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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

La encuadernadora de libros prohibidos

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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Dora Damage sabe que está en la miseria, atrapada en el Londres victoriano entre la enfermedad de su marido, Peter, incapaz de sacar adelante la pequeña imprenta familia. La presencia de su hija Lucinda hará que Dora decida encargarse de la vieja imprenta. Perseguida por los prestamistas, Dora recorre las librerías hasta que encuentra al señor Diprose y sus ediciones pornográficas –
El Decamerón
de Bocaccio,
Fanny Hill
,
El Ars Amatoria
de Ovidio–, cuyos encargos debe realizar en el más absoluto secreto, encuadernándolas con todo lujo y filigranas, destinadas a una enigmática y acaudalada sociedad denominada los Nobles Salvajes. Hasta que ejemplar a ejemplar, Dora va conociendo que aquellos nobles forman un club basado en compartir el conocimiento de la crueldad y de algo aún más tenebroso. Dora comenzará a darse cuenta de que ha penetrado en el seno de una obsesión de sexo, placer y muerte a la que tendrá que hacer frente si no quiere convertirse en una piel reseca más entre sus manos.

Belinda Starling

La encuadernadora de libros prohibidos

ePUB v1.0

tagus
02.07.12

Título original:
The Journal of Dora Damage

Belinda Starling, 2007.

Traducción: Santiago Nudelman

Editor original: tagus v1.0

ePub base v2.0

«Se supone que las encuadernadoras de libros son genios por naturaleza que recuperarán el viejo orden de las cosas. Quienes crean esto se verán desilusionados: somos mucho más.»

The British Bookmaker, vol. 7, 1892-1893,pág. 7

«Los libros indecentes, aunque puedan ser útiles para los estudiantes o apreciados por los coleccionistas, no son
virginibus puerisque.
Considero que deberían ser utilizados con precaución incluso por los más viejos; deberían considerarse como un veneno y ser tratados en consecuencia. Deberían, por decirlo de alguna manera, ser claramente etiquetados.»

WILLIAM SPENCER ASHBEE, introducción al
Index Librorum Prohibitorum,
1877

PRÓLOGO

Éste es mi primer libro, y me siento bastante orgullosa de él a pesar de sus evidentes defectos. El cuero rojo de Marruecos reviste de manera irregular las cubiertas, las esquinas están mal plegadas, y hay una mancha de hierba sobre la portada de color azul claro. En el lomo puede leerse el título BANTA BIBLLA, y sobre las bandas de cuero se entrelazan letras impresas en una rama botánicamente imposible, donde las piñas brotan entre hojas de roble, bellotas y hiedras. Lo hice cinco años atrás, cuando temía las consecuencias del fracaso. Hoy he cortado y recorrido sus páginas, descubriendo que al menos pasan fácilmente gracias a que los pliegos están bien unidos entre sí, y a que la gasa es flexible pero firme. Ahora escribo en él, y también será el primer libro que haya escrito.

Mi padre solía decirme que, antes de nacer, san Bartolomé, el santo patrono de los encuadernadores, ofrece a nuestras almas la posibilidad de elegir entre dos libros: uno está encuadernado en el más suave cuero dorado y magistralmente decorado en oro; el otro tiene una encuadernación lisa de piel de cabra sin teñir, como recién salida de la curtiduría. Si el alma elige el primero, al ingresar en nuestro mundo lo abrirá para descubrir que en sus páginas ya está escrito un destino inevitable que deberá seguirse al pie de la letra. Al morir, el libro se habrá deteriorado tanto a causa de su constante lectura que el cuero estará resquebrajado y el texto será ilegible. En el segundo libro las páginas comienzan en blanco, esperando ser escritas con una vida de libre albedrío que respete la inspiración personal y la gracia divina. Y a medida que avanza el destino del alma, el libro adquiere más y más elegancia, hasta que su encuadernación supera las que se podrían haber hecho con cuero, tela o papel en los mejores talleres de París o Ginebra, y adquirir el derecho de integrar la biblioteca del conocimiento humano.

