Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
Vi que los labios de lady Knightley articulaban algo que no comprendí, y luego ella gritó más fuerte que el bebé:
—¡Por el amor de Dios, cójalo!
Eso hice, y lo acuné en mis brazos hasta que se calmó por un momento.
—¿Qué le sucede? —pregunté—. ¿Tiene hambre?
—¿Cómo puedo saberlo? —me gritó, y el niño comenzó a llorar nuevamente.
Con cuidado le puse la punta del dedo meñique en la boca. El bebé lo chupó con fruición por un instante, y luego se apartó con rabia y frustración y chilló con más fuerza que antes. Apretaba los párpados y los puños con furia y abría mucho la boca, tensando la lengua en cada grito entrecortado por jadeos. Me pregunté cómo un ser podía venir al mundo con tanta potencia en la voz.
—Tenga, dele esto.
Salida de no sabía dónde, Pansy sostenía un cuenco lleno de miga de pan mojada en leche.
—No he tenido tiempo de calentarlo, pero no importa. Sosténgalo.
Me acomodé en el viejo taburete y sostuve al bebé todo lo derecho que pude, mientras Pansy le daba con cuidado la papilla con una cuchara. Lucinda no se perdía detalle. Al principio el niño la rechazaba, pero finalmente un poco de papilla entró en su boca, aunque la mayor parte le caía por las mejillas hasta el babero de algodón fino. Levanté la mirada hacia lady Knightley, a la que nada parecía importarle. Tenía la cabeza apoyada en el brazo, y no podía verle el rostro.
—Esto no es bueno para el niño —le dije a Pansy—. ¿Qué come normalmente, lady Knightley?
Lady Knightley me dirigió una mirada vacía.
—¿Cómo?
—El bebé. ¿Qué le da de comer?
—¿Y me pregunta a mí? Pregunte a Fátima.
—¿Fátima?
—¡Fátima! —casi gritó, pero el esfuerzo era demasiado—. La nodriza... —susurró.
—¿Dónde está? No había nadie con usted, lady Knightley.
—No. Se ha ido. Lejos. Ella no vendría aquí. No al... —Las palabras eran una losa para ella—. No... al sur... del río. No... a un lugar desconocido. Se fue. No sé dónde está.
—A su estómago no le gustará esto, señora —me dijo Pansy sin dejar de dar papilla al niño—. Necesita mamar, si no tendrá cólicos. Bueno, ya lo verá ella misma en sus pañales.
El bebé no comió demasiado, pero pronto cerró los ojos y me regaló la deliciosa sensación de tener un bebé durmiéndose en mis brazos.
—Dios te bendiga —dije, y le di un beso en la frente fruncida.
Su piel era suave y tersa, como la de quien aún no ha vivido la vida.
Lucinda lo acarició nerviosamente, y su cabeza se apoyó hacia atrás contra mi brazo. Tenía los ojos y la boca entreabiertos, y su respiración se hizo más lenta y pesada.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Nathaniel —respondió lady Knightley sin interés y sin mirarnos ni a mí ni a él.
—¿Cuánto tiene?
—Una semana.
—Es hermoso —musité, pero el silencio se impuso sobre mi comentario, y nos sentamos en la fría cocina mientras la noche caía sobre nosotras.
Esperaba que lady Knightley dijese algo que pudiera explicar su presencia aquí y darme algún indicio de si querría quedarse a cenar. Pansy, Dios guarde su alma, comprendió que la necesitaba y se quedó junto a mí.
—¿Ha venido... de visita, lady Knightley? —pregunté al fin.
—¡Maldita sea su impertinencia! —gritó de repente—. ¿Cómo se atreve a interrogarme? He venido a quedarme aquí.
—¿Aquí? ¿Por qué?
