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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

La encuadernadora de libros prohibidos (35 page)

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—Entonces no te preocupa que yo no te considere respetable. ¿Acaso no te miro yo también?

Se hizo un silencio tangible, como el intervalo entre una campanada y otra cuando el reloj da la hora. Si las palabras eran sólo vestidos sobre nuestro verdadero ser, el silencio era desnudez, y yo estaba temblando. Pero no me atreví a permitir que su mirada me calentase, aunque sabía que así sería. Era capaz de avivar fuegos incontrolables en mi interior y consumirme en su calor. No. ¿Cómo se atrevía a contemplarme? ¿Cómo se atrevía a ponerme en ridículo, a burlarse de mí, a jugar conmigo, a desvestirme? Yo era su patrona. Él era mi esclavo.

Puesto que Din era incapaz de decirme adónde iba, lo que tenía que hacer era seguirle. Así lo sabría y podría someterlo. Ahora pienso que eso era lo que yo más quería entonces: tener poder sobre él. Porque sobre los extraños sentimientos que me provocaba, yo no tenía dominio alguno.

Tenía tiempo para llevar a cabo mi plan, vista la escasez de encargos provenientes de Holywell Street. No obstante, necesitaba cierta organización, por lo que salí a Ivy Street y, preparando la persecución de Din, llamé a la puerta de la señora Eeles. Abrió rápidamente, pero su desilusión fue evidente al descubrir que se trataba de la prostituta de Ivy Street. Al verme, se escondió por completo detrás de la puerta, aunque no la cerró, como para indicarme que continuase.

—Señora Eeles —dije al vacío—, le pido perdón por tener que abordarla con un asunto tan sensible, pero me he enterado de que ha muerto un conocido de mi esposo...

No había imaginado que resistiría tan poco. Asomó la cabeza por la abertura de la puerta para mostrarme cómo fruncía el ceño de preocupación.

—Pobre muchacha... ¿Le conocía bien?

—Bastante bien, sí. Aunque no vengo a solicitar su piedad. Es su viuda quien me preocupa. Ella y sus dieciocho hijos.

—¡Dieciocho! —Ahora hizo aparecer su mano levantada hacia el cielo—. ¡El Señor da, y sin embargo también quita! ¡Que Él bendiga a los pobres niños!

—El funeral es el viernes, y...

—¿Necesita ropa adecuada?

—Lamentablemente, sí. Necesito un manto, y el velo que le di a cambio de la renta el pasado diciembre. Será sólo por una noche, a partir de las cinco de la tarde del viernes. Se lo devolveré limpio cuando regrese.

Vi que calculaba las horas en su mente, y esperé que considerase que no valía la pena enviar a Billy para que me siguiera. No sabía dónde podría perderle de camino a las curtidurías.

Entró en su casa un momento y me dejó frente a la puerta. No necesitaba volverme para saber que toda Ivy Street me estaba observando. Al fin, su mano asomó por la puerta, sosteniendo un bulto negro de crespón y lana. Lo cogí e hice una reverencia, aunque ella no podía verme.

—Le estoy muy agradecida, señora Eeles. Gracias, de verdad.

—Y aquí tiene unos guantes —dijo por sorpresa, ofreciéndome con la otra mano un par de coquetos guantes negros.

Esperaba que apareciese una tercera mano con un camafeo de azabache, y una cuarta con unas cintas, pero me conformaba con lo que tenía, así que regresé al taller.

Las horas que pasé junto a Din en la encuadernadora aquel viernes fueron extremadamente tensas. Temblaba sin cesar ante la idea de lo que me proponía hacer aquella noche, pensando en cómo me justificaría de ser descubierta. Pero la realidad era que mis temblores se debían a otra cosa: comenzaba a sospechar que mis deseos de tocarlo no tenían nada que ver con la curiosidad, sino con una compulsión surgida de lo más profundo de mí y que amenazaba con guiar mis manos sin intermediación de mi cerebro. Cada vez que le alcanzaba un pliego o cualquier objeto, todo lo que podía hacer era cerrar con fuerza los puños al soltarlo, como si quisiera golpear el aire en lugar de sentir el contacto de la punta de sus dedos.

Mientras luchaba conmigo misma en el trabajo, intentaba convencerme de que eso eran extrañas fantasías producto de nuestras diferencias innatas e irreconciliables. La literatura de la que me proveía Diprose sostenía que los hombres de color desean a las mujeres blancas porque representan todo lo que no pueden poseer. El argumento inverso implicaría que yo sólo le deseaba porque era negro. Lady Knightley y sus damas eran suficiente prueba de ello. No, los libros no me eran de ayuda en este caso. El único libro que mostraba el deseo de las mujeres blancas por un negro era
El turco lujurioso,
pero en este caso se trataba de un turco, no africano, y además dey, y tan prodigiosamente dotado que, al parecer, ninguna mujer iniciada a la sexualidad de forma brutal mediante tal herramienta podía resistirse, una vez que el dolor se transformaba en placer. Por lo tanto, de poco me servía como guía. En ningún lado encontraría un libro que me ayudase: este tema no era de los más habituales en los anaqueles de las bibliotecas públicas. «Ilusiones del amor, Dora —me dije—. Un deseo injustificable, Dora.»

