La encuadernadora de libros prohibidos (26 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—¿ Quién te compró ?

—El amo Lucas. Era originario de Virginia. A mi papá lo compró un tejano que, por la pinta, debía de ser ganadero.

—¿Os separaron?

—Sí. Parece sorprendida. No quisiera incomodarla, seño'a, pero roban los bebés a las madres. Yo al menos ya había crecido.

Por su tono de voz comprendí que no debía mostrar lástima.

—¿Lo volviste a ver?

—No.

—¿Entonces cómo sabes que está muerto?

Nunca había hecho tantas preguntas a un hombre, pero su constante sinceridad me envalentonaba.

—Me lo dijo mi mamá.

—¿Entonces volviste a ver a tu madre?

Hizo una pausa y miró el suelo con un silencioso resoplido. Ya estaba harto de mí y de mis preguntas. Hubiera querido poder borrarlas todas, pero todavía me quedaban tantas por hacer... ¿Cómo volvió a ver a su madre? ¿Qué sucedió con sus hermanos? ¿No había leyes contra lo que le había sucedido? ¿La policía no podría haberle ayudado? Si lo habían raptado y vendido contra la ley, ¿por qué no podía demandar a sus captores y ganar su libertad?

Pero en realidad no había respuestas, sino simplemente el peso de la historia contra el cual este hombre nada podía. Seguimos sentados frente a frente, en silencio, un momento, escuchando el sonido del martillo de Jack, que brindaba sosiego y confianza al taller.

Y entonces oímos un grito que venía de casa, y una vez más pensé que Lucinda estaba en peligro, lo que no se correspondía mucho con la realidad que vivíamos desde hacía un tiempo. Se trataba, por supuesto, de Peter que, recostado en su silla y con los ojos vidriosos, emitía curiosos sonidos por la garganta. Parecía que se estuviese muriendo: le toqué la frente y golpeé suavemente las mejillas, pero sus signos vitales eran buenos, y su pulso era vigoroso. Aunque no estaba cerca de la muerte, era como si se hubiese perdido en un valle de sombras, y no parecía disfrutar de la escena.

—Está aquí —balbuceó, y un largo hilo de saliva que olía a láudano le bajó por la comisura de los labios hasta el pecho.

—¿En serio?

—Ella está aquí.

—¿De verdad? ¿Y a qué se parece hoy?

—T-t-tiene la p-p-p-p-piel ve-verde.

—¿Es un vampiro? ¿Una vampiresa?

Peter asintió.

—M-me está chu-chupando el a-a-alma por la... la...

—¿La...?

—¡P-p-por la b-bo-boca!

—Es el opio, amor. Hace que te sientas peor. —Le hablé lentamente y con dulzura, como a un niño—. Te alivia el dolor, pero trae a estas mujeres amenazadoras. Tienes que decidir qué prefieres.

—¡No! ¡No! ¡Basta!

Peter entrecerró los ojos frente al horror, como si lo forzasen. Pero no importaba lo terrorífica que fuera su alucinación hoy, nada le impediría tomar láudano mañana, y cuanto más a menudo mejor.

En los años anteriores a la llegada de Din, habría estado de acuerdo con el cardenal Manning y otros en considerar la adicción al opio una forma de esclavitud. ¿Pero acaso el más considerado de los caballeros hubiese dicho lo mismo de haber conocido a alguien como Din? ¿O si hubiese sabido que el mismo William Wilberforce
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era adicto al derivado de la amapola? ¿O que, a diferencia del azúcar, las amapolas eran cultivadas por personas que ganaban un salario y vivían en condiciones mucho mejores que las de los que vivían encadenados en las plantaciones, granjas y haciendas americanas?

—¿Han vuelto aquellos hombres? —preguntó Peter babeando.

—No, amor, no han vuelto —respondí sin estar segura de quiénes estaba hablando.

Peter abrió mucho los ojos, luego los entrecerró y se puso a murmurar.

—Dandis indolentes... baños turcos... degeneración... Imperio británico... igual que el Imperio romano... mira el Imperio otomano... prostitución... lascivia... vicio...

Y entonces supe a qué hombres se refería, y supe que él sabía, y no pude decir nada más, sólo dejarlo despotricando, en un discurso bastante vehemente para alguien que flotaba en una nube de láudano.

Me daba lástima. Su virilidad se mantenía intacta, y no podía más que observar mientras su esposa se ganaba muy bien la vida con su negocio, trabajando con materiales a los que no creía que ella debiese estar expuesta y de los cuales no podía protegerla, lo cual aumentaba su fracaso como hombre. Se había convertido en un perrito faldero, en un pusilánime, pero no era culpa suya.

Golpeé el cristal de la ventana para llamar la atención de Lucinda, que jugaba en la calle, y la saludé con la mano. Luego volví al taller y a Din, y me sorprendió verlo cortando las páginas de los
Amores
de Ovidio bajo la supervisión de Jack.

—Con cuidado, con cuidado —grité—. ¡No cortes los márgenes! ¡Si no tienes cuidado, vas a transformar el cuarto en un octavo!

