Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
Ella frunció el ceño. Entonces, sacó del interior de su levita algo que se parecía bastante a un bebé minúsculo. Lo sostenía por la cabeza, y su cuerpo colgaba inerte, con los miembros balanceándose de manera independiente, por lo que asumí que no se trataba de una muñeca. Yo estaba boquiabierta por la sorpresa, y Lucinda gritó «¡Mamá!» y corrió hasta mis faldas, donde hundió la cabeza.
—¿Qué sucede, Lucinda? ¿No te gusta tu nueva amiga? Si no me equivoco, necesita que alguien se ocupe de ella —dijo sir Jocelyn, sosteniendo aquella cosa cerca de mi hija.
Entonces distinguí el más hermoso rostro de porcelana que jamás haya visto, con labios rosados y grandes pestañas, y unos rizos dorados pintados sobre el cráneo liso. Pero si era una muñeca, no entendía por qué el cuerpo no era rígido ni formaba un bloque con la cabeza. Sir Jocelyn la sostuvo por el cuerpo y presionó el pecho con las manos. Se escuchó un sonido similar a la respiración de alguien aquejado de una enfermedad pulmonar, seguido por el agudo balido de una cabra: «Maaaaa-maaaaa».
—¡Mira eso! Incluso te llama mamá —insistió sir Jocelyn—. Toma. ¿Qué nombre piensas ponerle?
Cogí la muñeca y se la ofrecí a Lucinda. Estaba anonadada: nunca antes había visto una muñeca que pretendiese ser un bebé. Todas las que había visto iban vestidas como mujeres en miniatura, aunque más rígidas. Le di la vuelta y le levanté su vestido de cambray como si fuera un verdadero bebé: tenía los miembros articulados y el pecho era flexible, hecho de caucho. En los pies llevaba unas pequeñas botas atadas con una cinta verde.
—«Maaaaaa-maaaaa» —gimió cuando presioné su pecho.
No pude evitar soltar una risita.
—¡Vaya! ¿No es preciosa? —Intenté que Lucinda la cogiese, pero ella se negó, prefiriendo espiar entre mis brazos—. Me temo que Lucinda quiere ser su hermana mayor, y no su madre.
—Lo que parece convenirle a usted perfectamente, señora —acotó sir Jocelyn, y yo me sonrojé por completo, a sabiendas de que me estaba tomando el pelo—. ¿Por qué no me muestra el taller? —solicitó al fin.
Comenzó a pasear por la habitación, así que me puse enseguida de pie y dejé con cuidado la muñeca sobre el banco, como si pudiese hacerle daño.
—Te la dejo aquí, por si tienes ganas de jugar —le susurré a Lucinda.
Efectivamente, en cuanto me volví para seguir el vagabundeo de sir Jocelyn, vi con el rabillo del ojo cómo mi niña recogía con sigilo la muñeca del banco y se la llevaba para estudiarla en privado.
Yo apenas le llegaba a los hombros. Sir Jocelyn era un hombre bastante grande, y sin embargo se movía con agilidad y equilibrio entre los bancos, y yo supe por el brillo de sus ojos que estaba analizando cada detalle, incluyendo la ausencia de Peter.
—La felicito por la limpieza del lugar, señora Damage. Imagino que no es una tarea fácil en un lugar como Lambeth. A veces detesto la vida de la ciudad, y añoro las praderas del Veld, en Sudáfrica. O si debe ser una ciudad, al menos que sea París. Yo nací en París. Mi padre era francés, ¿lo sabía?
—No, no lo sabía. ¿Knightley es un apellido francés?
—Se llamaba Chevalier. Murió cuando yo era muy joven, y mi tía me llevó a Worcestershire. Ella decidió convertir el apellido al inglés. De ahí viene Knightley, aunque sir Jocelyn Chevalier no suena nada mal, ¿no cree?
>[6]
¿Ha estado usted en París, señora Damage?
Negué con la cabeza.
—El aire es extremadamente puro, y las calles están limpias. París es a la odiosa opacidad de Londres lo que el cielo al infierno. Sufro cada vez que regreso a Londres. De inmediato comienzo a sentir su hedor.
