La encuadernadora de libros prohibidos (42 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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—Tengo que ver su piel, cariño, para ver si esos pechos tienen alguna esperanza.

—¡No lo haré! ¡Pero qué idea más ridícula!

—Pues mejor será que quiera, o el mocosillo se va a morir de hambre.

Bess Masters, Pansy, Lucinda y yo clavamos los ojos en lady Knightley, quien nos observaba ofendida y desesperada. Todas sabíamos que su decisión dejaría las cosas claras.

Entonces, cuando se puso de pie e hizo un gesto a Pansy para que le ayudase con los botones, lazos y cierres que Buncie le había ajustado aquella misma mañana, supe que había mentido al afirmar que Jocelyn la encontraría pronto, y que había dicho la verdad cuando sostuvo que no tenía otro lugar adonde ir. Todas mis dudas y mi confusión respecto a ella desaparecieron en el acto: definitivamente, debíamos ayudarle.

Se comportó con gran dignidad mientras le quitábamos el vendaje, aunque gritó cuando la señora Masters le cogió los pezones entre los dedos y se puso a pellizcarlos. Seis meses atrás yo habría mirado a otro lado, al suelo o al techo, como hacía ella. Pero ya había visto tantos pares de pechos que no me quedaba nada del decoro o la curiosidad que hubieran desviado mi mirada. Pude ver lo difícil que era para ella, y me apresuré a ayudarla a vestirse una vez que terminó la tortura. No paraba de temblar, y tenía el vello de su piel color marfil erizado por el frío y lo indigno de la situación.

—Perfecto. Aquí hay buena leche. Es una lástima que te hayas vendado, pero haz lo que te digo y tendrás ríos de leche. Frótate los pechos cada hora. Frótalos, pellízcalos y pásales un cepillo suave durante diez minutos. Haz que el niño chupe, y déjale chupar a placer, aunque no pare nunca. Y si llora porque no saca nada, apártalo, dale un poco de leche en una cucharilla y ponlo a chupar de nuevo, luego dale un poco más con la cucharilla y vuelta a empezar. —Lady Knightley asentía, pero yo sabía que me necesitaría para recordar esto—. Tengo unas hierbas aquí... —continuó la señora Masters sacando una bolsa con hojas secas que distribuyó sobre la cocina—. Aquí tengo hinojo, cardo, borraja... Y eso son alholvas.

Pasé un dedo por las semillas en forma de pirámide. Olían a sirope.

—¡Puaj! Jocelyn me las trajo de la India. A él le encanta.

—Yo las conseguí a través de una familia india que vive aquí cerca. Y cerveza. Bebe litros de deliciosa cerveza. Es increíble lo que consigue.

Pero hagas lo que hagas, no comas nada preparado con salvia. Y nada de cebollas durante una o dos semanas. En diez días, estarás funcionando sin ayuda. —Luego se volvió hacia mí y me dijo—: Déjala llorar todo lo que quiera, ayuda a que salga la leche. Y va a llorar cubos enteros de lágrimas...

En aquel instante comenzaron los llantos, pero eran los de Nathaniel. Se lo ofrecí a la señora Masters, quien propuso intentarlo: metió un dedo en la boca del niño para que comenzase a chupar y lo llevó hasta lady Knightley, a quien abrió nuevamente el vestido. Le pasó el niño sin quitarle el dedo de la boca, y con la mano libre pellizcó y estrujó el pezón hasta que estuvo rígido y erecto como la punta de un puro. Lo sostuvo entre los nudillos de la mano que chupaba el niño, quitó el dedo índice de su boca y le puso el pezón en su lugar. Nathaniel abrió los ojos sorprendido y apartó la cabeza, pero la señora Masters le guió de nuevo hasta que volvió a coger el pezón y empezó a chupar con fuerza.

—¿Cuándo comió por última vez?

—Hace unas dos horas, un poco de pan con leche.

—Bien. Entonces está en buena forma. Mírenle, ya sabe cómo hacerlo.

—Me duele —se quejó lady Knightley.

