La encuadernadora de libros prohibidos (39 page)

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Authors: Belinda Starling

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: La encuadernadora de libros prohibidos
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Para la señora Damage,

una gran y rara especie,

con gran respeto en estas Navidades,

Valentine G.

Corrí en busca de Pansy y Lucinda para mostrarles la escena: era como si las navidades de alguna mansión de Londres hubiesen pasado a visitar el suelo del taller.

—¡Por el amor de...! —dijo Pansy cuando le di su gorro.

—Y esto es para ti, Lou... —y le alcancé su paquete.

—¿Para mí? ¿De parte de quién?

Pero yo no podía responderle. Al abrir el paquete, descubrió un juego de té para muñecas, con tetera, cafetera, jarrito para la leche, azucarera y cuatro tazas y platos, todo pintado con violetas y nomeolvides.

—¡Mossie tiene que tomar té! —dijo casi sin aliento a causa de la alegría, y corrió a buscar a su muñeca.

Al regresar, la invitó con alegría a tomar un té, y juntas se sirvieron y bebieron e iniciaron una educada conversación, similar al monólogo que me había dedicado lady Knightley.

Pansy estaba frente al espejo probándose su gorro, y yo me ocupé de la caja siguiente. Como había temido y esperado, estaba llena de manuscritos sin encuadernar. Hubiera querido que Jack estuviera junto a mí para estudiar su contenido antes que yo. Cogí el primer manuscrito y lo abrí. Era razonablemente inofensivo, al igual que los siguientes. También había tres Biblias y una carta de Bennett Pizzy pidiéndome más álbumes y diarios femeninos: «Sus tonterías superfluas han demostrado ser irresistibles para las damas y sus esposos», había escrito.

Aparentemente, Damage había vuelto a abrir y regresaba a la normalidad, si es que esto podía considerarse normal. De nuevo pensé en este mundo absurdo en que me encontraba metida, un mundo donde mis empleadores me compraban la ropa de luto a sabiendas de que tendría que seguir trabajando, un mundo donde mis vecinos esperaban que me comportase como una viuda, pero sabían que iba a comportarme como un viudo. Todo era, como siempre, una cuestión de visibilidad de la mujer. Yo caminaría por las calles como una mujer en mi vestido de luto, pero en casa, detrás de la puerta cerrada, trabajaría como un hombre.

Contra uno de los lados de la caja había un gran sobre de papel manila. Rompí el sello y hurgué en el interior, donde encontré unos papeles, muchos, del tamaño de la palma de mi mano, escritos en tinta negra sobre blanco. Llevaban la inscripción «Banco de Inglaterra» en una tipografía elaborada en el centro, y un dibujo de Britania en la esquina superior izquierda. Prometían pagar al portador la suma de cinco libras. Nunca antes había visto papel moneda: parecía tan irreal como las fotografías que llegaban al taller, o tan real. Ochenta billetes. Cuatrocientas libras.

Cogí el libro de contabilidad y sumé lo que se me debía. Estaba todo allí, en pago por el trabajo que había hecho para Diprose y como anticipo, al menos, de esta nueva caja. Pagaría mis deudas con Skinner y Blades por completo. Era una fortuna.

Primero fui a casa de la señora Eeles y le entregué tres billetes con un «Feliz Navidad» y una sonrisa dulce como el azúcar, y no me di la vuelta para mirar su expresión mientras me alejaba por Ivy Street. Luego fui a la casa de empeños para recuperar mi anillo de casada y preguntar dónde podía encontrar a los señores Blades y Skinner. Las dos horas siguientes las pasé entre licorerías y juzgados de delitos menores, tabernas y casas de subastas, llamando a todo tipo de puertas e interrogando a todo tipo de personas desesperadas y perseguidas hasta que di con Skinner, quien se ofreció a cobrarme en el acto, por lo que fuimos en busca de un notario, y aunque era Nochebuena, al fin hallamos uno decente y terminamos para siempre con aquel asunto intercambiando mis preciosos papeles por un garabato de su pluma.

