La encuadernadora de libros prohibidos (48 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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Hubiera querido añadir que sus libros difícilmente podrían entrar en alguna de las dos categorías.

21

Cocorococ, mi gallinita negra,

ponía sus huevos para los caballeros.

Para ellos venían aquí cada día

para ver con sus ojos

los huevos que mi gallinita negra ponía.

Los cinco días siguientes los pasamos haciendo el amor en cuanto podíamos. Algunas mañanas, intentábamos valerosamente trabajar antes de sucumbir a lo inevitable. Otras, comenzábamos a besarnos y a desvestirnos en el momento en que cerraba la puerta detrás de él.

Durante aquellos cinco días aprendí más sobre el funcionamiento de nuestros cuerpos y nuestros corazones que en un año encuadernando textos eróticos. Descubrí cosas que aquellos libros no podían enseñarme, pensados para escandalizar y excitar. Aprendí que mi amante comenzaría suave y vulnerable entre mis manos, pero que en cuestión de segundos era capaz de crecer y erguirse bajo mi presión, como enfurecido por la fuerza de mis dedos. Conocí partes ocultas del cuerpo, los delicados bordes de las zonas más evidentemente sensibles: la piel que recubría el interior del muslo, suave y tersa, o la que se ocultaba detrás de la oreja, junto al nacimiento del cabello, o entre el lóbulo de la oreja y las patillas, o el pliegue bajo el pecho, o la fractura en la base de la espalda. Aprendí que es posible relajar y tensar los músculos al mismo tiempo. Aprendí, mientras mi amante temblaba de placer cuando le hundía la lengua en lo más profundo de su oreja, o en otro lado, que no sólo las mujeres disfrutan al ser penetradas. Aprendí que la bolsa que guarda las joyas de los hombres no está fija, sino que se llena y se vacía, asciende y desciende en función de mis caricias y de los secretos del cuerpo. Aprendí que siempre hay un nuevo lugar para explorar con la lengua o para recorrer con los dedos. Aprendí que las bocas, que comenzaban secas por los nervios y la ansiedad, pronto liberaban sus fluidos, al igual que los orificios inferiores, todos listos para ser bebidos. Aprendí que los ojos de mi amante me decepcionaban, puesto que cuando se acercaba al límite era como si se retirase de las ventanas de su rostro hacia el interior de su ser, a pesar de que su espíritu nunca estaba tan cerca de mí como en aquellos momentos. Aprendí que el placer no sólo era una explosión final, sino también una lenta destilación durante el proceso de hacer el amor, que se adhería a lo que tocaba y entretejía largos y brillantes hilos entre mis caderas, mi ombligo y mis pechos, como una tela de araña hecha de amor.

También aprendí a mantener los ojos abiertos (¿por qué en los libros siempre tenían los ojos cerrados?), ya fuera pegada a su piel u observándole separada de su cuerpo. Porque cuando me sentaba apoyada en los codos o me volvía para ver mejor las acciones de mi amante comprendía que no sólo a los hombres les gusta mirar. Pero también aprendí que los hombres poseen una mejor vista, como cuando Din se alejaba un poco hacia atrás y observaba y sonreía, con las manos en mis caderas para controlar los movimientos, y luego me miraba a los ojos y me transmitía la imagen de lo que había visto. O cuando colocaba una vela entre mis piernas y se quedaba observando y sonriendo, y finalmente descubrí cuál era mi mejor ángulo.

Y los libros tampoco me habían advertido de que cuanto más hiciéramos todo aquello, más fuerte sería mi necesidad de decirle que lo amaba, y yo me preguntaba si él sentiría la misma necesidad, aunque de alguna forma sospechaba que no. En los libros siempre eran los hombres quienes lo decían primero, y siempre antes, para llevar a sus víctimas dubitativas al lecho, nunca después. Aunque me sentí capaz de desafiar las enseñanzas de los libros, sabía que no podía, que no debía decirlo primero yo.

