Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
—Quisiera poder conservar esta sensación para siempre —dije suspirando en sus brazos.
—¿Aprisionarías al amor?
—No. Es que estoy más acostumbrada que tú a la seguridad, y le otorgo un mayor valor. Si lo único que tuviéramos en el mundo fuese un trozo de tela, tú lo atravesarías con un mástil para usarlo como vela y recorrer los océanos. ¿Qué haría yo? Probablemente la cogería por las puntas y me cubriría con ella para protegerme.
—No te creo —me dijo besándome y haciéndome temblar de nuevo. Quería pedirle que parase y que no parase nunca, que se fuera y que se quedara para siempre conmigo—. Porque tú, Dora Damage, no eres más que una forajida, como yo.
—No, no lo soy.
—Y sin emba'go te he visto batallando con fiereza allí fuera, en el mundo exterior.
—Sólo porque quiero tener seguridad. La seguridad es algo desconocido para ti.
—Para mí sí, pero se la deseo a mis hijos, y a los hijos de mis hijos.
—Y aun así creo que tienes razón en ignorarla. Te admiro, Din.
—No, no es cierto. Te doy lástima.
—No. Bueno, no siempre. Además, estoy aprendiendo a evitarlo.
—Entonces admiro tu aplicación en el aprendizaje. Quizá seas una forajida, pero muy educada.
No pude evitar reír.
—Estás hablando de ti.
—Enfréntate a ello, Dora. Y asúmelo. Eres una luchado'a, aunque no lo sepas. Incluso te ganas la vida fuera de la ley.
—No es así. Sólo cambié unas reglas por otras. Y curiosamente, ambas las dictó la misma gente. Espero que nunca conozcas a sir Jocelyn Knightley. Temo que él sí se considera un forajido.
—Me gustaría el desafío. Convertirse en un forajido es la mejor respuesta que conozco a la tiranía. Lo considero entonces un hermano. He oído que tú le llamas libe'tino. ¿Qué es un libe'tino, sino alguien que se ha liberado de la esclavitud?
—Le das demasiado crédito, Din —lancé—. Me temo que él te creería una curiosidad científica.
—¿Y qué piensa de ti?
—No preguntes, te lo ruego —contesté, sabiendo que la respuesta era bastante simple, y probablemente más precisa de lo que yo sospechaba. Probablemente me considerase poco más que una puta—. Dame una zurra —dije en cambio, sorprendiéndome de mí misma a medida que las palabras brotaban a mi boca.
—¿Cómo?
—Dame una zurra —repetí—. Toma... —Me puse de pie sin preguntarme ni por un segundo si estaba exponiendo mi mejor perfil y descolgué el suavizador de la pared—. Utiliza el lado del cuero, no el esmerilado —añadí mientras me acomodaba boca abajo sobre su regazo. Ya era tarde para preocuparme por mis tiernas nalgas.
—No quiero lastimarte, Dora.
—Hazlo. Quiero saber qué se siente.
Me golpeó con el suavizador, y yo me reí.
—Más fuerte —le dije.
Levantó el suavizador y lo dejó caer contra mi piel.
—¡Ay! —chillé, encogiendo mi vientre contra su regazo.
—¿Te ha dolido?
—¡Sí!
—Lo siento.
Frotó la palma de su mano contra mis muslos y besó mi trasero con dulzura.
—No lo sientas, yo te lo pedí.
—Tienes un culo pe'fecto —dijo tiernamente, aunque su acento le hacía parecer gracioso—. ¿Quieres que te golpee de nuevo?
—No —respondí volviéndome para besarle el rostro.
Imaginé que mi cara estaría más enrojecida que mi trasero. Me sentía una atrevida, pero era lo apropiado en aquel momento. En más de un sentido lo necesitaba, combinando las sensaciones y el castigo en un mismo acto, respondiendo a la vez al deseo y a la culpa. Estaba de luto, traicionaba a mi esposo, y merecía sufrir. Cogí el suavizador de sus manos, lo dejé en el suelo junto a nosotros y atrapé sus extremidades con las mías—. Es que... estaba en los libros. Sentía curiosidad.