Tenía los pies pesados, pero el espíritu ligero, cuando Din pasó aquella noche para ver cómo me iba y cuándo planeaba reabrir la encuadernadora. Aquella noche le invité a una copa en la taberna de la esquina. Después de todo, era Nochebuena, y las personas respetables tenían derecho a beber sin manchar su reputación, incluso si se trataba de una viuda de luto. Nos acomodamos entre esposos y esposas, oficinistas y comerciantes, en medio del barullo de los pedidos de bebidas y los ruegos de «Límpiate la boca, estamos en Nochebuena», y nos pusimos a beber mientras yo meditaba mi extraña suerte.

—Ven a cenar con Lucinda y conmigo mañana, Din —le propuse mientras me acompañaba de vuelta a casa.

Las fiestas me habían sensibilizado: los coros de villancicos con sus lámparas negras, las bandas musicales engalanadas con hojas de acebo, abeto y laurel, de muérdago que anunciaban a gritos su mercancía, las multitudes entrando en pollerías, carnicerías, tiendas de ultramarinos, los vendedores ambulantes de patos y ocas raquíticos aún vivos, pero casi muertos, que picoteaban el barro en busca de comida... Tenía la fuerte necesidad de pasar el día con la gente que me importaba. Compré medio penique de muérdago y me detuve en un comercio de juguetes a un penique para comprar un puñado de soldados de hojalata, varios pares de guantes tejidos de colores y una armónica. En otro lugar compré una caja de pinturas y pinceles y un mono que levantaba los brazos y las piernas cuando se le apretaba la base.

Din me dijo que tenía otros planes, aunque salvo pasar el día con las personas del sótano de Whitechapel, o comiendo carne asada en el asilo de pobres, no podía imaginarme de qué podía tratarse. Le mandé de regreso a su casa con un trozo de oca, un poco de jamón y queso, una botella de vino y fruta. También le di unos guantes y la armónica que había comprado.

—Y esto —le dije al poner un sobre en el bolsillo de su chaqueta—. Tu bonificación de Navidad.

—Gracias, seño'a —contestó, y se dio media vuelta para irse.

—¿No vas a besarme bajo el muérdago? —pregunté, forzando mi acento barriobajero.

Una ramita pendía dócil de mi mano.

Din cogió la ramita, la puso sobre mi cabeza y me dio un besito en la mejilla.

—Que tengas una feliz Navidad —le dije—. Y comunica a tus amigos mis buenos deseos —añadí mientras se alejaba, y él, de espaldas, alzó una mano en señal de despedida.

Estamos obligados a ser felices en Navidad, sea o no cierto. La gente nos exhorta a ello varias veces por minuto, y puesto que yo soy una buena chica, y que siempre hago lo que me dicen, considero una insolencia desafiarles. Aunque yo tampoco había renunciado, a causa de mi viudez, a la necesidad de estar contenta: demasiada compasión es igual que demasiada lluvia.

Y al fin me encontraba en una casa cálida, repleta de delicias inesperadas. Pansy había llevado a Lucinda a la cama, acomodando a Mossie contra su pecho. Entregué a Pansy los soldados de hojalata y varios pares de guantes y la envié a su casa con su nuevo gorro, otro sobre con dinero y algunas vituallas de las cajas. Entonces vagué por el salón, sola, y pensé varias veces en ir al taller y comenzar con los manuscritos recién llegados, por simple costumbre, o por tener algo que hacer.

Intenté consolarme diciéndome que mi sensación de soledad era normal tras la reciente pérdida del esposo. Pero yo sabía que no extrañaba a Peter en absoluto. Sentía una ausencia diferente: era más rica de lo que jamás había soñado, y sin embargo me encontraba sola y vacía por dentro. No era un dolor conocido.