—¡No me desobedezca, Dora! —volvió a gritar, aunque la orden era más bien una súplica. Su tiranía sólo se originaba en sus dudas; no había razones para temerle—. No, usted también. ¡Maldita sea! ¡Malditos seáis todos! He pasado el día entero dando vueltas con ese espantoso cochero riéndose de mí, desde Mayfair hasta Belgravia, por Chelsea, por Kensington. He ido a ver a la baronesa Temple, a lady Montgomery, a Honora Wilson, a Marion FitzAlan-Hamilton y a todas las damas de la sociedad, pero sir Jocelyn las ha puesto contra mí. Así que ahora vengo a usted. No puede rechazarme, sería el insulto máximo.
—No la estoy rechazando, lady Knightley. Sólo estoy sorprendida. No esperaba que... No creo que usted esté bien aquí. Quizá se ha equivocado. Seguramente hay otro lugar al que puede ir.
—¿Se está regodeando con mi sufrimiento? No estaré mal aquí. Ojalá lady Grenville estuviera todavía con nosotros... Ella no me habría rechazado. ¡No le importaba lo que dijera la gente!
—Yo tampoco la rechazo, lady Knightley —dije con dulzura—. Intentaremos que pase la noche lo más cómodamente posible.
—Le prepararé una cama, señora.
—Gracias, Pansy. Lo mejor será que cambies las sábanas de mi cama, yo dormiré en el trastero.
—Muy bien, señora.
No podía creer lo que estaba sucediendo: no era posible que fuésemos la última esperanza de una mujer tan bien relacionada como lady Knightley. Además, seguramente pronto llamarían a la puerta, y Pizzy, Diprose y sus hombres aparecerían para llevársela.
—Papá me advirtió que no me casase con un hombre sin residencia en el campo —sollozó como si no estuviésemos allí—. Allí habría estado a salvo mientras todo esto estallaba. Nunca he tenido donde retirarme cuando termina la temporada.
—¿Y su padre, lady Knightley? ¿No puede acudir a su padre?
Me preguntaba en qué lío estaría metida.
—¡Santo Dios, no! Lo comprometería demasiado. Igual que a mis hermanos. ¡Todo el mundo me da la espalda! Nunca habría venido aquí por gusto, Dora, pero ¿dónde más podía ir?
—Lady Knightley, si no le molesta que le pregunte: ¿por qué todo el mundo le da la espalda?
—¿Por qué? ¡Ya quisiera saberlo yo! ¡Jocelyn les ha dicho que estoy loca, y que no deben juntarse conmigo!
—Pero ¿por qué razones él haría...?
—No lo sé —dijo en voz alta y con hastío. Su mal genio reaparecía cuando no lloraba. Entonces volvió a cambiar el tono y preguntó—: ¿No le molesta, no? —Vi en su rostro que era una pregunta sincera—. No será por mucho tiempo —añadió, y yo sabía que tenía razón, ya que Diprose y Pizzy seguramente estaban a la vuelta de la esquina—. Es un berrinche de Jocelyn, y sin duda pronto me suplicará que regrese. ¿Acaso no estamos unidos por los sacramentos del matrimonio? Yo valgo mucho... ¡Le he dado un hijo! Pronto volveré a mi lugar, a su lado, y entonces la recompensaremos muy bien por sus favores, Dora, y de más está decirlo, por su discreción.
Nos sumimos de nuevo en el silencio. Se hacía tarde, Lucinda necesitaba cenar e irse a la cama, y Nathaniel se removía en mis brazos.
—Lady Knightley —me aventuré—. ¿Qué haremos respecto de la comida del bebé?
Pero ella paseaba la mirada a su alrededor ligeramente aturdida.
—Qué original —murmuró—. La fresquera está en el mismo lugar que la alacena, y la despensa también sirve de estantería... ¡y sólo tiene un fregadero para todo!
Tras analizar en profundidad la cocina, se puso de pie y se dirigió al salón.
—¡Y el salón es a la vez comedor! —La oí decir desde la otra habitación—. Vaya, tiene un piano.
Comenzó a tocar los acordes de apertura del
Adagio en mi mayor
de Schubert.
—¡Oh!, hay que afinarlo...
Al fin decidí qué haría a continuación, por muy difícil que resultara:
—Pansy... —dije cuando pasó a mi lado cargando una pila de sábanas.
—¿Sí, señora?
—¿Podrías sostener al niño un momento?
Dejó las sabanas en un rincón de la cocina y cogió a Nathaniel. Cruzamos una larga mirada, como preguntándonos qué sucedía aquí y qué podíamos hacer al respecto.
—No estaré fuera mucho rato, cariño.
Coloqué algunas crepes en un paño de cocina limpio y le di un par más a Lucinda. Luego me envolví en mi chal y dejé atrás los acordes de Schubert para adentrarme en el gélido aire de la noche. Crucé la calle y llamé a la puerta de enfrente. Nora Negley gritó desde el dentro: «¡Ya voy!», y la cabra baló en la cocina. El cerrojo hizo un ruido y la puerta se abrió con un golpe seco.
—Ah —dijo sorprendida. Entonces su gesto se torció de disgusto y preguntó—: ¿Qué quieres?
—Disculpa que te moleste, Nora, pero tengo una visita inesperada, con un bebé recién nacido, y necesito algo de leche. Me preguntaba si...
Y mientras extendía los brazos con las crepes humeantes en el aire frío, me cerró la puerta en las narices. Dejé caer las crepes al suelo. Regresé a casa y me acerqué a Pansy, que estaba arrullando al niño en la cocina.
—Nora no quiere darnos leche.
—Lástima.
—¿Qué podemos hacer, Pansy? —Volvimos a mirarnos—. ¿Conoces a alguna nodriza por aquí?
Pansy reflexionaba.
—Hay una no lejos de aquí, pero ya tiene muchos niños, no sé si aceptará otro. ¿Quiere que vaya ahora?
—Por favor. —Cogí a Nathaniel de sus brazos y me puse a acunarlo lo mejor que pude—. Llévate mi chal, Pansy. Hace mucho frío fuera.
Pansy lo cogió de mis hombros, me apretó los brazos para tranquilizarme, se envolvió en el chal y salió hacia la noche de Lambeth.
Lady Knightley regresó a la cocina, indiferente al niño que tenía en brazos.
—¡Santo Dios, qué frío hace aquí! ¿Cómo puede vivir con esta corriente?
Se sentó de nuevo en el sillón Windsor y nos quedamos esperando a que alguna de las dos dijese algo.
De repente, la compostura que con tantos problemas estaba conservando desapareció por completo: dejó caer la cabeza y los hombros sobre su regazo y se puso a llorar. Parecía como si se fuese a arrojarse al suelo y quedarse allí. Gracias a Dios, pensé, Pansy limpiaba bien el suelo. Unas semanas atrás, se habría derrumbado sobre polvo, grasa e insectos. Me senté a observarla mientras lloraba como su bebé. Sabía que pronto las molestias del niño se convertirían en una explosión de rabia, y rezaba para que el llanto de su madre no acelerase el proceso. Ella lloró y lloró, y las lágrimas que caían sobre la seda de su vestido formaban manchas de humedad.
—Es algo triste, lady Knightley —dije en voz queda—, pero no debe rendirse.
Ella lloró un poco más, luego sorbió ruidosamente y después volvió a llorar. Poco a poco los sollozos se calmaron, suspiró, se puso de pie y vagó un rato por la cocina. Se sentó otra vez, me miró con unos ojos que en toda su vida habían mostrado preocupación alguna, y me descubrí sintiendo lástima por aquella pobre mujer que no sabía cómo convivir con el dolor.
—¡Es tan injusto, tan injusto! —chilló—. Él... Jocelyn... Dijo que... ¡No puedo repetirlo!
—No es necesario que lo haga.
Se encogió de hombros y volvió a sorberse la nariz.
—¡Me envió un mensaje esta mañana diciéndome que debía irme y que no regresara nunca más! El niño tiene sólo una semana. ¡Debería haberme quedado en cama un mes entero, sin salir de casa, ni hacer esfuerzos, tomando mis comidas en bandeja! Y ahora estoy en la calle, no tengo adonde ir.
—Pero ahora está aquí —dije con voz amable, aunque dudaba de que éste fuera el mejor lugar para ella.
—Sí —repuso con tristeza—. Dora, esto es demasiado para mí.
Francamente, también era demasiado para mí este mundo donde los lazos de sangre eran más finos que un hilo, y donde aquellos que abrían sus corazones a esclavos de otro continente tenían poco tiempo para ocuparse de los seres más cercanos, aunque fueran una madre y su bebé recién nacido. ¿Estaría exagerando? Quizá jugaba con Jocelyn, y en realidad no había acudido a sus damas, sino que al primer indicio de sus malas intenciones se había dirigido al lugar más bajo imaginable (es decir, Lambeth) para comprobar cuánto tardaba en venir corriendo hasta ella. Me estaba utilizando, estaba segura. No podía evitar ser incrédula.
Oímos que la puerta de casa se abría y se cerraba, y dos grupos de pasos se acercaban a nosotras. Pansy había traído a una mujer con ella. No se trataba de la rústica esposa de un pescadero, ni de una sirvienta de existencia difícil, ni de una mujer gruesa y maternal como la esposa de un panadero. Iba bien arreglada y parecía eficiente, como una enfermera, con el ceño algo fruncido y un ligero gesto de preocupación, como esas mujeres que visitan las misiones.
—Es tarde, ¿sabe? —fue lo primero que dijo.
—Lo siento —respondí.
—Aún no he terminado con los niños, y si no estoy de regreso en media hora no podré descansar esta noche.
—Gracias por venir, señora...
—Masters. Bess Masters —dijo, mirándonos a lady Knightley y a mí como preguntándose cuál de las dos necesitaba su ayuda.
Comencé a explicarle la situación y a hacer gestos señalando a lady Knightley y al niño que sostenía en brazos. La señora Masters tenía una expresión de duda permanente en el rostro; yo esperaba que desapareciera con las explicaciones, pero no fue así.
—Estoy terriblemente ocupada. A estas alturas del año tengo muchos bebés, y debo regresar pronto a ocuparme de ellos. No estoy segura de poder aceptar a uno más.
—Es sólo por esta noche.
—De hecho, Dora, no lo sabemos con certeza...
La voz de lady Knightley había recuperado su tono autoritario, entre el aburrimiento y la ira. La miré sorprendida.
—Me quedo aquí hasta que venga a por mí —dijo simplemente, como si aquello lo explicase todo.
—Y por supuesto, usted pagará muy bien a la señora Masters —añadí, pero ella bajó la vista sobre su regazo.
—No llevo dinero. Más adelante, Jocelyn podrá pagarle. Le pagará bien, pero más adelante.
—No. Estoy demasiado ocupada —dijo la señora Masters.
—Por favor —rogó lady Knightley con un hilo de voz.
—Pronto tendrá el dinero —insistí, pero lady Knightley seguía sin levantar la mirada—. ¿No es cierto, lady Knightley? Dígaselo.
Más que nunca deseaba que fuese cierto, ya que me daba cuenta de que era posible que sir Jocelyn nunca la reclamase, sin importar lo inocente que fuera.
—Yo puedo pagarlo —anuncié finalmente.
—¿No me ha oído? Tengo demasiadas bocas que alimentar.
—¿Entonces qué podemos hacer? —pregunté.
—¿ Cuánto tiempo tiene el niño ?
—Siete días.
—¿Y no le ha dado nada de su propia leche? —preguntó a lady Knightley.
Ella negó con la cabeza.
—¿Está vendada?
Asintió.
—Quizá podamos ponerla en marcha... —Ninguna de nosotras comprendió a qué se refería la señora Masters, ni siquiera cuando dijo—: Déjeme echar un vistazo.
Se puso de pie, y le hizo un gesto para que la imitase.
—No comprendo... —dijo lady Knightley.