Sylvia necesitó mi ayuda cada noche durante aquellos cinco días. Me iba bien, ya que era por las noches, lejos del trabajo, cuando me costaba reconciliar la vergüenza que aguijoneaba mi piel con el deseo de bailar y correr eufórica y llena de satisfacción. Me sentaba en la bañera y limpiaba mi piel culpable y cansada con agua helada, víctima de un sentimiento desgarrador: quería deshacerme de su rastro tanto como deseaba conservar su olor el mayor tiempo posible.

El sexto día era domingo, por lo que la encuadernadora estaba cerrada. Pero el séptimo día, Din no vino a trabajar.

Me senté en medio de la habitación vacía durante horas, primero nerviosa por la espera, luego por la confusión, la ira y, por momentos, el alivio. Esperaba inmóvil, como si cualquier movimiento pudiese echar por tierra el frágil e improvisado recipiente que contenía todas estas nuevas sensaciones, y dispersar su recuerdo para siempre. Intenté ordenar el taller mientras esperaba, como si pudiese establecer un orden en lo que hasta hacía poco era un templo del placer. O un tocador del vicio, aún no estaba segura.

Vagaba por la cocina, donde Pansy preparaba la colada, cuando escuchamos ruidos en el salón. Sylvia había extendido completamente la mesa e intentaba arrastrarla hasta la ventana.

—También voy a intercambiar el piano y la biblioteca. ¿Te gustan los pañuelos que colgué por todas partes? Creo que dan cierta frescura a la habitación, ¿no crees, Dora?

Me encogí de hombros, sin dejar de mirar cómo se debatía con la mesa.

—¿Piensas ayudarme o vas a quedarte de pie mirándome? Si no me ayudas, lo haré yo sola.

Me acerqué a la mesa, pero cuando me disponía a coger uno de los bordes, Sylvia le dio un potente empujón, con todo el peso de su ira, y la desplazó hasta su destino.

—¿Ves como no necesito tu ayuda? —dijo.

Entonces regresé nuevamente al taller e intenté centrarme en el trabajo. Con la ausencia de Jack, no había avanzado mucho con las cajas que llegaron tras la muerte de Peter. Cogí una pila de manuscritos, pero no quería desarmarlos y preparar el telar. Si hacía eso, no conseguiría sacarme a Din de la cabeza. Tendría que pedirle a Pansy que me ayudase con el cosido si Din volvía. Me entretuve frente a un papel con algunas ilustraciones, deseando que el día avanzara más rápido y viviéndolo como entre una densa neblina.

Mi necesidad de Din era tan fuerte como la de Peter con el láudano.

Como el dolor de no haber podido trascender la saciedad inmediata que exigían aquellos turcos lujuriosos. La necesidad implicaba estremecimiento, lo que me gratificaba frente a las damas que se pavoneaban en Lambeth, o a las ancianas respetables de Ivy Street. ¿Hasta qué punto eran libres? ¿Y Knightley, Glidewell, Diprose o los demás? ¿Eran libertinos? Sentía que Din y yo éramos los únicos verdaderos libertinos de la sociedad londinense. Las conversaciones que aún no habíamos tenido, las partes de su cuerpo que todavía no había besado, volcarnos el uno sobre el otro y languidecer entre los olores, los sabores, el calor de los cuerpos. Anhelaba la forma en que pronunciaba mi nombre: Dorra. Dowra. Dourra. Imposible trascribirlo. Se recostaba en el «Do» y se entretenía en la erre, pronunciada largamente, con los labios bien fruncidos, como jamás podría hacerlo un inglés. «Dooarra...» Al pronunciarlo, sentía completamente mi nombre en su boca. Allí mi nombre estaba como en casa, se regodeaba en la cama de su lengua, en un lugar nuevo y excitante. Allí se sentía a salvo. «Dooarra.» Din, mi amado Din.

