La encuadernadora de libros prohibidos (17 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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Al fin, justo antes de las cinco, Jack entró en el taller con la nariz tan roja como su cabello, una mancha húmeda en el abrigo y un gran paquete envuelto en papel de embalaje en los brazos.

—¡Mírate! ¡Estás completamente ebrio! —le regañé, y le azoté el trasero con un paño de cocina.

—Y usted es adorable, señora Damage.

—¿Dónde has estado?

—En la taberna.

—Eso ya lo veo. ¿Qué has bebido?

—¿Por qué? ¿Piensa ofrecerme un poco más?

—No. Pero dime qué sucedió, y habla más bajo o vas a despertar al patrón.

Le cogí el paquete de las manos y lo puse sobre la mesa. Parecían ser más manuscritos.

—Estaba encantado, señora Damage, encantado. No creerá lo que me dio. Esto —dijo, y abrió el puño para mostrar unas monedas plateadas y cobrizas—. No, no es esto. Bueno, sí es, o era: ¡me dio una maldita corona, señora Damage!

—¿Una corona? ¿Te dio una corona?

—Sí, señora, y yo le dije: «¿Tengo que llevarle esto a la señora Damage?», y él me dijo: «No, Jack, muchacho, esto es para ti. Es tu propina, chaval». Me llamó chaval.

Apenas podía contener el deseo de arrancarle las monedas de la mano. La injusticia de la situación me hizo hervir la sangre: mi niña se moría de hambre mientras Jack se emborrachaba por ahí con las propinas de mi empleador.

—Y esto es para usted, me dijo.

Jack sostenía un sobre marrón frente a mi rostro. Lo cogí y hurgué dentro: había una libra. Era más de lo que le había pagado a Skinner.

—¡Vaya! —silbó Jack—. ¡Una de las gordas! Venga, señora Damage, deje de babear y abra el paquete.

Rompí el sello y saqué varios manuscritos cortos y una carta del señor Diprose.

Estimada señora Damage,

Aquí encontrará doce manuscritos que no le exigirán mucho tipo de lectura. Sus méritos literarios son escasos, pertenecen al subgrupo de
face-tiae
conocido como
galanterie,
y no son más que simples ejemplos de ese género. A pesar de su vulgaridad, quisiera que los vistiese con sutil elegancia, como quien hace de una bailarina una verdadera dama. En la contratapa de cada libro debe figurar el blasón de
Les Sauvages Nobles.
Debajo de cada blasón deberán figurar los siguientes
noms de plumes,
en el orden en que están apilados los manuscritos:


Nocturuns


Labor Bene


P. cinis It.


Monachus


Vesica Quartus


Beneficium Flumen


Praemium Vir


Clementia


R. Equitavit


Osmundanus


Clericus


Scalp-domus

Sinceramente suyo,

Charles Diprose

Decidí ignorar la sugerencia de Diprose de no leer los textos, ya que consideraba importante poder destilar la esencia del libro en la encuadernación. Pero Diprose tenía razón en cuanto a su mérito: eran novelitas rosas carentes de estilo, personajes bien definidos y argumento, y no pude pasar de la tercera.

La primera tenía descripciones bastante elaboradas de la pasión marital, y los protagonistas preferían hacerlo
en plein air,
como diría Diprose.

La segunda me hizo sonrojar aún más, ya que la actividad, a pesar de realizarse dentro de casa, no estaba avalada por el matrimonio, y era descrita con menos moderación.

Cuando llegué a la tercera, ya deseaba haber tomado más seriamente la sugerencia de Diprose. No tenía idea de cómo vestir tantos cuerpos desnudos en la encuadernación del libro.

Terminé inclinándome por el lenguaje de las flores. En el centro de cada portada, diseñé una corona de hojas de hiedra, como símbolo de amor marital y fidelidad. Estas pobres almas necesitaban toda la ayuda posible. Pensé que era una curiosa coincidencia que yo viviese en Ivy Street
[5]
. Dentro de cada guirnalda de hiedra estampé un ramo de flores diferentes, acorde a los requerimientos de la historia.