Pensé en Din, en cómo conseguí que me diera un beso, y en lo casto que había sido. Estaba avergonzada; nuestras mentes nos ocultan cosas incluso a nosotros mismos. ¿Les había resultado tan evidente a los habitantes de Holywell Street? ¿Cómo se habían dado cuenta si yo me lo negaba a mí misma? Pero ahora ya no tenía la excusa de la preocupación por la supervivencia para dejar de lado mis sentimientos, ni del hombre enfermo en el sillón Windsor de mi salón que necesitaba mis cuidados, y ya no podía seguir ignorando a Din.

Decidí que debía ponerme a trabajar, aunque sólo fuese para dejar de lado estas revelaciones que me quemaban por dentro como fuegos artificiales. Fui a buscar los nuevos paquetes, intentando no mirar el telar donde él se sentaba, pero no pude contenerme. Recorrí la madera con la punta de los dedos, y cogí una aguja. Intenté recordar las palabras amables que intercambiamos aquí. Lo deseaba: ahora que tenía el vientre lleno, lo único que quería era llenarlo aún más, si bien el hambre era distinto.

Me alejé del telar, cogí un manuscrito del paquete y lo estudié para decidir cómo trabajarlo. Una vez más, era algo repugnante. Repugnante, aunque profundamente triste. Resultaba paradójico que aquella literatura describiese las cosas más íntimas que podían realizarse con otra persona (o personas), en los términos menos humanos posibles. En aquellos libros no había personas, sino partes del cuerpo. Las historias no hablaban de la unión con el otro, sino de fantasías individuales, de satisfacciones personales. No eran generosas, ni libres de espíritu, ni integradoras, sino que buscaban excluir, disminuir y dominar. No había placer en ellas, a menos que fuese negado a algunos en la misma proporción en que era disfrutado por otros. Y puesto que mi existencia estaba fundada en la complicidad con quienes producían estos textos, no tenía muchas esperanzas de satisfacer mi vida emocional. Sólo se puede tener la mitad de lo que se desea, diría mi madre. Y si la seguridad financiera era la mitad que me tocaba en suerte, debía deshacerme de mis sentimientos.

La mañana siguiente, mientras sonaban las campanas de la iglesia y las calles se llenaban de parroquianos mejor vestidos que de costumbre, me puse mi nuevo vestido marrón a pesar de que me quedaba un año antes de poder vestirme de medio luto en público. No me probaría el corsé; el vestido era suficiente novedad para un día. Traté de llegar con las manos a la espalda, por encima del hombro y rodeando la cintura, hasta que pude ajustar los cierres para ver qué tal me quedaba. Quité la manta que cubría el espejo, y aunque apenas podía distinguir mi reflejo detrás del polvo, fue suficiente para hacerme gritar alarmada.

—¿Qué sucede, mamá? —vino corriendo Lucinda, con una taza de té de juguete en una mano y Mossie en la otra—. ¡Estás preciosa, mamá! ¡Preciosa! ¡Déjame ayudarte!

¿Preciosa? ¿Así me veía? Enseñaba el cuello, los hombros y todo el camino hasta el nacimiento de mis minúsculos pechos. Quizá las mujeres de la aristocracia lucían todas las noches un espléndido
décolleté
como éste, incluso en presencia de hombres, pero yo nunca me había sentido tan desnuda. ¿Preciosa? Más bien flaca y huesuda, como un pollo triste y viejo.

—Mamá, mira qué ampollas tienes en las manos —dijo Lucinda. La delicadeza del vestido ponía en evidencia las imperfecciones que ocultaban otras prendas—. Estás encorvada. Ahora sí, echa los hombros hacia atrás, como las verdaderas damas. Deberías llevarlo siempre. ¡Pareces tres metros más alta!

Cogí el abanico de plumas moradas y negras y lo sostuve frente a mi nariz, apenas mostrando los ojos, y con el otro brazo intenté cubrir mi cuello y mis pechos, aunque con aquella postura sólo conseguía sugerir aún más mi desnudez. Intenté concentrar mi mirada en el vestido, ignorando la carne que sobresalía. Por la forma en que caía, estaba hecho para ser llevado sobre un corsé, pero incluso sin corsé tenía que reconocer que realzaba mi cintura.

