La encuadernadora de libros prohibidos (43 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—¿Alcurnia?

—Yo soy hija de un conde, Dora. Papá me dijo que debía pensar en mi futuro, pero yo nunca había deseado nada. Yo aportaría dinero a nuestro matrimonio, ¿por qué preocuparme si Jocelyn no reunía las cinco mil libras al año que quería papá? Jocelyn tenía un proyecto creíble a medias, una loca empresa de futuro, que despejó a medias las dudas de papá. Por supuesto, no hizo nada de aquello. Yo creo que a mi padre en el fondo le cae bien su caprichoso yerno. Su interés por la ciencia le habría situado más bien en la clase media alta que en la alta, pero a papá le encantaba su sentido de la aventura, y cuando obtuvo su título de nobleza por sus logros en la India, estaba tremendamente orgulloso. Además, no podía culpar a Jossie por preferir el clima extranjero. Incluso fueron juntos a Birmania a cazar tigres. Jocelyn mató dos y papá ninguno, pero Jossie le ofreció uno de los suyos y, en el barco de regreso, papá terminó por aceptar cuando le pidió mi mano. Solían bromear diciendo que me había cambiado por una piel de tigre, y Jossie respondía que me había sacado barata.

Yo la escuchaba, aunque era insoportablemente aburrido. Lo único que me mantenía bajo control era el amor de Lucinda por el pequeño Nathaniel, y también por Sylvia, con su belleza marchita, su sufrimiento y sus suspiros. Lucinda ayudaba en todo lo que podía: le llevaba de beber cuando estaba dando el pecho, cuidaba del niño mientras Sylvia se bañaba, ayudaba a Sylvia a bañar al bebé, y fue la responsable de la primera sonrisa que cruzó el rostro de aquella mujer desde que la habían echado de casa. Yo me sentaba y la escuchaba, más atenta siempre a los juegos encantadores de una niña feliz y su muñeca viviente en la manta, a nuestros pies.

—¿Así que tiene una nueva inquilina? —murmuró Din una mañana mientras ajustaba una cuerda en el telar.

—¿Has visto a lady Sylvia? —pregunté.

—Ajá —confirmó.

Lo observé intrigada mientras preparaba las cizallas y verificaba la punta del punzón. Luego, como si no estuviésemos hablando, y como si yo no estuviese escuchándolo, dijo en voz baja:

—Pero de dama no tiene mucho...

—¡Din! —le regañé, con tono de advertencia y al mismo tiempo incitándole a continuar—. ¿Hay algo que quieras decirme?

—Mmmm. Puede ser...

Me senté en la silla junto a él y me puse a frotar el punzón contra el cuero para afilarlo. Nuestras miradas se cruzaban, las desviábamos y reíamos tontamente, hasta que al fin habló:

—¿Ya le he contao que me hacían posar con lanzas, no?

—Sí.

—¿Y hacer lo del guerre'o zulú, no?

—Sí.

—Pues a la dama le gustan las lanzas.

—¿Le gustan las lanzas? —Había visto las imágenes del armamento del turco lujurioso, y no estaba segura de querer que Din continuase—. ¿Qué quieres decir?

—Usté verá, ella tenía la fantasía de ser la mujé blanca capturada por los salvajes. Se arrojaba al suelo y se quedaba allí, tirando de su vestido, así. —Se abrió el cuello de la camisa, dejó al descubierto su torso y yo no pude evitar desviar la mirada—. Y me decía: «¡No, no, no, no me mate!».

—¿Pero qué le hacías?

—¡Nada! Eso es lo que no tenía sentido. Me explicaba todo y me ordenaba: «¡Tú te pones aquí, encima de mí, y me apuntas con la lanza, así, y haz como si quisieras matarme!». Yo no quería hace'lo, me sentía un idiota. Pero lo hice, y ella dale que dale: «¡Oh, no, no, el negro me está matando! ¡Socorro! ¡Socorro!».

—Din, ¿no te estás burlando de mí? —Negó con la cabeza—. ¿De verdad? ¡Pero qué historia increíble! Sylvia... ella... ¿En serio?