En el primer manuscrito, helechos, para protegerse de la intemperie.

En el segundo, caléndulas, para dar salud y vigor a los protagonistas, que claramente los necesitaban.

En el tercero, tártagos, para representar la persistencia, la virtud destacada de la historia.

Y Dios proteja mi ingenuidad, ya que estaba convencida de que el lector podría deleitarse al descubrir, en las coronas de hiedra, que cada tres hojas, una era un corazón.

8

Cuando era muy joven y estaba en la escuela,

hacía mis tareas antes de la cena;

ahora soy viejo y no puedo andar

incluso de noche debo trabajar.

—¡Estás descuidando la casa! —me gritó Peter desde lo alto de las escaleras cuando llegó un nuevo paquete al taller.

El contenido parecía en principio inofensivo: un evangelio apócrifo; una letanía; un
Paraíso perdido
y un
Paraíso recuperado;
una
Aeropagitica;
dos reimpresiones de Michael Drayton,
Nymphidia
y
El Elíseo de las musas; Culto, símbolos y atributos de Venus,
de Felix Lajard, publicado en París en 1837 y necesitado de una reencuadernación; un minutario de la Compañía de Baños Turcos; varias recopilaciones de correspondencia; dos libros de visitas; dos libros de contabilidad en blanco; doce cuadernos negros; y finalmente, varios tratados de antropología, medicina y anatomía. La mayoría debía presentar el blasón de
Les Sauvages Nobles,
sobre todo los cuadernos, donde debería constar en la tapa, y no en la contratapa.

—¿Hueles eso? —preguntó Peter, arrastrándose por el taller mientras yo leía la carta de Diprose—. Es un pájaro enfermo que ensucia su propio nido. No has limpiado el taller como corresponde desde hace días, y la casa huele a grasa quemada.

Yo sabía que tendría que frotar bien y fregar con algo más que vinagre, pero de momento era el último de mis problemas. Si los encargos que llegaban al taller de Encuadernaciones Damage eran sólo la mitad de lo que había deseado, pensé, mis expectativas iniciales debían de haber sido realmente excesivas. Y Diprose me recordaba en su carta que lady Knightley insistía en su deseo de conocerme.

Pero Peter tenía razón. A pesar de que mantenía las ventanas del taller escrupulosamente pulcras para ayudar a nuestros ojos cansados por el trabajo, no había limpiado las de la casa desde enero, por lo que el ambiente estaba más en penumbra que nunca. Una gruesa capa de mugre lo cubría todo, y yo era consciente de que realizaba las tareas de la casa (lavar la ropa, cocinar, fregar las cacerolas, limpiar la chimenea, llenar los cubos de carbón) de forma cada vez más descuidada. Raramente me quedaba tiempo por la noche para remendar nuestra ropa, por lo que los vestidos de Lucinda y mis delantales estaban repletos de agujeros. Por fortuna, Peter sólo se cambiaba de pijamas de tarde en tarde, cuando alguna de las mezclas milagrosas del doctor Chisholm se derramaba en su pecho. Los días de colada, en que me levantaba a las cuatro de la madrugada para calentar el agua, se espaciaban cada vez más, así que a diario me ocupaba solamente de las manchas en la ropa más sucia, poniéndolas en remojo, frotándolas durante la pausa de la mañana, enjuagándolas en algún momento de la tarde y dejándolas secar frente al fuego por la noche. A la mañana siguiente la ropa siempre estaba manchada de hollín y polvo de la chimenea, las lámparas de aceite y las velas, pero al menos estaban más limpias que si las hubiese colgado en el patio.