Necesitaba distraerme con el trabajo antes de sucumbir a una fiebre cerebral. Había un par de manuscritos ya cosidos, listos para el acabado. Pero me quedaba poca piel, y no podía enviar a Jack a las curtidurías. Tendría que ir yo misma, aunque eso sería otro día. ¿Y si Din aparecía y yo me había ido? Hurgando en el cajón de los retazos de terciopelo para aplicar en alguna encuadernación, encontré el trozo de la piel especial de Diprose que había guardado. Ya era tarde para devolverlo, y además Diprose nunca sabría que me lo había quedado. No tenía nada mejor que hacer, todo parecía superfluo y sin sentido en momentos como éste, así que pensé que lo mejor era jugar un rato. Tomé las medidas del retazo, lo corté en un rectángulo perfecto y preparé un elegante punto de libro para mi hija.

¿Y ahora qué? Libros, no. Tampoco coser. Decidí ocuparme del anagrama de la inscripción de Diprose. Estudié la cuadrícula y escribí las letras, primero en orden alfabético y luego al azar:

a, a, a, b, c, c, d, e, f, h, i, i, i, m, n, o, o, p, r, r, r, s, u

n, c, o, a, r, b, c, s, d, u, h, i, m, a, i, o, p, e, r, i, a, r, f

Encontré enseguida las palabras
barón
y
horas
al igual que
farsa, mira, ropa, arpón
y
opio.
Todas parecían apropiadas, pero no necesitaba palabras de cuatro o cinco letras: según la cuadrícula, había una palabra de dos letras, seguida de una de seis, una de ocho y, finalmente, una de siete letras.

Las palabras de dos letras eran fáciles:
es, no, en, de, mi, un...
Creía recordar que el tipo que había utilizado al inicio de la frase era una
d,
pero no estaba segura. Al no haber usado mayúsculas, no sabía con qué letra comenzaba el texto.

Las palabras de seis letras eran:
nombre, firmar, sufrir, buenos, pobres, pernos, cubrir, hombre, broche, hembra, mísera...

Las de siete letras:
impúber, embrión, imponer, sombría, miseria...

Las de ocho letras:
cofradía, ímprobas, academia, horrendo...

Pero también encontré
soir
y
horreur,
y me pregunté si no estaría escrito en francés. Y cuando descubrí
a priori
y
primus,
pensé que quizá se tratase de latín.

Para resumir, no tenía ni idea. Comencé a dudar de mi memoria: ¿realmente el espacio estaba donde yo recordaba? ¿Había utilizado la
a
tres veces, o sólo dos? ¿No habría escrito más de una
e?

Me di por vencida.

Cogí mi libro de cuentas, que prometía ser una distracción más sensata, y me ocupé de los números del negocio.

Sabía que las ganancias de la encuadernadora eran importantes, pero no había imaginado que llegaran a setenta libras. Era suficiente incluso para comprar una nueva guillotina. Pero tenía cosas más importantes en las cuales gastar el dinero, así que seguiría engrasando y afilando la vieja guillotina. Aparté una cantidad para los ahorros de Lucinda, desconté los salarios de Din y de Pansy. Luego separé el equivalente de un mes de salario de Jack, después doblé la cantidad y finalmente añadí tres libras más, que guardé en un sobre para entregárselo a Lizzie.

Jack, mi querido Jack. Jack el calavera. Me detuve a mirar el lugar donde solía sentarse cada día, y sentí el hormigueo del amor, un amor puro y sincero, correspondido o no, y también el deseo verdadero y sucio. Y entonces comprendí a Jack, y supe que no era distinto de Din y de mí, que compartíamos nuestro sentimiento de felicidad y vergüenza, de éxtasis y culpa, y la sensación de ser diferentes del resto del mundo, de que nadie podría amarnos como necesitábamos ser amados. Pensé en todos los hombres que avanzaban por la vida con sus deseos más elevados y más oscuros, sus pensamientos más nobles y más bajos, y me pregunté si no seríamos todos un único ser.

