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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

La encuadernadora de libros prohibidos (33 page)

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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Pero en ese momento escuchamos una voz queda junto a nosotros, que decía:

—De hecho, señor, ella dice la verdad. No sé leer.

Por el rabillo del ojo pude ver a Pansy, que se estremecía como esperando el golpe que caería sobre ella.

—Fue mi hermano Baz quien me leyó el anuncio —continuó rápidamente, aunque intimidada—. Yo conocía «se busca», porque ya lo había visto en carteles sobre mi papá. —Pizzy me soltó los cabellos con calma—. Vivimos a la vuelta de la esquina del anuncio, así que Baz aceptó venir y leerlo para mí. Puede preguntarle si quiere. Está en el mercado vendiendo castañas. Un tío alto, con una cicatriz en la cara y los brazos todos tatuados, cerca del teatro Vic.

Pizzy estaba de pie más tieso que una estaca, con los puños cerrados a los lados del cuerpo. Casi me daba pena verle: a los hombres no les gusta que los atrapen haciendo cosas malas, sobre todo si se las hacen a una mujer, y si los descubre una mujer. Increíblemente, me encontré pensando en cómo facilitarle las cosas. Nuestras madres nos han dado una educación impecable para ser buenas anfitrionas. También conocemos la cólera de un hombre que ha sido puesto en evidencia, por lo general mucho peor que un simple enojo, así que no era raro temer lo que vendría a continuación.

Uno de los hombres desató la cuerda, y yo pude apoyarme con las manos para ponerme de pie. El dolor en el costado era insoportable.

—¿Puedo ofrecerles un té, caballeros? —pregunté con la mayor calma posible.

El tercer hombre recogió mi gorra y me la dio. Levanté los brazos para ponérmela, pero sentí que mis costados se desgarraban con el movimiento y casi me desmayé del dolor.

—No, no será necesario —respondió por fin Pizzy con un hilo de voz. Luego, en un tono más firme—: Bill, Patrick, esperadme fuera. Pansy, tú también puedes irte.

Sin atreverse a mirarme, Pansy se dio media vuelta y regresó a la cocina, asegurándose de cerrar bien la cortina tras de sí.

Pizzy tampoco podía mirarme, lo que no dejaba de producirme cierta satisfacción.

—Espero no haberla lastimado demasiado, señora Damage —dijo mirando el banco, no a mí—. Pero déjeme decirle que no fue sin una buena razón. En un negocio como el nuestro, nunca se es lo bastante cuidadoso, y esto debe servirle de advertencia.

—Creo que ya he tenido suficientes, señor Pizzy —dije.

—¿Dónde está el macaco?

—Fuera, haciendo recados.

—Él y Pansy están bajo su responsabilidad, señora Damage, como cualquiera al que le venga en gana contratar. Y si alguno de ellos cuenta algo sobre los negocios de Encuadernaciones Damage, la consideraremos a usted responsable. Me han ordenado que le diga una vez más que si no encuentra una forma de asegurarse la lealtad del macaco, deberá deshacerse de él cuanto antes. ¿Ya lo ha hecho?

Negué miserablemente con la cabeza.

—Quizás usted pueda darme alguna idea sobre qué hacer al respecto.

—No es tan difícil, señora Damage —dijo Pizzy irritado—. Vosotras las mujeres tenéis trucos. Encuentre un punto débil, un secreto, algo con qué hacerle chantaje. Utilice sus encantos. Y si es inmune a ellos, use todos los medios necesarios. Un poco de espionaje, algún subterfugio...

Y mientras hablaba salió a la calle, donde Bill y Patrick le esperaban a ambos lados del carruaje. Subió al coche, abotonándose el abrigo al mismo tiempo, y entonces se volvió y dijo con indiferencia:

—Y haga algo con esa cortina, Dora. No es bueno que la servidumbre pueda escuchar sus conversaciones privadas.