Sin decir palabra, Din retiró el libro de la guillotina y me lo entregó para que lo verificase. La ilustración estaba casi perfecta con relación al lomo y a la cabezada. Pasé el dedo por donde había sido cortado el papel y lo sostuve contra la luz. Din era bueno.

—Son piezas históricas. El papel tiene cien años. —Debí haberme detenido, pero no pude contenerme—. ¿Cómo quedarán estos bordes cuando desaparezca la decoloración del tiempo? Hay que manejar los libros viejos con cuidado.

Le devolví el libro a Din, y por el rabillo del ojo pude distinguir la sonrisa de Jack. Sin duda, estaba recordando cuando Peter le preguntó si hacía una colección de márgenes, o se había enfadado con el autor del libro, puesto que estaba derrochando papel con la guillotina. Jack se convirtió en un experto después de eso, pero dudo que se sintiese tocado por los misterios de la guillotina. A mí la guillotina todavía me intimidaba; Din lo había hecho muy bien, y ahora me mostraba, lleno de orgullo, con qué fluidez se abrían las páginas.

Traté de encontrar algunas palabras de aliento para anular mi diatriba, pero sólo conseguí asentir en silencio y observar a Din mientras abría y cerraba el libro. Entonces se me ocurrió que estaba husmeando en el libro, como buscando algo. La situación era ligeramente cómica, pero no iba a reír después de lo que me había contado antes. Mientras esperaba a que terminase, vi por primera vez una marca en su antebrazo que asomaba por debajo de la camisa arremangada. Era una palabra, escrita en las mismas líneas borrosas y oscuras que el tatuaje de sir Jocelyn. Ponía «LUCA».

—Listo —exclamó de repente.

Se aclaró la garganta y luego dijo algo que no comprendí. Me pregunté si no estaría hablando en una lengua africana que hubiese aprendido de su familia, un idioma que quizás hablaba en su casa.

—¿Qué has dicho? —pregunté, y él lo repitió, pero yo seguía sin comprender—. Déjame ver —le dije extendiendo la mano hacia el libro.

Din me lo dio, y yo busqué en la página donde estaba la cita, pero no la encontré. Su dedo recorrió el papel hasta mostrarme lo que estaba buscando.

—¿Sabes leer? —pregunté, tan sorprendida que no me di cuenta de lo ruda que había sido.

—¿Usted quiere decir si sé lee latín? —me corrigió.

—¿Sabes?

—Sí, seño'a —respondió, inmune a mi insolencia—. No puedo ser hijo de un predicador y no saber leer.

Intenté concentrarme en el lugar que señalaba su dedo y lentamente leí en voz alta:

—«Sufrir y endurecerse: lo bueno surge de esta pena, al igual que el líquido amargo trae alivio al que enferma.» Pero esto no es latín, Din, es la traducción de Christopher Marlowe.

—Yo prefiero el original. Marlowe estaba atrapado por la rima. Ovidio dice que debemos resistir, ya que de alguna manera nuestro dolor será benéfico.

—Dilo otra vez, Din —solicité, completamente confundida.


Perfer et obdura: dolor hic tibi proderit olim.

—¿Y tu traducción?

—Sufre y resiste, porque algún día tu dolor te será beneficioso.

—Algún día tu dolor te será beneficioso —repetí, azorada. Me quedé mirando un largo rato la página del libro, antes de cerrarlo y dárselo a Jack para que lo colocara en la prensa. No sabía qué más decir. Me volví en silencio y lentamente hacia Din y pregunté—: ¿Fue tu padre quien te enseñó?

—No, seño'a. Mi mamá.

—Tu madre.

Nos quedamos en silencio hasta que no pude contenerme más.

—¿Cuándo volviste a verla, Din?

—Esperaba que se animase a preguntar. —Sonrió con amabilidad—. Vosotras las mujere'... Mi mamá hizo lo que haría cualquier madre: esperó a que sus hijos tuvieran la edad de cuida'se solos y vino al sur a buscarnos. No fue muy buena idea, pero no puedo culparla. No encontró a papá. Oyó decir que había mue'to. Aunque a mí sí me encontró.

—Debió de ser extraordinario.

—Extrao'dinario. Sí, seño'a. Y no, seño'a. Ella me encontró, y el amo Lucas la encontró a ella, y dijo que como estaba en su propiedad, se uniría al resto de su triste familia. Trabajó en los campos hasta que cayó mue'ta. Entonces me escapé. Había estado planeando huir desde que llegué. Ayudé a muchos a ir hasta el tren, pero no podía irme y dejar a mamá allí, y ella estaba demasiado débil para segui'me. De todos modos, ayudé a un montón de gente a escaparse.

—¿Cómo los ayudabas?

—Leyendo, y escribiendo. Escribí cientos de cartas, pases y documentos que decían cosas que nadie podía demostrar. Por eso me llamaban Din.

—¿Din? No lo entiendo...

—Devoto, inteligente y negro.

Aunque sonreía, no sabía si hablaba en serio o en broma.

—¿De verdad es por eso? —comencé a preguntar, pero no tenía importancia comparado con lo que me estaba contando.

