La encuadernadora de libros prohibidos (30 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—Dora, Dora... ¡Es una pena que casos como éste casi ya no vayan a juicio!

—¿Y para qué quiere ir a juicio? ¿No tiene suficiente con esto?

—Puede que sí, puede que no. ¡Pero los juicios son un deporte tan divertido! Según lo establece la ley, cada uno de los objetos obscenos debe ser clasificado y descrito, y leído al igual que la lista de acusaciones. Primer objeto: un falo de arcilla, de estilo pompeyano. Segundo objeto: daguerrotipo de mujer desnuda en la cama con un caballo. Objeto tres: ilustración de Hiperión follándose un sátiro por el culo. Realmente, escuchar esas palabras en el tribunal, en boca de un representante de la ley, alegra el corazón de cualquier
obsceniteur.
¿No es ésa la cuestión? ¿No hemos triunfado, entonces?

—¿Triunfado, señor Pizzy?

—Sí, triunfado, señora Damage. Y por favor, llámeme Bennett. ¿Acaso cree que hacemos esto por dinero? ¡Es nuestra cruzada moral! Mi padre la inició. Era un verdadero radical, participó en la Conspiración de Cato Street. Sospecharon de él, pero no pudieron probar nada. Un hombre astuto. Era uno de tantos editores radicales de Holywell Street. Todos librepensadores.
Splendore veritatis gaudet ecclesia!
Publicaban panfletos sobre política, religión y sexualidad, y construyeron esto —movió la mano abarcando la habitación— sólo para satirizar a la aristocracia y a la Iglesia. Y recolectar fondos para seguir publicando, por supuesto. Ahora, míreme a mí. El viejo bloque aristocrático se ha derrumbado en lo que concierne a la política, pero no hay esperanza alguna de una revolución cercana. Mi desafío es contra la terrible Ley de lord Campbell, quien estoy seguro podría mostrarle un par de cosas indecentes. La causa radical que defiendo es la distribución de la obscenidad entre las clases trabajadoras.

—¿Las clases trabajadoras, señor Pizzy? —pregunté—. ¡El señor Diprose me paga más por una encuadernación que lo que ganaba mi esposo en una semana! Y le aseguro que si un trabajador se topara por casualidad con tres guineas, no vendría aquí para gastárselas.

—Lamentablemente, Dora, porque yo prefiero llamarla Dora, usted está en lo cierto, pero la situación es temporal, hasta que haya ganado lo suficiente para financiar mis proyectos radicales. El mundo en el que nos encontramos usted y yo no sólo es extremadamente lucrativo, sino que provee de forraje a mis ambiciones. Piense en la hipocresía: ¡estos caballeros llevan a sus familias a los jardines de Cremorne los sábados durante el día, a sus amantes, hombres o mujeres, por la noche, y pasan el resto de la semana legislando contra el vicio de Cremorne! —Buscó una carpeta bajo las tablas del suelo—. Mire.

Me mostró un fajo de panfletos y manuscritos sin encuadernar, del color amarillo de las novelas sensacionalistas, menos chillón y fuerte por el aspecto, pero no, como descubriría, por el contenido. Me concentré en las historias. Encontré a los personajes que ya me eran familiares, aunque con otros nombres; el honorable Filthy Lucre, lord Havalot Fuckalot, lady Termagent Flaybum, el conde de Casticunt, la condesa de Birchini. Cogí uno que se llamaba
Razones humildemente expuestas para justificar la castración de los eclesiásticos papistas
y volví a dejarlo sobre la mesa.

—¿No es la clave para la salud de la nación? En este punto es donde coincidimos sir Jocelyn y yo, en la libre discusión y la práctica sin trabas de la sexualidad.

—¿Pero sir Jocelyn no pertenece a la clase que usted quiere derrocar?

—Tiene razón. Pero él es un caso especial. Es más hombre del pueblo de lo que aparenta. ¿No desearía una sala de fumar como la suya?

