Read La encuadernadora de libros prohibidos Online
Authors: Belinda Starling
Tags: #Histórico, Intriga
Pero mientras cantaba celebrando el nacimiento de nuestro Salvador, decidí que no me dejaría vencer por lo que también me daba de comer. Debemos buscar la resurrección, no la muerte, recordé, aunque eso no se lo diría a la señora Eeles.
No me apresuré en regresar a casa tras el servicio religioso. En un día sagrado como éste, más que nunca sentía que mi casa era un templo de perdición, vicio y vanidad. Savonarola se habría escandalizado allí dentro: no sólo por los paquetes de libros que tapizaban las paredes, sino también por el vestido, el corsé, las cosas caras esparcidas por todas las habitaciones mientras decidía dónde meterlas. Savonarola había quemado todo, libros y obras de arte, pero también espejos, cosméticos, vestidos... finalmente, él también terminó en la hoguera. Quemar para ser quemado: lo que pensamos y las decisiones que tomamos vuelven a nosotros de forma inimaginable.
Lucinda y yo calentamos la oca rellena, asamos unas patatas, hervimos unas zanahorias y chirivías y abrimos una botella de vino en un intento de comida de Navidad. Nuestro hogar era cálido y en muchos sentidos seguro, mucho más alegre que las últimas Navidades a pesar de la muerte de nuestro pobre Peter. No pudimos evitar reírnos cuando le conté a Lucinda nuestra primera Navidad en Ivy Street: Patience Bishop había enviudado hacía poco y comimos con ella carne y buñuelos, y Nora Negley había bebido demasiada ginebra y no paraba de cantar villancicos, y la señora Eeles había besado a Peter bajo el muérdago. Lucinda rió tanto que le dio hipo, así que le serví un poco de vino en su tacita de juego de té y le dejé tomar unos traguitos. Nos hicimos cosquillas y nos adormilamos cantando canciones navideñas hasta que la llevé a su cama mientras afirmaba que era la mejor Navidad de su vida y que esperaba que el fantasma de su papá no la escuchara decir eso desde el cementerio.
Tirado sobre la cama, el vestido marrón se burlaba de mí. «Pequeña mujerzuela», me decía mientras lo doblaba y lo dejaba encima de la otomana, en el espacio que había dejado mi velo. «¿Te crees una dama, verdad? ¿Acaso piensas que ahora que no puedes acercarte a Holywell Street ni salir de tu taller y tu casa podrás usarme en algún momento?»
Cuando la casa estuvo en silencio, me quedé sola con mi vacío, que sólo podía llenar una persona, y con mi compulsión por el trabajo para no sentirlo. Bajé al taller, encendí una vela solitaria y trabajé hasta la medianoche.
El día siguiente trajo su habitual procesión de barrenderos, aguadores, tenderos, carteros, carboneros y lampareros en busca de sus regalos navideños, y me sentí agradecida de poder satisfacerles a todos. El día 27, tras el almuerzo, mientras Pansy y Din estaban ocupados trabajando nuevamente, dejé a Lucinda jugando en el salón, me puse el chal y el velo y por fin me fui a ver a la madre de Jack.
Sin dirigir una sola mirada a los pares de ojos que me observaban pasar detrás de ventanas y cortinas, me dirigí hacia el nordeste, en dirección al río. Me pregunté si Din habría tomado este camino cuando le envié a buscar noticias de Jack el día de la muerte de Peter. Intenté pensar en mi difunto esposo, pero mis pensamientos se desviaban sin cesar hacia Din: Din caminando por estas calles, Din besándome en la mejilla... Finalmente llegué al número trece de Howley Place, como debía de haber hecho Din, y volví a ver aquellas pequeñas casas con paredes rotas y desconocidas a tal punto que era difícil saber cuál había sido su color original. Había varios indigentes sentados frente a las casas, en las calles. La puerta de Lizzie estaba abierta a pesar del frío, así que la llamé a gritos.
De entre las sombras surgió una mujer delgada y marchita, como un hilo de polvo levantado por la brisa. Tenía los ojos hundidos y tristes, y todo en ella era exiguo.
—Me preguntaba cuándo vendría —dijo mientras yo me quitaba el velo. —Sólo cuando hablaba se notaba que no tenía dientes, ya que nunca sonreía—. Tendría que haber ido yo a hablarle. Pero he estado ocupada con los pequeños, y con eso de que Jack se ha ido y nos hemos quedado sin su dinero. No podía contárselo al moreno, a pesar de lo que Jack dice de él. Tampoco podía ir hasta allí.
—No importa, Lizzie, lamento no haber podido venir antes. No es que no estuviera preocupada, lo estaba y mucho, pero no he tenido ni un minuto con el asunto de la súbita muerte de Peter y...
—Lo siento de verdad.
—Gracias. Me extrañó que Jack no fuera al entierro. ¿Tiene problemas?
—Entre, se lo contaré todo.
Me llevó dentro, hacia una habitación donde casi no quedaba enlucido en las paredes y que olía a madera podrida, humedad y deterioro. Desde las escaleras nos observaban una docena de ojos brillantes rodeados de caritas sucias, la mayoría no más grandes que la de Lucinda, aunque yo sabía que algunos de los chicos tenían más años que ella. Había una sola silla en la habitación, junto con dos taburetes de tres patas.
