La encuadernadora de libros prohibidos (28 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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Trabajé con moldes y herramientas de dorado durante todo el día siguiente, indiferente a los martillazos, cepillazos y cosidos que me rodeaban. Utilicé gran cantidad de oro, ya que decidí que la mejor manera de dibujar el tono de su piel era con oro puro, más que con un delineado, y además lady Knightley pagaba bien. Terminé la encuadernación alrededor de las cinco, y salí de la caseta completamente confundida y avergonzada. Por más que hubiese intentado lo contrario, el rostro que me miraba a mí y al resto del taller desde la portada de
Mi esclavitud y mi libertad era
el de Din, no el de Douglass.

¿Se debía a que sus rasgos particulares dominaban mi percepción de los rasgos de un hombre de color, como la gente sostiene ser incapaz de distinguir a un chino de otro? ¿O era que prefería sus rasgos desiguales a los de Douglass, más perfectos? Nunca antes me había detenido a admirar a un hombre de su color de la manera en que lo hacía con (lo confieso) sir Jocelyn Knightley, o incluso con Peter, hacía tiempo. Podía ver la belleza de aquel hombre, una belleza que aparecía donde menos la esperaba.

—Déjeme ver, señora Damage —dijo Jack levantándose de su banco.

—Yo... no... aún no he terminado... —Miré ansiosa alrededor del taller—. ¿Dónde está Din?

—Estaba aquí hace un segundo. ¿Se nos ha vuelto a escapar? ¡No puedo creerlo!

Pero era cierto. De alguna forma, delante de nuestras narices, mientras trabajábamos ensimismados con el oro y el cartón, se nos había escapado.

—¡Maldito! ¿Qué piensa hacer con él, señora Damage? Ni siquiera es que ayer fuera el día de pago, y hoy fuera lógico tener dolor de cabeza, incluso en tiempos del señor Damage.

Nunca nadie se había ido por las buenas de Encuadernaciones Damage, salvo en casos de enfermedad grave o desastre hogareño. Me preguntaba cuáles serían las medidas disciplinarias que aplicaría la Sociedad de Damas.

—Tienes razón, Jack. Es inaceptable.

Pero yo no estaba para eso. Le mostré el libro.

—Excelente —dijo—. Por cierto, olvidé decirle que el proveedor de cueros Select Skin le envía el mensaje de que aún no ha saldado su crédito, y se están poniendo un poco pesados al respecto, por decir poco.

Tampoco Lucinda notó nada cuando entró a saltos en el taller. Yo esperaba que mirase la portada y preguntase qué hacía Din en ella, pero no lo hizo. Simplemente recorrió el emblema de la sociedad con el dedo y dijo: «Qué bonito». No había ningún problema, así que sólo me quedaba convencerme de que toda semejanza con Din era el producto de mi exaltada imaginación.

De este modo terminó nuestro pequeño recreo. El maravilloso trabajo de Douglass era como Jack entre los estercoleros del Strand: una gema brillando en medio del excremento. Los paquetes de Diprose no paraban de llegar. Además, cada vez eran peores, o al menos eso me decía Jack al revisar sus contenidos, y yo me marchitaba por dentro a medida que me lo decía. Más catálogos fotográficos («Mejor no mire éste, señora Damage. No es para usted, no, señora Damage»), pero también más historias, láminas y cosas por el estilo, cuyos títulos me leía Jack.

—Elige uno, Jack, así me hago una idea.

—Como quiera, señora Damage —dijo sin convicción, y revolvió entre los manuscritos, cogiéndolos y devolviéndolos a la caja casi de inmediato—. Bueno, aquí hay uno, pero se lo he advertido. Supongo que otra vez se trata de tonterías científicas.

El libro se llamaba
Afric-Ano,
y el subtítulo era
Una incursión científica en las dimensiones del recto de los negros con relación al pene, seguido por un ensayo sobre el carácter libidinoso de las mujeres de color.
Lo abrí al azar, por una página donde estaba representado el prodigioso trasero y la vulva colgante de una Venus hotentote.

Y ésa fue la gota que colmó el vaso. En un instante comprendí que tendría que encontrar un empleo en otro lado. Había otras formas de alimentar a mi familia y pagar a los señores Skinner y Blades, y a la señora Eeles. Ahora era una encuadernadora hecha y derecha, y podía ejercer mi oficio para otra gente. Diprose, Knightley y los demás podían meterse sus libros donde les cupieran.

13

¿ Cuántos kilómetros hay hasta Babilonia?

Deben de ser unos cien.

¿Puedo llegar con una sola vela?

Sí, y regresar también.

Si sus pies son ligeros y vuela,

llegará con una sola vela.

El lunes por la mañana llamé a la puerta de Agatha Marrow con Lucinda a mi lado. Ella hizo sonar la lata de galletas danesas, que aún contenía algunas y a las que yo había añadido unos bombones y melcochas, como forma de agradecimiento. Volví a llamar.

—Qué extraño. Parece que no está.

—¡Pero si he visto a Biddy y Bitsy en la ventana!

—¿En aquélla?

—No, la del primer piso. Quizá no quieren jugar hoy conmigo.