—Señor Pizzy... —empecé, pues quería hacerle una pregunta.

—Me encanta como dice usted mi nombre, Dora. Algunos me llaman Pitzy, a la italiana. Otros, Pissy, lo mejor que pueden. En cambio, usted lo dice con un zumbido que me marea, y así me siento también cuando contemplo sus encantos. Pero por favor, llámeme Bennett.

—Señor Pizzy...

—¿Sí, Dora?

—¿Realmente van a destruir la mercancía?

—Sí.

—¿Había alguno de mis trabajos?

—No, y eso puedo asegurarlo. Su trabajo pasa directamente de Diprose a los Nobles Salvajes, no se guarda en el local.

—¿Entonces me lo pagarán?

—Por supuesto. Los fondos tampoco son los mismos.

—Hace tiempo que no me pagan.

—Me encargaré de solucionarlo. Pero no debe venir más aquí. No es seguro. Yo, u otro de los hombres de Charles, iremos a dejar y recoger los encargos a Lambeth. Seguramente disfrutaré el paseo. Sin duda, Jocelyn tenía razón al llamarla zorra. Ahora estoy seguro de que usted es de buena cuna, pero, aun así, una verdadera mujer.

—Discúlpeme, por favor, señor Pizzy. —Me puse de pie y susurré al oído de Bernie—: Necesito aliviarme.

—Aleluya —respondió—. Pensábamos que era demasiado pura para mear.

—No puede utilizar la letrina —ordenó el señor Pizzy—. Como dije, nadie sale de aquí.

—¿Entonces dónde puedo ir?

—Hay un orinal en la antesala —dijo señalando un trastero en lo alto de la escalera.

Pasé con cuidado junto a las rodillas de Pizzy. Sentí que sus dedos rozaban mis piernas, y luego su pulgar subió y presionó mi muslo. Le di un pisotón en los dedos del pie procurando causar todo el daño posible con mi tacón gastado. Al fin habría encontrado un buen uso para las botas marrones que no podía ponerme, si las hubiera traído conmigo. No me volví para mirarle.

Desde lo alto de las escaleras, antes de entrar en el trastero, vi que la atención de Pizzy ahora se concentraba en Bernie, y nadie más me veía desde la sala de la imprenta. Ni siquiera lo pensé, y bajé corriendo las escaleras hacia la habitación trasera que daba al callejón. La silla en la que había estado sentada estaba caída. La de Diprose había sido utilizada para alcanzar un armario elevado. La mayoría de las fotografías del catálogo ya no estaban allí, pero aún quedaban algunas, repartidas por el suelo, desfiguradas por las pisadas y la mugre.

Alec Trotter dormía contra la puerta que daba al callejón. Sentí lástima por aquel muchacho, que a la mañana siguiente tendría todo el cuerpo dolorido. Entré en el local e intenté abrir la puerta de Holywell Street, pero estaba cerrada.

Volví a la habitación trasera y traté de llegar al cerrojo sin tocar el cuerpo de Alec, pero no lo conseguí. Entonces vi que la puerta estaba cerrada y la llave brillaba entre los dedos de la mano sobre la que Alec estaba recostado. Podía tocarla, pero necesitaba que sus dedos la soltaran. En ese momento, el muchacho se despertó. Estaba a punto de gritar cuando lo atrapé y le hice señas de que se callase.

—¿Quién es? —exclamó aterrorizado—. ¡Estamos armados!

—Soy yo —respondí—. Dora Damage.

—No puede salir —dijo—. No está autorizada.

—Debes dejarme. Es urgente, tengo que irme.

—No puede. Nos traerá problemas a todos. Lo dijo mi mamá, así que no.

—Te daré dos chelines. Nadie sabrá que fuiste tú. Mira, romperé esta ventana y podrás decir que eran ladrones. O polis.

Le mostré las monedas al muchacho, y él las sopesó en su mente. Luego bajó la vista a la llave que tenía en la mano.

