La encuadernadora de libros prohibidos (37 page)

Read La encuadernadora de libros prohibidos Online

Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
6.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Peter... —dije con severidad, como si fuera un niño que estuviese jugando conmigo—. ¡Peter!

No sabía cuándo le había dejado su espíritu. Quizá si lo hubiera examinado bien antes de irme a la cama habría podido hacer algo para salvarle. Cogí sus manos sin vida, que al fin ya no le causaban más dolor, y las estrujé una y otra vez como si fueran fuelles, como si, a través de ellas pudiera insuflar nueva vida en Peter, igual que haría con un fuego moribundo.

16

Mi padre me dejó una hectárea de tierra,

canta a la hiedra, canta a la hiedra.

Mi padre me dejó una hectárea de tierra,

canta al acebo, silba y canta a la hiedra.

Dejamos las cortinas cerradas todo el rato. Pansy y yo lavamos su cuerpo a la luz de las velas, lo secamos con toallas y terminamos la tarea al calor del fuego. Le afeité la barba y le corté un mechón de cabello que até en un nudo y guardé en una caja sobre la chimenea, donde había estado el reloj antes de que lo empeñase. Aunque el reloj estuviera todavía aquí, yo seguiría sin saber a qué hora debería haberlo parado para siempre. Pansy me dijo que Peter se había despedido de ella cuando salió por la noche. También me contó que en aquel momento Jack seguía en el taller.

Lo envolvimos con una sábana y lo recostamos en el suelo bajo el alféizar de la ventana. Ordené a Lucinda que colgase la manta de Peter sobre el espejo de nuestra habitación, y a Pansy que fuera por Ivy Street informando a los vecinos.

—¿Puedo ayudar en algo? —preguntó Din al traer del taller la bandeja de su desayuno.

Quería gritarle que me sostuviese mientras lloraba y a la vez que se fuera para siempre. No me había esperado un castigo tan extremo e inmediato por mis deseos contra natura.

—Puedes irte a casa, Din. Hoy no trabajaremos.

—Como usted diga, seño'a.

—¿Din?

—¿Sí, seño'a?

—Anda y cuéntale a Jack, ¿quieres? Mira qué le ha sucedido. Vive junto al río, en Pond Yard, pasando los vinagreros. Su madre se llama Lizzie.

Jack. La coincidencia entre su desaparición y la muerte de Peter me perturbaba. No dudaba del amor que el muchacho profesaba por mi esposo; ni siquiera mi mente recelosa se atrevía a imaginar que pudiera tener algo que ver con todo esto. Lo que me molestaba era que en esto había algo más que yo no conseguía ver. Temía que Jack también estuviese muerto.

La señora Eeles se cruzó con Din cuando salía, pero no pareció prestar atención ni a él ni a mí, ocupada en descubrir dónde había escondido a mi esposo.

—¡Se nos fue! —se lamentaba con las manos unidas sobre su cabeza—. ¡Nuestro querido Peter! ¡Se nos fue! ¡Qué sufrimiento cae sobre nosotros antes del día del Señor! ¿Dónde está su cuerpo? —Hice una señal hacia donde se encontraba, bajo la ventana—. ¿Qué, todavía no tiene ataúd? Al menos podrá enterrarle decentemente —añadió mirándome a los ojos—. Quiero decir, con el negocio que marcha tan bien.

Yo no había planificado tanto. Desde luego que mi Peter no merecía el funeral de un pobre, pero no teníamos ni un penique ahorrado.

—Seguramente usted querrá caballos con plumas y todo eso, ¿no? Y un sacerdote... ¿Quiere que le acompañe a buscar ropa de luto? Podemos ir a Lutos Peter Robinson, al menos para comprar un par de lazos de luto para su viejo y horrible vestido...

Entonces recordé mis regalos: empeñaría aquellas botas marrones incómodas, el pañuelo de seda color crema, la cesta, la sombrilla, el peine y el abanico. Por fin serían de alguna utilidad.

—Todo es tan caro... —dije cansada—. ¿Cuánto cree que me costará? Para un entierro básico, al menos cuatro o cinco guineas, ¿no?

