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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

La encuadernadora de libros prohibidos (7 page)

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—No, no, no, guapa. Creo que no me has entendido. Vamos por aquí, es más confortable que la calle y... —bajó el tono de voz— más acogedor.

Sus ojos amarillos se clavaron en los míos, y acercó tanto su rostro que podía distinguir la cera de su bigote. Debajo, su boca seca se deformaba en una malvada sonrisa.

—Entonces, ¿qué eliges, cerdita traviesa?

Y mientras hablaba, las nubes de vapor que formaban sus palabras flotaban entre nosotros, como si yo debiese leer en ellas la verdadera elección que me planteaba:

—¿Qué prefieres, el hospicio o el prostíbulo?

3

A mi bebé y a mí

nos cocinaban en la empanada,

la masa estaba caliente.

Como no debíamos nada

al panadero por la empanada,

trepamos fuera del recipiente.

Mentiría si dijese que no reflexioné sobre su propuesta. Antes solía preguntarme cuán peligrosa debía volverse la vida para que una mujer eligiese el mal camino, y ahora ya lo sabía. Porque lo que devolvió la fuerza a mis piernas no fue la palabra prostíbulo, sino hospicio, así que me precipité a la calle, detrás un autobús que avanzaba dando tumbos, y crucé al otro lado. El tráfico no era denso, pero suficiente para crear una barrera móvil entre nosotros que impidió que aquel hombre me siguiera. Se quedó de pie al otro lado de la calle, gritándome a través del ruido de los coches:

—¿Así que mi dinero no es lo bastante bueno para ti? ¡Te espera el hospicio, mujerzuela! ¡El hospicio, perra desagradecida!

Sin embargo, lo que yo temía era que su dinero sí fuese bueno. Me pregunté cuánto me costaría dejar que ese hombre me llevase a su cama grasienta y abrir las piernas para él. Pensé en ello durante todo el camino hacia Ivy Street, a través de Granby Street, un lugar conocido por las señoritas que allí se ofrecían. No entré en Ivy Street, ni en Granby Street, por supuesto, sino que continué andando, hacia las barriadas junto al río. No, todavía no pensaba en ejercer aquel oficio. Pero sabía que no nos quedaba carbón en el sótano, ni leña con la que encender el fuego, así que merodeé por las calles sombrías donde los edificios se inclinaban tanto hacia el centro de la calle que casi se tocaban encima de mi cabeza. Me topé con una mujer con el rostro enrojecido, de pie en el marco de una puerta. Tenía los ojos hundidos y fríos como el hielo, y superando mi vergüenza le supliqué que me diera un poco de leña. Por la cantidad de gente que había en su casa, supe que era una de esas personas que, en esta época del año, agradecían tener que vivir con otras quince en una habitación, ya que así al menos se calentaban los unos a los otros.

Pensé que quizás ella permitía a veces que los hombres la tomasen a cambio de dinero. No quería juzgarla como prostituta, sino preguntarle a alguien que supiera cómo era, cuánto cobrar, cómo no odiarlo, cómo no odiar a los hombres, cómo no odiarse a sí misma...

Me miró de arriba abajo sin decir palabra y entró en la casa. Quizás había leído mi mente y la había ofendido. Le escuché gritar algo a un niño. Tenía acento irlandés. El muchacho corrió fuera de la casa y pasó a mi lado con los pies descalzos, y sus piernas grises bajo los harapos eran como las de un muerto. Me di la vuelta para irme, pero la mujer me gruñó, y en su gruñido había algo que me indicaba que me quedase. El niño pronto regresó, con un par de ramas gruesas y algunos trozos de carbón. Me los dio, mirándome fijamente con sus ojos negros sin alma. Hubo una época en la que no hubiera tocado a un desdichado como aquél ni con guantes para el fuego. Así fue como descubrí que a veces son los más miserables quienes ayudan a los que se encuentran en su misma situación.