—No puedo —respondió.

Coloqué primero una moneda y luego la otra sobre su palma abierta, pero en ese momento oímos maldiciones y cuchicheos procedentes de la habitación de arriba, luego se acercó luz danzante de las velas y las lámparas de aceite. Le arrebaté al niño la llave y la apreté dentro de mi puño.

—¡Oiga! —gritó Alec—. ¡Devuélvame eso!

Pizzy fue el primero en llegar. Ya no sonreía. Sea lo que fuere que pensaba hacer conmigo, seguramente lo haría lleno de ira.

Pero Pizzy redirigió su furia: antes de que yo recibiese lo que me estaba destinado, Alec Trotter fue atrapado por la oreja y los fuertes dedos de Pizzy.

—¡Oiga! —comencé a gritar y a intentar llegar hasta el muchacho.

Pero otra mano apareció con gran velocidad para abofetearme en la mejilla. Herida, me volví para lanzar mi ira contra el señor Pizzy, pero me encontré frente a la señora Trotter, con el rostro enrojecido y preparada para atestar un nuevo golpe.

—Siéntese, Dora, y quédese tranquila —dijo Pizzy, enderezando la silla que yacía a sus pies.

Obedecí, sin dejar de mirar a la señora Trotter ni de frotarme la mejilla.

—Tome esto —dijo Bernie con un destello de ternura, y me entregó una taza de té humeante.

Pasó una manta alrededor de mis hombros y puso la tetera sobre la mesa. Acomodó la silla de Diprose junto a mí y nos quedamos así, bebiendo y sirviéndonos más té de vez en cuando, pero sin hablar. Yo no quería siquiera mirar a mi alrededor. No iba a llorar.

Al cabo de un rato, sentí una corriente de aire frío y escuché a Pizzy, que sostenía abierta la puerta del callejón.

—Venga, Dora, su carruaje la está esperando.

—Váyase ya —dijo la señora Trotter—. Ya va siendo hora. —Avancé por el callejón intentando envolverme con el chal, y ella volvió a gritarme—: ¡Y deje de causar problemas a la pobre gente que no puede hacer nada!

Al fin era libre. Salir de ese horrible edificio era una bendición. Pero pronto me encontré frente a nuevos peligros, con la cabeza gacha y navegando por los callejones en dirección al Strand. Giré en una dirección, luego en la otra, pero la oscuridad me rodeaba por completo y pronto me desorienté. Recordé el fantasma de Holywell Street y empecé a acariciar el brazalete de cabellos de mi madre como si fuera un talismán y a hablar para mis adentros como una loca. Acompañada por mi imaginación, comencé a asustarme y a sentir pánico. Tropecé con una manta que se movió emanando un hedor ácido. Una mano surgió de ella y me cogió del tobillo mientras intentaba alejarme. Tropecé y pataleé hasta liberar la pierna de aquella garra huesuda, con la furia de una madre separada de su hijo, y luego corrí lo más rápido que pude. Cuando finalmente salí de aquel laberinto y me reencontré con la luz amarilla de la calle principal, se apoderaron de mí nuevos temores: los de una mujer sola en medio de la noche, bajo las lámparas de gas, en las calles de Londres.

Bajo la luz estaba haciendo el ridículo; en las zonas oscuras entre una farola y otra, me sentía a merced de terrores invisibles. Unos marineros que pasaban se detuvieron a conversar con unos hombres de sombreros altos que me lanzaron una mirada. No sabía si era más seguro caminar bajo la luz o entre las sombras.

Un taxi solitario esperaba en la calle, justo a la entrada del callejón. Sin duda, ya me había visto bajo las lámparas. Apresuré el paso hacia el oeste a través de la luz de las lámparas de gas. Pero el taxi se puso a mi lado, y continuó avanzando a mi paso antes de detenerse frente a mí. El conductor bajó de su asiento y aterrizó directamente frente a mí.

