Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
—Señora Damage, nos estamos quedando sin cartón. ¿Quiere que vaya a Dicker's y compre un poco? —preguntó Jack.
—Por supuesto —respondí, rebuscando unas monedas en el cajón.
—No se preocupe, ahora ya le dan crédito —me dijo.
—¿De verdad? Qué buena noticia.
Jack se quitó el delantal y salió, y en aquel momento me di cuenta de que necesitaba que alguien me ayudara a sostener el cuero para encolarlo.
—¿Din, te molestaría dejar lo que estés haciendo para echarme una mano con el cuero?
—Claro que no, seño'a.
Se acercó al banco y cogió las esquinas opuestas del cuero mientras yo distribuía la cola. Era importante que el cuero no resbalase, para no manchar el otro lado. Din tenía la cabeza inclinada, como despreocupado, y para mí era insoportable.
Sentía su olor, a humo y a tierra. No a tierra mugrienta, sino a la tierra del bosque, dulce y húmeda, como la fragancia que se aloja entre el musgo y las cortezas de los árboles, o entre las cortezas y los troncos. Su olor, mezclado con el aroma polvoriento del cuero y el serrín, me atraía. Quería aspirarlo, hundir mi nariz en la carne de Din e inspirar ruidosamente.
En cambio, contuve el aliento. ¿La mitad de lo que deseaba? No, hacía exactamente lo contrario de lo que quería. Y noté que él también contenía su aliento, que me respondía, que me olía, y sentí cómo se agitaba mi interior y mis anhelos secretos salían como vapor ardiente y se lanzaban contra él sin mí, puesto que yo me mantenía rígida e inmóvil.
—Din, por favor, repíteme la cita de los
Amores
de Ovidio. No consigo recordarla.
—«Sufre y resiste, porque algún día tu dolor te será benéfico.»
—«Sufre y resiste...» —me repetí a mí misma, en voz baja—. ¿Ésa es tu filosofía particular?
Advertí que sonreía, aunque no alcé el rostro para mirarle, temiendo la cercanía del suyo.
—Y vaya que lo es, seño'a. Es mi lema preferido. Porque habla de esperanza. Usted verá: antes, cuando mi gente era esclava, no había esperanzas. En su lugar, había que guarda la esperanza para el reino de Dios que supuestamente esperaba luego de la mue'te. Ya conoce la cantinela: seremos acompañados por grupos de ángeles, sobre carros alados. Era la única esperanza que teníamos, y había que creerla pa' no desesperá. ¿Cómo se puede vivir sin esperanza? Pero yo ya no creo en aquello...
—¿Por qué no? —pregunté, y el calor subía por mi cuerpo a causa del fuego de sus ojos mientras hablaba.
—Porque estoy comenzando a creé en otra cosa. Estoy comenzando a creé que puede haber esperanza en esta vida. Veo signos en cada esquina de que se acerca el fin de la esclavitud. Más que nunca tengo esperanzas de que el reino de Dios puede estar aquí, y que hoy las cosas pueden cambiá para siempre. Pero hay que reconocer que a un niño puede parece'le extraño el cristianismo cuando viene de un lugar donde dicen que la esclavitud es la «voluntad de Dios».
Se rió y continuó hablando, pero yo ya había dejado de escucharle y me limitaba a seguir la música de su voz, aunque el cuero ya estaba lo suficientemente encolado, y ya no podía retenerle frente a mí, pero no sabía cómo decírselo.
Así que siguió su razonamiento, hasta que en un momento se calló y quedamos en silencio.
—Gracias, Din —dije al fin, liberando la presión sobre el cuero y sin osar mirarle mientras regresaba a su telar.
Aquella tarde, Pansy se acercó para hablarme.
—Ya lo recuerdo. Ya sé dónde le he visto antes. Es un peleador, señora.
—¿Un peleador?
—Sí. En las curtidurías. Una vez acompañó a casa a Baz, todo cortado y sangrando. No podía ni caminar. Fue él quien le trajo de vuelta.