Peter también tenía razón respecto a que las tareas de la casa eran interminables y circulares, pero se equivocaba al afirmar que correspondían más al temperamento femenino. En todo caso, no se correspondían con el mío. Siempre me encontraba deseando ansiosamente comenzar el trabajo en el taller, a pesar de la presión de las tareas hogareñas, ya que en la encuadernación obtenía resultados, objetos que podía sostener en mis manos y de los cuales podía sentirme orgullosa. No le veía mucho sentido a encontrar placer en la limpieza del umbral o la preparación de un pudín de ciruelas: ambas cosas desaparecerían en minutos, junto con la prueba de mi esfuerzo.

Aquella mañana las quejas de Peter sólo conseguían hacerme sentir encerrada en una jaula. Para evitar enfrentarme a la enorme carga de trabajo y a la ira de Peter, decidí visitar a lady Knightley en Berkeley Square.

Puse a calentar un poco de arena, sacudí y limpié una vez más mi vestido de flores y me concentré en parecer algo más presentable. No era fácil, pensé, hasta que empecé a peinarme frente al espejo. ¿Eran mis ojos cansados que me traicionaban, o mis canas habían desaparecido? Me veía más joven, parecida a la muchacha que recordaba de años atrás. ¿Acaso este nuevo régimen de vida me hacía florecer? Lamentablemente, no eran mis ojos, sino el cepillo de pelo y el espejo sucio quienes me traicionaban. Llevaba semanas sin limpiarlos: mugriento por la suciedad de mis cabellos cada vez que me peinaba, me ennegrecía el pelo con cada cepillado. Sonreí ante mi propia vanidad; hoy iba a conocer a una verdadera dama.

Volví a la cocina, puse la arena caliente en una bolsa de algodón, la llevé a la habitación donde Peter estaba recostado y la coloqué a sus pies, en la cama.

—¿Adónde vas? —me preguntó.

—A ver a una dama por unos libros.

—Necesito que te ocupes de mí.

—Volveré pronto. ¿Qué necesitas?

—Concentrado de carne.

—Cuando vuelva compraré un poco de jugo de carne en la tienda de Sam Battye —dije.

Sabía de antemano que mentiría y le diría que no había, aunque no porque no pudiésemos permitírnoslo. Al volver le prepararía un arruruz, o unas tostadas.

Caminé con prisa desde la parte más sucia de la ciudad hasta la más agradable. No podía estar demasiado tiempo lejos de Lucinda, ni de mis encuadernaciones.

Esta vez no fue Goodchild quien abrió la puerta flanqueada por los árboles esféricos, sino una mujer pequeña y rechoncha que parecía haber caído por accidente en una de nuestras prensas, que le había arrugado la cara y ensanchado el cuerpo antes de que algún mecánico se diera cuenta y la sacase de allí. Era una pequeña columna de pliegos horizontales: su frente sobresalía por encima de sus cejas, la nariz sobre el mentón, el mentón sobre el cuello, y los pechos sobre el vientre, un poco como los viejos edificios de estilo Tudor que había en Holywell Street o junto al río.

—He venido a ver a lady Knightley.

—¿Tarjeta?

—No tengo tarjeta.

—¿Nombre?

—Soy la señora Damage.

Me cerró la puerta en la cara y oí cómo corría el pestillo. Me quedé observando un momento los finos herrajes de latón de la puerta negra, antes de volverme hacia Berkeley Square, con sus enormes árboles y su césped recién cortado, donde no crecían malas hierbas. Cuando me volví de nuevo, la puerta seguía cerrada, así que comencé a bajar las escaleras. La tarde estaba perdida, pero al menos podría decirle a Diprose que lo había intentado. Crucé la calle y me detuve al borde de la hierba. Me puse en cuclillas y extendí la mano para tocarla. Me sentí como si estuviese cometiendo un delito.

—¡Señora Damage!

Retiré rápidamente la mano y me puse de pie de un salto, como si me hubiera picado una abeja, pero no me volví.