—¡Sí, ella, en serio!

Din asentía.

—¡Qué indigno! —exclamé—. ¡Es humillante! Es... ¡Es escalofriante! ¡Y escandaloso!

—¿A que sí?

La asombrosa historia siguió flotando entre nosotros mientras Din cogía el punzón de mis manos para comprobar la punta. Y allí estaba otra vez, cogiéndome por sorpresa, la necesidad de tocarle, de que me tocase... ¿Era esto lo que Sylvia había sentido? ¿Me convertía en una mujer indigna por ello? Sin duda era algo de lo que avergonzarse, pues estaba de luto. Pero era cada vez más intenso, y este hombre comenzaba a gustarme mucho.

—Podría visitarla hoy, pero con un arma de verdad —dijo con malicia mientras blandía el punzón y hacía gestos en dirección de la puerta.

—Me temo que sus apetitos son menos frívolos estos días... —le reñí.

Din asintió solemne.

—¿Hay un bebé en la casa, no?

—Sí. No sé muy bien qué hacer, ni si se trata de una mujer ridícula o una víctima de las circunstancias.

—O ambas.

—Quizá tengas razón, Din. ¿No es curioso que aquellos a quienes envidiábamos hace poco puedan pasar a darnos pena tan deprisa?

Pero yo no era como Sylvia, y para mí la compañía de Din significaba tanto como mi deseo por él, y ambos sentimientos se intensificaban el uno al otro.

—Y a hacer el ridículo —añadió resignado.

—Y a hacer el ridículo, Din —reconocí.

Nos interrumpieron unos golpes en la puerta que comunicaba con la casa.

—¡Dora! —llamó Sylvia.

—¡Santo Dios! —le susurré a Din—. ¿Estás listo para volver a verla?

—Como siempre —dijo con indiferencia.

—¿Qué sucede, Sylvia? —respondí mientras abría la puerta.

—¿Podrías decirme la fecha de hoy, por favor?

Abrí por completo la puerta y dije:

—Es nueve de febrero. ¿Por qué?

—Los Pryseman pronto volverán de Escocia.

Esperaba que advirtiese la presencia de Din y me preguntaba cómo iba a reaccionar. Pero ella siguió hablando, indiferente:

—¡Qué mal momento para mi confinamiento! ¡Justo ahora que la gente regresa de la temporada de caza! Tengo que estar perfectamente de salud cuando comience la nueva temporada...

Ahora miraba a Din, pero su expresión no cambió ni un ápice. Entonces se giró sobre sus talones y desapareció en el interior de la casa.

—No tiene por qué preocuparse —le dije a Din con ironía mientras volvía a cerrar la puerta—. Seguramente, lo único que hace durante la temporada es hablar de cosas triviales con personas que en realidad no le caen bien. Mañana la llevaré conmigo al mercado para que no pierda la práctica.

—Usted es una mujer malvada... —contestó Din.

—Y tú un hombre malvado, por todo lo que cuentas sobre ella. Ni siquiera te reconoció, Din.

Se limitó a encogerse de hombros.

—Quizá necesite que le refresquen la memoria. Pero por desgracia no tengo a mano pieles de animales ni lanzas —dijo finalmente—. Y qué diablos, yo he dejado las mías en Virginia —añadió.

—Qué desconsiderado por tu parte, Din.

Él volvió a su trabajo, pero yo no quería regresar al mío. Quería que este momento durara más, así que encontré una pregunta que hacerle:

—Dime, Din, ¿por qué te llaman Din? ¿Es tu verdadero nombre? ¿O decías la verdad cuando me contaste que eran unas iniciales? ¿Qué significaban?

—Divertido, Inteligente y Negro, claro. O Desviado, Idiota y Negro. O Duro, Irascible y Negro.

—En serio, Din.

—Sí, es en serio; está escrito en mis papele'. DIN
[8]
son las siglas en inglés de «Cuidado: negro inteligente».

—¿De verdad?

Din rió.