No pensaba moverme de la puerta hasta estar segura de que él y sus hombres habían abandonado Ivy Street. Quería correr hacia Lucinda y abrazarla, asegurarme de que estuviese a salvo, pero no antes de comprobar de que el carruaje había desaparecido.

Sin embargo, antes de abandonar la calle el carruaje se detuvo, y uno de los dos hombres, el que me había alcanzado la gorra, bajó, llamó a la puerta de la señora Eeles y, cuando ella salió, puso algo en sus manos. Luego acarició los cabellos del pequeño Billy, buscó en su bolsillo y le dio algo a él también.

En ese momento comprendí que la vieja garza me había estado espiando todo este tiempo. Ella era su vigía, y aquel miserable Billy debía de ser el mensajero que informaba en Holywell Street sobre todo el que entraba y salía de Encuadernaciones Damage. Ahora estaba claro cómo sabían tantas cosas de nosotros, de la llegada de Pansy y de vaya Dios a saber qué más. Todo, sin duda. Billy... ¿Quién lo hubiera dicho? Pero él no era responsable, sólo ella: al menos yo había ofrecido al muchacho, sin quererlo, la posibilidad de salir de su casa. Me consolé pensando en aquel niño huérfano, con el rostro torcido y las gafas rotas, corriendo para escapar de la Casa de la Muerte, sin duda perseguido por el fantasma de su madre muerta a toda velocidad. En cierta forma, me agradaba poder ser de alguna ayuda.

Y entonces pude ver, a mi alrededor, la desintegración de mi lugar en la comunidad. Hasta ahora había intentado ignorar los detalles: Lucinda ya no jugaba en la calle con otros niños, la gente había dejado de llamar a mi puerta con una barra de pan o una canasta de huevos para ofrecer, yo tampoco iba a golpear las puertas de los demás como solía hacerlo, e incluso los vecinos de Ivy Street habían comenzado a ignorarme en la calle. Me pregunté qué habrían oído decir a la señora Eeles, o a Agatha Marrow, o a algún otro, y qué sabían sobre mi trabajo en el taller, o incluso sobre el tipo de libros que yo encuadernaba.

Intenté verme a mí misma a distancia, preguntándome qué pensaría yo de mí: una mujer joven, con un esposo inválido, que recibía visitas regulares de caballeros bien vestidos y cuyo bienestar había crecido notablemente. No era que hiciese ostentación (nunca me había puesto los pañuelos de seda, o las botas, ni utilizado la sombrilla o el abanico de plumas), pero el hermoso abrigo azul de Lucinda no había pasado desapercibido. Y si lo que le había sucedido a Pansy era cierto, ninguna mujer decente podría permitirse tratar conmigo, aunque sólo fuese por puro instinto de conservación.

Al cerrar la puerta descubrí a Pansy espiando detrás de la cortina que daba a la cocina. Cuando vio que estábamos solas, corrió la cortina y entró en el taller. En la mano llevaba una cataplasma de pan y agua tibia en una toalla humedecida.

—¿Se encuentra bien? Déjeme que la mire.

Me levanté la ropa y Pansy colocó la toalla sobre mis heridas.

—Quizá debería ver al doctor para que le coloque unas sanguijuelas. Con media docena bastará. Mire el estado en que se encuentra...

Me limpió la nariz con un pañuelo, y vi que sangraba.

—Nada de doctores, Pansy.

—¿No? No la culpo —Me untó las heridas más grandes con ungüento y me vendó las más graves. Tenía una gran sonrisa dibujada en el rostro—. Supe que usted era buena, desde que vi el perejil en sus macetas, señora.

—¿Perejil? No sabía que tenía perejil...

—Mi mamá siempre decía: «Donde manda la mujer, el perejil suele crecer».

Antes de que Pansy terminase conmigo regresó Jack, tras haber entregado todas nuestras tarjetas de visita.

—¡Caray, señora Damage! ¿Qué le ha sucedido?

Cuando se le conté, agachó la cabeza, ofuscado.