—Y yo me iba a escapá cuando mi mamá se murió, entonces el amo Lucas lo supo y me llevaba a todas partes encadenado y rodeado de perros. Yo me quería escapá a Nueva Orleáns para tomar un barco a Inglaterra por mi cuenta, entonces lady Grenville se fijó en mí y ella le pagó al amo Lucas tres veces más de lo que yo o cualquier otro valía, así que igualmente terminé aquí.

—Qué afortunado.

—Sí, seño'a, afortunado. Pero de todas formas querían mi pellejo, por haber escrito las cartas. El amo Lucas iba a usá el dinero para poner precio a mi cabeza. Todos querían mi pellejo, porque sabían que había escrito las cartas.

—¿No podía haber sido otra persona?

—¿Usted cree que hay muchos negros por ahí que sepan leer y escribir? Los negros no son gente de letras, seño'a. No tenemos libros, no vamos a la escuela... no necesitamos aprender nada. Lo más difícil, incluso más difícil que estar lejos de casa, no era el trabajo, ni la falta de respeto. Era no poder leé. Tenía que hacerlo a escondidas, porque si me hubiesen descubierto me habrían golpeado con tal fuerza que habría perdido todo el cerebro y terminado como un vegetal. Si descubrían a un blanco enseñando a leer a un negro, le multaban con cincuenta dólares y te metían en la cá'cel. Si descubrían a un negro haciendo lo mismo... Bueno, de todos modos no había blancos donde vivíamos, así que alguien tenía que hace'lo.

Hizo una pausa, como preguntándose si no se había tomado demasiado tiempo y debía volver al trabajo. Yo lo único que quería era seguir escuchándole. Era como si se hubiese abierto una ventana entre nosotros y pudiésemos escuchar al otro respirando el mismo aire en la habitación de al lado. El martillo de Jack seguía repiqueteando, por lo que me dejé llevar por su sonido regular y esperé.

—Así que vine a Inglaterra —terminó diciendo Din—. Llegué a Inglaterra, donde el señó Isambard Kingdom Brunel construía sus ferrocarriles y decía que no quería que sus conductores supieran leer, porque sólo los que no saben leé se mantienen concentrados. Algo hay de cierto en eso, seño'a. No veo que eso sea una falta de respeto. Las palabras pueden ser trampas, seño'a, y los conductores no necesitan trampas. Pero yo evito las trampas y además sé leé.

Hablaba con orgullo; hasta más adelante no me pregunté si no debería haberlo tomado como una advertencia.

—Y ahora llegas a un lugar donde puedes leer todos los libros que quieras —dije.

—¿No es un mundo extraño, seño'a?

—Lo es, Din.

—Te estoy perdiendo, Dora —me dijo Peter aquella noche, cuando sus visiones lo dejaron tranquilo.

—No es cierto, Peter.

—Entonces estoy perdiendo la cabeza.

—No es cierto, Peter —repetí, pero con menos convicción.

Después de todo, el sufrimiento de su mente no era nada comparado con el tormento físico de sus articulaciones si no tomaba láudano, aunque éste le arrebatase la razón a cambio.

—No te lleves la botella —me pidió.

Aun así la cogí y la puse en el aparador. Peter cerró los ojos, así que abracé su cuerpo dolorido y lo mecí como a un bebé. Quisiera haber podido recordar su aspecto el día que lo conocí. ¿Tenía la nariz angulosa, o igual de redonda que ahora? ¿Siempre había tenido la frente porosa y marcada, o alguna vez su piel fue tersa y tirante? Entonces no imaginaba que terminaría así. Conocía los problemas de la encuadernación: los encuadernadores morían jóvenes, de enfermedades pulmonares y cosas por el estilo, causadas por el polvillo del cuero, como mi padre. Pero ¿qué importaban ahora los pulmones de Peter si toda su piel se ahogaba?

En momentos como éste me descubría pensando que lo que en realidad necesitaba Peter era que le mostrase cómo se sentía el verdadero placer, para distraerle de sus dolores, sentándome encima de él y ofreciéndole las delicias de mi cuerpo, o desabotonándole los pantalones y metiéndolo en mi boca, que, según descubrí, es lo que los franceses llaman «tallar una pipa» (por cierto, también aprendí que el clítoris no es una región de África). Pero lo habría matado, y lo sabía. ¿Cuántas veces había leído que los hombres lascivos que se aventuraban en un coño carmesí terminaban en una espiral de muerte? «He aquí una historia para contar a la señora Eeles», pensé.

¿Pero no era curioso que mi vida profesional estuviese tan abocada a un rebosante catálogo de sexualidad, mientras que mi esposo, la única persona que legalmente podía «llevarme al huerto», estaba tirado en un rincón, ignorante de los cuerpos retorcidos de mi trabajo y mi imaginación? No. Por muchos motivos, no era nada curioso.

Entonces llegó el momento de trabajar en el encargo de Holywell Street. Hice lo único que se me ocurrió: le pedí a Din que se fuera, aunque sólo de forma temporal.

—Din, puedes irte. Ya no te necesitaré hoy.

—Como usted diga, seño'a.

Dejó la jarra de vino inglés y cogió su abrigo.

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