No tengo tantas pretensiones para lo escrito en estas páginas. Este libro podría más bien liberarse de mis manos, señalarme con el dedo y burlarse de aquello a lo que intento dar sentido, y yo me vería obligada a guardarlo en un cajón, entre mi ropa interior, para intentar sofocar sus burlas. O quizás este libro posea un mayor sentido de la responsabilidad que del humor, y sus páginas revelen alguna aproximación a la verdad. Sea lo que sea, y más allá de su curiosa encuadernación, en él se conserva el contenido de mi corazón, como si lo hubiese abierto con un escalpelo para ser leído por un anatomista.

1

Ya llueve, ya llueve,

en el bote hay mermelada,

y todas las muchachas

recogen la colada.

La primera vez que comprendí que teníamos problemas fue cuando Peter se desmayó detrás de la cortina que separaba el taller de la casa, al tiempo que la señora Eeles cruzaba la puerta de la calle. Ya había venido el día anterior, preguntando por él.

—Estaba aquí hace sólo un minuto, preparando la imprenta, o el plano —le dije.

Miré a los demás buscando confirmación, y todos asintieron. El libro de contabilidad en el que había estado trabajando para algún político o similar seguía sobre el banco: un manuscrito desnudo al que estaba tomando medidas para hacerle ropa nueva.

Había también otros indicios, pero decidí ignorarlos hasta que fue demasiado tarde, hasta que me enfrenté a las muchas evidencias de que el negocio estaba yéndose a la ruina, de que nos hundíamos en la pobreza y de que pronto seríamos indigentes. Para mí era como aprender a leer: los garabatos de un libro pueden observarse durante años hasta que, de repente, un día los jeroglíficos parecen reacomodarse en la página, revelando por fin su significado. Así sucedió con el rastro dejado por Peter Damage, y una vez que la verdad se abatió sobre mí, ya no pude ignorar sus largos dedos. La tetera vacía sobre la repisa de la chimenea, los cuchicheos entre Sven y Jack cuando Peter abandonaba la habitación, las interminables maldiciones, incluso delante de Lucinda y de mí... La señal más evidente fue la que yo había elegido ignorar: los ataques de Lucinda eran cada vez más frecuentes y virulentos.

La señora Eeles tenía la nariz larga y recta como un matacandelas, la arrugaba ante el olor del cuero y el pegamento. Todos los que entraban aquí hacían lo mismo, aunque nunca comprendí por qué. Era un olor mucho menos desagradable que el hedor de las calles de Londres pudriéndose bajo la lluvia. La señora Eeles parecía un pollo negro, con su capa triangular de luto que goteaba sobre las mesas. Su rostro enrojecido observaba con agitación las imprentas y armazones detrás del velo, como si fuese a encontrar a Peter entre los recortes de cuero que tapizaban el suelo. Ella solía pavonearse y ofrecer sus mejillas para que la besara, lo llamaba Pete o incluso Petey, le pedía que la llamase Gwin y reía entre dientes arrugando su redonda barbilla sin pudor alguno.

Estaba a punto de explicar el motivo de su visita, pero como eran las doce menos cinco, un tren pasó traqueteando frente a nuestra ventana y la señora Eeles alzó las manos para pedir silencio:

—Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en resplandor. Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra...

Todos inclinamos la cabeza, y yo jugaba con el brazalete de mi madre que rodeaba mi muñeca mientras esperábamos a que el traqueteo del tren de la muerte acabase de sacudir los cimientos de la casa. Cinco años atrás, en 1854, la Necrópolis de Londres y la Compañía Nacional de Mausoleos habían inaugurado el «Ferrocarril Necropolitano» junto a Ivy Street, para poder transportar los cadáveres y sus deudos cuarenta kilómetros hasta Woking, donde habían construido el mayor cementerio del planeta. Yo había oído decir que la señora Eeles, tras heredar inesperadamente una pequeña fortuna de un tío que vivía en las colonias, había comprado a bajo precio las casas al final de Ivy Street. Quien fuere que hubiese vendido las propiedades a la señora Eeles no había comprendido sus inclinaciones: alguien más perspicaz le hubiera pedido más dinero, puesto que para ella era como tener vistas al Parlamento, o a un campo de criquet, si le gustase aquel deporte. El tren llevaba a los muertos hacia sus tumbas, pero a la señora Eeles la transportaba directamente al paraíso.

—... fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el postrer Adán, espíritu que da vida.

La señora Eeles tenía cierta fijación con la muerte. No quiero decir que viviera en un constante sufrimiento mórbido, sino que amaba la muerte con pasión: se regodeaba con el tormento. Le gustaba la muerte como a los niños los caramelos: le hacía perder la cabeza, la llenaba de alegría y le provocaba malestar.

—Perdón por la interrupción —dijo finalmente cuando el momento mortuorio hubo pasado—, pero hay un saldo pendiente con la renta.

Sus ojos recorrieron la pequeña habitación destartalada, apenas iluminada por dos lámparas de gas desnudas debido a que yo había retirado las pantallas para limpiarlas otra vez. Esperaba que no encontrara motivo de preocupación alguno sobre la manera en que cuidábamos su propiedad. Viendo los bancos maltratados, el papel pintado raído y nuestros delantales de cuero gastado, resultaba difícil creer que en este lugar se fabricaban objetos de gran belleza.

—¿La renta? —pregunté con una inocencia genuina.

Peter pagaba a la señora Eeles cada quincena, según sus propios pactos y el acuerdo tácito de que Encuadernaciones Damage no bajaría el nivel de Ivy Street. Ya había habido una tremenda jarana el verano anterior, cuando la señora Eeles había alquilado el número seis a un grupo de muchachas que decían ser bailarinas en la ópera de la Alhambra. La casa tenía goteras y un sótano lleno de grietas, sin importar cuántas veces intentasen repararla. Pero cuando la señora Eeles descubrió que las muchachas eran del tipo «alegre», las echó a la calle con lo puesto y les lanzó sus sugerentes vestidos desde la ventana. Aunque la señora Eeles podía ser un demonio si perdía los estribos, cuidaba sus fincas, a diferencia de otros propietarios. Además, yo había oído decir que su padre, un cantero que trabajaba el mármol, solía arrojarle sus botas a la cabeza, y Peter siempre decía que ella tenía la suerte de tener inquilinos a quienes poder arrojarles las suyas. Ella y Peter mantenían una relación especial, compartían sus obsesiones sobre la respetabilidad y la muerte: nada impresionaba más a Peter que la dignidad de pagar una deuda.

—Lamento tener que mezclarla en esto, querida, pero no he logrado atrapar a su marido en estos días —continuó diciendo—. No es que me preocupe, ustedes son personas honestas, y estoy segura de que no me veré obligada a echarlos a la calle, pero ya han pasado tres semanas y dos días desde el último pago.

—¿En serio? Diré a Peter que se ocupe de ello ahora mismo —contesté.

—¿Y cómo va usted, maestro Jack? Sin duda aquí mantiene los pies bien secos...

—Sí, gracias —murmuró Jack en respuesta, sin dejar de pegar las guardas de muaré de un libro con cubiertas de cuero de becerro sin tratar intitulado
Las reglas y prácticas de las compañías de accionarios.

Jack Tapster vivía junto al río, y su casa se inundaba todos los años, pero el río había sido el sustento —o la muerte— de los Tapster desde que su padre había partido una noche después de una gran pelea para nunca más volver. Vivían entre el barro y los desechos. Fue la señora Eeles quien lo trajo ante nosotros, pues aunque los Tapster no eran gente de alcurnia, el destino y la tragedia parecían haberse cebado con ellos, y eso era algo a lo que ella no podía resistirse. Además, a Jack lo llamaban la Calavera, no sólo por la calavera negra que tenía tatuada en el brazo izquierdo, sino por su apariencia de esqueleto y su inusual suspicacia. Jack era para la señora Eeles una especie de recuerdo de que la muerte ronda siempre, y eso era lo que seguramente la había llevado a recomendarlo como aprendiz.

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