Delante de todos, anuncié a Jack que saldría más temprano de la encuadernadora, que él debería cerrar y que esperaba que se marchase a la hora convenida. A las cinco menos cuarto entré en casa y me puse el largo manto negro, el velo y los guantes de la señora Eeles. Me calcé las botas y comprobé que su calamitoso estado era más evidente que nunca: los dedos de mis pies estaban completamente a la vista, y la suela gastada no era más gruesa que un papel de periódico. Entonces cogí deprisa las botas marrones de debajo de la cama, intentando persuadirme de que era mejor tambalearme en tacones que congelarme los pies. Ajusté bien los lazos y me despedí de Pansy y Lucinda, sin dejar de escuchar qué sucedía detrás de la puerta, en la encuadernadora. Pude sentir la sombra de Din cuando pasó junto a la casa al marcharse.

No veía al fisgón de Billy por ningún lado, y cuando llegué al puente de Waterloo ya sabía que nadie me estaba siguiendo, lo que me permitió concentrarme en ir detrás de Din a una distancia prudente y estar atenta a la dirección que tomábamos, ya que estaba claro que no era la de las curtidurías. Además, el tiempo comenzaba a preocuparme: el crespón y el agua no se llevan bien: el tejido elástico y apretado se arrugaría bajo la lluvia y el velo quedaría completamente arruinado, al igual que mis planes y el placer de la señora Eeles.

Pero había otra cosa que me inquietaba: eran incontables las veces que había cruzado este puente observando las puntas de mis botas asomando y desapareciendo bajo el dobladillo de mi falda, deseando tener unas botas nuevas que mantuvieran mis pies secos y cálidos. Ahora por fin las tenía, y su eficiente taconeo gratificaba mi espíritu tanto como lastimaba mis pies, que pronto estuvieron en carne viva.

Al llegar al Strand, Din levantó el brazo para parar un autobús con un cartel que indicaba «BOW y STRATFORD», así que aceleré el paso para poder subir antes de que partiese. Temía no llevar el importe exacto en mi bolsa y llamar la atención al pagar. También me preguntaba dónde me sentaría: con este manto, no en el piso de arriba, pero si me sentaba dentro corría el riesgo de encontrarme cara a cara con el hombre al que estaba siguiendo.

No pude oír lo que Din dijo al conductor cuando pagó, pero al pasar el torniquete le vi subir al piso de arriba a grandes pasos, con lo que podría instalarme cómodamente dentro.

—Lo mismo que él —susurré al conductor ofreciéndole un chelín.

—¿Qué dice? —gritó.

—Lo mismo que él —repetí—. Bajo en el mismo lugar que aquel hombre.

—¿El negro? —gritó.

—Sí —siseé—. Por favor, rápido.

Cuando por fin cogió mi moneda, avancé entre las rodillas de oficinistas con sombreros de bombín que regresaban a sus casas para sentarme en un lugar desde donde pudiera ver el movimiento de las piernas de Din por entre los tablones del techo. En cuanto se pusiese de pie, yo lo sabría.

Los otros pasajeros me observaban como si fuera una carterista, pero luego recordé que siempre miraban así a las mujeres que llevaban velo. La imposibilidad de verles los ojos les hacía creer que ellas tampoco veían los suyos. Les perdoné su insolencia. Después de todo, no había mucho más que ver en aquella gris tarde de viernes que los extraños con quienes se comparte un espacio más pequeño que el trastero de mi casa. La niebla no permitía ver casi nada, salvo las formas que aparecían bajo el reflejo amarillento de las lámparas de gas, por lo que pasé el trayecto con un ojo vigilando a Din y el otro a posibles ladronzuelos. Unos oficinistas bajaban, otros montaban.

Por fin, las piernas de Din se enderezaron. Se había puesto de pie, y era mi señal para abandonar el autobús.

—Disculpe, disculpe —iba diciendo—. Usted perdone...

Cuando llegué frente a los frágiles peldaños, aunque el autobús todavía estaba en movimiento, tuve que saltar para no perder el equilibrio, pero aterricé sobre un tacón desacostumbradamente alto, y un poste de luz salvó mi caída. ¿Dónde estaba Din? Lo reconocí justo antes de que doblase por una esquina, y me apresuré tras él. Ni siquiera pensaba en la insensatez de correr por los adoquines con un manto largo y botas elegantes, a lo largo de calles donde lo mejor con lo que podía tropezarme era la basura. El disfraz era eficiente porque no se parecía a ninguna de las prendas que solía llevar, pero también atraía las miradas.

Le perdí de vista una o dos veces en las zonas oscuras entre una farola y otra, pero siempre oía su silbido, y cuando no era eso, eran dos mujeres de brazos cruzados frente a algún comercio que gritaban «¡Lávate la boca, tío Tom!» las que me permitían ponerme a la par de su zancada, que nunca disminuía. Un golfillo fue tras él un momento cantando «Negro, negro, macaco», luego desvió su atención hacia un perrito y se dedicó a atormentarlo. A veces alguien le saludaba con un gesto, y algunos con más confianza.