Era como si yo le importase, y supe que estaba sucumbiendo a sus historias y encantos.
Cogió uno de los libros que había sobre la mesa y pasó los dedos por la corona de hojas de hiedra.
—
Hedera helix.
No es la más suave de las plantas. Es un agresor hostil y rápido, que priva a su huésped de luz, provocándole una pérdida de vigor y eventualmente la muerte. Debería recomendarla al Ministerio de Asuntos Exteriores como símbolo del Imperio de Su Majestad.
—Es usted demasiado duro con la planta, sir Jocelyn —dije—. Por favor, dígame, ¿quién no daña aquello a lo que se aferra?
—Una excelente pregunta, señora Damage. Por lo visto, usted no es ajena a las filosofías del amor. —Hizo como si reflexionase, como si compartiésemos una broma—. La madreselva —respondió finalmente, con un gesto triunfal, y volvió a concentrar su atención en la hiedra—. Su fileteado es excelente. Es curioso que encontremos tanta belleza en la escarificación y el dorado póstumo sobre la piel de un animal. —Entonces cesó sus meditaciones, me cogió una mano y la volvió para acariciar la palma, como si fuese una adivina de feria—. ¿De verdad estas manos tan delicadas hacen un trabajo tan duro?
Asentí, y él comenzó a reír.
—¿Por qué se ríe? —pregunté, ligeramente ofendida.
—¿Por qué, señora encuadernadora? Le diré por qué. Porque usted me hace feliz. ¿Y por qué me hace feliz? Por su ingenuidad, su creatividad y su valor.
Hizo una pausa entre cada halago, como si me lo sirviese en bandeja.
—Señora Damage, usted me fascina. Es la bocanada de aire fresco que necesita este negocio rancio. Realiza encuadernaciones flexibles y suntuosas, para hombres como yo, que no quieren sólo leer y guardar sus libros. —Y con indiferencia añadió—: ¿Disfrutó el
Decamerón?
—Sí, gracias, señor.
—Traducido por John Florio en 1620. Ya era hora de que alguien hiciese una nueva versión. Con las cien historias completas. Siempre me apiado del pobre Alibech, cuya historia sobre el demonio devuelto al infierno siempre se queda fuera. Quizá yo debería... ¡Vaya, qué buena idea! Verá usted, señora Damage, ¿qué sentido tiene la ciencia sin su aplicación a la existencia humana? En mis viajes por Oriente he adquirido cierta sabiduría sobre el aspecto sensual de la naturaleza humana, lo que ha transformado y enriquecido mis estudios científicos, haciendo que mi objetivo hoy en día sea que nuestra reprimida sociedad se libere de manera urgente de las restricciones impuestas por la decencia y la mojigatería, para garantizar la salud y el bienestar. ¿No cree usted que se trata de una importación mucho más grande y necesaria para este país que el té, el azúcar o las piñas? Los textos sagrados del este, junto con los destruidos clásicos de Grecia y Roma, destrozados por traducciones pésimas y ediciones expurgadas, u obras más recientes, como el
Decamerón:
éstas son obras fascinantes, liberadoras, y no se trata de una imposibilidad semántica, sino de lo que necesita Inglaterra. Nuestra literatura es casta y achacosa. —En este punto se inclinó hacia mí de forma conspirativa y bajó el tono de voz—: ¿Acaso las encuadernaciones de su esposo no eran terriblemente castas? ¿Acaso no es él mismo un mojigato?
—¿Castas, sir Jocelyn?
—Conozco el trabajo de su esposo. No es culpa suya; él, como todos los demás, sólo seguía la tradición que exalta lo inefablemente apagado, lo increíblemente aburrido, lo tediosamente moralista. Pero usted... sus encuadernaciones son tan sensuales, tan excitantes, tan llenas de vigor como... bueno... como usted, señora Damage.
Grité sin querer, y de inmediato empecé a sobreactuar mirando la muñeca de Lucinda.
—¿Cómo vas a llamarla, Lucinda? —pregunté, esperando que no me temblase la voz.
—Mossie —respondió.
—Mossie. Qué adorable.
Era un hombre peligroso, y por lo visto yo no era inmune a sus encantos. Debía de haber cientos de mujeres enamoradas de él, demasiados dandis imitando el estilo de sus levitas, el ángulo de sus sombreros y sus cuellos a la moda. Y mientras yo estudiaba las posibilidades de que su forma de llevar el cuello de la camisa se hiciera en popular, era lo bastante sensible para saber que incluso mi nuevo rango de maestra encuadernadora no justificaba la manera en que se dirigía a mí, y me sentía tan aplastada por cuestiones de clase social, edad y educación, que tomé la determinación de mantener la cabeza decididamente fría durante las negociaciones con ese granuja.
Fue una decisión acertada, ya que cuando vio que había bajado la guardia, sir Jocelyn pasó sin ambages al propósito de su visita:
—Respecto de Lucinda... —Volví a subir la guardia en el acto—. A riesgo de parecer indiscreto, señora Damage, ¿es cierto que su hija sufre de epilepsia?
Mis sentidos se pusieron en estado de alarma, y busqué a Lucinda en el mismo instante en que ella me buscó a mí. Jack dejó las herramientas sobre la mesa.
—¿Usted disculpe?
—¿Tiene convulsiones? ¿Está enferma? No se preocupe, no quise alarmarla. Aplaudo su deseo de excluir a las autoridades, no soy un abogado de las instituciones. Algunos incluso me definirían como radical, y quizá tengan razón, pero puedo afirmar sin problemas que no todos los doctores pretenden encerrar a la gente enferma. ¿Me permite hacerle unas preguntas a su hija?
Aunque los ojos de Lucinda reflejaban terror, el aristócrata se arrodilló para quedar a su misma altura. Igual de cautivador para la hija que para la madre, era amable y provocador, y rápidamente consiguió que Lucinda se riera con él. Sir Jocelyn le sonrió, y Lucinda le devolvió la sonrisa. Muy a mi pesar, en cierto sentido disminuyó mi aversión por los doctores.
—Verás, Lucinda, una ranita vino hasta mi ventana la otra noche y me dijo que su amiga Lucinda se vuelve algo extraña de vez en cuando. ¿Es cierto?
—¡Una rana! —exclamó Lucinda riendo entre dientes.
Luego asintió.
—La rana no pudo decirme qué le sucede a su amiga cuando se siente así. ¿Tú podrías explicármelo?
—Sí. Me siento rara.
—Rara... ¿Algo más?
—Y siento que debo recostarme.
—Recostarte. ¿Y lo haces?
—A veces.
—¿Algo más? ¿Te duele la cabeza?
—Sí, y también los ojos, porque a veces es como si hubiera muchas velas parpadeando, pero no están allí de verdad, porque nosotros nunca tenemos tantas velas, y a veces cuando me siento enferma, al despertarme tengo como una niebla dentro, pero luego ya estoy mejor.
Sir Jocelyn la escuchaba atentamente, siempre de rodillas frente a ella. Sostuvo en alto un dedo:
—¿Ves mi dedo? Quisiera que lo soples como si fuera una vela, pero sin intentar apagarla. Debes soplar despacio, como si quisieras que la llama de la vela se acostase. Respira profundamente y concéntrate en no alzar los hombros. Ahora sopla, e intenta que la llama se acueste. —Lucinda obedeció—. Muy bien, Lucinda. Eres una niña muy buena —le dijo, acariciándole el pelo—. Cuando te sientas rara, quiero que le pidas a tu mamá que levante un dedo y que tú soples la vela. Ahora, mira esto. Este artilugio extraño se llama calibre. Es como la pinza de un cangrejo. —Le mostró cómo se abría y cerraba—. Pero es un cangrejo muy amable, y nunca le haría daño a una niñita. Puede que te haga cosquillas, pero es tu amigo.
Lucinda dejó que le midiese la cabeza, y después sir Jocelyn le palpó el cráneo por todos lados, mientras tomaba notas en un pequeño cuadernillo gastado que necesitaba una nueva encuadernación. Le examinó la boca, los oídos y los ojos, le rodeó el cráneo con un metro, al igual que el cuello y el pecho. Escuchó su respiración y probó sus reflejos.