—O puedo deci'le que es una palabra mandinga, de mi pueblo de África Occidental.

—¿Qué significa?

—No significa ná. Pero cada vez que me escapaba decían: «¿A
dinde
se ha ido?».

No pude evitar reír.

—Siempre consigues escaparte.

—Además, Dora, dígame: ¿Qué es un «din»?

—Un ruido.

—Ya ve, un ruido. Verá, he tenido muchos nombres. Primero el de nacimiento. Luego, el amo Lucas me lo cambió dos vece'. Y están los que te ponen los otros blancos. A otros esclavos les cambiaban el nombre hasta treinta o cuarenta veces. Y mientras, también les llaman Vergüenza, Odio y cosas así. He oído a un amo gritar en los algodonales: «¡Mierda, ve a buscar a Estiércol!», y les llamaban así durante cinco años.
Din
representa el ruido en tu cabeza de todos los nombres que has tenido sonando a la vez. Yo pondré a mis hijos nombres raros, inesperados, nombres de flores o algo así. Si es un niño será alto, así que le llamaré Delfinio. Y si es una niña pequeña y guapa, Margarita.

—¿Y si la niña es alta?

—La llamaré Dora.

Los dos estallamos en carcajadas al mismo tiempo, y sin esperármelo sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas, aunque no de sufrimiento sino de alegría, y tuve que morderme el labio regañándome por tamaña falta de decoro. Te quiero, Din, decía mi corazón. No, no es cierto, decía mi cabeza. Y yo me limitaba a disfrutar esta nueva e inesperada amistad, que aliviaba un poco la relación que tenía con la mujer vacía de mi casa.

—Todos pensamos que Jocelyn se había vuelto loco cuando regresó del continente pidiendo que le sirviesen sus comidas en los horarios más inesperados, como en el extranjero —exclamó Sylvia durante la cena—. ¡Pero deberías ver el tiempo que ganas, Dora! Cenas a mediodía, y al caer la noche sólo comes un tentempié...

En este punto me levanté y fui a la encuadernadora. Sus palabras me siguieron hasta allí, pues levantaba la voz a medida que me alejaba.

—¡Y por si esto fuera poco, tú todavía sirves la comida à
la russe!
¿No sabes que ahora todo el mundo cena à
la française?

Pero yo tenía la cabeza ocupada en Din, así que dejé de escucharla. Un poco más tarde llamó a la puerta del taller.

—¿Dora, cariño, puedo interrumpirte un momento? —Como no le respondí, añadió—: Me preguntaba si querrías tomar una taza de té conmigo, o algo más fuerte...

—¿Más fuerte? —pregunté.

Esa propuesta no me desagradaba. Abrí la puerta. Estaba de pie frente a mí, encogiéndose de hombros y con una sonrisa dibujada en el rostro.

—No sé, ¿qué tienes?

Parecía casi insegura. No tenía intención alguna de desaprovechar esta oferta de compañía de una Sylvia dócil.

—¿Qué tal una franela caliente? —propuse.

—¡Una franela caliente! ¡Tiene buena pinta! —dijo, aplaudiendo—. ¿Qué es una franela caliente, Dora?

—Mi madre se la preparaba a mi padre. Lleva cerveza, ginebra, huevos, azúcar y nuez moscada. Pero como somos encuadernadores, le ponemos sólo las yemas de los huevos, así queda más sustanciosa.

—¡Qué repugnante! —chilló Sylvia—. Pero será perfecta.

Comencé a quitarme el delantal de Jack.

—Mi padre siempre le decía a mi madre: «Sólo quiero un poco, sólo un poco», pero luego se lo bebía todo.

—¿Y cuánto vendría a ser un poco? —preguntó Sylvia.

—Ya verás —respondí mientras me dirigía a la cocina.

No quedaban yemas de huevo, porque hacía bastante tiempo que no preparaba fijador. Cogí unos huevos de la canasta y le pedí a Sylvia que los separase mientras iba a la encuadernadora a buscar una jarra de cerveza. Cuando regresé, Sylvia estaba en la misma posición en la que la había dejado.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.