Volví cargando mis regalos a casa y abrí la puerta, con la intención de encender el fuego para calentar el ambiente antes de traer a Lucinda. En la oscuridad distinguí una forma sobre la alfombra, frente a la estufa apagada. Oía un jadeo, puntuado por unos chillidos que parecían los de esos monos que bailan junto a un órgano.

—¿Quién hay aquí? —pregunté con cuidado.

Mantuve la puerta abierta con el pie a pesar del frío, por si tenía que salir corriendo. La forma calló, y finalmente comenzó a gemir y llorar, y por el tono de su voz supe que se trataba de Peter. Cerré la puerta, dejé caer mis pequeños fardos y me arrojé a la alfombra junto a él, apoyando mi mano en su espalda. Peter se estremeció y se acurrucó contra una esquina como un animal perseguido, balbuceando. Distinguí algunas palabras en su discurso incoherente.

—Ah... ah... la... ah...

Le seguí hasta la esquina y me acurruqué a su lado, asegurándome de estar a menor altura que él y le miré a los ojos, sonriendo para darle ánimos.

—La... la...

Busqué sus manos para sostenerlas a la altura del pecho, como en una plegaria de comunicación, pero en cuanto lo toqué, retrocedió chillando de dolor. Pude sentir brevemente la hinchazón de sus dedos, y me asustó pensar dónde habría estado. Sin duda, no en un lugar menos húmedo que nuestra casa.

—¿Dónde has estado, mi amor? Dímelo...

—La... La... ca...

—¿La carta? ¿La carroza? —intenté.

—La... ca, ca... —continuó—. La casa...

—¡La casa! —repetí.

Peter asintió, pero después negó con la cabeza, lo que me confundió aún más. ¿Acaso quería descansar un poco? ¿Saber qué había pasado en su casa? Su rostro parecía negro en la penumbra. Me moví un poco para permitir que la luz de las farolas de la calle le iluminase la cara, y vi que tenía rasguños, hinchazones y manchas de sangre seca y fresca.

—Voy a buscar una toalla —le dije suavemente, pero protestó y siguió repitiendo
casa,
así que me quedé junto a él, intentando descifrar sus palabras.

Finalmente suspiró con fuerza y dejó caer el mentón contra el pecho. Siguió sin revelar nada, así que lo acomodé en el sillón Windsor y fui a la cocina. Preparé el fuego y volví al salón para encender la chimenea, subí a la habitación en busca de una toalla y regresé a la cocina para hervir un poco de agua.

Finalmente, le limpié el rostro lo mejor que pude mientras él parpadeaba y gruñía, y le apliqué un poco de ungüento.

—Toma, amor, bebe un poco de té. Luego me lo contarás todo.

Le serví una taza y la coloqué entre sus manos malheridas, y después fui a casa de Agatha Marrow en busca de Lucinda.

Lucinda dormía en una tumbona entre pilas de ropa limpia. La cogí en brazos y me preparé para partir. Agatha no dijo ni una palabra, pero puso un paquete de papel contra el vientre de Lucinda y nos sostuvo la puerta mientras salíamos. De vuelta en casa, acosté a Lucinda en su cama y sentí la tibieza de su vestido en donde había estado el paquete. Dentro había cuatro bollos de queso y perejil. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no ponerme a llorar y devorarlos allí mismo, y bajé las escaleras para ofrecérselos a Peter, que aún se debatía con la taza de té para llevársela a los labios. Partí uno de los bollos en pequeños trozos y fui metiéndolos en su boca reseca, intentando que las migas derrochadas sobre su camisa no me distrajesen. Contuve el hambre hasta que terminó su bollo y entonces me lancé sobre el mío, y al terminarlo pasé el dedo húmedo por el papel para recuperar hasta la última migaja. Incluso pensé en recuperar las migas de la camisa de Peter. Envolví los dos bollos restantes en un paño y los guardé en el aparador para el desayuno de Lucinda. Me sentía extraña por haber recibido aquellas limosnas, pero la alegría recorrió mi cuerpo hasta la punta de mis pies congelados.