Aquella noche, Sylvia se sentó a la mesa recién cambiada de lugar y se puso a escribir una lista, murmurando para sí misma.

—Primero Valentine. Luego deberé buscar a Aubrey. Sí, Aubrey lo sabrá. Y Theodore, por supuesto, si acepta hablar conmigo. Podría enviar una carta a Charles, pero quizá tome demasiado tiempo. Dora, felicítame por mi iniciativa —me dijo finalmente—. Voy a interrogarlos a todos, y a descubrir los pecados de Jossie. Sin duda tiene una amante en París, o alguna concubina en África. ¿Dónde pasó su cumpleaños el año pasado? Seguramente con su querida en una casa de citas.

—¿Y crees que van a decírtelo? ¿Los otros Nobles Salvajes?

—Por supuesto que me lo dirán. Me lo dirán todo. Me contarán...

—¿Qué? —interrumpí.

—¿Qué? —preguntó a su vez, sin comprender.

—Los Nobles Salvajes. ¿Qué es lo que te dirán?

—Lo que necesite saber.

—¿Que es...?

—¡Dora! Si puedo probar que hubo adulterio en primera instancia, o bigamia, incesto, crueldad, deserción, violación o sodomía, podré pedir el divorcio. Comenzaré con el adulterio. No será complicado. El incesto está descartado, gracias a Dios, al igual que la violación y la sodomía. —Fruncí el ceño desconcertada, pero Sylvia no lo notó—. La bigamia siempre es una posibilidad en aquellas regiones paganas que frecuenta. Y la crueldad, mmmm...

—¿Y la deserción?

—Siendo estrictos, fui yo quien lo abandoné. Pero eso es un detalle. De todas formas, deben pasar dos años antes de que sea considerado deserción.

—¿Y qué derechos te dará todo esto sobre tus propiedades?

—Al menos podré heredar y legar, por lo que la herencia de mi padre quedará en mis manos. Además de lo que pueda ganar en el futuro. No es que esté pensando en trabajar. En fin, queda la crueldad... ¡Maldición! ¿No parece muy prometedor, no crees?

—Siempre puedes alegar que tiene razón, y que cometiste adulterio, para poder divorciarte.

—Pero imagina la vergüenza, Dora...

—¿Es menos vergonzoso que te haya degradado así? —Estudió la posibilidad un momento—. Pensándolo mejor —continué—, quizá no te estoy aconsejando bien. Si se divorciara de ti basándose en el adulterio, se quedaría con la custodia de Nathaniel.

—Nunca la pediría. Odia al niño.

—¿Estás segura? ¿Ni siquiera para lastimarte?

—Le detesta, Dora.

—No tanto como te detesta a ti.

—¡Asquerosa mujerzuela! ¡Cuidado con lo que dices!

En ese momento un pensamiento doloroso atravesó mi mente, y me pregunté cómo no me había dado cuenta antes. No tenía razón para creer a esta mujer, tampoco a Din. Él me había contado muchas cosas de las
soirées
de Sylvia y sus damas, y yo había querido confiar en él cuando afirmaba que nunca lo había tocado «de esa manera». Pero la excesiva ofuscación de Sylvia ante las acusaciones de sir Jocelyn sólo conseguía aumentar mis sospechas, y me hacían sonrojarme de ira, no de celos. ¿Sería cierto que Nathaniel no era el hijo de sir Jocelyn, después de todo? ¿Era acaso posible que Nathaniel fuera hijo de Din?

Me volví a un lado intentando recuperar el aliento, mientras Sylvia seguía escribiendo a mi lado. ¿Se había relacionado con Din de aquella forma? ¿Lo había poseído? ¡Cómo pude estar tan ciega! ¿Cómo pude ignorar una posibilidad tan horrenda? Clavé en Sylvia una mirada cargada de desconfianza y resentimiento. Me sentía ofendida, y no sabía qué hacer al respecto. Tenía un impulso urgente de golpearla.

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