—¿De vuelta de dónde, Pansy?
—Son una pandilla de peleadores. Todos. Se juntan en las curtidurías los fines de semana. Bueno, antes iban a los depósitos de la curtiduría, ahora se encuentran en una nave en algún lado. O en la calle.
—¿Quién las organiza? ¿Son peleas por dinero?
—No, nada de eso. Sólo se golpean entre ellos sin sentido.
—¿Por qué? ¿Es un deporte?
Pansy se encogió de hombros.
—Los que comenzaron fueron los curtidores. Ahora van todos. Soldados de los cuarteles, vendedores del mercado... Los más toscos y fornidos. Y la verdad es que se dan fuerte.
—¿Con los puños?
—La mayoría. Pero a veces se desafían con las herramientas de curtir. Lo que más le gusta a Baz es el azote de tiras de cuero, cuando el cuero está tirante. También usan varas de metal. O peor. Los curtidores utilizan de todo: tienen unos ganchos de tres púas, y todos llevan pinchos y cuchillos. Pero no siempre, porque si no se matarían. Una vez Baz tuvo que pelear con un irlandés enorme, un ablandador.
—¿Ablandador?
—Su trabajo es ablandar el cuero a golpes. ¿Sabe qué usan para golpear el cuero ?
Negué con la cabeza.
—Una maza increíble con dos cabezas. Baz estuvo un mes sin poder caminar. Aquella noche le dieron con el látigo.
—¿Con el látigo?
—Sí. Tienen a un tío con un látigo de cuero bien largo que les azota si las cosas se les van de las manos, antes de que alguien termine muerto de verdad. Cuando te dan con el látigo, lo mejor es pasar inadvertido durante un tiempo.
—¿Me estás diciendo que Din participa en esas cosas?
Pansy volvió a encogerse de hombros.
—Que yo sepa, sí. Él trajo a Baz a casa. Es lo que recuerdo de la noche en que le azotaron con el látigo. ¿Ha venido alguna vez lleno de golpes?
—Sí. Pansy, ¿podrías intentar averiguarlo?
—¿El qué?
—Bueno, si hay algo que yo deba saber de Din. Algo que... que manche su reputación.
—Lo que diga, señora. Aunque esto mancha la reputación de cualquiera, si a uno no le gustan esas cosas.
—¿Pero es legal?
—Vaya, ilegal no es. Los polis nunca van allí.
—Es sólo que... necesito saber si anda en algo, en algo que no me diría si se lo preguntase. ¿Me entiendes?
—Creo que sí —dijo insegura—. Es un tío afortunado, por trabajar con usted.
—Quizá. Pero antes no tuvo mucha suerte.
—Es mucho más de lo que yo jamás he tenido. Ojalá algún ricachón me hubiera comprado y dado un trabajo cuando las cosas no me iban bien en Lambard.
—¿Peter? —le susurré. Estaba tirado en la cama, con los ojos vidriosos fijos en el techo—. Peter, tenemos que levantarte de la cama. Pansy quiere cambiarte las sábanas. —Le hablaba despacio, confiando en que comprendiese algo—. Peter... no te has levantado de la cama en cuatro días.
Cogí una toalla, la humedecí con un poco de agua y se la pasé por la barbilla, las mejillas y la frente. Murmuró unas palabras que no comprendí.
—No te entiendo —dije cogiendo una de sus manos destrozadas.
Se volvió hacia mí y me miró con unos ojos reumáticos y amarillos, hinchados de sangre. Hasta sus lágrimas parecían rojas.
—No he sido bueno contigo —dijo lentamente.
—Oh, sí lo has sido —respondí alegre—. Has sido un buen esposo. He sido yo quien no ha resultado la mejor esposa que un hombre podría esperar.
Apretó mi mano y levantó la cabeza.
—El anillo. No llevas la alianza.