—¿Un entierro básico? —exclamó una profunda voz masculina detrás nuestro—. El mejor de mis encuadernadores no tendrá un entierro así.

Nos volvimos para descubrir a sir Jocelyn Knightley de pie frente a la puerta de entrada, saludando con el sombrero.

—¿Un entierro básico para su adorado esposo, Dora?

Extendió los brazos hacia mí, sosteniendo en una mano su distintivo bastón plateado con la esfera roja encima, pero yo no me moví de mi lugar. Lucinda bajó lentamente las escaleras, abrazando con fuerza a Mossie sin quitarle la vista de encima.

—Mi pequeña Lucinda... —dijo sir Jocelyn—. Lo siento tanto, mi pobre niña... No tengo palabras.

De repente, Lucinda corrió hacia él desde la base de las escaleras.

—¡No! —les grité a ambos, pero el sinvergüenza se puso en cuclillas y la abrazó con fuerza mientras Lucinda enterraba la cabeza en su pecho—. No... —repetí más débilmente.

Nunca habría imaginado que le permitiría volver a acercarse a mi niña, aunque no podía detenerlo.

—Ya, ya, preciosa. Llora todo lo que desees. Pero tu madre tiene los ojos secos. ¿Ella no llora nunca, Lucinda?

Lucinda negó con la cabeza hundida en su abrigo.

—No temo a las lágrimas, Dora —dijo mirándome.

Sin embargo, yo no tenía lágrimas que derramar. Aunque sentía el pecho henchido de dolor, no podía liberarlo. Además, creía que si comenzaba a llorar no conseguiría detenerme nunca, y por nada del mundo deseaba que sir Jocelyn me consolara. Lucinda se alejó de él y se acurrucó junto a mí. Me encontraba tan aplastada por la miseria que casi no podía confortarla.

—En cuanto supe la noticia vine lo más rápido que pude —dijo sir Jocelyn, poniéndose lentamente de pie. Se apoyó en el bastón, presionándose la cintura con la otra mano. Recordé su herida de lanza.

—¿Por qué? —pregunté con los dientes apretados.

—¿Por qué? Porque Theodore, el doctor Chisholm, está fuera de Londres cazando, y no conozco a otro médico que merezca consideración en todo Lambeth. —Alzó una ceja, como desafiándome a contestar—. Lucinda, ¿por qué no te llevas a Mossie a jugar a tu habitación? —La niña obedeció y se soltó de mis brazos—. Ahora, déjeme ver el cuerpo.

Le guié hacia la ventana y con cuidado aparté la sábana del cuerpo de Peter. Sir Jocelyn dejó su bastón en el suelo y se agachó a su lado. La señora Eeles lo observaba todo por encima de mi hombro. Pensase lo que pensase de mí, lo estaba pasando en grande.

Peter estaba frío y tieso como una piedra. Incluso más sólido que cuando vivía. Observamos sin parpadear cómo sir Jocelyn lo examinaba por todas partes, lo cortaba en algunos lugares con su escalpelo y le colocaba un tubo en la garganta. Mientras trabajaba no dejaba de hacerme preguntas, y yo respondía con franqueza, incluso cuando se refirió al consumo de láudano. Sir Jocelyn se levantó ayudándose nuevamente con su bastón y me pidió examinar las botellas que me quedaban de gotas negras. Las olisqueó antes de guardarlas en su bolsa.

—Le escribiré un certificado de defunción —dijo al fin—. No será necesario realizar una autopsia, y supongo que no le interesa que intervenga un juez, ¿me equivoco?

—Si usted lo dice... —respondí sin convicción.

No podía exteriorizar mis temores delante de la señora Eeles.

Sir Jocelyn extrajo un formulario preimpreso de su bolsa, se sentó a la mesa de la cocina y se puso a escribir durante varios minutos. Volví a envolver el cuerpo de Peter con la sábana, sin que la señora Eeles dejara de observarme. Pansy regresó a casa y comenzó a ocuparse de la cocina.

—Bien, ahora déjeme todos los arreglos del funeral a mí —me indicó sir Jocelyn.