—Y dolerá —respondió la señora Masters—. Pero también dolería ver a tu niño enfermo por no tomar la leche adecuada. Llora cuanto quieras, ayuda a la leche a salir.

Lacrimosa,
pensé. Lágrimas. Y leche.

—Mejor será que me vaya. Ya me está llegando la leche y tengo cuatro bocas que me esperan. Pero os daré algo antes de irme para que paséis la noche. Pansy, cariño, sé buena y tráeme un poco de agua caliente y un vaso.

Cuando se los trajo, calentó el vaso en el agua caliente, se desabotonó rápidamente la camisa, apoyó el pezón contra el borde del vaso y la leche comenzó a salir como su hubiese abierto una válvula. El vaso se empañó con la leche y el vapor de agua, y cuando estuvo casi lleno y el flujo de leche se había calmado, retiró el vaso y se abrochó los botones con una mano, limpiándose las gotas con la camisa.

—Mirad esto —dijo con orgullo, y al ver cómo se regodeaba pensé que iba a bebérselo—. No hay nada mejor sobre la tierra. Cuando se haya tomado ésta podéis darle leche de cabra, si queréis; no la necesitará más de una semana. Usad esta leche antes de medianoche, o se pondrá mala. Entre eso y las hierbas, serán dos chelines y seis peniques. ¿Qué os parece?

En cuanto le di el dinero regresó con las bocas hambrientas que la esperaban. Casi podía oír los gritos que la recibirían a llegar a su calle.

Se estaba haciendo tarde, y yo aún tenía cosas que arreglar. Le di algunas monedas a Pansy, aunque no tenía que pagarle hasta fines de enero, y la envié a su casa. Luego me dirigí a la cocina para liberar a lady Knightley de su niño, que volvía a llorar.

Nathaniel parecía amargamente decepcionado por las reservas de su madre, quien tenía algunas gotas de sangre en el vestido. Llevé al niño al salón y jugué un poco con él antes de recostarlo sobre una manta junto a la chimenea, lo cual lo tranquilizó un poco. El bebé miraba azorado las llamas danzantes del fuego mientras Lucinda lo acariciaba a su lado. Regresé a la cocina, donde lady Knightley seguía sentada en la misma posición en que la había dejado.

—Ahora venga conmigo, vamos arriba. —Me siguió mientras avanzaba con una vela en la mano hasta la habitación que Pansy había ventilado—. Usted dormirá aquí. Déjeme arreglar esto... —hice un gesto con la mano— ... mañana.

Lady Knightley miraba extrañada la habitación.

—¡Pero qué gustos tan particulares tiene! —dijo en voz baja—. ¡Y tiene tan pocos armarios! ¡Vaya, qué inteligente! —añadió corriendo la tela que había atado a través de la habitación entre la pared y la chimenea y revelando las clavijas y los ganchos de donde colgaban mis pocas ropas en la oscuridad. Su sorpresa casi le hizo olvidar su suerte—. ¡Pero qué ingenioso! ¿Dónde arregla sus vestidos?

—¿Acaso no había notado que mis vestidos no estaban hechos con los kilómetros de tela que llevaban los suyos?

No mencioné el vestido de seda marrón guardado en la otomana, al pie de la cama.

—¡Y mire! ¡No hay velos en la cama! ¿Cómo se protege de las corrientes de aire? ¡En esta casa hay muchas más corrientes que en Berkeley Square, y aun así no tiene cortinas!

Fui hasta la cómoda y abrí el cajón inferior; todavía conservaba aquí algunas camisas de Peter. Las cogí y las metí en el cajón del medio, y luego saqué el cajón inferior y lo coloqué encima de la cómoda.

—Nathaniel dormirá aquí.

Miró el cajón fijamente, sin comprender al principio. Luego, a medida que mi propuesta cobraba sentido para ella, protestó:

—Pero ¿y el hollín? ¿Y el polvo? ¿No tiene una cuna con cortinas, o un cobertor limpio? Esto es repugnante... —Sus ojos se llenaron de lágrimas, y parecía que iba a derrumbarse en cualquier momento—. ¡Nathaniel tenía una cunita preciosa! Estaba decorada con flores amarillas y encajes color crema. ¡Y mi cochecito! ¡Venía de Francia!