—Tendría que haber estado aquí, señora Damage. Usted me necesita para protegerla en un trabajo como éste. No debería volver a quedarse sola sin un hombre, señora Damage.

La calavera tatuada en su brazo me hacía muecas, como asintiendo mientras Jack golpeaba la mesa con el puño. A pesar de su constante amabilidad, tenía suficiente fuerza y maldad en los brazos huesudos.

—No, Jack —protesté—. No volverá a suceder. Y Jack, te presento a Pansy. Trabajará con nosotros a partir de ahora, y también me ayudará con la casa. Viene de Remy.

—Buenos días.

—Buenos días.

Al ver que vacilaban el uno frente al otro nerviosamente, pensé que podrían ser hermanos: ambos tenían el cuerpo quebradizo y huesudo, pero, por dentro, eran como pájaros heridos que necesitaban una atención y cuidados que jamás habían tenido.

El otro pájaro herido, Din, no regresó aquel día, ni al día siguiente, lo que consiguió preocuparme. ¿Acaso Diprose hablaba en serio cuando insinuó capturarlo y enviarlo de vuelta a América? ¿Habría sido asesinado por algún racista, o por una banda de muchachos en algún callejón del barrio? ¿Lady Knightley y sus lujuriosas damas lo habrían violado hasta matarle? Pero esto era difícil de creer, pues ella ya debía de andar por los ocho meses de embarazo, y la idea provocó una triste risa en mi garganta.

Al menos, pensé, si Din no regresaba, tenía a Pansy para coser y plegar en su lugar.

Sin embargo, la utilidad de Pansy en la casa resultó tan evidente al cabo de la primera semana con nosotros que comencé a dudar si alguna vez se acercaría al taller. Me consiguió un cubo de pintura barata y se concentró en eliminar la podredumbre y el hollín de nuestra lúgubre cocina. Frotó con jabón las manchas de cera y grasa que había en todas las superficies y restregó con agua fría hasta eliminarlas por completo. Limpió el horno y la chimenea, pulió el acero con jabón de baño y parafina y restregó los hierros con grafito. Además, declaró la guerra a los insectos limpiando el suelo con ácido fénico y rellenando los huecos de la pared y las grietas del suelo con cemento. El cemento se lo dieron los trabajadores que excavaban nuevas alcantarillas en la calle. Yo la había observado, temerosa, mientras se acercaba a ellos, pero por la forma en que los hombres le obedecieron, nadie hubiera podido afirmar que aquella muchacha había sido recientemente victima de la lujuria masculina.

Pansy me limpiaba las heridas cada día, me frotaba los cardenales, y zurció mis delantales, mis mandiles y mi vestido de flores. Envolvió un trozo de carbón caliente en papel de embalar y lo restregó por las manchas de cera, y preparó una mezcla de greda de batán y aguarrás para limpiar las manchas más persistentes de grasa y aceite de lámpara. Lucinda la observaba embelesada y le preguntaba sin parar qué estaba haciendo.

Finalmente, también nos introdujo en los placeres de la buena comida casera, preparada con amor. Gracias a que tenía amigos en los mejores puestos del mercado de New Cut, pronto empezó a preparar desayunos con huevos, tocino, riñones y champiñones, y cenas de pescado, arroz y huevo duro, o de pescado asado con patatas, o una deliciosa lengua de res. Yo, que creía que los pobres no sabían cocinar y se contentaban con un poco de pan duro y carne fría, aunque la sopa no era difícil de preparar, disfruté de sus deliciosos platos con cierta culpabilidad, preguntándome qué comería el resto de su familia en su casa, y maravillada por lo poco que tardaba en prepararla.