—Esos hombres deberían darte lástima —dijo Din con seriedad—. ¿Por qué creen que es peligroso ver a un hombre negro con una mujer blanca? ¿Por qué es eso más terrible que un hombre de cincuenta años con una niña de diez? ¿O que una mujer con un carnero? Porque lo ven como una inversión del orden natural, un mal equilibrio de poder. Blancos sobre negros, hombres sobre mujeres... Eso es lo correcto. Entonces, un hombre negro con una mujer blanca lo invie'te todo, molesta.
—¿Estás diciendo que lo que ellos buscan son sensaciones? ¿La emoción de lo que es posible?
—Exacto.
—Como yo con el suavizador.
—Igual que tú. Porque ellos nunca pierden la dignidad, y saben que si los tratasen como a nosotros, buscarían venganza. Saben lo que nos han hecho, y temen que si conseguimos algo de poder, vayamos en busca de armas para acabar con ellos.
—¡Y eso es exactamente lo que dijiste que querías hacer!
—Lo que debía hacer, no lo que quería. Yo quiero vivir en paz. No existen las revoluciones pacíficas, Dora.
—En eso tienes razón —asentí.
Estaba comenzando a comprender que nuestro amor tendría un precio muy elevado, aunque sentía que valía la pena. ¿Qué habrían pensado Adán y Eva de su castigo, tras probar los frutos del árbol del conocimiento? Yo sólo recordaba la ira y la indignación del Todopoderoso. Nunca nos habían dicho si sus primeras creaciones pensaron que había valido la pena. ¿Sería yo una Eva blanca y él mi Adán negro, o se trataba de la serpiente que acechaba en el árbol? Miré a mi alrededor y advertí un sentimiento que se hacía fuerte en mí, en contradicción con la tibieza del abrazo de Din. Habíamos cometido un pecado terrible, habíamos roto todos los tabúes sociales, religiosos y morales, y aun así mi vergüenza se confundía con una maravillosa sensación de gloria. Me pregunté cómo era posible que algo tan malo resultara tan bueno. O mejor dicho, ¿cómo algo tan delicioso podía ser tan malo?
—¿Y no quieres vengarte? —pregunté.
Comenzaba a temblar de frío. Din se quedó en silencio por primera vez.
—¿Un poquito de venganza? —insistí. Sus labios se movieron, le tembló el mentón. Entonces me quedé inmóvil—: ¿No... es por eso... que estamos aquí?
—¿Qué?
—¿Tú y yo?
—Oh, no, Dora. No...
Me senté de golpe y me separé de él.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Eres un ser horrible! ¡Vete! ¡Aléjate de mí!
Cogí la camisola para ocultar mi desnudez.
—¡Dora, escúchame! Allá, en mi tierra, los hombres hablaban de las mujeres blancas de una forma que me hacía arder los oídos. Y me avergüenza decirlo, pero yo participaba, incluso con más ímpetu que otros.
Me cogió las manos, y la camisola se interponía entre nosotros.
—¡No quiero oírte! ¡Violador! ¿Cómo pudiste? ¡Quisiera escupirte a la cara! —En realidad, lo que quería era vomitar y arrancarle los ojos al mismo tiempo—. ¿Estuvo bien tu triunfo? ¿Tu venganza?
Liberé la camisola y me la puse, y busqué el vestido con la mirada.
—Dora, Dora... Calla. Dame una oportunidad. Déjame terminar. Lo que acabamos de hacer no tiene nada que ver con el triunfo, o con la venganza. Yo no soy como ellos, ni soy el mismo hombre que vivía en mi tierra, ni soy uno de los personajes de tus libros. He visto incontables cuerpos: los cuerpos de mis amigos, estrangulados, con la espalda abierta a latigazos, los miembros mutilados, las venas vaciándose y las arterias chorreando su sangre en el suelo, destrozados hasta casi perder la vida, hasta el punto en que cualquiera rogaría a su espíritu que deje de luchar y le abandone de una vez. Pero su alma decidía quedarse, y su cuerpo se recuperaba junto a ella. La vida es tenaz, y es una maravilla. El alma ama al cuerpo, y si amas lo uno, no puedes evitar amar lo otro. Mataría a quien ha matado a los que amo, sea blanco o negro. ¡Pero no le haría daño a nadie, del color que sea, sólo porque es de un color en particular! ¿Me estás escuchando, Dora?