«Pero aquí estás en Lambeth, cariño, donde las madres llevan a sus bebés en brazos y los hacen dormir en un cajón, aunque si los bebés tienen suerte, reciben un poco más de amor que en otros lados», pensé. No siempre, pero a veces sí.

La observé secarse las lágrimas con las mangas del vestido, luego la ayudé a quitárselo para que se pusiera uno de mis camisones.

—Tendrá que hacer algo con esto —dijo quitándose la combinación y una compresa ensangrentada de entre las piernas—. Por favor, tome ésta y tráigame una limpia.

Doblé la compresa y la puse en el orinal para llevarla abajo. Luego cogí una toallita del armario, la doblé y se la ofrecí. Cuando estuvo lista, la envolví en una manta y la llevé al rellano.

—¿Dónde está el cuarto de baño? —preguntó.

Debí de mirarla inexpresiva, porque me repitió la pregunta.

—Hay un grifo en el depósito de carbón —respondí finalmente—, y un orinal bajo la cama. Si necesita agua caliente, pídasela a Pansy, pero no los lunes, por favor, porque es el día de la colada.

Bajamos las escaleras, les serví a ella y a Lucinda un bol de sopa y unas crepes y nos sentamos a comer en silencio, observando el crepitar del fuego y a Lucinda, que arrullaba a Nathaniel. Pero el niño no tardó en ponerse a llorar de nuevo, así que lo levanté y lo apoyé contra mi hombro para frotarle la espalda. Lucinda se acercó y le acarició sus escasos cabellos.

—Quizás habría que darle de comer otra vez —dije con dulzura.

—No puedo soportarlo más, Dora —lanzó lady Knightley—, no importa lo que haya dicho aquella horrible mujer. Sea buena y tráigame una tetina y una botella de la farmacia, y eso bastará.

Me limité a sentarme y a observarla. El bebé se debatía contra mi hombro, intentando chupar primero la piel de mi cuello y luego sus propios puños. Era demasiado.

—¡Tráigamelo ahora, o deberé azotarla!

Me puse de pie y escuché mis palabras que surgían como un grito a pesar mío:

—¡Puede azotarme todo lo que quiera, pero alimentará a este niño con sus tetas!

Le entregué a Nathaniel, fui a la cocina, cogí el vaso de leche materna de la estantería y busqué una cucharilla limpia. Me preocupaba saber qué me había llevado a gritarle así a alguien de su condición social, pero mi enojo era todavía profundo. Cuando volví junto a ella, tenía la cabeza gacha y las lágrimas caían de la punta de su nariz, pero se había bajado el camisón y Nathaniel estaba mamando relativamente satisfecho y en silencio. Esperé a que comenzara a llorar de nuevo, y le di el resto de la leche con la cuchara mientras lady Knightley lo sostenía. Luego preparé un poco de té con alholva para ella, que se lo bebió obediente a pesar del horrible sabor, y ambas comprendimos que la balanza del poder había cambiado a mi favor, y que así se quedaría mientras viviese bajo mi techo.

19

El negrito juguetón

una teta chupó,

tu padre es un cornudo,

tu madre me lo contó.

Ni Pizzy ni Diprose vinieron nunca. Me pregunté si lo sabrían y les daba igual, o si por una vez había escapado a la atención de los espías de Eeles. De todas formas, tampoco me importaba demasiado.

Sylvia (ahora la llamaba así) pasó su primera semana en Ivy Street viviendo alternativamente en el pasado y en el futuro. El momento presente y las necesidades inmediatas de su niño, más allá de amamantarle, estaban muy lejos de ella. Ya producía suficiente leche, y parecía encontrar cierta satisfacción en el cuidado del bebé, aunque sus pesados suspiros solían perturbar las siestas de Nathaniel, satisfecho de leche. No mencionó ni una sola vez a mi Peter, ni se le ocurrió pensar que yo podría necesitar algo de paz y consuelo en este momento de luto. No le interesaba lo que hacía yo todo el día en el taller, ni volver a ver a Din. De hecho, no parecía siquiera recordar que él trabajaba para mí. Sólo pensaba en ella.

