena. Le fallaron las rodillas, iba perdiendo fuerzas por segundos, el corazón se le estremeció, como alcanzado por una bala. El cuerpo se le aflojó y se desplomó muerto sobre la cubierta. Linnea le arrancó la jeringuilla vacía del antebrazo, le bajó la manga de la camisa y corrió a esconderse tras el bote salvavidas más cercano.
El cadáver del joven se hallaba junto a la barandilla, en posición fetal. El murmullo del mar ahogaba el runrún de los motores diésel del barco. La noche era fría y neblinosa. Linnea sabía que tenía que tranquilizarse. ¿Y si informaba a alguien de la tripulación de lo que había pasado? ¿Se enfadaría el capitán cuando le contase que en la cubierta de los botes salvavidas había un cadáver? Sopesó la situación en todo su horror.
Uno nunca se acostumbra a la muerte, pensó la coronela Ravaska.
—Gracias a Dios, al final has recibido lo que merecías.
La anciana se sintió avergonzada y aliviada por la repentina muerte del joven.
Eric Sevander, ingeniero forestal de la compañía Rauma-Repola, se había pasado toda la noche en su camarote jugando a las cartas con Anneli Vähä-Ruottila, su compañera de cama y juego en ese viaje. Sevander regresaba de una conferencia sobre seguridad laboral organizada por la Comisión de Bosques del Consejo de Europa en Stuttgart, en la cual había participado también a título profesional la enfermera Vähä-Ruottila, empleada de la misma compañía. En el viaje de vuelta y por entretenerse, se habían puesto a echar unas partidas en el camarote de Sevander, primero de gin-rummy y más tarde de strip-póquer, las cuales habían acabado dejando a ambos jugadores triunfalmente en pelotas. El ingeniero forestal, que pasaba ya de los cincuenta, propuso un paseo nocturno para respirar la saludable brisa marina y espabilarse. La pareja fue a la cubierta de salvamento para admirar el espumoso mar. Pero, para su desgracia, tropezaron enseguida con el cuerpo sin vida de Jari Fagerström.
Aunque Sevander no era de los que rechazaban un buen coñac, le contrariaba encontrarse continuamente con finlandeses que bebían tanto que acababan inconscientes en el suelo. Sevander se inclinó sobre el cuerpo de Fagerström y lo sacudió para despertarlo. Ni la más leve señal de vida. El ingeniero se cabreó un poco, agarró el cuerpo por las axilas, lo sentó, apoyándolo contra la barandilla, y se puso a darle bofetadas.
—Beben como cosacos. Habría que llevarlo al despacho del comisario de a bordo—. Sevarder estaba indignado.
La enfermera Anneli Vähä-Ruottila comprobó el pulso arterial de Fagerström. La triste realidad se les reveló al instante: Sevander tenía un cadáver en los brazos. No se trataba de un coma etílico, a pesar de los efluvios a alcohol que emanaban del muerto.
El ingeniero forestal comprendió que se enfrentaba a un problema de lo más desagradable. Un muerto en circunstancias extrañas acarreaba consigo automáticamente investigaciones policiales, serios interrogatorios y, al menos en aquel caso, sospechas evidentes que le señalaban a él. Aunque pudiese librarse de las sanciones que imponía el código penal, el asunto desembocaría en un escándalo de aúpa, tanto en el departamento de forestal de Rauma-Repola, como en la oficina central, y no solamente por el cadáver, sino también por la presencia de la enfermera Vähä-Ruottila. Y el mismo cuento se podía aplicar a su vida familiar, ya que Sevander solamente era un hombre libre cuando salía en viaje de negocios, como ahora… Su esposa y sus tres hijos —todos ellos adultos, prestos a dar lecciones de moralidad y beatos— armarían un jaleo de padre y muy señor mío si se enterasen de que él —fiel marido y padre amante de sus retoños…— se había visto envuelto en una misteriosa muerte, después de haber estado revolcándose desvergonzadamente en el pecado y la fornicación.
Sevander había trabajado de almadiero en su juventud, transportando troncos por el río Kemijoki, y allí había aprendido a actuar con audacia y a resolver los problemas más difíciles. Cuando los troncos se atascaban, había que dinamitarlos para que se pusieran en movimiento, porque de lo contrario la corriente del río se los llevaría al pantano. Para evitar ese tipo de catástrofes, todo buen almadiero tenía que estar listo para tomar medidas radicales.
Sevander le preguntó a la enfermera Vähä-Routtila si el hombre estaba verdadera, definitiva e irremediablemente muerto. La mujer hizo un examen más concienzudo del cuerpo de Fagerström y al cabo de un instante aseguró que no había esperanza alguna: sería en vano hacerle la respiración artificial. Estaba muerto, y bien muerto. La autopsia aclararía, naturalmente, cuál había sido la causa del fallecimiento y…
—En este caso particular, creo que podríamos ahorrarnos la carnicería —soltó Sevander con voz decidida. Dicho lo cual, agarró a Fagerström, lo levantó por encima de la barandilla y lo lanzó al vacío. En la penumbra de la noche, los pecadores restos de Jari Fagerström cayeron con un leve susurro. En la estela que iba dejando la nave entre las olas surgió una mancha blanca donde el cuerpo se había sumergido y desde la cubierta se oyó un chapoteo amortiguado. Desde algún lugar en el cielo, llegó el grito quejumbroso de una gaviota sombría.