Me sumergí entre sus brazos, con el vestido todavía desabotonado en la espalda.
—¿Me has escuchado, Dora?
—Sí.
Le creía, y tenía razón. La tarde que habíamos pasado juntos no tenía nada que ver con el poder ni la trasgresión. Al contrario, era un momento de cura y perdón. Brillábamos en la oscuridad. Haber hecho el amor nos había embellecido.
—
Odi et amo
—dijo, y me dio la vuelta para poder abotonarme el vestido.
—¿Odio y amo? —pregunté.
—«Odio y amo: tal vez preguntes por qué lo hago. No lo sé, pero siento que es así y sufro.»
—¿Ovidio?
—Catulo. ¿Por qué hacer el amor, si no es en el espíritu del amor? —Me sentó junto a él en el suelo. Todavía estaba desnudo—. El sexo es la cosa más preciosa que tenemos, y nunca, nunca lo confundiré con el odio. Estás temblando, Dora. Lo siento.
—No, soy yo la que lo siente. No sé qué hemos hecho aquí hoy, pero sí sé que me asusta. Siento que te conozco tanto, y al mismo tiempo no logro comprenderte. Dos seres humanos se encontraron aquí hoy, no sólo una mujer blanca y un hombre negro. Simplemente resulta que eres negro, y que yo soy blanca.
—Y resulta que estás de luto por tu esposo —dijo Din, y me besó la punta de la nariz—. Yo soy negro, Dora, y eso me define mucho más de lo que el color de tu piel jamás podrá definirte a ti. Soy negro, y debo luchar para que se me reconozca y se me acepte, y por la libertad de mi país.
—Pero es eso lo que no comprendo. No es tu país. Te llevaron allí por la fuerza, o al menos eso hicieron con tus antepasados.
—Es donde nací.
Giró sobre su espalda y puso los brazos detrás de la cabeza. Quería besarle las axilas y acurrucarme a su lado como un gato. Amaba su desnudez. Ya no tenía miedo de su cuerpo, sólo de las reglas que nos rodeaban.
—¿Y qué? —pregunté—. ¡No tiene por qué ser la tierra de tu vida! Aquí eres libre. ¿Acaso te quedarías junto a una madre que te torturase? No, te irías, y encontrarías a otra persona que te amase. ¿Por qué quedarte en tu tierra natal, si todo lo que ha hecho es abusar de ti?
—Estoy ligado a mi pasado, y al pasado de mi raza.
—Lo que tienes es una responsabilidad ante tu futuro, y ante el futuro de tu raza.
—Que sigue en cautiverio en mi país. Dime, Dora, ¿qué es lo opuesto a ser esclavo ?
—Ser libre.
—¿En serio? Quizá. Pero también puede ser dueño. Dueño de sí mismo, quiero decir. ¿O se trata de la misma cosa?
Ser dueño de sí mismo. Pensé en los libros de nuestras vidas, la elección que san Bartolomé presentaba a nuestras almas el día de su nacimiento. La libertad implica responsabilidades: estamos obligados a escribir nuestros libros.
Entonces escuchamos ruidos en el salón, diferentes de los que hubieran hecho Pansy y los niños al regresar de un espectáculo de títeres. Apoyé un dedo en los labios de Din, y él lo atrapó y le dio un beso. Luego se puso de pie y se vistió rápidamente. Le observé mientras se dirigía hacia la puerta, levantaba la mano y se zambullía en la noche y en el silencio de la nieve, en la que no debíamos dejar huellas.
Cerré con llave y abrí la puerta que comunicaba con la casa para regresar a mi vida. Me froté los ojos, me arreglé el pelo y el vestido y me disculpé por haberme quedado dormida en el taller.