—Pero no puedo...

—Por supuesto que puede. Insisto.

—¿Es realmente... conveniente?

—Yo me ocuparé de todo. No hay discusión posible.

—Bueno, sir Jocelyn, si puedo hacer algo...

Levantó la mano indicándome que me callase.

—Usted ya tiene bastante de qué preocuparse, mi pobre muchacha. Me alegra saber que sus vecinos la acompañan. —Hizo un gesto en dirección a la señora Eeles—. No se puede desear mejor vecino que la señora Damage...

La señora Eeles parecía incómoda, hacía ruidos curiosos. Estaba claro que no sabía cómo comportarse en presencia de sir Jocelyn: si realmente pensaba que yo me abría de piernas ante hombres como él, ahora comenzaba a comprender las ventajas de tal comercio. Dividida entre desaprobar sin reparos mi prostitución y respirar el mismo aire que un aristócrata de pura sangre que además pagaría el mejor funeral que ella jamás hubiera visto, se mordía los labios y se frotaba las manos.

—Ni una mejor casera —dijo finalmente.

—Por supuesto. Quisiera que mis vecinos fueran como usted en Berkeley Square, Dora. Ahora debo preguntarle, si no es demasiado inoportuno, si ya ha pensado en la posibilidad de una cremación.

—¡Oh, Dios santo! —clamó la señora Eeles, y temí que se fuera a desmayar—. ¡No, no, no!

—Se trata de un procedimiento absolutamente moderno: es higiénico, y acelera el proceso de descomposición. Cenizas a las cenizas es mucho más eficaz que polvo al polvo, Dora...

—¿No es un poco salvaje? —pregunté nerviosa, con un ojo en la señora Eeles, que revisaba su opinión sobre el caballero.

—Podemos aprender de nuestros hermanos de Oriente, quienes consideraban la cremación la única opción válida en los países cálidos, amén de los motivos religiosos. Tampoco apoyo todas sus costumbres: ¡no quisiera ver a la pobre viuda del señor Damage inmolarse en la pira funeraria de su esposo!

—Yo... Yo... no creo que Peter hubiera querido eso.

Sir Jocelyn volvió a levantar la mano.

—No diga más. No le incineraremos.

La señora Eeles se recompuso y me sonrió con aprobación. Me di cuenta de que llevaba tanto tiempo sin su aprecio que prefería seguir sin tenerlo.

Sir Jocelyn recogió sus cosas, se aferró a su bastón plateado, volvió a saludar con el sombrero y salió. Yo corrí tras él en la calle, tanto para escapar de la señora Eeles como para exponerle mis preocupaciones. Cuando estuve segura de que la anciana no nos oía, le hablé en voz baja:

—¿Sir Jocelyn? Sabía que no me perdonaría nunca si no le preguntaba.

—¿Sí, Dora?

—¿Todo esto... no lo encuentra sospechoso?

—¿Sospechoso?

—Como... como si fuera... un asesinato...

Apenas susurré la palabra, pero tuve la sensación que resonaba por todo el vecindario. Sir Jocelyn hizo una pausa y pareció examinar el lado de nuestra casa antes de hablar.

—No a primera vista. No le han disparado en la cabeza, ni le han apuñalado en el estómago. —Entonces bajó la voz y dijo con mordacidad—: Aunque cabría sospechar de alguien que tuviera la habilidad de envenenarle con opio durante meses. ¿Usted no querría que algo así se supiera, verdad?

—¡Oh! —exclamé llevándome la mano a los labios—. ¡Pero yo no he sido! ¡Yo no he sido!

—Lo sé, lo sé —se apresuró a decir—. De todos modos, lo mejor es no llamar la atención ante esa posibilidad, ¿no cree?

Luego me besó en la frente y se fue. Me froté con fuerza donde me había besado. Era un cerdo, y además peligroso, y le debía tanto... y tan poco.

Regresé al salón y lo primero que hice fue mirar el certificado que sir Jocelyn había dejado sobre la mesa. Bajo «Causa de defunción» decía: «Congestión del cerebro y el corazón. Reumatismo severo que condujo a fiebre cerebral y
morbis cordis».
¿Conseguiría librarme de este hombre algún día?