—¡Dandi Din! —le dijo un negro más viejo con barba gris, dándole una palmada en la espalda.

Nunca antes había visto tantas personas diferentes: había más negros, más indios, más orientales y muchas más mujeres que en cualquiera de los lugares que conocía.

Entonces Din avanzó por una calle empedrada que se bifurcaba frente a una taberna. Le observé desaparecer por las escaleras que descendían frente a la puerta principal. No podía seguirle sola. Estaba petrificada, y de repente llamaba la atención.

Intenté pretender que esperaba a alguien. Ajusté el manto sobre mis hombros, sintiendo el frío. Todavía no podía volver a casa, no sin haber descubierto algo. No estaba segura de que acusarle de ir a una taberna fuese suficiente.

Pero cuando comenzaba a ponerme nerviosa, la cabeza de Din apareció por la abertura de las escaleras.

—¿Viene o no, mujé? —Salió de las escaleras y caminó hacia mí con los brazos abiertos—. ¿Ha venido hasta aquí para perde'se la fiesta? No puedo dejar a una dama sola.

—¿Cómo demonios supiste que era yo?

—La reconocería en cualquier lado por su manera de andá, incluso con esas ridículas botas.

Me cogió firmemente del brazo y yo me encogí ante su contacto, pero luego me relajé al sentir la tibieza y la solidez de sus dedos, reconfortantes como un vaso de leche tibia con brandy.

—¿Dónde estamos?

—En Whitechapel —respondió—. Venga dentro.

—¿Puedo?

—No es bueno, no. Estuve a punto de encararme con usted todo el viaje, pero ya no estoy enfadado. Es usted muy incauta; si la dejara aquí ahora, estaría mue'ta a mi regreso.

Bajamos las empinadas escaleras de madera, Din me cogía del brazo por encima del codo y yo me sostenía las faldas con las dos manos. Entramos en un sótano.

—Lo mejor será que se deje el velo puesto —susurró.

En la habitación había unas diez personas. La mayoría, aunque no todos, eran del mismo color que mi escolta. Dos pertenecían al sexo débil, aunque no sabía si era una definición correcta para dos mujeres cuya piel era más oscura que la de Din. Sin duda, sir Jocelyn tendría algo que decir al respecto. Din me encontró una silla para mí entre las sombras del fondo de la habitación, donde me dejó antes de alejarse. Saludó con un gesto a algunos de los presentes, palmeó con calidez los hombros de otros y cruzó algunas frases con otros tantos. A veces, cuando hablaba con alguien, hacía un gesto en mi dirección y su interlocutor me observaba asintiendo.

Estaba mucho más nerviosa que cuando le seguía en la calle. A pesar del frío, tenía las manos húmedas bajo los guantes, igual que las axilas. Nadie parecía prestarme demasiada atención, pero una de las mujeres sostenía un bebé en el regazo, y el niño no dejaba de mirarme. Me alegraba de haberme puesto el velo, y me preguntaba si Din me protegería en caso de que alguien exigiera que me quitase el disfraz. Esperaba el momento en que comenzarían las peleas.

—Bueno, volvamos a nuestros asuntos —dijo un hombre alto con sombrero rojo, refiriéndose a la interrupción que provocó nuestra llegada.

Rápidamente comenzó la discusión, y la atmósfera de la habitación era tan seria como la de un funeral. La mayoría de lo que se decía se me escapaba por completo. Se citaban aquí y allá nombres de lugares y personas. Algunos los había oído antes, otros me eran totalmente extraños. Alguien mencionó a Freddie: Freddie Douglass. Harpers Ferry. John Brown. La conversación subió de tono. Hubo gritos y puñetazos en las mesas. Pero esto no era el deporte de los broncos curtidores. ¿De qué se trataba? ¿Alguna hermandad diabólica? ¿Una secta satánica?

—Carolina del Sur va a separarse. Tenemos que atacar allí.

—Nuestros hombres están en Misisipi —dijo un hombre blanco, pequeño y desaliñado—. Toda nuestra gente está allí. Carolina del Sur no es una buena idea, es imposible.

—Carolina del Sur es el lugar adecuado. Nuestro hombre es Barnwell Rhett, no Davis. Sería un error perdernos aquello.

—Sería un error intentarlo. Misisipi también se sublevará, créeme. Apoyamos a Davis.

—Él dice que no lo hará. Se opone por principios.

La mitad de los presentes se abatió sobre el orador.

—¿Y en la práctica, idiota?

—Pero ¿podéis creerlo?

—Tú mira levantarse a Misisipi. Mira y espera.

La discusión no amainó cuando el patrón trajo una bandeja con cervezas que distribuyó entre los invitados. Algunos cogieron sus vasos con un saludo y una sonrisa que él les devolvía. El hombre del sombrero rojo le ignoró, y a las cervezas también. El patrón se quedó un momento escuchando la discusión y luego salió, aparentemente indiferente, o acostumbrado, a la tensión en aumento. Habría pelea, de eso estaba segura.

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