—Siéntese —me dijo Lizzie.
—Usted coja la silla, Lizzie. Parece cansada.
Finalmente las dos nos quedamos de pie. El suelo estaba tan desnivelado a causa de las paredes que se derrumbaban, que me sentía como un marino en alta mar.
—Cuénteme, Lizzie.
—Ni siquiera nosotros lo supimos al principio. Tendría que haberlo visto. Tendría que haberme dado cuenta. Menos mal que Dan ya no está aquí... él lo habría enderezado. Dan le hubiera matado, se lo digo yo. Supongo que debo estar agradecida.
—¿Por qué le habría matado? ¿Qué ha hecho?
—Fue aquella noche, cuando salió de su casa. Le arrestaron, justo frente a la puerta.
—¿De qué le acusan?
—Vaya, señora Damage, eso es lo terrible.
—¿Le han metido en prisión por eso, sea lo que sea?
—Todavía no ha ido a juicio, pero no tiene oportunidad alguna. Me dijeron que le van a caer diez años.
—¿Le molestaría decirme por qué?
Lizzie suspiró profundamente, como si lo que estaba a punto de contar pudiese matarla, y poco a poco levantó el dedo medio de la mano izquierda, que flexionó hacia arriba y comenzó a mover arriba y abajo. Entonces lo supe, sin duda, y todos estos años de ignorancia se llenaron de sentido.
Peccatum illud horribile, inter Christianos non nominandum,
como había leído en tantos textos.
—¡Diez años!
—Diez años. Y podría haber sido peor. ¡Hace un año lo habrían ahorcado! —exclamó levantando la voz y moviendo las manos como las gastadas alas de un ángel, como si con el gesto pudiese tocar a su creador, y con el grito, conseguir que la escuchase.
—No, Lizzie, no lo habrían ahorcado, se lo prometo.
Le cogí los brazos, los bajé, y llevé sus manos contra mi pecho.
—Es lo que me dijo el navajero —afirmó.
—¿Quién?
—El afilador de cuchillos —respondió, como si aquello probara la verdad.
—Lizzie, en teoría, tiene razón. El año pasado anularon la pena de muerte para ese... crimen. Pero no han ahorcado a nadie por ello desde 1830. Créame, algo sé al respecto: está todo en los libros —dije, y me apresuré a añadir—: Quiero decir, en los libros que Peter solía encuadernar, cuando él y Jack trabajaban para el Parlamento. No se llene la cabeza con esas cosas. Diez años es mucho mejor que la horca, consuélese con eso, Lizzie.
Finalmente la senté en la silla y paseé la mirada por la miseria que nos rodeaba en busca de algo con qué cubrirla.
—¿Qué necesita? —le pregunté, pero sabía que no había una verdadera respuesta a mi pregunta.
Lizzie estaba más allá de las lágrimas, atontada e incapaz de reaccionar.
—¿Puedo ir a visitarlo, Lizzie? ¿Dónde lo tienen?
Lizzie negó con la cabeza.
—Ha dicho que no quiere visitas.
—Le traeré su salario la próxima semana —dije en voz baja, y luego le di la mano y me preparé para salir.
Tres niñitos con el cabello del mismo color que Jack se pusieron en mi camino.
—¿Va a traer a Jack de regreso? —me preguntó uno de ellos.
—Ya quisiera yo, pequeño —respondí.
—Mamá le necesita —dijo otro.
—Y me debe dinero —exclamó el tercero.
—¡Salid de aquí, vosotros! —gritó Lizzie en su último acto antes de desplomarse hacia atrás el respaldo de la silla como si estuviera muerta—. Id a buscar algo de ginebra, si queréis ayudar —oí que murmuraba miserablemente como una vela agonizante mientras salía.
Me maldije a mí misma durante todo el trayecto de regreso por no haberme dado cuenta antes. Desde que conocía a Jack había preferido no leer los indicios: la falta de interés por tener novia, la vergüenza frente a gran parte de la literatura con la que trabajábamos, la falta de amigos... Y al igual que cuando se enviuda comienzan a verse velos y vestidos negros por todas partes, los vi de repente en todos lados, y comprendí lo que había estado ignorando: los muchachos con sus uniformes de marinero en el Strand, los mensajeros de Holywell Street... todos afeminados. Maricones. Invertidos. Perros de presa. Sodomitas.
¿Me disgustaba aquello? Un año atrás lo habría hecho. Un año atrás no habría luchado tanto por comprender. Mi pequeño Jack. Era un muchacho adorable, de gran corazón. Jack, y su furtiva, su pequeña vida secreta. No, no me disgustaba. Me avergonzaba reconocerlo, pero en cierto sentido me sentía aliviada: aliviada porque su arresto la noche que Peter había pasado a mejor vida fuera sólo una coincidencia. Quizá Peter lo había visto cuando le arrestaron, quizás había oído los cargos que se presentaban contra su aprendiz. Peter habría estado más que disgustado, le habría amargado la vida. Posiblemente fue aquello lo que le dio el empujón final, lo que le envió hacia su última botella de láudano y su último viaje en busca de su Creador. No me sorprendería lo más mínimo.