Cuando me cogió por el codo, me puse a gritar.

—Por aquí, señora Damage —dijo bruscamente—. ¿O Pizzy no le avisó?

No podía liberar mi brazo debido a su fuerte presión, y nadie vino en mi ayuda. Me metió dentro del taxi. Intenté quedarme junto a la puerta para saltar en cuanto pudiera, pero por la noche el tráfico no era tan lento como a mediodía, y la velocidad a la que avanzaba me envió contra mi asiento. Mientras avanzábamos por Knightsbridge recé para que se cruzara alguna oveja proveniente de Hyde Park, pero el camino estaba despejado. Cuando doblamos hacia Wiltonplace y redujimos la marcha hasta detenernos en Belgrave Square, ya era demasiado tarde.

El conductor me hizo descender del carruaje, rodeándome la cintura con su mano áspera. Quería abofetearlo debido a su insolencia, pero la mansión a la que me había traído me intimidó por completo y no pude hacer nada.

Dentro, un mayordomo me acompañó por una elegante escalera adornada con retratos graves hasta una habitación color verde botella. Era un espacio grande aunque sin muchos muebles; no olía a humo, ni traicionaba la opulencia de su dueño. Era un lugar reservado, de estudio: los pocos muebles estaban perfectamente ordenados, como en la habitación de un militar en los cuarteles cercanos. En un costado había un escritorio sencillo, una biblioteca con una selección de libros y un sofá de cuero marrón bajo la ventana. Las únicas manchas de la habitación eran las de tinta, alrededor del tintero sobre el escritorio y en una hoja de papel a medio escribir. No tenía idea de qué hora de la noche o de la mañana era.

Una puerta se abrió en algún lado de la casa, y pude distinguir el murmullo de voces femeninas y una risa de barítono. En ese momento se abrió la puerta de la habitación y el mayordomo anunció:

—Lord Glidewell.

Labor Bene
(ya que se trataba sin duda de él, Valentine, lord Glidewell) me sonrió con calidez y me dio la mano a guisa de saludo. Era un hombre pequeño, sin rasgos particulares; llevaba un batín acolchado de color rojo carmesí, con un cinturón trenzado negro alrededor de la cintura, y un vaso de oporto en la mano.

—Señora Damage... Sir Jocelyn se reunirá en breve con nosotros. Hoy cenaremos juntos. Dígame, señora Damage, ¿a usted le gustan las aves? —No me esperaba tanta amabilidad, vista la forma poco convencional en la que había sido convocada—. Detrás de mí se encuentran algunos de los mejores libros de ornitología que existen. También me fascinan los reptiles y los insectos, cuanto más raros mejor. Como ve, mis intereses son similares a los de sir Jocelyn, pero en mi caso se trata de un mero pasatiempo, sin contar con la gran ventaja de que no se trata de seres humanos, y por lo tanto, son incapaces de responder.

Me forcé a sonreír, ya que supuse que era eso lo que esperaba de mí.

—¿Quiere sentarse mientras aguardamos?

Me acomodé en un borde del sofá y pregunté:

—¿Podría decirme qué hago aquí, lord Glidewell?

—¿Por qué, querida mía? Tenemos unas cuentas que arreglar, ¿no es así? Me han comentado acerca su inapropiada conducta hoy respecto de nuestros asuntos. —Su cortesía y educación eran intachables, pero la calma con la que expresaba su descontento hizo que todos los músculos de mi cuerpo se tensaran—. Poner nuestra empresa en peligro de una manera tan imprudente sólo sirve para probar cuán negligentes hemos sido al no mantenernos al día en nuestros pagos por sus servicios.

Su tono de voz era tan líquido que temí resbalarme en él. Debía tener cuidado con lo que decía.

—Lord Glidewell, mis recelos no son de origen pecuniario.

—Entonces son escozores morales. Señora, a todos nos pica. Simplemente, algunos de nosotros sabemos rascarnos.

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