—No creo.

—Además, les traemos un regalo, y todavía no es Navidad.

Pero la puerta permaneció cerrada, así que regresamos por Ivy Street hasta nuestra casa. Jack buscaba un trapo limpio en la cocina.

—¿Puedo quedarme con Jack, mamá? ¿Puedo? ¿Puedo? —preguntó Lucinda.

—No hay ninguno, Jack, lo siento. Tendrás que apañarte con éste —dije, y le lancé un andrajo sucio y marrón.

Lucinda comenzó a saltar.

—¿Puedo? ¿Puedo?

—Si quiere puede quedarse conmigo, señora Damage. Yo le echaré un ojo.

Jack observaba el andrajo con desprecio. Yo rezaba para que no lo oliese. Me sentía avergonzada: no podía usarlo en los libros, pero no había otro.

—¿Estás seguro, Jack?

—¡Me portaré bien!

—Eso ya lo sé, cariño —le dije, y era cierto.

Lucinda se había vuelto muy dócil y disciplinada últimamente. Era como si ahora que los ataques habían desaparecido, no tuviese nada que cuestionar. Dormía más, comía más y correteaba más por ahí sola también. Quizá sólo estaba creciendo.

—Y puedes quedarte con la lata de galletas, pero no te las comas todas. —Me puse de pie y susurré a Jack—: Asegúrate de que no se las coma todas.

Paseé la vista por el taller, entre las pilas de cajas con libros sin encuadernar, las montañas de manuscritos cosidos y listos para el acabado y los montones de encuadernaciones en blanco esperándome en la caseta de dorado. Era demasiado. Entonces distinguí a Din, quien me sonreía como siempre, aunque parecía haber perdido un diente y tenía aspecto de salir de una pelea. «Santo Dios —pensé—, espero que no le ataquen en el barrio cada noche.» Me pregunté si debía decirle algo, pero ya había agachado la cabeza y estaba trabajando en el telar. Le di un beso de despedida a Lucinda y le dije que no estaría fuera mucho rato. Finalmente, tomé una decisión apresurada: corrí hasta el taller, cogí un trozo de papel y escribí algo en él.

—Voy a hacer que esto sea más fácil para nosotros, Jack —dije por encima del hombro mientras salía.

Escuché pasar un tren, y aunque no se trataba del Ferrocarril Necropolitano no podía evitar pensar en él, y me pregunté en qué mundo vivíamos, y a cuál estábamos destinados, puesto que los cadáveres cogían un tren directo de Waterloo a Woking mientras que los vivos estábamos condenados a vagar, perdidos y sin mapa, por las calles de esta ciudad. Caminé un rato hacia el sur, pasé frente a Remy & Rangorski, llamé un poco más adelante a la puerta de una pequeña casa donde colgaba un letrero de «Habitaciones disponibles» y le entregué una tarjeta a la propietaria. Ella la observó y aceptó pegarla en su ventana. La observé desde fuera mientras la colocaba en el vidrio y volví a leerla para comprobar que decía lo que quería.

Se busca muchacha experimentada en el cosido y plegado de papel, cuidado de niños, inválidos y quehaceres domésticos. Preséntese en Encuadernaciones Damage, Ivy Street n.° 2, Waterloo. Se exigen referencias.

Luego regresé en dirección norte, hacia el puente de Waterloo y Holywell Street.

No tenía la intención de abandonar a Diprose por completo esa misma mañana; simplemente quería trazar una línea que marcase con precisión los límites aceptables en su repertorio literario para que dejase de empujarme hacia los territorios más oscuros de su reino. A manera de ejemplo, me llevé conmigo el peor del primer grupo de catálogos: iba a devolvérselo y a dejarle claro que no quería recibir más encargos de aquel tipo.

Más allá de su bellaquería (la perversa forma en que habían sido pensadas las fotografías para transmitir las peores cosas que podían hacer dos seres humanos), también me sacaba de quicio su falta de honradez en sus pretensiones de integridad. No eran imágenes para el estudio de la anatomía o la precisión pictórica: sólo la edición costaba más que el salario mensual de Jack, y las pesadas encuadernaciones elevarían el precio de aquellos catálogos muy por encima de lo que cualquier «artista de criterio» podía permitirse. Tampoco se trataba de pequeños ejemplos de lascivia para provocar algún cosquilleo inofensivo, ni de ofrendas inmorales a la sagrada Afrodita. Aquellos catálogos eran mucho, mucho más peligrosos, e iban más allá de lo que yo podía comprender.

Encontré el camino entre los callejones hasta la puerta desconchada de la parte trasera de Diprose & Co, y llamé tres veces. Fue su asistente quien abrió la puerta y me cogió la mano suavemente.

—Señora Damage.

—Buenos días, señor Pizzy.

—A su servicio, como siempre. Llámeme Bennett, por favor. ¿Nos ha traído alguna maravilla de Waterloo?

—Lamento tener que desilusionarle, señor Pizzy. He venido a hablar con el señor Diprose.