Pero ni siquiera Pansy pudo reducir el ritmo de lavado a una vez por semana, aunque sí dio nueva vida a mi ropa blanca. Cortó las sábanas de mi cama por la mitad, y se apañó para que Peter tuviese un pijama limpio cada dos días y Lucinda y yo, uno cada semana. También mandó llamar a un carpintero que remplazara la frágil cortina que separaba el taller de la casa por una puerta. El carpintero vino de inmediato (Pansy tenía un poder especial para conseguir que la gente hiciese lo que ella quería) con sus herramientas y varias planchas de madera y se quedó martillando, serrando y encolando hasta bien entrada la noche. Supuse que los Nobles Salvajes y Holywell Street estarían al tanto de su venida, pero yo me limitaba a obedecer sus instrucciones. También me aseguré de que la puerta tuviese un cerrojo fuerte, y sólo una llave, que guardé atada a mi cintura, bajo mis faldas.

Pansy también restregó las rejas con grafito y blanqueó los peldaños de la entrada; Jack silbó de admiración cuando, al llegar una mañana, descubrió que nuestro establecimiento se veía nuevamente respetable.

—¡Si lo supieran, señora! ¡Si lo supieran!

—¿Estás diciendo que aquí somos unos hipócritas? —pregunté, y él me guiñó el ojo provocativamente.

—No, señora Damage. Jamás.

Din regresó el domingo por la mañana, una semana y cuatro días después de haber desaparecido. Debería haberme enojado con él: un verdadero patrón hubiese golpeado la mesa, exigido una explicación y demandado una compensación por su ausencia. Pero en cambio yo quería abrazarlo, asegurarme de que estuviera bien, que no le hubiese sucedido nada malo, que no hubiera tenido un accidente, y expresar mi alivio al ver que Diprose no le había deportado. Entonces, atrapada entre el deber y el querer, no hice nada más que recibirle con educación, entregarle los manuscritos de unas Biblias para preparar y deslizarme al interior de nuestra casa para arreglarme el pelo bajo la gorra.

—¿Quién es ese tío, señora? —me preguntó Pansy en voz baja mientras quitaba el polvo de las barandillas—. El tío de color...

—Su llama Din, Pansy. Din Nelson. Me ayuda con el cosido y esas cosas.

—¿Americano?

—Sí. Era esclavo, y la Sociedad de Damas para la Asistencia a los Fugitivos de la Esclavitud lo trajo aquí. Ellas me pidieron que le diera un empleo.

—Le conozco.

—¿De verdad? ¿De dónde?

—No estoy segura. Me resulta familiar, pero no puedo recordar de dónde. No importa, ya me vendrá.

No pude sino preguntarme a cuántos hombres de color conocía Pansy. Yo conocía a tan pocos que era imposible que confundiera sus rostros. Pero Peter interrumpió nuestros pensamientos: reía en su sillón canturreando para sí «Había una vez un negro de Tobago, que vivía de arroz, gachas y sagú...», luego se sumió en un estado de absoluta alegría que le impidió terminar la cancioncilla.

A media mañana sentía que mi frío recibimiento y la posterior huida no habían sido precisamente educados con Din. Para intentar enmendar mi actitud fui hasta su telar y le pregunté:

—Espero que hayas arreglado tus asuntos durante tu ausencia.

—Gracias, seño'a, así fue. Espero que mi ausencia no os haya causado problemas en la encuadernadora.

—¿Encuadernadora? Qué expresión más interesante...

Din se encogió de hombros.

—Así las llamamos en mi país.

—Encuadernadora... —murmuré—. Me gusta. Siempre pensé que «taller» era más bien funcional, y «estudio» demasiado pretencioso. Encuadernadora. Qué sencillo. Como panadería, o cervecería. A partir de ahora, la llamaré así. Gracias, Din.

—Un placé, seño'a.

Le observé mientras sus dedos se movían por el telar, preguntándome otra vez qué se sentiría al tocar aquella piel. Intenté persuadirme de que se trataba de pura curiosidad intelectual, igual que preguntarse cómo sería dormir sobre heno. Reflexionaba a menudo sobre eso, pero nunca lo llevaría a la práctica.

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