Se preocupaba mucho por la ropa de Nathaniel, e insistía en vestirlo bien: las prendas del niño llenaban una de las maletas. Tenía una gorra de franela para prevenir las inflamaciones de los ojos, una amplia selección de combinaciones de batista y baberos mullidos, bordados o decorados con cintas de muselina y satén, y zapatitos de lana. Luego estaban las servilletas rusas, los pañales de franela, que debían ser lavados aparte por cuestiones de higiene, y finalmente las compresas ensangrentadas de Sylvia mientras sanaban sus heridas de parto, lo que significaba que Pansy se pasaba casi todo el día lavando ropa. Además, Sylvia insistía en que Pansy almidonara la ropa de Nathaniel no sólo con el almidón de patata sino que le hacía calentarlo en una cacerola con bórax y cera hasta que gelatinizaba, sumergir la ropa en la mezcla y no plancharla hasta que estuviera seca, lo cual aumentaba considerablemente su carga de trabajo. Le dije a Pansy que podía llevar la ropa a Agatha Marrow para que la lavara, y así lo hizo, pero al regresar, no subió, como yo solía, para doblarlo todo y meterlo en el ropero y los cajones. En cambio, llevó la colada a la cocina y ventiló sábanas y telas frente al fuego, verificando que no hubiera piojos o liendres. Al final, decidí que, como no teníamos problemas de dinero, podíamos contratar a una lavandera que viniese a casa, aunque costara dos chelines por día, sin contar el costo de hervir agua y el jabón extra.

Aun así no podía evitar sentir lástima por Sylvia. No debía de haber sido fácil pasar de ser parte de los más ricos a formar parte de la clase media más baja. Había sido educada para no ser más que un hermoso apéndice en el brazo de un aristócrata, inútil pero decorativa, y no era culpa suya si nadie le había enseñado cómo sobrevivir en circunstancias como ésas.

Me necesitaba cada noche a su lado para volcar en mí sus últimos lamentos, que pasaron rápidamente del llanto a la furia. Repasaba su niñez y su noviazgo con Jocelyn; se lamentaba de su dolor y diseñaba estrategias para recuperarle; cualquier cosa menos explicar la razón de su expulsión, que tanta curiosidad me provocaba, a pesar de mis esfuerzos para llevarla al tema con disimulo. La aproximación directa ya había fracasado la noche que llegó a mi casa.

—¿No es precioso? —comenzó a decir un día—. ¿No le parece que es un niño exquisito? —Y su melancólica reflexión se convirtió de repente en cólera—: ¡Cómo se atreve! ¡Monstruo! ¡Está siempre rodeado de mujeres africanas desnudas con pechos flojos y entrepiernas sangrantes, y ni siquiera se ocupó de mí durante el parto, cuando yo llevaba una camisa de noche, una combinación y una mañanita! ¿Qué quería, que también me pusiera el corsé? Me administró el cloroformo, y luego se fue a su club a jugar al backgammon y comer ciervo asado. —Por un momento se perdió en sus pensamientos, que vaya a saber por dónde la llevaban, y finalmente dijo—: ¡Charles Darwin le administró el cloroformo a su esposa y se quedó con ella! ¡Y Charles Dickens! ¡La reina Victoria usó cloroformo cuando tuvo a Leopold y Beatrice...! ¿Dónde estaba Albert?

—Al menos a usted le dieron cloroformo... —murmuré.

—Supongo que estar casada con un médico procura ciertas ventajas. Podría haber elegido a alguno de los amigos de mis hermanos, pero me aburrían. Hombres putrefactos con mansiones en ruinas, militares, o peor aún, hombres de negocios. No quise a ninguno de ellos. Jocelyn me dijo que yo irradiaba demasiada luz para las vidas grises que ellos me ofrecían. Quizá no tuviera la alcurnia que exigía mi padre, pero le amaba.

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