—Ya separé los huevos.

Y así era: los había dispuesto todos en un perfecto círculo para que las cáscaras no se tocaran entre sí.

—Perdona, Sylvia. Lo que quise decir es que separaras las claras de las yemas.

—¿Y cómo se supone que debo hacerlo? —preguntó.

Cogí dos cuencos y le hice una demostración. Y mientras terminábamos con el resto de los huevos, y añadíamos el azúcar, la cerveza, la ginebra y las especias, me di cuenta de que ambas disfrutábamos de la compañía de la otra. Los primeros sorbos le hicieron balbucear y hacer muecas, pero se lo bebió sorprendentemente deprisa, y el alcohol la ablandó un poco. Pronto estuvo suspirando, lloriqueando y torturándose de nuevo. Aun así conseguí encontrar algún vestigio de simpatía por ella dentro de mí, pero su imagen rogándole a Din que la humillara se instaló en mi cabeza, y dividió mis emociones.

—¡Seguramente Jossie aún está enamorado de mí, Dora! —se lamentaba mientras jugaba con su vaso vacío y con la espuma—. ¡Y yo también lo amo!

«Vale, quizá sea cierto —quise decir—, pero le amas como amaste a la lanza que sostenía Din, como una víctima ama a un villano. Y él también te ama de la misma manera, aunque al revés. Te ama como el Imperio británico ama a sus conquistas, y mira lo que sucede cuando se revelan, cuando reaccionan.» Eso es lo que quería decirle. «Mira a los irlandeses, o a los indios. Así es como te ama él.»

No pude evitar preguntarme si también era así como yo amaba a Din.

—¿Qué pensará de mí? ¡Mírame! ¡Condenada a vivir en... en... una pocilga!

—Supongo que sabes que estamos en la parte más respetable de Lambeth —le dije, esperando que mis palabras alejasen la imagen de la lanza y sus pechos blancos, así como mis propios deseos por aquel hombre.

Peter se revolvería en su tumba si oyese sus palabras. Y en el acto me di cuenta de que era la tumba que había pagado esta mujer.

—¡Y tan cerca de las prostitutas! —dijo temblando.

—No hay prostitutas en Ivy Street, lady Knightley —contesté secamente.

—¡Oh, mírate, Dora! —lanzó—. Jocelyn se horrorizará cuando sepa que tuve que venir aquí. ¡Mira tu vestido gris! ¿No tienes algo más alegre que ponerte? ¿Qué fue de aquel vestido negro que te regalamos? Me deprimes...

Pensé en el vestido de seda marrón guardado en el trastero, en lo ridícula que me había sentido al ponérmelo, en cómo me había sentido una dama. Me sonrojé, avergonzada de mí misma.

—Sylvia —dije en voz baja—, hemos pasado una velada agradable. Te ruego que no la arruines.

Así fue como volvió a hundirse en sus pensamientos, y yo en los míos, pero había demasiados con el nombre de Din escrito, por lo que volví al trabajo.

Aquellos días Din se quedaba hasta tarde, como si supiese que le necesitaba cerca, a causa de la ausencia de Jack y la presencia de Sylvia. Acostumbrado a no poder entrar en la casa para evitar a Peter, Din seguía sin atravesar la pesada puerta de madera del taller, por lo que no volvió a cruzarse con Sylvia. Él era mi único alivio y escapatoria cuando entraba en la encuadernadora huyendo de Sylvia. Nuestros días se dividían en intensos ratos de charla y largos momentos de silencio, los cuales parecían más fáciles para él, pero para mí eran el punto de partida de interminables discusiones entre mi cabeza y mi corazón.

Seguía yéndose más temprano los viernes, pero ahora me pedía permiso, como una forma de cortesía, y por supuesto yo se lo daba. De vez en cuando aparecía por las mañanas con heridas en el rostro, o con un ojo tan cerrado que no podía distinguir mi expresión preocupada, o con arañazos en las espinillas que delataban las manchas de sangre que aparecían poco a poco en sus ya manchados pantalones.

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