Había otro hombre en la habitación. Llevaba un pañuelo moteado rojo y blanco al cuello y una camisa a cuadros sucia. Apenas notó mi presencia; estaba demasiado ocupado mordisqueando un lápiz, y por las comisuras de su boca corrían ríos de saliva gris. Tenía otros dos lápices, uno detrás de cada oreja, probablemente por si tenía hambre más tarde.

El señor Pizzy corrió el cerrojo de la puerta detrás de mí y se dirigió hacia el frente del local. Pude oír un cuchicheo, y el ruido del cerrojo de la puerta principal que daba a Holywell Street. Entonces, el señor Diprose emergió de detrás de la cortina verde.

—Señora Damage...

—Señor Diprose...

No se había perdido ni una pizca de nuestro amor.

—Por favor, siéntese —dijo, y se acomodó con rigidez en su silla. Realmente era incapaz de doblar la cintura—. Confío en que haya venido a brindarnos información acerca de su colorido trabajador. Esperábamos que pudiese asegurarnos su lealtad.

—Por supuesto, señor Diprose, he conseguido averiguar bastantes cosas, y estoy convencida de que no representa peligro alguno para nosotros. Aunque no es éste el motivo de mi visita, puedo afirmar que al señor Nelson no le molestan nuestras actividades.

—Estoy intrigado. Por favor, explíqueme cómo llegó a esa conclusión.

—Él no es como nosotros, señor Diprose —argumenté—. Ha pasado por cosas que sólo podemos imaginar. Su pasado es puro horror, y su presente una simple distracción. De momento, le va bien trabajar en Encuadernaciones Damage, pero no está comprometido con el trabajo. Cuando llegue el momento, continuará con su vida en otro lado...

—Discúlpeme, señora Damage, pero sus elevados sentimientos no me convencen. Si no está comprometido con nosotros, ¿dónde está su lealtad?

—No está interesado en nuestra producción. No le importa, sus pensamientos están en otro lado. ¡Nosotros, usted, somos irrelevantes para él!

—Entonces, ¿lo que usted me dice es que la única razón por la que debería sentirme a salvo de que la literatura más ilegal del mundo sea vigilada a diario por un hombre del que no sabemos nada es que la considera irrelevante?

—¡Sí! No... Quiero decir... Señor Diprose, yo misma le haré frente. Es un hombre inteligente. Le diré la verdad sobre nuestro negocio oscuro, y le informaré de que no debe hablar con nadie al respecto.

—Y usted asume que me contentaré con la palabra de aquel hombre.

—¿No será así?

—Quizás usted sea una
gobe-mouches,
pero a mí no se me puede engañar tan fácilmente. Dígame, ¿qué sabe realmente de él?

—Nació en Baltimore. Su padre era un predicador, y su madre enfermera. Fue robado a su familia cuando apenas tenía catorce años, y vendido como esclavo. Ahora toda su familia ha muerto. No tiene raíces, ni hogar. Va a la deriva...

—Señora Damage, la respuesta está delante de nuestras narices. La felicito por haberla desenterrado, pero su ingenuidad es apabullante. Lo que usted me dice es que si el hombre se convierte en un problema para nosotros, ¡simplemente podemos devolverlo!
Merveilleux.

—¿Cómo?

—Es perfecto. Y probablemente obtendríamos algún dinero por él, también.
Nous y gagnons.
Supongo que le habrá amenazado con ello.

—¡No!

—Entonces eso es lo que debe hacer de inmediato. Señor Pizzy, por favor, acompañe a la señora Damage a su taller y asegúrese de que plantea el ultimátum a su señor Nelson.

—¡Es usted un monstruo, señor Diprose! Usted me deshonra, y se desacredita a usted mismo, aunque no parece importarle demasiado. Tenga. Le devuelvo esto. No quiero encuadernar trabajos de esta naturaleza.

Dejé la pila de fotografías sobre la mesa con un ruido seco. Diprose las miró, sin mover la cabeza. Alzó una ceja interrogativamente, y dirigió una mirada hacia el señor Pizzy. Incluso dejó de oírse el ruido del lápiz mordisqueado.

—¿Qué es lo que objeta respecto de ellas, señora Damage? —me preguntó finalmente.

Adivinaba la sonrisa engreída del señor Pizzy ensanchándose detrás de mí.

—¿Quiere que se lo deletree?

—Sí, claro —respondió desafiante—. Eso sería muy entretenido.

—Señor Diprose, son fotografías viciosas, desagradables y francamente horrorosas.

—La ofenden.

—Sí. Me ofenden.

—Y a usted no le agrada que se ofenda su sensibilidad.

—No.

—No las aprueba.

—No.

—Así que la señora Damage no las aprueba —anunció Diprose, como dirigiéndose a sus hombres—. ¿Acaso piensa, mi querida muchacha, que eso nos importa? ¿Le parece a usted que nos importa?

—No quiero encuadernarlas.

—¿Por qué no?

—Porque...

—Porque la ofenden. Discúlpeme, señora Damage, pero no veo qué tiene eso que ver.

Uno de los hombres rió. Quería preguntarle si había olvidado que había un hombre de color trabajando en mi taller, pero supe que era exactamente lo que quería que dijese.

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