Y junto al rostro ultrajado de Peter, también imaginé a Lizzie, aplastada por lo que sentía como una traición, preguntándose una y otra vez qué había hecho para merecer tal insulto: madre, rechazo tu sexo, y para mí elijo el mío.
Yo conocí a Dan, el padre de Jack, al principio, cuando firmaron el contrato de aprendiz, poco antes de que desapareciera una noche tras una pelea en la que robó diez libras. Algunos dijeron que volvió al mar. Otros, que tenía una segunda esposa en Glasgow, donde vivía. Recuerdo que se movía lenta y pesadamente, como alguien que lleva acumulando rencor desde que su madre le dejó de dar el pecho. Antes de caer en la bebida había sido herrero; un hombre tosco, que azotaba al pequeño Jack con una vara de hierro y le amenazaba con marcarlo con hierros calientes, desesperado ante su delgado y frágil muchacho, quien no mostraba interés por seguir los pasos de su padre en la herrería. Jack era el único miembro de su familia que sabía leer, y había aprendido solo, con los periódicos que recogía en las calles. Dan tardó un tiempo en comprender que no conseguiría endurecer a su hijo a golpes y que así terminaría por matarlo, y lentamente sus aspiraciones y las de Lizzie comenzaron a crecer respecto de Jack y su capacidad de lectura. Poco a poco fueron incentivando a su hijo a leer, ahorrando para pagarle una mínima educación. Una noche, llegó a casa orgulloso con dos libros que había birlado a alguien en la taberna para su muchacho. Uno era el
Prometeo liberado
de Shelley (si Dan hubiera sabido que se trataba de poesía, jamás se lo hubiera dado), y el otro el
Informe de los Comisarios Metropolitanos sobre la locura
de 1844, que no le enseñaron a Jack nada que no hubiera aprendido ya en su vida junto al río, pero que aumentaron su confianza en sus aptitudes intelectuales. Recuerdo que, cuando finalmente firmó el contrato de aprendiz en Encuadernaciones Damage, pensé que Lizzie estaría henchida de orgullo. Jack no tendría que trabajar en los depósitos de carbón, ni en el río; Jack era la gran esperanza de la familia.
Pobre muchacho. Era un milagro que hubiera sobrevivido todo aquel tiempo en Lambeth.
Adiós, mi bebé.
Cuando era una dama,
mi bebé no lloraba.
Ahora estoy lejos.
Pero ahora mi bebé está llorando
y nadie lo cuida,
porque no hay nadie que le esté cuidando,
llora mi bebé y temo por su vida.
Al regresar de casa de Lizzie había una mujer, o más bien debería decir una dama, esperándome frente a mi puerta. Ya casi era de noche, pero vi en la penumbra que llevaba un gorro que sobresalía de su cabeza como una cuchara, adornado con plumas, que le daba aspecto de pollito asomando del huevo. Llevaba debajo una larga cofia color crema, y sobre los hombros una capa tres cuartos gris oscura de cachemira fina. Bajo la capa tenía puesto un chal de encaje blanco, y sostenía un bulto envuelto en puntillas y seda. Tenía una expresión más nerviosa y la frente más arrugada que la primera vez que la había visto, pero sin ninguna duda se trataba de lady Knightley; una estrella caída del cielo y preocupada por cómo lograría regresar allí arriba.
No pareció reconocerme, y siguió de pie, inmóvil, con la mirada fija y varias maletas de cuero a sus pies. Me dije que no debía de haber llamado a la puerta, ya que si no Pansy la habría hecho pasar. Entonces el bulto de encaje que lady Knightley llevaba en brazos comenzó a llorar, y supe que tenía que sacarla de la calle y ponerla a cubierto cuanto antes.
—¡Lady Knightley, qué placer! Por favor, entre...
Pero ella no se movió, y el llanto iba en aumento.
—Venga conmigo...
La niebla y la oscuridad eran demasiado densas como para que la señora Eeles pudiese vernos desde su ventana, pero pronto oiría los gritos y enviaría a Billy a Holywell Street o, peor aún, a Berkeley Square. Sin embargo, ella no se movía, y yo comencé a sentir pánico.
—Por favor, rápido, venga conmigo —dije, y le cogí el brazo con más fuerza de la que hubiese deseado, lo que le hizo dar un salto y pasar junto a mí como un rayo al interior de la casa.
Les llevé a ella y a su bulto llorón lejos de las ventanas, hacia la cocina, donde Pansy preparaba crepes. Traje el sillón Windsor del salón y esperé a que lady Knightley se sentase con cautela en él. Lentamente, como si no estuviese acostumbrada a ello, fue soltando los metros de tela que envolvían al bebé. Tenía el rostro morado. Ya libre de sus ataduras, lo sostuvo con los brazos estirados observándolo llorar. Yo no sabía si me lo estaba ofreciendo o qué, pero por su expresión parecía totalmente agotada, y eso siempre era peligroso para un bebé. Lucinda se encogió detrás de mi falda.