Me miré la mano, y por un instante me sentí como una mujer ebria que se pregunta dónde ha olvidado a su hijo.
—¿Lo has vendido? —preguntó con tristeza.
Entonces recordé que lo había empeñado.
—Yo... Yo... me lo he quitado para trabajar.
Me pregunté si sería demasiado tarde para recuperarlo. Y me respondí que de todas maneras no tenía con qué recuperarlo.
Peter comenzó a llorar sin alzar la voz.
—Ya no eres mi esposa. Ya no exhibes el símbolo de nuestro matrimonio.
No me acusaba, ni estaba enojado. Sólo resignado.
—No, Peter —dije enseguida—. El trabajo es el símbolo de mi verdadero compromiso contigo. He salvado tu apellido. —La realidad era que lo había manchado—. ¿No es la mejor manera que tiene una esposa de servir a su esposo?
Me odiaba por aquellas mentiras. Quería pedirle disculpas, rogarle que me perdonase, pero posiblemente las mentiras eran lo más indicado para alguien en su estado. Yo ya no quería saber nada más de lo que está bien y lo que está mal, sólo quería envolverle en una manta y llevarle a un lugar hermoso, a un campo donde pudiera descansar, oler el maíz, ver las mariposas revoloteando con sus coloridas alas y sentirse a salvo.
—¿Me estoy muriendo, Dora? —preguntó.
—Todos nos estamos muriendo, Peter —respondí casi sin voz—. Sólo que unos llegarán antes que otros.
Puso su otra mano sobre la mía y cerró los ojos.
—Un tesoro de mujer —dijo—. Un tesoro.
Me incliné y besé sus labios húmedos; y me quedé a su lado, con mi mano sin anillo apoyada sobre su pecho, durante un momento. Su cuerpo no se movía, pero pesaba sobre el colchón como una roca. Al menos el silencio era mejor que las mentiras.
Le dejé dormir un rato más mientras trabajaba en la encuadernadora. Luego vino Pansy para decirme que se movía, así que fuimos juntas a la habitación y le ayudamos a levantarse de la cama y a caminar hasta la habitación de Lucinda, donde se acostó en su catre y pidió que le diera más gotas.
—Te las traeré cuando haya terminado de ayudar a Pansy con la cama.
—No —gruñó—. ¡Ahora!
Bajé en busca de la botella, y cuando llegué junto a él me la arrancó de las manos y bebió a tragos. Yo nunca había insistido en utilizar la cuchara, y no tenía sentido comenzar ahora.
Me reuní con Pansy en la habitación, donde estaba deshaciendo la cama.
—¿Algo que contarme sobre Din? —pregunté en voz baja.
—Nada. Ni una palabra. Baz no me dijo nada. Pero son todos iguales, parece. Si lo que quiere es que lo cojan los polis...
—Ésa no es mi intención, Pansy. Sólo quisiera saber cómo es fuera del trabajo. Ya sabes a qué me refiero.
Una vez más parecía dudar, ligeramente incrédula. Decidí intentar otra estrategia. Estaba segura de que en estas peleas nocturnas habría algo que me serviría. Además, cada vez era más urgente.
Mis tribulaciones se vieron interrumpidas por un ruido en la habitación de Lucinda. Corrí hacia allí y encontré a Peter echado de espaldas, tirándose aterrorizado de la ropa y con la vista clavada en el techo.
—¿Qué sucede? —pregunté.
Su rostro sudaba a mares, y la botella estaba en el suelo. La recogí deprisa, temiendo que se hubiera derramado, pero estaba vacía y no había ninguna mancha alrededor.
—¿Te lo has bebido todo, Peter? ¿Peter?
Intenté recordar si la botella estaba muy llena antes de que bebiera. Sus ojos se cerraron, y le dejé dormir.
El viernes es un día especial,
el mejor o el peor de los siete por igual.