—¿Puedes ayudarme, Lucinda? —preguntó, mientras abría su gran bolsa negra—. ¿Ves todas estas ampollas? Contienen diferentes píldoras y polvos. ¡Hay muchas! Pero nosotros buscamos una en particular: tiene una tapa marrón, con un trozo de cuerda atado. ¿La ves?
—¡Aquí! ¡Aquí está! ¿La cojo? —exclamó Lucinda alegremente.
—Si eres tan amable. Buena chica. —Sir Jocelyn quitó la tapa y volcó casi todo el contenido en un gran trozo de papel—. Esto es algo casi mágico. ¿A ti te gusta la magia?
Lucinda asintió, mientras él le volcaba el resto de la ampolla en la mano.
—¿Sabes contar hasta veinte?
—Sí. Uno, dos...
—Excelente. Debes contar veinte granos como éste. Puedes disolverlos en agua, si quieres, o comerlos directamente de la mano.
—¿Y qué me harán?
—Nada. Nada en absoluto. Ésa es su magia, Lucinda: tienen un efecto preventivo. Seguirás sintiéndote rara, como siempre, pero te encontrarás mejor, y menos cansada. Aunque no lo notarás, a menos que recuerdes cómo te sentías antes. —Dobló el papel y se lo pasó a Lucinda—. Dale esto a tu madre para que te lo guarde en un lugar seguro.
—Gracias, Lou —le dije cuando me entregó el papel—. ¿De qué se trata? —pregunté a sir Jocelyn.
Pero algo extraño le sucedía. A pesar de su cuerpo atlético, estaba haciendo un gran esfuerzo por levantarse desde su posición en cuclillas. Se cogió de un costado del banco e hizo una mueca como las que hacía Peter al realizar cualquier movimiento. Se puso una mano en las costillas y presionó con fuerza al ponerse de pie.
—Me atacaron en el Kalahari —dijo sin aliento, a modo de explicación—. Una lanza me alcanzó en las costillas y me quedaron secuelas en el músculo intercostal.
Parecía estar buscando algo entre su ropa. Primero pensé que intentaba sacar su reloj del bolsillo, pero entonces el chaleco se levantó con un movimiento de sus brazos y vi que estaba tirando de su reluciente camisa blanca, que salió limpiamente de debajo de sus pantalones. Horrorizada, distinguí su camiseta de lana, y que estaba desabotonándola a media altura.
—¡Sir Jocelyn! —exclamé—. ¡No...!
Apreté a Lucinda contra mí sin soltar el papel con los granos, y hundí su rostro en mi falda para que no fuese testigo de lo que se desvelaba ante nuestros ojos. Jack se acercó a nosotros, aunque tampoco sabía cómo reaccionar.
Y sir Jocelyn continuó, como si se tratase de una práctica común en círculos médicos, científicos, epilépticos o lo que fuese, y al cabo de unos instantes ya había abierto su camiseta, exponiendo su ombligo ante mi vista, la piel bronceada y cubierta de vello. Me tapé el rostro con la mano que no sostenía a Lucinda y lancé un quejido.
—Señora Damage, ¿la estoy poniendo nerviosa? Venga, concédase una mirada.
—¡Pero mi honor, sir Jocelyn!
—¿Su honor, buena señora? ¡Su honor no se verá comprometido por una mirada! Vamos, señora Damage. Dora, si me lo permite. Dora, puede mirar sin perder la virtud. Usted posee una mirada escrutadora que oculta su sabiduría interior. Mire, se lo suplico, y me comprenderá mejor.
No aparté la mano de mis ojos, pero entreabrí los dedos y volví la cabeza hacia él. Bajé la mirada, algo oscurecida por la «uve» que formaban mis dedos, pero seguí apretando a Lucinda contra mi falda. Allí donde sus dedos levantaban la tela de su camiseta, vi una forma azulada algo borrosa, como los rayos de una rueda alrededor de su ombligo.