Sylvia estaba recostada en uno de los brazos del sillón. Nathaniel descansaba en sus brazos, ocupado chupando de su pecho. Tenía el vestido desabotonado en la espalda, recogido y arrugado hasta la cintura, el borde del corsé le presionaba los pechos y le pellizcaba la piel enrojecida.
Pansy y Lucinda la miraban de pie.
—¿Puedo irme, señora? Iba a quedarme a ayudar a lady Knightley, pero ahora que usted esta aquí...
—Sí, Pansy, puedes irte. Gracias, cariño.
Lucinda fue hasta la cocina y trajo un vaso de agua para Sylvia, quien levantó la cabeza y observó el vaso desconcertada antes de beberlo de un solo trago.
—Gracias, cariño —dijo en voz baja, palmeando el hombro de Lucinda, quien se quedó inclinada sobre el sillón, casi arrodillada, observando cómo Sylvia daba de mamar a Nathaniel y esperando poder serle útil.
Subí las escaleras y cogí un par de pañuelos limpios del armario. Volví al salón y se los ofrecí a Sylvia, quien los apretó con fuerza en su puño. Me senté en una silla junto a ella y esperé a que comenzase a hablar.
—No voy a llorar —dijo solemne—. Voy a ser como tú, Dora. Además, estoy demasiado cansada para llorar.
—¿Jocelyn estaba en casa?
—No. Pero Buncie me dejó entrar, a pesar de que «su amo» le había ordenado específicamente que no lo hiciera. ¡Su amo! Le dije que no tenía ningún amo, sino que yo era su ama, y que regresaría a casa. Ella se inclinó con respeto, pero insistió en que su empleador era sir Jocelyn y que... bueno, tú ya me entiendes. Me dejó pasar, lo que, supongo, iba más allá de sus atribuciones. Espero que no la despidan por eso. Primero fui hasta mi tocador, que estaba vacío. Completamente vacío, salvo algunos muebles que nunca me habían gustado. Lo mismo con el cuarto del niño. No estaba la cuna, ni los lazos, ni la mecedora, ni los juguetes. Y mi habitación... Todo estaba guardado en cajas. «¿Piensa enviar a alguien a por ellas, señora?», me preguntó Buncie. «¿Cómo podría? —le respondí—. No tengo a quién enviar. Deberás intentar que sir Jocelyn encuentre en su corazón el deseo de enviármelas.» Le di tu dirección. Dora, ha hecho desaparecer de la casa cualquier rastro mío o del bebé. Y para insultarme todavía más, utiliza la habitación del niño para guardar su equipaje y organizar su expedición. Va a partir al río Zambeze. No estaba planeado, no me había dicho nada mientras estuve embarazada. Lleva meses organizar un viaje así. Meses...
—¿Piensa divorciarse? —le pregunté.
—¡Dora, eres tan moderna! ¡No seas ridícula!
—Bueno, podría... Sólo necesita argumentar que hubo adulterio.
—¿Y qué si lo hace? Se quedará con toda mi fortuna. Él no aportó ni un penique a nuestro matrimonio. ¿Quién sabe qué caprichos tendrá? Podría darme algo, o nada en absoluto. Ni siquiera tengo lo suficiente para pagar y recuperar mis posesiones. Ahora todo le pertenece. Buncie me trató como a una loca. Él le dijo a todo el mundo que había perdido la razón. Buncie creía que estaba hospitalizada. Parece ser que dijo a mis amistades y a todos sus colegas que el bebé nació deforme, y que aquello me enloqueció y tuvo que llevarme al hospital. Por eso todos me dieron la espalda antes de venir aquí.
—Entonces, es evidente que no desea divorciarse —dije.
—¿Por qué lo dices?
—El divorcio no se concede si la esposa está loca.
—¿Intentas animarme? Porque si es así, no lo estás consiguiendo. —Se sonó la nariz con uno de los pañuelos—. Dora, es como si jamás hubiera vivido en esa casa; no hay rastro alguno de mí. Todo pertenece a un hombre soltero, dedicado exclusivamente a las más altas esferas de la ciencia y los estudios antropológicos. Y a sus libros.