—¡Señora Damage! ¿Qué hace? —era otra vez la criada, llamándome desde lo alto de las escaleras de los Knightley.

Con la cabeza gacha, me apresuré a cruzar la calle para no tener que explicarme a gritos. He tocado el césped. Lo siento tanto. Usted verá, en Lambeth no tenemos ese césped.

Pero antes de que pudiese hablar, la mujer volvió a dirigirse a mí:

—La llevo a ver a lady Knightley.

Subí corriendo las escaleras, temiendo que me cerrase de nuevo la puerta en la cara, entré apresurada en el salón, y otra vez me desconcertó la estatua del muchacho negro, ante quien agaché la cabeza como disculpándome antes de seguir a la criada al primer piso. Atravesamos el lujoso y alfombrado pasillo, pasamos por delante de la guarida de sir Jocelyn y nos detuvimos delante de otra puerta.

La criada la abrió, pero sin tiempo de hacerme pasar, se precipitó al interior, diciendo algo parecido a: «Déjeme ayudarla, señora». La puerta se cerró frente a mí, pero esta vez quedó entreabierta. ¿Debía empujarla con los dedos para mostrar mi presencia, o esperar hasta que alguien la abriese de nuevo? Me quedé mirando el haz de luz que se escapaba por la rendija. Escuché unos jadeos mientras la criada acomodaba unos cojines, luego una dama suspiró y oí cómo le servían una bebida.

—¿Dónde está la muchacha? —preguntó la voz que suspiraba.

Unos pasos se acercaron a la puerta. Por la expresión de la criada al abrirla, comprendí que debí haberla seguido cuando ella había entrado. Una mujer menos educada que yo hubiese pensado en un gracias, aunque fuese sólo para susurrárselo al pasar.

La mujer, recostada en una tumbona color malva, tenía todo el encanto y la sensibilidad que le faltaba a su criada, pero eso se debía a que ella era la dama, no la sirvienta.

—Gracias, Buncie —dijo para despedir a la criada, y se volvió hacia mí—. ¡La pequeña encuadernadora! —exclamó—. Venga, siéntese aquí, junto a mí. ¡Déjeme verla!

Pero era ella a quien yo quería ver, preferentemente sin ser vista, así como a su gloriosa habitación. Era un paraíso de feminidad y dulzura; ella no era el único tesoro de la habitación. Todo era sedoso, brillante, delicado y suave: chales con flecos, engalanados con rosas y peonías, adornaban los respaldos de las sillas y algunas de las mesas; la repisa de la chimenea estaba cubierta por una delicada tela con borlas rosas y verdes, algunas tan largas que temía que se prendiesen fuego. El sonido del canto de los pájaros era tal que nunca lo hubiese imaginado posible en Londres, incluso más fuerte que cuando había estado en Berkeley Square, y los cuencos con flores secas emanaban un aroma tan intenso que todas las telas de la habitación parecían recién lavadas con agua de rosas. Estaba tentada de acariciarlo todo, pero nada más pensar en ello, la habitación entera pareció chillar: «¡No con esas manos mugrientas!», así que tragué saliva y seguí observando.

Las paredes estaban tapizadas de un delicado color azul. Las molduras doradas entre los paneles brillaban como si fuesen de oro puro. Los capullos que estampaban la cretona parecían estar a punto de florecer en cualquier momento, y las flores daban la sensación de poder cortarse del sofá para ponerlas en un florero. Del techo colgaban tres enormes candelabros de cristal, más limpios de lo que jamás lo estarían mis corrientes lámparas de gas. Frente a las ventanas había enormes asientos que permitían disfrutar de unas vistas que parecían cuadros: árboles y un cielo tan azul que no podía ser el mismo que había visto en Berkeley Square, y que definitivamente no era el que cubría nuestras cabezas en Lambeth. En este lugar todo destilaba pureza, exuberancia y paz.

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