—Me atraparon —murmuró finalmente Peter con la boca llena—. En la casa para deudores. Blades y el viejo Skinner me metieron allí dentro. Skinner me lo quitó todo. Consiguió una orden de arresto a cambio de un chelín y me arrojó en la casa para deudores. Blades también.

Oía a Lucinda en el piso de arriba revolviéndose en la cama.

—Yo sólo me comprometí por veinticinco libras. Pero en el documento dice cincuenta. Tiene mi firma. Y habíamos acordado cinco por ciento, no... no...

—¿ Cuánto ? —me atreví a preguntar.

—Treinta por ciento —mintió.

—Esos tipos te cobran lo que quieren —dije como paralizada—. Sesenta —quería gritar—. ¡Lo he visto, Peter, sesenta!

Peter no dijo más. No quedaba nada de su voz, no quedaba nada de él. Parecía Paul Dombey, el personaje de Dickens.

—¿Cuánto tiempo tenemos? —pregunté al fin.

—Una semana.

—¿Vendrán los alguaciles?

—Si la señora Eeles no nos embarga antes. ¿Podremos impedir que pasen los días?

Estas palabras, en boca del respetable Peter Damage, eran una triste prueba de cuán bajo había caído.

—No es necesario, Peter —dije negando con la cabeza—. Ya me he ocupado de ello. El alquiler de los próximos dos meses está pagado, mi amor. No te preocupes.

—¿Cómo?

Me miró sorprendido.

—Te lo contaré más tarde.

Aquella noche no logré dormir, a pesar del terrible día que había pasado. Me sentía débil y hambrienta, desesperada por comer más. Mi cuerpo no descansaba, y mi sueño era nervioso. En mis pesadillas, los espectros de mi hija, mi esposo y mi padre flotaban alrededor del lecho de muerte de mi madre, pero yo no sabía quién estaba vivo y quién muerto, ya que todos aparecían cenicientos a causa del horror y la privación, y todos me pedían a gritos que los salvase.

Mi madre, Georgina Damage, murió el 14 de septiembre de 1854, doce días después de enfermar de cólera. Se debilitó muy rápidamente, y la vida se le escapaba cada vez que usaba el orinal. Todo en ella estaba seco: la piel, escamosa al contacto; la boca, ajada no sólo en los bordes sino dentro, en el paladar, en la lengua. No importaba cuánta agua bebiese, nada calmaba su sed. Pronto ya no pudo ni tragar agua; tampoco vertía lágrimas, aunque sabía que se estaba muriendo, y a veces su rostro se contraía, como si llorase en seco. Los doctores dijeron que le diésemos mucha sal, para mantener el agua en sus tejidos, pero ya era demasiado tarde, y me daba la sensación de embalsamarla con tanta sal era pecado. El olor a pescado del cólera inundaba la casa y las calles alrededor de la bomba de agua contaminada de Broad Street. Incluso ahora, cuando paso junto a los puestos de los pescaderos, recuerdo los días terribles de muerte en nuestra pequeña casa al norte del río. Sin todo aquello, nunca hubiéramos dejado Hastings en busca del centro del comercio de libros.

Mi madre me pedía que le pasase una esponja húmeda por el rostro, y que se la dejase en los labios para chuparla. Pero estaba demasiado débil, y el agua se deslizaba por sus labios y humedecía su barbilla. Aunque yo ya tenía diecinueve años y me preparaba para ser madre, no estaba lista para perderla, a pesar de que hay millones de miserables en el mundo que pierden a sus madres siendo apenas recién nacidos o niños. Le limpié el mentón y el cuello, y por su palidez supe que estaba a punto de dejarnos, y que ya no podía reconocerme. Abrió muchos los ojos por última vez y me miró, sin llorar. El doctor me había dicho que no podría llorar, aunque quisiese. Murió así, con los ojos abiertos. Los tenía tan secos que tardé veinte minutos en cerrarle los párpados, utilizando mis propias lágrimas como lubricante. Su cuerpo no estaba frío como el mármol, como suele decirse. Parecía más bien madera petrificada, de lo reseca que tenía la piel. Mientras la lavaba para vestirla, mis lágrimas caían sobre su cuerpo y se mezclaban con el agua, y era tan grande mi pena que casi no tuve que utilizar el cubo. Pero las lágrimas no servían de nada, y nada podían hacer por su cuerpo reseco, y me sentí tan avergonzada de mis excesos de llanto que nunca más volví a llorar.

A la mañana siguiente, con los miembros entumecidos, quité las cenizas de la estufa para encender un nuevo fuego y puse agua en el hervidor. Mientras preparaba el desayuno, pasé las manos por la mesa, los respaldos de las sillas, el piano. Pronto llamarían a la puerta y nos quedaríamos estoicamente de pie, renunciando a todas nuestras pertenencias frente a los alguaciles, o los cobradores, para luego ser abandonados en nuestra casa vacía. ¿Dónde dormiría Lucinda, y cómo haría Peter para tomar el desayuno?

Sin embargo, era una sensación extraña, que se mezclaba con una cierta idea de libertad, como si los muebles fuesen algo fastidioso, y que al llevárselos nos quitaran un peso de encima. En ese momento supe lo que debía hacer. Quizá la respuesta siempre había estado dentro de mí, pero tuve que liberarme de mis ataduras antes de poder comprenderla.

Así que otra vez aquella mañana las puntas de mis botas fueron dentro y fuera, dentro y fuera de mi falda, aunque esta vez el dobladillo estaba bordado con un listón verde aún en buen estado que contrastaba con las flores opacas del cambray. Era mi vestido de novia, y el único que había sobrevivido a Huggitty, ya que sabía que alguna vez debería parecer decente, y que además combinaba con una gorra que me protegía un poco de la lluvia. Había dejado una nota sobre la mesa, asegurándole a Peter que no tardaría mucho, pero sin revelar mi destino. Con un poco de suerte, Lucinda aún no se habría despertado a mi regreso.

Pagué medio penique y volví a atravesar el puente de Waterloo. Todavía estaba oscuro. No miré los pantanos de Lambeth, sino que mantuve la vista clavada en mis botas de cuero, dentro y fuera de mi vestido verde. Era un color que infundía esperanza, fresco y primaveral. Me sentía pura.

De vez en cuando lanzaba una mirada hacia los barcos de vapor que pasaban silbando bajo el puente, repletos de empleados en dirección a los muelles de Essex Street, o Blackfriars Bridge, o al embarcadero de St. Paul's, o al muelle de Old Shades, junto al puente de Londres, donde el barco se iría liberando de su cargamento de seres con trajes oscuros. Sentía el aire grasiento en mi piel: el aliento de Londres.

Los faroleros hacían la ronda con sus escaleras, cerrando las llaves de paso de cada farola, y las calles ya estaban repletas de mercaderes, criadas y empleados, todos envueltos en gruesos abrigos. Entre ellos había algunas mujeres: sirvientas que avanzaban en parejas, esposas trotando al lado de sus esposos mercaderes y damas cubiertas con sus velos seguidas por sus sirvientas. Todos iban de dos en dos, y yo me sentí en evidencia estando sola. Todo el mundo me observaba impunemente, sobre todo los hombres. Las mujeres son expertas en miradas veladas. ¿Por qué los hombres miraban tan directamente? ¿Acaso iba demasiado arreglada, o no lo bastante elegante? ¿Parecía una sirvienta que había escapado de su empleadora, o una prostituta? Sin compañía, me convertía en una mujer pública, un término reservado para aquellas mujeres que caminaban con coquetería, que parecían siempre apuradas e iban un poco demasiado arregladas, para ser vistas y significar el precio que había que pagar por ellas. Hubiera querido un acompañante a quien poder coger del brazo y liberarme de la curiosidad de los pasantes, volverme invisible.

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