Din regresó un poco más tarde.

—Encontré a la mamá de Jack donde usted me dijo, pero no quiso hablá conmigo. Dijo que hablará con usted, si es tan amable de ir a verle. Le conté la desgracia de su esposo, y le envía sus condolencias, seño'a.

—¿Din?

—¿Sí, seño'a?

—¿Te dio la impresión de que Jack aún estaba vivo, no?

—Sí, seño'a. Sólo que no quiso deci'me dónde.

—¿Debería preocuparme, Din?

Se encogió de hombros. Le di las gracias y le dije que podía irse. No podía pensar en negocios en un momento como éste, aunque sabía que pronto debería hacerlo. Me pregunté si debería enviar la policía a casa de Lizzie, pero descarté la idea en cuanto cruzó mi mente. Jack era un buen muchacho, y eso era de lo único que podía estar segura.

Los hombres de negro vinieron a medir a Peter aquella tarde y regresaron con el ataúd al día siguiente. Tras meterle dentro, cubrieron el féretro con un fino paño mortuorio negro, lo fijaron con tachuelas de latón y lo colocaron en el centro del salón, por lo que quedó poco espacio donde vivir. También trajeron consigo, muy para mi vergüenza, un vestido negro de lana, que resultó ser suave y cálido y me iba a la perfección, junto con un velo nuevo y un par de guantes, todo con el pésame de sir Jocelyn y lady Knightley. La señora Eeles estaba fuera de sí por la envidia y el asombro, sobre todo teniendo en cuenta que aún no le había devuelto mi viejo velo.

El jefe enterrador me informó de los detalles del funeral, fijado para el jueves en Woking, dada nuestra proximidad al Ferrocarril Necropolitano. Envié telegramas a los hermanos de Peter de los que aún tenía noticias: sus hermanos Tommy y Arthur, y sus hermanas Rosie y Ethel.

—¿Usted estará presente en el servicio? —me preguntó ansiosa la señora Eeles. Casi no había salido de mi casa en los últimos días, sin poder creer en la suerte de tener un bonito funeral tan cerca de su hogar—. Es difícil hoy en día saber qué es lo correcto.

La mujer no podía dejar de tocar la manga de mi vestido, aunque lo llevara puesto.

—¿Usted qué opina, señora Eeles?

—Puede que me considere demasiado moderna, pero yo pienso que las mujeres deben estar allí. Puede que no sea correcto que nos sentemos al lado del foso, pero si nos hemos deslomado preparando el cuerpo, ¿por qué no tendríamos derecho a asistir al entierro? Y si decide ir, yo iré con usted, para que no sea la única mujer presente y no llame la atención, si comprende a qué me refiero.

—La verdad, señora Eeles, es que si yo no voy, ¿quién irá? —suspiré—. Espero que sus hermanos vengan, pero mi padre está muerto, al igual que el suyo. Además, ¿qué colegas y clientes vendrán? —No mencioné a Jack ni a Din—. Muy poca gente, imagino. Peter no se merece ser enterrado sin testigos.

Me alegraba no haber comentado estos asuntos con sir Jocelyn, quien sin duda hubiera contratado más dolientes. Sin embargo, gracias a él, Peter tuvo el mejor funeral que se haya visto en Lambeth. Las campanas comenzaron a doblar temprano el jueves por la mañana en su honor, y la procesión llegó a las nueve. Ocho caballos, cada uno con una pluma negra, tiraban de un carro adornado con ornamentos dorados.

La señora Eeles, Lucinda y yo seguimos al ataúd fuera de la casa, donde, para mi sorpresa, a cada lado de la puerta de entrada esperaba un plañidero, más rígido e inerte que los árboles que flanqueaban la puerta de entrada de la residencia Knightley en Berkeley Square.

Other books

Learning to Let Go by O'Neill, Cynthia P.
Return to Vienna by Nancy Buckingham
Loving Ashe by Madrid, Liz
Risking Trust by Adrienne Giordano
Footprints Under the Window by Franklin W. Dixon