Volví a cubrir el espejo con la manta y pasé frente a la ventana, desde donde pude ver a la gente camino de la iglesia. No eran los rostros habituales de Ivy Street, sino desconocidos que venían para cambiar de costumbres en los días festivos, o para visitar a sus familias. Mi mirada se detuvo en un grupo de caballeros que esperaban a sus parejas, más lentas. Algunos fumaban, y todos iban orgullosos e incómodos en sus trajes de fiesta, rígidos y poco acostumbrados, y en cierto sentido, no tan caballeros. Uno de ellos, alto y apuesto, que caminaba en un extremo del grupo, me vio, y yo no bajé los ojos. Sentía que podía quedarme así para siempre, hasta que me di cuenta de que alguien podría detenerse y seguir la mirada de aquel hombre, descubrirme y juzgarme como una descarada. Me alejé rápido de la ventana y regresé junto a Lucinda, pero aún sentía aquellos ojos clavados en mí.

Ya no esperaba a que mi vida comenzase, pensé justo antes de empezar a aborrecerme por completo. Vaya mujer de luto. Solté las ataduras del vestido en mi espalda y grité a Lucinda para que me ayudase, y no pude relajarme hasta que el vestido cayó en mis tobillos. Cogí mi camisola y mi vestido negro y me deslicé en ellos, como en mi nueva vieja piel. Me recogí el cabello y me puse el velo y mis viejas botas. Aferré la mano de Lucinda y salimos de la casa para unirnos a la procesión de parroquianos.

Canté los himnos con entusiasmo, como si el volumen pudiese aplacar mi confusión interior. Escuché con atención el sermón de Navidad, asentí ante los pedidos de caridad y descansé la mirada en las ramas verdes que adornaban los arcos, ventanas y salientes de la iglesia, como si me ofreciesen un lugar donde enterrar mi conciencia. Apenas noté que al desear una feliz Navidad a la señora Eeles y a Billy, a Nora Negley y su esposo, a Patience Bishop y a sus dos hijos, sus nueras y nietos y a Agatha Marlow y a su numerosa parentela, todos me miraban con frialdad y los labios fruncidos. Nada me parecía normal. No había reconocido el rostro que me devolvió el espejo aquella mañana. No dejaba de preguntarme quién era aquella terrible mujer que deshonraba a su sexo y traicionaba a su difunto esposo y a su hija enferma, abandonando su rol de refugio, de bálsamo, de ángel del hogar. Yo, que había sido una esposa obediente, ahora era una mujer de negocios. Pero mi negocio era ilegal, inmoral e irrespetuoso ante las mujeres, por lo que cualquier sensación de libertad que pudiera sentir al ganarme el pan era anulada con habilidad por las trampas pergeñadas por los
obsceniteurs,
pues su conocimiento de la enfermedad de Lucinda y de mi ambigua situación me ataba inexorablemente a ellos. Al menos ya no necesitaba encontrar una forma de garantizar la lealtad de Din conmigo y con ellos, aunque no era un descubrimiento que quisiera compartir.

Además, no sería una dama ni que me vistiera como tal a instancias de la gente más rica de Londres. No me avergonzaba coquetear con un extraño paseando por Waterloo en la mañana de Navidad, sin contar con que me sentía atraída por un misterioso y negro ex esclavo. Los Nobles Salvajes debían de divertirse bastante a mis expensas, como si fuese una Calatea de pacotilla. Sabía muy bien que en circunstancias normales ninguno de aquellos aristócratas me prestaría atención ni por una fracción de segundo... ¿Por qué Knightley y Glidewell se interesaban tanto por mí y por vestirme a su gusto? Yo estaba tan alejada de las mujeres que aquellos hombres frecuentaban como de las estepas africanas, y era mucho menos interesante. La idea de aquello en lo que me había transformado al ponerme el vestido me horrorizaba.

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