La cantidad de trabajo disminuía a medida que nos acercábamos a Navidad. Pronto nos quedaron muy pocos libros para encuadernar en cuero, con la excepción, por supuesto, de los catálogos fotográficos, que continuaban apilados contra la pared, como una Torre de Babel que se burlaba de mí en lenguas que no podía y no quería comprender. No había logrado victoria alguna frente a Diprose, ni siquiera me había pagado, y me preguntaba hasta dónde debería llegar mi desesperación para rendirme a sus encargos. Hasta entonces creía que este trabajo nos salvaría, que me estaba comportando como una buena esposa, pero la verdad es que comenzaba a preguntarme si era mejor que una prostituta. Me sentía como el fantasma de Holywell Street, atrapada en sombríos laberintos de vicio y suciedad, incapaz de encontrar el camino hacia la luz del sol.
Comencé a preocuparme seriamente cuando volvió a aparecer el señor Skinner, quien sin más que un «muchas gracias» se llevó todos nuestros ahorros, y nos dejó sin nada con que comprar comida, sin mencionar la posibilidad de algún gasto navideño. Llevé una minúscula bolsa de polvo de oro a Edwin Nightingale, quien la aceptó a cambio de mis deudas pero no me dio ni un penique. En el taller no podía controlar mi mal humor, hablaba con rudeza a Jack y Din, y gritaba a Pansy.
—Sabes cuántas horas debes trabajar —reprendí un día a Din—. Son menos que Jack y, aun así, no cumples.
—Lo sé.
—¿Por qué te vas más temprano los viernes?
—Tengo otros asuntos que atendé.
—¿Cuáles?
—No puedo deci'le.
Pero sí podía, pensé. Y de todas maneras, yo ya lo sabía. Otros asuntos... Tenía que encontrar una manera de hacerle confesar.
—Din... a veces, cuando llegas... —¿Cómo decir esto con tacto?—. Parece... como si alguien te hubiese lastimado. Llegas lleno de moretones y...
¡Santo Dios, qué buena elección de palabras!
—Sí, seño'a, los tíos como yo también tienen cardenales, pero es más difícil de ver —dijo, y siguió trabajando.
Me había apresurado demasiado.
—¿Entonces, adónde vas los viernes, Din? ¿Cuáles son tus otros asuntos? —Así no llegaría a ningún lado, conque añadí—: ¿O te avergüenzas de ello?
No respondió.
—¿Estás contento aquí, en la encuadernadora?
—¿Contento, seño'a?
Ya no podía detenerme.
—¿No te alcanza con nosotros, que tienes que ocuparte de «otros asuntos»? —Él continuaba impávido—. ¡Es eso! ¡Estás avergonzado de nosotros, entonces! ¿Somos demasiado bochornosos para ti, Din?
—¿Bocho'nosos, seño'a?
—¿Es demasiado vergonzante para ti trabajar en esto? —Yo seguía sin saber si él conocía la verdadera naturaleza de nuestro trabajo, pero la ira me empujaba a continuar. Din no reaccionaba, lo que me provocó aún más. Era yo la avergonzada aquí—. ¿Y, además, trabajar para una mujer?
Levantó la vista de su mesa de trabajo y me miró.
—¿Vergüenza? No hay de qué avergonza'se aquí. Usted dirige un negocio respetable, seño'a.
—¡No te burles de mí!
—No me burlo —dijo inclinando la cabeza y cerrando un ojo, como para analizarme mejor con el que quedaba abierto. Parecía divertirse—. Respetable —repitió—. Del latín
respicere,
mirar atrás. Observar. Contemplar. —Ahora sonreía abiertamente, y yo estaba muy confundida—. La respetabilidad es cómo la ven a usted los demás. Yo sólo sé cómo la veo yo, no cómo la ven los demás. Y para mí, seño'a, usted es alguien respetable.
Sus palabras me dejaron sin aliento, y quedé petrificada, sin poder volver a lo que había dicho ni continuar con lo que quería decir. Finalmente, respondí: